Carácter y naturalidad

Cualquier necio puede escribir
en lenguaje erudito.
La verdadera prueba
es el lenguaje corriente.
C.S. Lewis

  • El “qué dirán”. Aparentar
  • Los vientos dominantes
  • El andamiaje de la mentira
  • ¿Exceso de sinceridad?
  • Conócete a ti mismo
  • Conoce a quienes te rodean. El caso de Jaime

El “qué dirán”. Aparentar Seguro que te suena la historia de aquel labrador que, despatarrado y orondo en su burro, volvía del campo con el hijo, que caminaba detrás.

El primer vecino con quien se toparon afeó la conducta del labriego: —¿Qué? ¿Satisfecho? ¡Y al hijo que lo parta un rayo! Apeose el viejo y montó al hijo. Unos cien pasos darían cuando una mujer se encaró con ellos: —¡Cómo! ¿A pie el padre? ¡Vergüenza le debía dar al mozo! Bajó éste abochornado, y amigablemente conversaban tras el jumento, cuando un guasón les tiró una indirecta: —¡Ojo, compadre, no tan deprisa que se les aspea el asno! No sabiendo ya a qué carta quedarse, montaron ambos. Andaba cansino el burro el último trecho, y alguien les voceó de nuevo: —¡Se necesita ser bestias!; ¿no veis que el pobre animal va arrastrando el alma por el suelo? —Ya sólo les faltaba cargar con el borrico a sus espaldas…

La enseñanza del relato es evidente. No se puede andar por la vida constantemente al vaivén de lo que los demás piensen o digan de nosotros. Acabarían por volvernos locos, como casi sucede a este pobre labriego que tardó demasiado en comprender que era imposible complacer a todos aquellos con quienes se cruzaba.

El qué dirán constituye una agobiante preocupación que se abate sobre muchas personas. Puede ser como una especie de terror a hacer el ridículo, una obsesión por ser como todos o una excesiva preocupación por la propia imagen que puede llegar a ser realmente perjudicial.

—Bueno, pero tampoco se trata de ser un tipo raro, distinto a todos, ¿no? No hace ninguna falta, por supuesto. También aquí hay que buscar un equilibrio sensato, para seguir razonablemente las modas pero no ser esclavo de ellas. Sobre todo de las modas de los modistas de la mente.

—¿Dices modistas de la mente? Sí. Hablo de esa especie de papilla mental que algunos venden con tanto éxito a quienes son capaces de sacrificar su libertad de pensamiento a cambio de lograr ser siempre igual a los demás y no llamar la atención.

Porque hay gente que presume de libertad y de autenticidad, que quizá repite que a ellos nadie les influye, y luego resulta que obedecen sumisamente a costumbres y eslóganes que la moda establece como intocables. Son embaucados por la fascinación de frases o ideas en boga, pero apenas profundizan en ellas.

A este fenómeno se refería Thibon cuando decía que, para ésos, la verdad es lo que se dice; la belleza, lo que se lleva; y el bien, lo que se hace.

A esas personas no les angustia el tener o no razón. Les aterrorizaría, sin embargo, pensar cosas que estuvieron ayer de moda pero que hoy no lo están. Les falta estilo. Lo único que saben es elegir, de entre las diversas opiniones que circulan, la que les parece que mejor queda, y consumen su vida sin haber engendrado un pensamiento que puedan decir que es suyo.

—A mí me hacen gracia las personas que hacen auténticos malabarismos para tomar siempre una postura intermedia, y sobre todo para que nadie les tache de anticuados.

Es un extraño complejo de inferioridad que lleva a algunos a estar dispuestos a decapitar todas sus normas morales antes que permitir ser acusados de conservadores, en nombre de no se sabe qué progresía. Para ellos no cuenta el sustrato de su pensamiento, cuenta sólo lo último que han oído o leído.

O esos otros, que pasan por tremendos sacrificios para tener más poder a los ojos de los demás, o para ganar más dinero y así hacer una mayor ostentación de lujo o de originalidad.

En ambos casos llevan una vida de cara a la galería que les impide construir su verdadera vida. Y con esas personas tan preocupadas por aparentar, las relaciones familiares o de amistad son siempre difíciles, porque la falta de naturalidad acaba siendo mutua: ellos aparentan ser distintos a como en realidad son, y los demás les pagan con la misma moneda.

—Aunque también hay que comprender a quienes prefieren no llamar mucho la atención y adaptarse al ambiente en el que están…

Hay que comprender, y hay que saber adaptarse a la realidad que nos rodea, en efecto, pero sabiendo que habrá algunas cosas en las que no se debe ceder. Lo digo porque a veces, incluso, la coherencia supone hacer sufrir un poco a los que tenemos alrededor. Es fácil que cualquier decisión de uno tome desagrade inevitablemente a alguien, pero eso no siempre significa que la acción sea mala o inoportuna. Chejov decía que quien coloca por encima de todo la tranquilidad de sus allegados debe renunciar por completo a una vida guiada por el pensamiento.

Los vientos dominantes Hablando del qué dirán es muy clásico el ejemplo de la torre y la veleta. De esas torres medievales que desafían al paso de los siglos, y que a sus pies todo cambia, se mueve, se vende y se compra, pero ellas siguen ahí.

La solidez de la torre viene a ser el símbolo del carácter firme, de la persona que sabe cumplir su deber. La veleta, en cambio, está en la cúspide, resulta muy vistosa, se mueve a un lado y otro sin dirección fija. Tiene su utilidad, sí: saber hacia dónde va el viento dominante. Igual que las personas sin carácter: sirven para saber cuál es la moda del ambiente en que se mueven, pero para poco más.

Las personas cuyo carácter es como las veletas son menores de edad en cuanto a las razones. Quizá en su interior escuchan muchas voces, pero casi siempre sale ganando alguna de estas:

  • “es allí adonde va todo el mundo”;
  • “eso es lo que todos hacen”;
  • “nadie piensa así, ¿por qué voy a ser precisamente yo la excepción?”.

    -Es cierto que el qué dirán supone una esclavitud de la opinión ajena, pero también los propios principios y la conciencia suponen una atadura…

    Es un modo de verlo un poco negativo, pero sin duda hay que elegir entre ambas guías —o ataduras, como dices tú— del obrar y del pensar. Pero una es mucho más noble que la otra. Decir de alguien que es dueño de su voluntad y respetuoso con su conciencia es uno de los mejores elogios que pueden hacerse de una persona.

    No temas a nadie, teme tan sólo a tu conciencia, decía Toth. Quien para hacer cualquier cosa tiene que mirar de reojo qué están haciendo los demás, qué dicen, qué piensan, o qué opinan de nosotros, se puede decir que es una persona que no pide consejo a su entendimiento sino que está servilmente dominada por el público ante quien actúa.

    Muchos adolescentes, por ejemplo, reconocen que empiezan a beber más de la cuenta, o a tomar pastillas que no son precisamente para la tos, o a fumar algo más que tabaco, sin necesidad de sentir especial satisfacción con eso. La razón más fuerte suele ser una de las antes apuntadas: “¿qué quieres que haga?, es lo que hace todo el mundo…” (todo el mundo…, en el mundo en que él se mueve).

    —Bien, pero tampoco hay que hacer precisamente lo contrario que todo el mundo, para así tener carácter, ¿no? Por supuesto. Eso sería casi peor, sería como lo del mulo de la anécdota. Se trata más bien de tener una personalidad propia y atreverse a manifestarla así —si es oportuno—, aun en medio de un ambiente o ante unas personas que piensan de modo distinto.

    —Pero pesa mucho el ambiente. Si a veces les da vergüenza hasta decir que han preparado a fondo un examen, o que ayudan en las tareas de la casa, imagínate si se tratara de manifestar que procura vivir seriamente unas convicciones que no están precisamente de moda.

    Sí es difícil, pero en estas lides se templa el carácter y se demuestra la personalidad.

    Han de comprender, además, que tienen miedo a un ridículo al que probablemente apenas se arriesgan, porque manifestarse con naturalidad ha sido siempre el gran secreto de la amistad y de la buena imagen. Lo que más suele agradecerse de un amigo o una amiga son precisamente esas virtudes que rodean a la verdad: sinceridad, lealtad, naturalidad, sencillez, autenticidad.

    El andamiaje de la mentira Piensa en cuáles pueden ser los motivos de insinceridad en cada uno de tus hijos, y piensa en su posible remedio:

  • Puede mentir por temor al castigo, porque le horroriza pensar en lo que sucederá cuando se sepa la verdad: revisa tus métodos persuasivos, que, además, probablemente sean poco eficaces.
  • Quizá mienta por cobardía: enséñale a pechar con la responsabilidad de sus actos, aunque sea en cosas pequeñas.
  • O puede que mienta porque nunca quiere reconocer su error, porque no es capaz de decir “he sido yo”: no le consientas excusarse de todo, justificarse siempre.
  • A lo mejor miente por jactancia, por presumir. Es de esos chicos o chicas capaces de llevar a cabo mil hazañas estupendas, y que cuenta a su amigos y compañeros historias asombrosas y atrevidas…, que ha soñado: hazle ver lo poco elegante de ese deseo suyo de convertirse siempre en el centro de la atención de todos; explícale cómo esa inclinación obsesiva a quedar bien ha llevado ya a muchos por la calle de la amargura.
  • Piensa si miente por encubrir mentiras anteriores. Como sabes, la vergüenza para confesar el primer error hace cometer muchos otros. Una mentira siempre necesita ser apoyada por otras para mantenerse en pie: por eso es tan importante facilitar la sinceridad a los hijos, no hacer un drama de lo que no lo es, y no irritarse tanto si descubres una mentira.

    —Pero habrá que ponerse serio para acabar con las mentiras, ¿no? Si tiene el vicio de mentir y tú eres excesivamente riguroso, tu hijo tendrá que apuntalar cada mentira con otras nuevas y será cada vez peor. Si, por ejemplo, el miedo a tu reacción ante las calificaciones académicas le asusta mucho, retendrá cuanto pueda el boletín inventándose cualquier excusa, te mentirá respecto a las fechas de los exámenes o no te dirá la verdad sobre lo que hace, con quién va, o adónde.

  • Es mala señal que alguien acompañe sus declaraciones con juramentos o promesas: cuando es habitual recurrir a eso como garantía de lo que dice, suele ser porque la verdad brilla por su ausencia.
  • Mira si miente para conseguir ventajas, si es tramposo, si se adorna con plumas que no son suyas, si se le va la lengua cuando narra sus aventuras, si maljuzga por envidia o por celos, y haz todo lo posible por inculcar en él una auténtica repugnancia por la mentira, el doble juego, la astucia y la falsedad.

    -Supongo que en esto es también fundamental el ejemplo de los padres.

    Ciertamente resulta muy doloroso escuchar de un adolescente frases como “mi padre es un hipócrita”, o “me han tenido engañado”, u otras semejantes. Y a veces se escuchan, y lo peor es que no siempre carecen de fundamento.

    Porque a veces lo dicen y tienen razón. Mira si das ejemplo como padre o como madre de fidelidad plena a la verdad.

    La verdad nunca traiciona, y con ella te ahorrarás muchos cálculos y equilibrios absurdos. No uses de la astucia o la mentira para lograr obediencia, para evitarte una molestia, para no quedar mal. Para nada. Además de ser inmoral, la mentira siempre acaba por traicionar.

    No daremos un solo paso efectivo en la educación si el chico percibe doblez, falsedad o fingimiento en lo que decimos o en lo que hacemos. Enséñale, por ejemplo, a:

  • Saborear la alegría de saber rectificar, de mejorar su criterio, de decir cuando sea preciso “tienes razón, no había caído en eso”, o “perdona, me equivoqué”, o cosas semejantes.
  • Que sepa pedir perdón y aceptar la culpa, o admitir los propios fallos.
  • Que comprenda que cuando consigue algo por medio de la mentira, lo ha pagado demasiado caro.
  • Que cuando escapa de un mal gracias a una mentira, ha caído en otro mal peor.
  • Que cuando ha conseguido así la admiración y el honor ante los demás, ha perdido el honor ante el tribunal de su propia conciencia.

    ¿Exceso de sinceridad? «Mamá, es que no lo entiendes. La gente joven dice lo que piensa, sin hipocresías.» Así defendía una joven adolescente la escasa educación y diplomacia de una amiga suya a la que había invitado a pasar unos días con ellos durante las vacaciones.

    —Pero decías que era bueno decir las cosas claras, ¿no? Por supuesto. Pero hay que encontrar también un sensato equilibrio entre la hipocresía y lo que podríamos llamar —mal llamado— exceso de sinceridad. Porque se puede ser cortés sin adular, sincero sin tosquedad, y fiel a los propios principios sin ofender torpemente a los demás.

    Decir la verdad que no resulta conveniente revelar, o a quien no se debe, o en momento inadecuado, más que muestra de sinceridad suele ser carencia de sensatez.

    Conviene añadir sensatez a nuestra sinceridad, y así evitaremos —como escribió H. Cavanna— la idiotez sincera, que no por sincera deja de ser idiota.

    Echar fuera lo primero que a uno se le pasa por la cabeza, sin apenas pensarlo, o dejar escapar los impulsos y sentimientos más primarios indiscriminadamente, no puede considerarse un acto virtuoso de sinceridad. La sinceridad no es un simple desenfreno verbal.

    Hay que decir lo que se piensa, pero también se debe pensar lo que se dice.

    El que se encuentra a un amigo que acaba de perder a su padre y le dice que no lo siente lo más mínimo porque su padre era antipático e insoportable, no es sincero, aunque sintiera eso realmente, sino un auténtico animal.

    Bajo la excusa de esos estilos de falsa sinceridad se esconden a menudo arrogancia, grosería o ganas de provocar y zaherir a los demás. Quienes así actúan son figuras tristes de hombres o mujeres que se dejan llevar por sus impulsos más primarios y distan mucho de alcanzar un mínimo de madurez en su carácter.

    La exaltación de la espontaneidad produce frutos ambivalentes. Pretende fortalecer la personalidad, y en gran parte lo logra, pero su exceso conlleva el riesgo de producir personas con una espontaneidad aleatoria, que les lleva a ser lo que les surge a cada momento, lo que se les ocurre, y la simple ocurrencia no parece la mejor guía para formar el carácter.

    Conócete a ti mismo Tales de Mileto, aquel pensador de la antigua Grecia que es considerado como el primer filósofo conocido de todos los tiempos, escribió hace 2.600 años que la cosa más difícil del mundo es conocernos a nosotros mismos, y la más fácil es hablar mal de los demás.

    Y en el templo de Delfos podía leerse aquella famosa inscripción socrática —gnosei seauton: conócete a ti mismo—, que recuerda una idea parecida.

    Conocerse bien a uno mismo representa un primer e importante paso para lograr ser artífice de la propia vida, y quizá por eso se ha planteado como un gran reto para el hombre a lo largo de los siglos.

    Conviene preguntarse con cierta frecuencia (y buscando la objetividad): ¿cómo es mi carácter? Porque es sorprendente lo beneficiados que resultamos en los juicios que hacen nuestros propios ojos. Casi siempre somos absueltos en el tribunal de nuestro propio corazón, aplicando la ley de nuestros puntos de vista, dejando la exigencia para los demás. Incluso en los errores más evidentes encontramos fácilmente multitud de atenuantes, de eximentes, de disculpas, de justificaciones.

    —Si somos así, y parecemos ciegos para nuestros propios defectos, ¿cómo se puede mejorar? Mejoraremos procurando conocernos. Mejoraremos escuchando de buen grado la crítica constructiva que nos vayan haciendo con cualquier ocasión. Y a eso se aprende cuando uno es capaz de decirse a sí mismo las cosas, cuando es capaz de cantarle las verdades a uno mismo.

    Procura conocer cuáles son tus defectos dominantes.

    Procura sujetar esa pasión desordenada que sobresale de entre las demás, pues así es más fácil después vencer las restantes.

    Para uno, su vicio capital será la búsqueda permanente de la comodidad, porque huye del trabajo con verdadero terror; para otro, lo será quizá su mal genio o su amor propio exagerado, o su testarudez; para un tercero, a lo mejor su principal problema es la superficialidad o la frivolidad en sus planteamientos. Piénsalo. Cada uno de tus defectos es un foco de deterioro de tu carácter. Si no los vences a tiempo, si no les pones coto, te puede salir mal la partida de la vida.

    Quizá lo que hace más delicada la formación del carácter es precisamente el hecho de que se trata de una tarea que requiere años, decenas de años. Ésa es su principal dificultad.

    Toth comparaba ese trabajo a la formación de un cristal a partir de una disolución saturada que se va desecando. Las moléculas van ordenándose lentamente conforme a unas misteriosas leyes, en un proceso que puede durar horas, meses, o muchos años. Los cristales se van haciendo cada vez mayores y constituyendo formas geométricas perfectas, según su naturaleza…, siempre que, claro está, ningún agente externo estorbe la marcha de ese lento y delicado proceso de cristalización. Porque un estorbo puede hacer que acabe, en vez de en un magnífico cristal, en una simple agregación de pequeños cristales contrahechos.

    Puede ser ése el principal error de muchos jóvenes, o quizá de sus padres. Pensar que aquellos reiterados estorbos en el camino de la delicada cristalización de su espíritu eran algo sin importancia. Y cuando advirtieron que habían cuajado en un carácter torcido y desagradable, poco remedio quedaba ya.

    —¿Crees entonces que en el carácter hay cosas que no tienen remedio? Siempre estamos a tiempo de reconducir cualquier situación. Ninguna, por terrible que sea, determina un callejón sin salida. Pero no debe ignorarse que hay tropiezos que dejan huella, que suponen todo un trecho equivocado cuesta abajo que hay que desandar penosamente.

    Piensa en esas malas costumbres, en esa terquedad que cuando eras niño resultaba graciosa y ahora se ha vuelto más espinosa y más dura. Piensa en cómo dominas tu genio, en cómo soportas la contrariedad. Piensa si no eres un cardo. Porque cardos surgen en todas las almas y es cuestión de saber eliminarlos cuando aún están tiernos. Esa solicitud y esa lucha continua es la educación.

    Procura ver las cosas buenas de los demás, que siempre hay. Y cuando veas defectos, o algo que te parece a ti que son defectos, piensa si no los hay —esos mismos— también en tu vida. Porque a veces vemos:

  • a un quejica que se queja de que los demás se quejan;
  • a un charlatán agotador que protesta porque otro habla demasiado;
  • a uno que es muy individualista en el fútbol y luego se queja de que no le pasan el balón;
  • o que recrimina agriamente los errores a sus compañeros y luego resulta que él falla más que nadie;
  • o al clásico personaje irascible que se rasga las vestiduras ante el mal genio de los demás; etc.

    ¿Por qué? Quizá sea efectivamente porque —no se sabe en virtud de qué misteriosa tendencia— proyectamos en los demás nuestros propios defectos.

    El conocimiento propio también es muy útil para aprender a tratar a los demás. Hay, por ejemplo, padres impacientes a quienes con frecuencia se les escuchan frases como “le he dicho a esta criatura por lo menos cuarenta veces que…, y no hay manera”. Y cabría preguntarse: bien, pero ¿y tú? ¿No te sucede a ti que te has propuesto también cuarenta veces muchas cosas que luego nunca logras hacer? —¿Quieres decir entonces que no podemos exigir nada a los hijos porque nosotros somos peor que ellos? No, por supuesto. Pero cuando alguien es consciente de sus propios defectos, la tarea de educar se ve muchas veces como una tarea que tiene bastante de compañerismo. Y se celebra el triunfo del otro y se sabe disculpar y disimular la derrota, porque se confía en que al otro le llegarán también tiempos de victoria. Por eso no viene mal tener en la cabeza nuestros fallos y nuestros errores a la hora de corregir, para saber conjugar bien la exigencia con la comprensión.

    Conoce a quienes te rodean. El caso de Jaime «Hay que elegir un poco los amigos. Se ve enseguida cómo son por la forma que tienen de pasar el rato —decía con convicción Jaime, un despierto estudiante de diecisiete años.

    »Encuentras colegas para pasarlo bien, dices bobadas, te ríes, acabas consiguiendo tener una gran habilidad dialéctica y humorística…, pero no logras una amistad seria. Hay mucho coleguismo. Aprendes a bandearte, porque en cuanto te descuidas le dan a uno en las narices.

    »Y, desde luego, como sean perezosos, acabas siéndolo tú también. No hay quien aguante que te llamen todos los días para salir cuando estás estudiando.

    »Yo tuve a los catorce años unos amigos que fumaban porros y en el recreo te ofrecían. Todavía no sé bien cómo logré quitármelos de encima. Muchos creen que sólo fuman los macarras y los mal encarados. Es sobre todo la gente bien. Han probado ya todo y necesitan más. Esnifan coca, fuman marihuana o se empastillan en cuanto te quieres dar cuenta. Y en zonas muy corrientes, o en zonas buenas, no es cosa sólo de los suburbios.

    »Suele ser un problema de su familia. Y de él, que es un imbécil. Lo peor es el chico o la chica con demasiado dinero. Venga, vamos a probar, y ya no lo pueden dejar.

    »Lo más triste —seguía diciendo Jaime— es que está muy de moda. Se contagian entre ellos. Si vas con esa gente, caes, porque no se puede resistir estar con ellos y no enviciarse. Fumas porros, si no, no pintas nada allí. Te excluyen del grupo, y si no estás con los amigos, ¿adónde vas? Y si te dicen que todos los sitios son peligrosos pero no te dan soluciones, ¿en qué ocupas el tiempo libre? »Yo tuve suerte porque encontré otros amigos que hacían mucho deporte, iba a jugar con ellos a sus casas y venían a la mía, me aficioné a la bicicleta, y a leer. Desde luego, si juegas un partido el domingo a las diez de la mañana, o sales de excursión al monte, o con la bici, seguro que no te pasas la noche anterior de juerga.

    »Hay que tener amigos con buenas ideas, lo que pasa es que no hay muchos amigos de esos.» Escuchando a Jaime me venía a la cabeza aquello de dime con quien andas y te diré quién eres. Sin que nadie se lo explicara, había llegado a comprender la importancia de seleccionar las amistades.

    —¿Pero eso de seleccionar las amistades no resulta poco natural? Me suena a elitismo.

    No es elitismo. O mejor dicho, toda persona sensata es elitista si por elitismo entiendes saber rodearte de amigos que no supongan un daño sino un bien mutuo. Y eso no sólo en la amistad, sino también, por ejemplo, a la hora de elegir con acierto marido o mujer.

    No es elitismo sino simple sensatez. Piensa un momento con quien vas, a quién admiras, a quien envidias, con quien quieres codearte. Y piensa si son los modelos de persona que realmente quieres para ti. Y piensa si no debes elegir un poco mejor tus amistades.