Angel García Prieto, “Depresión en la adolescencia”, Arvo, 15.XI.03

Depresión, carencias afectivas y de convicciones en la adolescencia Entre los trastornos de los adolescentes vale la pena hacer una referencia a las depresiones, enfermedades frecuentísimas -algunos la denominan la enfermedad del siglo veintiuno- y que en los adolescentes comienza a diagnosticarse no hace muchos años. Y para subrayar su importancia, no hay que olvidar, aunque sea tremendo, que la segunda causa de muerte de los menores de veinticinco años en España es el suicidio – la primera son los accidentes de coche o moto – y los suicidios tienen su causa la mayoría de las veces en un estado de ánimo depresivo. Es verdad que en cifras absolutas la cantidad no es muy grande, pero no deja de ser la segunda causa de muerte de la gente joven. Y, evidentemente, como ya se decía la mayor parte de los suicidios vienen precedidos por una depresión; probablemente complicada con otras cosas pero en definitiva una depresión.

La depresión es actualmente la enfermedad por antonomasia cuantitativa dentro de la psiquiatría. Se dice que entre el diez y el quince por ciento de la población está, ha estado o estará deprimida. Entre la población adolescente por tanto también se da.

Hay tres grandes grupos de depresiones: las depresiones endógenas, que son aquellas que no se deben aparentemente a nada externo ni a ningún factor de sufrimiento psicológico, y aparecen incluso en las personas más felices y mejor dotadas. De su causa última se sabe poco, aunque se piensa que pueden tener una causa más o menos genética. No se suelen manifestar – al menos de una manera clara, como verdaderas depresiones – en la adolescencia, sino que se suelen presentar en torno a la tercera decena de años de edad. Un segundo tipo son las depresiones distímicas, que están ligadas a trastornos de personalidad. Las sufren personas que se sienten frustradas y que están en continuo descontento con ellas mismas y con lo que les rodea. Con una vida amargada, se continúan a lo largo de la existencia en forma de depresión de menor intensidad, pero continua y crónica. Ésta tampoco se manifiesta como tal entre la gente muy joven, sino a partir de los veintitantos años. Pero las depresiones reactivas, o trastornos adaptativos depresivos, que es el tercer grupo y el mayoritario desde un punto estadístico, sí que se da en los adolescentes. Se trata de un cuadro depresivo que aparece por motivos reactivos a separaciones matrimoniales de los padres, problemas escolares o académicos, problemas de autoestima, enfermedades físicas, dificultades de relación o algunas otras situaciones especiales negativas que se puedan dar en la biografía de un adolescente.

La sintomatología que aparece es: tristeza mantenida, diaria y presente en la mayor parte de los momentos, cansancio excesivo, falta de ilusión por todo, falta de placer en todas o casi todas las actividades de la vida ordinaria, una enorme dificultad para pensar, para concentrarse, para tomar decisiones, alteraciones del sueño y del apetito, sentimientos de fracaso, culpa o inutilidad, ideas de muerte ( no necesariamente de suicidio, pero sí por ejemplo: “ojalá me muriera”, o, “sí me muriera mejor me iría porque para vivir esta vida…” etc.). Por otro lado, con cierta frecuencia dichos estados de ánimo bajos son propicios para que el paciente busque, de una manera consciente o no, conductas de abuso de alcohol, drogas o fármacos, o – en menor proporción – comportamientos peligrosos de alto riesgo.

Este tipo de situaciones se dan cada vez más, entre otras muchas razones porque los chicos se sienten cada vez más solos. Se han hecho múltiples estudios sociológicos en países muy adelantados y una de las razones que se esgrimen es que los padres, por razones laborales o de otro tipo, tienden a dedicar menos tiempo a sus hijos y que es engañoso eso de que “yo le dedico poco tiempo pero intenso”…, porque lo cierto es que los chicos se sienten solos. Diversos estudios norteamericanos, hechos con poblaciones de niños y jóvenes entre los años 1980 y 1990 ven aumentos de cifras de fracaso escolar, delincuencia juvenil, embarazos precoces, a pesar de que los ingresos económicos del hogar por niño aumentaron. Se alcanzaron cifras record de malestar infantil, que despertaron la preocupación social. A la luz de los datos, la responsable del Libro blanco de los muchachos, Judith Weitz, decía: ”Es claro que la crisis infantil reflejada en las cifras responde en última instancia a una crisis general de la familia”. En este mismo sentido, una encuesta publicada en 1991 por la revista Time, afirmaba que al 60% de los jóvenes estadounidenses le gustaría dedicar a sus hijos más tiempo del que ellos recibieron de sus padres, pues, como afirmaba el profesor Louv en La niñez del futuro, la autonomía de que disponían los niños, más que a la educación en la libertad, se acercaba al abandono.

Con esto no se trata de culpabilizar a nadie, pero los hijos requieren una dedicación, un consejo, un apoyo, una seguridad y necesitan saber que tienen la retaguardia asegurada. Y que en un momento determinado, cuando tengan dudas o problemas de algún tipo, hay alguien querido y cercano que les ayude a sobrellevarlos. Esto es absolutamente fundamental, pues es imprescindible la función de la familia. Aunque ésta sea vicaria, porque la familia no siempre puede ser el padre y la madre; y hay familias monoparentales por viudedad o por separación, y hay familias que por razones de imposibilidad física no van a poder dedicar el tiempo necesario a sus hijos pero siempre tendrá que haber abuelos o tíos o sucedáneos que den ese apoyo emocional que los jóvenes siempre necesitan y que sobre todo van a requerir en momentos concretos y cruciales.

Es muy importante siempre que las personas se puedan sentir valoradas en su justa medida, pero adquiere característica de auténtica necesidad durante la adolescencia, en la que, como se ha visto, la inseguridad producida al abandonar la niñez determina una vivencia de precariedad que puede llegar a ser agobiante y muy destructiva. El peor de los chicos tiene un valor enorme como persona que es, y eso hay que dejárselo siempre muy claro. El eje de la psicoterapia que se lleva a cabo en la consulta de adolescentes con el psiquiatra o el psicólogo está dirigido primordialmente a ayudarles para que adquieran conciencia de lo mucho que son y que valen, a decirles: “al margen de lo que tú sientas, al margen de tus errores, de tus fracasos, angustias o limitaciones debes pensar que tienes muchas cosas muy positivas”. Lo que tienen que hacer los padres y los educadores es potenciar esos aspectos valiosos que ellos tienen más oscurecidos o cegados por la propia óptica, dada la peculiar dinámica psicológica de la adolescencia.

En el ambiente enmarcado dentro de la “Década de Niño”, como fue el de los años noventa en alguno de los estados de Norteamérica y tras la convocatoria de las Naciones Unidas de la “Cumbre Mundial de la Infancia”, una comisión de personalidades políticas, médicas, educativas y empresariales, publicaron un “Código Azul” en el que se dicen muchas cosas sobre la situación de la juventud de aquel país.

Con los datos de ese informe y el telón de fondo que motivaba la preocupación de instituciones de los Estados Unidos y de las Naciones Unidas, Willian J. Bennett, entonces secretario de Educación, pronunció un discurso en la Universidad de Notre Dame (Indiana) en el que entre otras muchas cosas dijo que “la crisis no se limita, como algunos creen, a comunidades azotadas por la pobreza y el crimen sino que afecta a millones de adolescentes de todos los barrios a lo largo de la nación”. Para ilustrarlo apuntaba estadísticas: una de cada diez adolescentes embarazadas, con más de 400,000 abortos anuales, duplicación de suicidios y un número treinta veces mayor de muchachos detenidos en comparación con las cifras de tres décadas anteriores. “Demasiados chicos norteamericanos son víctimas del fracaso parcial de nuestra cultura, de nuestros valores y de nuestras normas morales: drásticas alteraciones en la composición de la familia, un diálogo escaso y débil entre la gente joven y los adultos, degradación de los vecindarios tradicionales y así sucesivamente.” –decía.

Su discurso no era un lamento, pues apuntó soluciones, como éstas: 1º. “Debemos hablar y actuar en favor de la familia. Buscarle sustitutos viables cuando no haya más remedio, pero apoyar la familia y ponerla en primer lugar (…) Para desarrollarse, un niño necesita la dedicación sacrificada e irracional de uno o más adultos que le cuiden y compartan su vida con él (…) Dedicación irracional. ¡ Tiene que haber alguien que esté loco por el chico !” 2º. “En los últimos años hemos hecho un trabajo razonablemente bueno enseñando a nuestros hijos virtudes delicadas como la tolerancia, la comprensión, la propia estima y la sensibilidad. Y eso está muy bien. Pero creo que todavía nos perdemos en discusiones inútiles sobre la necesidad de enseñar virtudes fuertes como la disciplina y el dominio de sí, la responsabilidad individual y cívica, la perseverancia y la laboriosidad. Descuidar esas virtudes es un error”.

3º. ”Hemos de aprender a valorar en su justa medida el verdadero poder y las limitaciones de los esfuerzos estatales en favor de los niños. (…) Recordemos que el Estado es un agente auxiliar, no el principal, en el desarrollo de la constitución moral de un pueblo. La familia, la iglesia, la escuela y los individuos son los instrumentos principales”. Acababa su discurso con este epílogo de concienciación social: “Así es como se configura el carácter de una sociedad: mediante la moralidad individual, que acumula un capital social de generación en generación, en beneficio de nuestros hijos. Las convicciones privadas son una condición del espíritu público. Pero hay que renovar continuamente la inversión en convicciones privadas: han de hacerlo los adultos. Esa es nuestra misión.

Manifestaciones clínicas del trastorno depresivo: Durante una temporada de, al menos, varias semanas • Humor triste, de modo continuado y la mayor parte del día. • Pérdida de la capacidad para interesarse, ilusionarse y disfrutar de todas o casi todas las cosas y circunstancias de la vida. • Disminución de la vitalidad, con un cansancio excesivo. • Pérdida de apetito y peso (excepcionalmente puede ocurrir lo contrario). • Pérdida de sueño (excepcionalmente puede ser excesiva somnolencia). • Disminución de la atención, la concentración y la capacidad para decidir. • Pérdida de la confianza en sí mismo, con sentimientos de inutilidad, inferioridad o de culpa. • Perspectiva negra del futuro. • Ideas de muerte e incluso de suicidio.

Tomado de www.arvo.net