Aprender a motivarse

Merecen elogio los hombres
que en sí mismos hallaron el ímpetu
y subieron en hombros de sí mismos.
Séneca El aprendizaje de la decepción Otro elemento importante es el modo en que los niños van superando las primeras crisis de entidad que se presentan en su vida. Si las superan bien, se enfrentarán de manera mucho más optimista a las siguientes. En cambio, los niños que han vivido situaciones críticas crónicas o mal resueltas tienden a sufrir fracasos semejantes más adelante.

—¿A qué te refieres con lo de las crisis mal resueltas? Los sentimientos de fracaso o de decepción, cuando no se saben asumir, tienden a mantenerse fijos en la memoria, parpadeando como un señuelo perturbador. Y en vez de aportar una experiencia, siempre aleccionadora, hacen que se apodere de la mente una idea negativa sobre uno mismo o sobre los demás.

—¿Y la solución? Quizá aprender a hacer las paces con uno mismo. En muchos casos, con sólo aceptar serenamente el error, se esfuman los fantasmas del fracaso y puede llegarse a muchas enseñanzas útiles. Es preciso hacer frente al abatimiento o al enfado, reconducir nuestros pensamientos y, de esa manera, acabar reconduciendo también nuestros sentimientos. El hecho de hacer frente a los pensamientos negativos va disipando los estados de ánimo pesimistas, y con el esfuerzo sostenido, día a día, esto acaba convirtiéndose en un hábito. Cuando una persona logra transformar el fruto del fracaso en una herramienta que forja su persona y la templa, hace entonces un descubrimiento tremendamente liberador.

Como ha señalado José Antonio Marina, hay dos tipos de razonamientos peligrosos a la hora de afrontar un fracaso. El primero es éste: «Si procuro hacer las cosas bien, me irá bien; como lo cierto es que me va mal, no lo estoy haciendo bien». Conclusión: depresión y culpabilidad.

Y el segundo es análogo: «Si procuro hacer las cosas bien, me irá bien; estoy haciendo las cosas bien, pero me va mal. Luego el mundo es injusto». Conclusión: cólera e indignación.

Una de las claves de una buena educación sentimental es aprender a asumir el fracaso.

En este punto influye de modo decisivo el sentido que cada uno haya querido dar a su vida. Como subrayó Martin Seligman al término de los estudios a que antes nos referíamos, puede decirse que durante las últimas décadas hemos asistido en bastantes ambientes a un ascenso del individualismo y a un cierto declive de las creencias religiosas y del soporte moral proporcionado por la familia y la sociedad, y eso ha supuesto la pérdida de toda una serie de recursos útiles para amortiguar los reveses y fracasos de la vida. En la medida que uno cuente con una perspectiva más amplia –como la creencia en Dios o en la vida después de la muerte–, los fracasos quedan inscritos en un contexto distinto, mucho más resistente al abatimiento y la desesperanza.

Cuando se saben enmarcar las cosas en su justo contexto, se comprende que el hombre sólo fracasa realmente cuando fracasa como persona: ése es el verdadero y profundo desengaño, el que convierte en una tragedia la propia vida. No hay nada más frustrante que experimentar éxito en lo exterior cuando lo que hay en el propio interior sólo produce sonrojo y vergüenza.

Capacidad de concentración Cuando una persona atraviesa una crisis importante en su vida (por ejemplo, ante problemas familiares o profesionales graves, o ante enfermedades serias), experimenta en su propia carne lo difícil que resulta mantener la atención en las tareas habituales del trabajo o el estudio.

De la misma manera, cualquier persona que haya padecido una depresión sabe también cómo, en esa situación, los pensamientos autocompasivos, la desesperación, la sensación de impotencia o de desaliento, son tan intensos que dificultan seriamente cualquier otra actividad.

De modo más general, cuando una determinada situación emocional dificulta la concentración, observamos que disminuye notablemente nuestra capacidad de mantener en la mente toda la información relevante para la tarea que llevamos a cabo, y no logramos pensar con claridad.

En el extremo opuesto de esa dificultad para fijar la atención, está lo que podríamos llamar concentración: un estado de olvido de uno mismo en el que la atención se absorbe por completo y se focaliza tanto que se ciñe casi sólo a la estrecha franja de percepción relacionada con la tarea que estamos llevando a cabo.

—Tal como lo dices, es parecido a una obsesión.

La diferencia es que la preocupación obsesiva produce desasosiego, mientras que con la concentración nos encontramos serenos y absortos en lo que hacemos.

Como ha señalado Daniel Goleman, la concentración nos hace entrar en una especie de oasis en el que, una vez en él, con poco esfuerzo de voluntad mantenemos un alto rendimiento. Nos encontramos entregados a una tarea, sin pensamientos intrusivos que nos distraigan. Es un estado en el que hasta el trabajo más duro puede resultarnos entretenido y gratificante, en vez de extenuante y agotador. Y por eso tiene importantes consecuencias en la educación, por ejemplo, de niños o adolescentes.

—Sí, pero no toda concentración es buena: pueden estar muy concentrados en algo inútil, o incluso en algo perjudicial.

En efecto. Muchos de ellos, por ejemplo, pasan bastante tiempo aburriéndose en actividades como ver televisión horas y horas cada día, lo cual apenas les reporta nada positivo ni pone a prueba sus habilidades. Pero si logramos que descubran la satisfacción que produce entregarse a una tarea que estimule su capacidad y les haga sentirse comprometidos con algo que les ponga a prueba y les lleve a desarrollar nuevas áreas de su talento, entonces habrán entrado en el ciclo de la motivación.

Deben lograr habituarse a concentrar la atención en tareas que supongan un desarrollo exigente de sus capacidades.

De lo contrario, quedará muy limitado el alcance de las tareas intelectuales de que podrán disfrutar en el futuro, pues les resultarán desproporcionadamente áridas e ingratas.

Para lograr una mejora en este punto, han de esforzarse en no depender en exceso del bienestar, no ser personas que se abaten enseguida ante las pequeñas molestias o incomodidades, o ante el esfuerzo físico. Han de aprender a concentrarse en lo que deben hacer, aunque les exija permanecer de pie bastante tiempo, o sentarse en un lugar poco cómodo, o aguantar en una situación de cierta tensión.

En ese sentido, resulta muy positivo encontrar tareas y habilidades que fortalezcan su capacidad de concentrarse y de proponerse objetivos. Tareas en las que él vea que rinde, en las que se sienta seguro, satisfecho, estimulado: tocar un instrumento musical, aprender idiomas, desarrollar un deporte, interesarse por la historia o la pintura, aficionarse a la astronomía, el bricolaje, la fotografía, etc. De esta manera, lograrán cada vez una mayor independencia respecto a las inercias que podríamos llamar corporales, y así podrán después proponerse y alcanzar otros proyectos vitales más serios.

Control de la preocupación Bastantes estudiantes, por ejemplo, son muy proclives a preocuparse y caer en estados de ansiedad durante las épocas de exámenes, y esto afecta negativamente a sus resultados. Sin embargo, para otras muchas personas, el estado de preocupación ante un examen estimula su intensidad en el estudio, y gracias a ello logran un rendimiento mucho mayor.

La cuestión clave es por qué la preocupación a unos les estimula y a otros les paraliza.

Según unos amplios estudios realizados por Richard Alpert, la diferencia entre unos y otros está en la forma de abordar esa sensación de inquietud que les invade ante la inminencia de un examen. A unos, la misma excitación y el interés por hacer bien el examen les lleva a prepararse y a estudiar con más seriedad; a otros, en cambio, les asaltan pensamientos negativos (del estilo de «no seré capaz de aprobar», «se me dan mal este tipo de exámenes», «no sirvo para esta asignatura», etc.), y esa predisposición sabotea sus esfuerzos. La excitación interfiere con el discurso mental necesario para el estudio y enturbia después su claridad también durante la realización del examen. Es así como las preocupaciones acaban convirtiéndose en profecías autocumplidas que conducen al fracaso.

En cambio, quienes controlan sus emociones pueden utilizar esa ansiedad anticipatoria –ante la cercanía de un examen, o de dar una conferencia, o de acudir a una entrevista importante– para motivarse a sí mismos, prepararse adecuadamente y, en consecuencia, hacerlo mejor.

—Hará falta encontrar un punto medio entre la ansiedad y la indiferencia.

En efecto, pues el exceso de ansiedad lastra el esfuerzo por hacerlo bien, pero la ausencia completa de ansiedad (en el sentido de indolencia, se entiende) produce apatía y desmotivación.

Por eso, un cierto entusiasmo (incluso algo de euforia en algunas ocasiones) resulta muy positivo en la mayoría de las tareas humanas, sobre todo en las de tipo más creativo. Aunque si la euforia crece demasiado, o se descontrola, la agitación puede socavar la capacidad de pensar de modo coherente e impedir que las ideas fluyan con acierto y realismo.

Los estados de ánimo positivos aumentan la capacidad de pensar con flexibilidad y sensatez ante cuestiones complejas, y hacen más fácil encontrar soluciones a los problemas, tanto de tipo especulativo como de relaciones humanas. Por eso, una forma de ayudar a alguien a abordar con acierto sus problemas es procurar que se sienta alegre y optimista. Las personas bienhumoradas gozan de una predisposición que les lleva a pensar de una forma más abierta y positiva, y gracias a eso poseen una capacidad de tomar decisiones notablemente mejor.

Los estados de ánimo negativos, en cambio, sesgan nuestros recuerdos en una dirección pesimista, haciendo más probable que nos retiremos hacia decisiones más apocadas, temerosas y suspicaces.

Aplazar la gratificación En la década de los sesenta, Walter Mischel llevó a cabo desde la Universidad de Stanford una investigación con preescolares de cuatro años de edad, a los que planteaba un sencillo dilema: «Ahora debo marcharme y regresaré dentro de unos veinte minutos. Si quieres, puedes tomarte esta chocolatina, pero si esperas a que yo vuelva, entonces te daré dos.» Aquel dilema resultó ser un auténtico desafío para la mayoría de los chicos. Se les planteaba un fuerte debate interior: la lucha entre el impulso a tomarse la chocolatina y el deseo de contenerse para lograr dos poco después.

Era una lucha entre el deseo primario y el autocontrol, entre la gratificación y su demora. Una lucha de indudable trascendencia en la vida de cualquier persona.

Tal vez no hay habilidad psicológica más decisiva que la capacidad de resistir el impulso.

Resistir el impulso es el fundamento de cualquier tipo de autocontrol emocional, puesto que toda emoción supone un deseo de actuar, y es evidente que no siempre ese deseo será oportuno.

El caso es que Walter Mischel llevó a cabo su estudio, y efectuó un seguimiento de esos mismos chicos durante más de quince años.

En la primera prueba, comprobó que aproximadamente dos tercios de esos niños de cuatro años de edad fueron capaces de esperar lo que seguramente les pareció una eternidad, hasta que volvió el experimentador. Pero los otros, más impulsivos, se abalanzaron sobre la chocolatina al poco de quedarse solos en la habitación.

Además de comprobar lo diferente que era entre unos y otros la capacidad de aplazar la gratificación –y, por tanto, el autocontrol emocional–, una de las cosas que más llamó la atención al equipo de investigadores fue el modo en que aquellos chicos soportaron la espera: volverse para no ver la chocolatina, cantar o jugar para entretenerse, o incluso intentar dormirse.

Pero lo más sorprendente de aquel estudio comparativo vino diez o doce años más tarde, cuando pudieron comprobar que la mayor parte de esos chicos y chicas que en su infancia habían logrado resistir aquella famosa espera de la chocolatina, eran luego en su adolescencia –siempre en términos de conjunto– personas notablemente más emprendedoras y equilibradas, menos proclives a desmoralizarse, más resistentes a la frustración, y más decididos y constantes.

Un niño de cuatro años ha recibido ya mucha educación: puede haber aprendido a ser obediente o desobediente, disciplinado o caprichoso, ordenado o desordenado. Por eso, más que alentar oscuros determinismos ya cerrados desde la infancia, o viejas tesis conductistas, lo que resalta aquella investigación es que las aptitudes que despuntan tempranamente en la infancia suelen florecer más adelante, en la adolescencia o en la vida adulta, dando lugar a un amplio abanico de capacidades emocionales: la capacidad de controlar los impulsos y demorar la gratificación, aprendida con naturalidad desde la primera infancia, constituye una facultad fundamental, tanto para cursar una carrera como para ser una persona honrada o tener buenos amigos.

Este experimento muestra cómo los chicos poseen ya desde muy pronto importantes capacidades emocionales (como percibir la conveniencia de reprimir un impulso, o saber desviar su atención de la tentación presente), y que educarles en esas capacidades será de gran ayuda para su desarrollo futuro.

Esa capacidad de resistir los impulsos, demorando o eludiendo una gratificación, para alcanzar así otras metas –ya sea aprobar un examen, levantar una empresa o mantener unos principios éticos–, constituye una parte esencial del gobierno de uno mismo. Y todo lo que en cualquier tarea de educación, o de autoeducación, pueda hacerse por estimular esa capacidad será siempre de una gran trascendencia.