Ignacio Sánchez Cámara, “La buena muerte”, La Gaceta, 22.I.2007

Con el mayor despliegue propagandístico, el más poderoso grupo mediático de España vuelve a exhibir su campaña en favor de la legalización de la cooperación al suicidio, o, si se prefiere, su apología de la muerte voluntaria y del asesinato filantrópico. Al menos, el debate sobre la llamada eutanasia opera contra el ocultamiento posmoderno de la muerte. En una de sus acepciones esenciales, la filosofía es tendencia hacia la muerte. Así se recoge en el diálogo platónico Fedón: «Todos aquellos que se ocupan en debida forma con la filosofía parecen, en efecto, ocultos como están ante los demás hombres, no haber puesto sus miras en otra cosa, sino en sucumbir y en estar muertos». Bien es verdad que se refiere a la búsqueda de la verdadera vida, de la inmortal. Es una forma precristiana del «muero porque no muero». Para mentalidades laicas, acaso convenga recordar la tesis de Wittgenstein de que la muerte no es un acontecimiento de la vida, y la idea de Spinoza de que en nada piensa menos el hombre libre que en la muerte. Respeto a quien desea morir (todo hombre es acreedor al respeto por su mera condición personal), mas no veo nada heroico en su decisión. Mucho más mérito me parece que tiene quien acepta el dolor y valora y dice siempre sí a la vida. Nunca sabremos el valor que puede llegar a tener nuestro sacrificio, ni el dolor que nuestra muerte puede causar a otros. Lo que es absurdo e insufrible para uno puede constituir para los demás un ejemplo o, incluso, su salvación. Es equivocado considerar que la vida sólo es digna bajo ciertas condiciones. La vida es un don que no se recibe a beneficio de inventario. ¿Es que, acaso, es menos digna la vida de los enfermos incurables o terminales que deciden seguir viviendo? Por lo demás, el de eutanasia es un pésimo término para designar lo que pretende. No hay otra buena muerte que la que pone fin (para los creyentes en la inmortalidad, un final sólo mundano o terreno) a una vida buena. Es grave irresponsabilidad promover una decisión definitiva y mortal para quienes pueden padecer un transitorio episodio depresivo. Se invoca la libertad. Pero, ¿es imposible manipular la voluntad de quien sufre? ¿No es irresponsable ofrecerle una salida fácil a quien no tendrá la oportunidad de arrepentirse? Ni juzgo ni condeno a quien deja de desear vivir, pero eso no me permite estimar que su decisión sea igualmente valiosa y heroica que la de quien, en las mismas condiciones, quiere seguir viviendo. Nunca sabremos el efecto que nuestro eventual heroísmo puede surtir en otros, ni llegaremos a comprender cabalmente el efecto redentor del sufrimiento.

Todo lo anterior sería, a mi juicio, válido, aunque jurídicamente llegara a ser despenalizada la llamada eutanasia. Ni siquiera lo prejuzga, pues no toda la moral debe ser impuesta por el derecho. Ciertamente, tampoco se puede reducir la moral a lo jurídico. Sin embargo, sería extraño el tránsito repentino de la proscripción penal de una conducta a su recomendación como algo ejemplar. Al menos, cabría postular un periodo intermedio en el que la conducta despenalizada fuera estimada como moralmente no recomendable, aunque jurídicamente permitida. Por lo demás, la legislación española, en el artículo 143 del Código penal, castiga la inducción y la cooperación con actos necesarios al suicidio de una persona. En cualquier caso, no parece adecuado hurtar un debate a la sociedad y al poder legislativo, mediante la utilización de la vía de hecho y la impunidad consumada. Quienes propugnen la legalización del asesinato filantrópico o de la cooperación con el suicidio están legitimados, en una sociedad democrática, para defender sus posiciones y emprender un debate jurídico en el que esgriman sus argumentos, pero no lo están para vulnerar la ley ni forzar el triunfo de sus posiciones mediante la vía de hecho. Esto sería una forma ilegítima y antidemocrática de acción directa, que hurtaría algo esencial inherente a una sociedad democrática: debatir, argumentar y convencer.

Una última consideración. El poderoso grupo mediático ha hurtado a sus lectores, al menos hasta ahora, un testimonio muy relevante, el del hijo de la suicida, que ha denunciado a la Asociación en favor del Derecho a morir dignamente por haber inducido la muerte de su madre y cooperado con ella. En decisión tan íntima e irrevocable, han influido algunas personas, incluida la presencia de una periodista, pero no ha podido intervenir en ella nada menos que un hijo. La arbitrariedad de la voluntad no es criterio moral, pero incluso quienes la erigen en norma suprema deberían considerar las posibilidades de manipulación. No toda aparente decisión es libre. ¿Es seguro que no habría podido influir en la decisión fatal una opinión contraria del hijo? La opinión dominante cree que dos decisiones contrarias son igualmente respetables, pero la mía es que no pueden ser igualmente valiosas. Por mi parte, no creo que el suicidio sea una buena muerte.

Ignacio Sánchez Cámara, “Turismo abortivo”, La Gaceta, 26.XI.2006

España, como casi todo, cambia. Y no siempre para mejorar, pues no todo cambio entraña progreso. Antes éramos un país de emigrantes; ahora lo somos de acogida de inmigrantes. Antes, algunas españolas viajaban a países extranjeros para abortar. Ahora, algunas extranjeras viajan a España, para «interrumpir sus embarazos», es decir, para matar a sus hijos embrionarios. Nada nuevo bajo el sol; sólo cambia la dirección del itinerario abortivo. Aún habrá quien diga que hoy somos más libres; al parecer, más libres también para el crimen.

Según la información disponible, se ofrece un pack (añadamos el mal gramatical al moral) que incluye vuelo, alojamiento y aborto, a precios adecuados para que el negocio no decaiga. Incluso se practica en casos de embarazos muy avanzados, en los que el embrión se debate y defiende para eludir la agresión mortal: puro asesinato.

La valoración moral no me ofrece dudas. La inmoralidad del aborto voluntario deriva del imperativo de no matar. Si se prefiere una visión de la moral más positiva y menos prohibitiva, y apelando a la fértil idea de «lo mejor», siempre será preferible y mejor conservar la vida del embrión que acabar con ella. A menos que, en contra de toda evidencia, la vida sea considerada como un mal del que debe huirse o como un bien de libre disposición por parte de la madre, con lo que el supremo acto moral sería el suicidio. Como no es lo mismo la moral que el derecho, aunque no sean absolutamente independientes, pasemos ahora a este último. Si la práctica del aborto fuera un puro ejercicio de autonomía de la voluntad que no afectara a un bien jurídicamente protegible (y protegido en nuestro ordenamiento jurídico), no cabría penalizarlo, aunque se tratara de una conducta inmoral, pues el derecho no existe para producir el perfeccionamiento moral de las personas, aunque tampoco deba ser un obstáculo para él. El problema es que sólo una sanción penal, por benévola que pueda ser, e incluso excluyéndola en algunos casos, permite proteger jurídicamente la vida de las personas, nacidas o no. Es lo que hace nuestra legislación actual, que considera que el aborto voluntario es un delito, y sólo excluye la aplicación de la pena en tres casos tasados: violación, malformaciones del feto y peligro para la salud física y psíquica de la madre. No existe, por lo tanto, algo así como un derecho a abortar en esos tres casos, sino que se trata de un acto ilícito, al que se excluye la pena por razones fundadas. Ciertamente, entonces puede practicarse en esos casos, lo que no quiere decirse que se deba, sin estar sometido a la amenaza de la sanción penal. Pero en España no existe un derecho al aborto nunca, ni siquiera en esos tres casos citados. El problema es que una legislación como la nuestra, acaso bienintencionada e incluso correcta, resulta muy vulnerable al fraude de ley. Y es lo que sucede. El problema no estriba tanto en la ley, quizá discutible, como en su mala aplicación o en la falta de ella. El cajón de sastre criminal viene por la vía de la salud psíquica de la madre, si basta con que un facultativo con pocos escrúpulos certifique que, en el caso de continuar el embarazo, corre grave peligro. ¿Es nítido el concepto de la salud psíquica? ¿No puede extenderse abusivamente hasta incluir una leve depresión? ¿No podría entonces interrumpirse cualquier embarazo, es decir, asesinar a la persona no nacida, previa petición de la madre? Me temo que esto es lo que sucede en este turismo aberrante y criminal en fraude de ley. Nacionales y extranjeras se acogen a este fraude para eliminar la vida humana que portan en sus entrañas. El problema es que la mayoría de las veces la salud psíquica no hace sino empeorar, a menos que la conciencia moral se haya debilitado hasta casi desaparecer, pues no es fácil imaginar un crimen que entrañe una más pesada carga moral para su autor que la muerte que una madre inflige a su propio hijo. Y lo terrible aumenta si se considera que además existe una fácil solución, pues abundan las parejas que desean adoptar hijos y que viajan a lejanos países para satisfacer su ansia frustrada de paternidad. ¿No sería mejor que esos hijos, en lugar de ser muertos, nacieran y fueran entregados en adopción?

El añorado Julián Marías afirmó que los peores errores morales de nuestro tiempo eran la aceptación social del aborto y la generalización del consumo de drogas. Tenía, y tiene, razón, pues se trata de males profundos que revelan la inversión del orden natural de los valores y la inmoralidad de un tiempo, que se manifiestan en otros males terribles y derivados de esa anomia moral. Si se considera bueno lo que es malo en algo tan básico como la transmisión y protección de la vida; si es lícito que una madre acabe con la vida de su hijo, entonces, parafraseando al personaje de Dostoievski, todo está permitido. No deseo que ninguna mujer que aborte vaya a la cárcel; sólo reclamo que ninguna lo haga, y que la sociedad y su derecho protejan el valor de la vida humana.

Ignacio Sánchez Cámara, “Pensar a cuatro patas”, La Gaceta, 30.VIII.2006

Comprendo, pero no comparto, el regocijo que a algunos congéneres les produce asemejarse a los chimpancés o a los gorilas. Parecen contemplar en la hipótesis animalista la cima de la dignidad humana. Son evolucionistas al revés, y piensan que el principio de la evolución es la selección de los menos aptos: el hombre es peor que la anguila, y ésta peor que la madreselva. La excelencia pertenecería así al reino mineral. Cuanto menos nos diferencie del resto de los animales, mayor orgullo sienten.

Esta nostalgia del homínido se antoja genuina confesión de parte y latente declaración de intenciones. Animales al cabo, alardean de lo que pueden. Muchos de ellos exhiben los síntomas de una antigua y honda patología: el resentimiento antibíblico. Como la religiosidad les parece el colmo de la indigencia intelectual -al fin y al cabo, ningún otro animal es religioso- todo lo que, a su juicio rastrero, parezca desmentir a la Biblia lo reciben con simiesco alborozo. Nada les repugna tanto como la idea de que el hombre pueda ser imagen de Dios, es decir, de un Ser Perfecto, y de que se encuentre radicalmente separado del resto de los animales por su espíritu e inteligencia.

En el nombre de la dignidad del hombre, se trata de negarle cualquier indicio de dignidad y de realidad personal. Niegan a Dios, pero adoran a Copérnico, a Darwin, a Marx y a Freud, y a todos aquellos que, según sus instintos -cabe suponer que renuncien a la razón, no vaya a ser que no sea fácil encontrarla en otros de sus semejantes-, han infringido un varapalo a la creencia en la suprema dignidad del hombre o, lo que es lo mismo, a la pretensión de ocupar un lugar privilegiado en el conjunto de la creación (término este último que les produce atroces urticarias). Les reconforta ser producto de un ciego azar evolutivo y les repugna la posibilidad de ser hijos de Dios. Al fin y al cabo, se trata de matar al padre.

Se les reconoce con facilidad. Saludan con indisimulado alborozo cualquier anuncio, más o menos científico, que abone sus animalescas pretensiones. Son especialmente sensibles a la genética. Su mayor deleite consiste en enterarse de que el hombre comparte el 99% del material genético con el chimpancé, y aún les produce incomodidad ese exiguo 1% diferencial. Y todavía les reconforta más asemejarse genéticamente al cerdo o a la mosca. Debe de tratarse de extrañas afinidades electivas.

Eso sí, progresistas al cabo, rechazan el determinismo genético por sus posibles consecuencias racistas o neodarwinistas (en este caso, el "neo" resulta nefando). Por lo demás, desprecian ese 1%, acaso decisivo. Porque lo evidente, e independiente de toda creencia religiosa, es la radical y abismal diferencia entre el hombre y el resto de los seres vivos. Acuden, no sin cierta angustia, a la biología del cerebro humano para intentar, sin éxito, obtener confirmación de sus hipótesis. Naturalmente, una ciencia experimental no puede dar cuenta del alma ni de ninguna realidad espiritual.

Ellos, siempre a lo suyo, se empeñan en que si existiera el alma, ya la habrían encontrado los fisiólogos y los neurólogos. Si hubiera espíritu, parecen decirse, ya lo habríamos visto. Y, sin embargo, la neurofisiología no deja de aguarles la fiesta, ya que el cerebro humano constituye un misterio, hasta ahora insondable, para la ciencia. En dos o tres millones de años, el ser humano ha aumentado el peso de su cerebro en un kilogramo. El hombre en la actualidad posee unas siete veces más peso de cerebro que el que le correspondería por el peso de su cuerpo. Casi los mismos genes, pero un cerebro desmesurado.

Es probable que semejante revelación les cause tantos trastornos que su deseo sea, acérrimos enemigos de las neuronas, no utilizar su cerebro con la secreta intención de que se atrofie y se reduzca, por tanto, a los límites del de los gorilas o, si cabe la posibilidad, del de las moscas. Entonces, así se sentirían orgullosos. Cada uno piensa cómo vive, y si incómodo es para el hombre andar a cuatro patas, mala e imprudente cosa, y de consecuencias intelectuales y morales irreparables, es pensar a cuatro patas.

Ignacio Sánchez Cámara, “Tolerancia cero”, ABC, 31.VII.2004

Cada día aumenta el uso de la expresión «tolerancia cero», sobre todo entre ministros y dirigentes de la izquierda. Debe pronunciarse con gesto avinagrado, ceño fruncido y patente indignación. A ser posible, con una mueca hosca y dura, parecida a la que exhibía Bogart en las últimas escenas de «El tesoro de Sierra Madre». Se ha usado con relación al terrorismo. Ahora es usual emplearla refiriéndose a otras formas de delincuencia. Así, se habla de «tolerancia cero» con la violencia de género (aunque bien podría aplicarse la tolerancia cero con la propia expresión en pro de la corrección lingüística), los incendios forestales o el exceso de velocidad. Es cuestión de énfasis. «Tolerancia cero» es el no va más en la oposición, un enérgico «hasta aquí hemos llegado».
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Ignacio Sánchez Cámara, “Sobre la democracia y algunos malentendidos”, ABC, 23.VIII.2004

TODOS hablan de democracia, pero no todos al hacerlo hablan sobre lo mismo. En unos casos, las discrepancias se deben a que la entienden de distinta manera. En otros, a que algunos llaman democracia a lo que no lo es, a lo que es otra cosa, incluso a lo que se opone a ella. Por eso no faltan las tergiversaciones y suplantaciones, y, también, los malentendidos. De entrada, aclaro que hablo de democracia en el único sentido en el que creo que existe verdaderamente, en el sentido representativo y liberal. Hay otros modos de concebirla que no son, a mi juicio, «democráticos»: la democracia radical, asamblearia, directa y totalitaria. Si no me equivoco, algunos malentendidos y errores sobre la democracia surgen porque se introducen en la concepción representativa y liberal principios opuestos a ella, procedentes de esas concepciones alternativas.
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Ignacio Sánchez Cámara, “La mezquita”, ABC, 12.VII.2003

No existe acaso en España paisaje comparable al de la Alhambra recortándose sobre el fondo de Sierra Nevada y dominando el Albaicín. Hace poco más de cinco siglos, exactamente quinientos once años, España recuperaba para sí y para la Cristiandad el reino de Granada. Quedaba consumada, con perdón, la obra de la Reconquista y comenzaba, con perdón, la epopeya americana. Anteayer, por primera vez desde la derrota y la expulsión, se inauguraba en Granada, en el Albaicín, una mezquita, al parecer, la más grande de Europa. Más que «de» Europa, tal vez habría que decir «en» Europa.

Está bien. En España se garantiza la libertad religiosa, reconocida por la Constitución. Sólo cabe elogiar la coexistencia y tolerancia entre confesiones religiosas. Aquí el Estado es neutral. Allí, no. En esto, entre otras cosas, reside la superioridad de la civilización occidental. En la libertad. No en vano los países democráticos son, casi sin excepción, países de tradición y convicciones mayoritarias cristianas. Donde el cristianismo no germinó, impera la tiranía. Cristianismo y civilización liberal son casi indiscernibles. La tolerancia es hija de la fortaleza y de la generosidad. Es el derecho que la inquebrantable verdad concede al error. Por lo demás, una civilización superior, mientras lo sea, nada debe temer de otra inferior. Su fuerza expansiva atraerá hacia sí incluso a sus enemigos. El odio del fundamentalismo islámico a Occidente es hijo del resentimiento y de la inferioridad. Sin embargo, existe un límite. Una civilización no puede sobrevivir cuando degenera y pierde el sentido de la autoestima, cuando se enajena y renuncia a la defensa de sus valores. Una cosa es la generosa tolerancia y otra la anomia y la pérdida de las propias convicciones.

Está muy bien la mezquita granadina. No tanto quizá el torvo gesto de algunos rostros ni cierto exhibicionismo algo petulante. Pero está muy bien que haya una mezquita en Granada. Lo malo es la falta de reciprocidad. Los que aquí predican la convivencia y la tolerancia, allí imponen la hegemonía y la exclusión. Mientras no sea posible que se erija una catedral en Damasco o en Riad, más que de tolerancia habrá que hablar de impostura. Acaso se diga que allí no hay cristianos. Razón de más para la reflexión sobre la falta de atractivo de unas sociedades. Tal vez nos encontremos ante una tolerancia unidireccional y hemipléjica.

Cabe esperar una pronta y radical reacción del radicalismo laicista en contra de semejante exhibición pública de confesionalidad religiosa. No habrá progresista hispano que no se convierta en atento vigilante de las enseñanzas que se profesen en la mezquita granadina para comprobar su compatibilidad con los valores y principios constitucionales. Podemos estar seguros de que velarán sin descanso por la denuncia de la menor desviación de los principios laicistas o de la igualdad entre los sexos. Imanes y sultanes pondrán todo su cuidado para evitar las denuncias y los recursos de inconstitucionalidad que interpondrían a buen seguro los paladines laicos de la Ilustración. Mas, por si acaso decayeran en su celo progresista, desde aquí llamamos a nuestras autoridades a que exijan el cumplimiento de las leyes y el respeto a los valores y principios constitucionales. Y también a que, en su caso, exijan el respeto al principio de reciprocidad. Está muy bien que en la Granada cristiana y democrática se ejerza la tolerancia bajo la forma de mezquita. Pero la tolerancia no obliga a la renuncia de las propias convicciones ni al abandono del imperio de la ley.

Ignacio Sánchez Cámara, “El opio del progre (sobre la asignatura de religión)”, ABC, 28.VI.2003

El Consejo de Ministros aprobó ayer, entre otras medidas educativas, la nueva configuración de la asignatura de Religión, en sus dos versiones, confesional y aconfesional, ambas con valor académico. Algunas reacciones a la medida han sobrepasado los límites de la crítica razonable para adentrarse por los vericuetos del desenfreno ideológico. Se ha llegado a hablar de quiebra del consenso constitucional y del principio de aconfesionalidad del Estado. Por el contrario, se trata de la mejor solución adoptada desde la aprobación de la Constitución, absolutamente conforme con ella y respetuosa tanto con el valor educativo de la religión como con la libertad de los padres. Por supuesto que sin el conocimiento de la tradición cristiana no es posible entender ni la historia ni el arte ni, en general, la cultura española. Pero no se trata sólo de esto, con ser bastante, pues esta finalidad podría conseguirse sin una asignatura de carácter confesional. De lo que se trata es de integrar a la religión en el ámbito educativo, como parte esencial de la formación integral de la persona. Si no se trata de una ciencia, tampoco lo son las demás disciplinas humanísticas. Por lo demás, la idea de una asignatura no evaluable es una contradicción en los términos.

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Ignacio Sánchez Cámara, “Religión y escuela”, ABC, 6.V.2002

De la vieja cuestión escolar sólo queda, en parte, pendiente la solución del problema de la enseñanza de la Religión en la escuela pública. En la etapa de la transición, la cosa había quedado más o menos resuelta con la consideración de la Religión católica como asignatura evaluable y de la Ética como optativa. Esta solución planteaba el problema del erróneo entendimiento de la Ética cívica como alternativa a la Religión y su consiguiente supresión para los alumnos que optaran por la enseñanza religiosa. Pero, al menos, era respetuosa con la Constitución, con los acuerdos entre el Estado y la Santa Sede y con la consideración de la Religión como asignatura evaluable. Luego vino la extravagante profusión de alternativas lúdicas a la Religión y la supresión de su condición de asignatura evaluable para el currículo de los alumnos, es decir, el escamoteo de su condición de auténtica asignatura.

Al parecer, estamos ahora a punto de alcanzar un acuerdo entre el Ministerio y la Iglesia que ponga fin a una situación anómala. La solución, según las informaciones disponibles, consiste en la recuperación de la Religión como asignatura obligatoria y evaluable y con la probable alternativa de una asignatura de Historia de las Religiones o de Religión y Cultura que contemple el fenómeno religioso desde la perspectiva cultural. No obstante, no se descarta la posibilidad, que desnaturalizaría este tratamiento, de que la calificación carezca de consecuencias académicas. Pero una asignatura sin consecuencias académicas es cualquier cosa menos una verdadera asignatura. La solución más razonable sería la existencia de una asignatura de Religión como fenómeno cultural y unas optativas de enseñanza religiosa confesional. Sin la dimensión religiosa la formación integral no es posible, y sin el conocimiento de la tradición cristiana no cabe entender la civilización occidental ni la historia universal. La oposición a esta solución razonable sólo puede ser fruto de una extravagante animadversión hacia el cristianismo y de un erróneo entendimiento del imperativo constitucional que no aboga por el laicismo sino por el carácter aconfesional del Estado. Éste último es compatible con la aceptación y el respeto del catolicismo como religión mayoritaria en España y con la consideración del cristianismo como elemento constitutivo esencial de nuestra civilización. Con demasiada frecuencia se olvida que la escuela pública no ha de ser una escuela laica sino la escuela de todos, y que la Constitución y los acuerdos entre el Estado y la Iglesia obligan a respetar la libertad religiosa, que es cosa muy distinta de la exclusión de la Religión de la escuela pública. Esta exclusión no sólo atentaría contra el derecho de los padres y de los alumnos a una formación religiosa en la escuela pública, que es la de todos, no sólo la de los agnósticos y los ateos, sino también contra la Constitución y los acuerdos entre el Estado y la Iglesia.

Ignacio Sánchez Cámara, “La barbarie, contra la religión”, ABC, 8.X.2001

La barbarie del 11 de septiembre, y el fundamentalismo fanático del que se nutre, ha servido para cargar las baterías de los enemigos de la religiosidad.

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Ignacio Sánchez Cámara, “Profesores de religión”, ABC, 8.IX.2001

La oposición, casi unánime, suscitada por la decisión episcopal de no renovar el contrato de una profesora de Religión Católica de un centro público por haber contraído matrimonio civil con un divorciado, caso al que se han añadido otros dos más por distintos motivos, se basa, si no estoy equivocado, en una consideración parcial del asunto. Casi todos los argumentos se centran en el evidente perjuicio personal sufrido por la profesora como consecuencia del ejercicio de un derecho civil, pero omiten el derecho de la Iglesia Católica a enseñar su doctrina y, por tanto, a determinar quiénes la enseñan. Con ánimo de contribuir a completar tan parcial debate van las siguientes consideraciones, que no certezas.

El aspecto legal no parece ofrecer dudas. La asignatura se denomina «Religión Católica», no «Religión» sin más. Se trata, pues, de una enseñanza confesional aunque se imparta en un centro público de un Estado no confesional. Es el resultado de un compromiso contraído por el Estado con la Iglesia Católica y con otras confesiones religiosas, que también designan en su caso a sus propios profesores. La Iglesia tiene, pues, el derecho de nombrar a los profesores de Religión Católica y, por lo tanto, también el de proponer la no renovación de sus contratos. Existe jurisprudencia del Tribunal Constitucional que incluye entre los requisitos de idoneidad del profesor de Religión el que no mantenga, de modo público y notorio, un modo de vida institucionalizado contrario a la enseñanza que imparte. Mas un derecho puede ser ejercido sabia o torpemente, prudente o imprudentemente. Entramos, pues, en el terreno de la evaluación moral de la legal decisión episcopal. Debo confesar que prefiero la Iglesia del perdón a la del castigo, y que, uno de los pasajes evangélicos que siempre me impresiona más es el de la adúltera perdonada porque aúna la intransigencia ante el pecado con la indulgencia hacia el pecador. En este caso, lo decisivo es determinar si la enseñanza de la profesora se adecuaba o no a la Religión y a la Moral católicas. Si hubiera que exigir un cumplimiento perfecto, nadie podría ser profesor de Religión ni obispo. El problema consiste en valorar si quien incumple de modo público y continuado la Moral que enseña puede o no cumplir con el requisito necesario de la ejemplaridad. En cuestiones de enseñanza moral tiene que existir una coherencia mínima entre vida y doctrina. Si la profesora no ha incumplido ningún deber laboral, tiene todo el derecho a continuar en su puesto de trabajo, mas no a hacerlo en nombre de la misma Iglesia cuya doctrina públicamente incumple. Por lo demás, siempre cabe la posibilidad de que sea contratada para enseñar otra asignatura no confesional como la Ética, lo que permitiría hacer compatibles los dos derechos en conflicto.

Una cosa es la prudencia y la adaptación a los tiempos y otra claudicar ante la eventual opinión mayoritaria de la sociedad. No parece que su fundador encomendara a la Iglesia Católica la misión de acomodarse a los criterios dominantes en la sociedad sino la de enseñar su mensaje aun arriesgando la vida si fuera necesario. Tampoco parece que los primeros cristianos se atuvieran a los criterios morales dominantes en la sociedad romana. Lo que también debería ser motivo de reflexión para sus responsables es la razón del aumento de la distancia entre sus enseñanzas y el rumbo de la sociedad, y también los efectos que la decisión adoptada y, quizá sobre todo, la manera de presentarla y defenderla, pueden provocar en la opinión pública y en la conciencia de la profesora cesante. Mas una cosa es la comprensión y la tolerancia y otra renunciar a determinar quién puede enseñar la propia doctrina y cuál es el genuino contenido de ella.