Juan Manuel de Prada, “Tombolitis” (televisión basura), ABC, 3.III.2001

El gesto paladino de Francisco Giménez-Alemán, al retirar de la programación esa latosa cabalgata de aberraciones humanoides llamada «Tómbola», debería ser el detonante de una discusión profunda sobre los objetivos y los límites de cualquier medio de comunicación financiado con fondos públicos. También sobre su dudoso encaje en una economía de mercado, donde las televisiones y radios públicas son obligadas a disputar la audiencia a unas empresas privadas cuya finalidad inmediata es la obtención de beneficios. Se quejan, seguramente con razón, estas empresas privadas del trato favorable que reciben las televisiones públicas, puesto que juegan con dos barajas: por un lado, entran en la batalla por la audiencia, obteniendo a cambio la recompensa de los ingresos publicitarios; pero, por el otro, reciben dineros del erario que se destinan al patrocinio de programas sin utilidad pública. Y es que no debemos olvidar que la única finalidad legítima de un medio de comunicación sufragado con presupuestos públicos es el enaltecimiento espiritual de sus destinatarios. O instruir deleitando, que diría un clásico.

Pero esta función de utilidad pública ha sido perturbada por intereses espurios que aspiran al embrutecimiento de los ciudadanos, a su conversión en una masa gregaria que comulga las directrices del poder. Para que esa comunión sea plena y fructífera, quienes ostentan el poder, y sus correveidiles con mando en platós televisivos y estudios radiofónicos, no han vacilado en halagar los más turbios instintos de los ciudadanos, arrojando al pesebre de sus apetencias un batiburrillo de programas de incalculable grosería intelectual que corrompen sus neuronas. Así, atacada por una galopante encefalopatía espongiforme, la audiencia se refocila en el fango y suspira por nuevas remesas de podredumbre que abastezcan su adicción; a cambio, esa misma audiencia garantiza adhesiones lacayas. A este proceso de depauperación colectiva o tombolitis aguda debe ponerse freno con gestos como el que acaba de realizar Giménez-Alemán; pero, si esos gestos no se continúan con una metódica abolición de la morralla que aflige la programación, corremos el riesgo de que degeneren en aspavientos huecos.

Nuestros gobernantes no pueden seguir manteniendo ese doble juego sobre el que se asienta el funcionamiento actual de radios y televisiones públicas. Si se decide a favor de su mantenimiento, tendrán que abandonar la disputa por la audiencia; tendrán que establecer sin ambages una distancia con la programación que ofrecen las empresas privadas, descaradamente enderezada hacia el superávit. Una radio o una televisión públicas deben aspirar al ennoblecimiento intelectual de los ciudadanos, a la divulgación cultural y científica; deben, en definitiva, aspirar al arquetipo platónico de la perfección espiritual. En una televisión pública no pueden interferir el chismorreo de corrala, el espectáculo chabacano, el entretenimiento chusco, la bazofia cinematográfica, el empacho futbolero. A estos síntomas de tombolitis aguda debe oponerse un tratamiento de choque que desinfecte para siempre el entendimiento de unos espectadores habituados al regodeo en lo bajuno. Y quien no desee desinfectarse, que cambie de canal y aloje su vulgaridad en otros lodazales, que nunca faltarán en la programación diaria. Recuerdo que, en cierta ocasión, al jubilado Anguita le preguntaron en una entrevista cómo era la televisión pública que imaginaba; sin titubeo, contestó que era una televisión en la que se exhibiera el teatro de Chejov. Supongo que su respuesta fue acogida con ese mismo choteo con que las gentes de alma cetrina niegan la posibilidad de la utopía. Pero la obligación de nuestros gobernantes es aspirar a una televisión que exhiba el teatro de Chejov; si persevera en su afán de halagar los anhelos más mostrencos del público, acabará ofreciendo maratones de pornografía y concursos de pedos, o lo que demanden unos espectadores idiotizados que, a cambio de un voto dócil, exigen la satisfacción de sus apetitos más bajos. La función de una televisión pública no es amarrar los votos, sino enseñar a los hombres a votar.

Juan Manuel de Prada, “Clonación a granel”, ABC, 29.I.2001

Se veía venir. Todas esas chorradas de la oveja Dolly y demás animalitos clonados no eran sino el circunloquio de lo que vendría después. Los apóstoles de la clonación sabían perfectamente adónde querían llegar; pero sabían también que la finalidad de sus investigaciones no podía desenmascararse abruptamente. Primero hubo que marear la perdiz con revelaciones parciales que mitigaran el revuelo y fomentaran el consumo de tinta y saliva en discusiones estériles; luego, en un alarde de avilantez, se sacaron de la manga el cuento chino de la llamada «clonación terapéutica». Nos presentaron la inmolación de embriones como la panacea médica del futuro y nos aseguraron que el alzheimer, el cáncer y hasta la encefalopatía espongiforme se convertirían en males tan fácilmente extirpables como una verruga. La regeneración de células que se vislumbraba tras la llamada «clonación terapéutica» auguraba unas ganancias apoteósicas, de ahí que Estado y Capital (dos personas distintas y un sólo dios verdadero) se apresuraran a sumar esfuerzos en una empresa que se adivinaba pingüe. ¿Se acuerdan de aquellas proclamas en que Blair y Clinton y demás mandatarios satélites, erigidos en paladines del progreso, invocaban pomposos fines humanitarios para justificar sus torpes manejos? Aquellas zarandajas demagógicas prendieron en el espíritu del pueblo sojuzgado, que llegó a creerse la milonga. Los apóstoles de la clonación se frotaban las manos: habían conseguido hacernos comulgar con la rueda de molino de su avaricia, servida bajo la apariencia de una eucaristía laica y altruista. Su estrategia de desgaste y confusión había rendido el resultado esperado: la llamada «opinión pública» (esa amalgama de opiniones gregarias que suplantan el desprestigiado sentido común), después de dispersarse en discusiones bizantinas, había adquirido el grado suficiente de docilidad para encajar la revelación definitiva. Por si acaso aún se tropezasen con algún resabio de resistencia, los apóstoles de la clonación han preferido lanzarnos una penúltima andanada envuelta en los afeites de la piedad. Resulta que el doctor Severino Artinori (repárese en la sonoridad sadiana de su nombre) ha anunciado su intención de clonar embriones humanos para implantarlos en la matriz de mujeres infecundas. Para mitigar el repudio que la clonación descarada y a granel promueve en los espíritus más sensibles, se comercia con el instinto de maternidad de las mujeres y con la compasión que la esterilidad despierta entre nosotros. (¡Ah, paradojas de las sociedades progresadas, que se apiadan de quienes han sido desposeídos por Natura de la capacidad para reproducirse, al tiempo que reprimen con saña esa misma capacidad en quienes la poseen!). Pero hasta las sensibilidades más escrupulosas acaban criando callo, a fuerza de recibir pisotones y descarnaduras. Otro de los esbirros del cotarro, el doctor Panayotis Zavos, recurre al tópico literario (demostrando, de paso, que su dominio de los tópicos literarios es bastante calamitoso), para comparar los avances de la clonación con «un genio que ya ha salido de la botella y que controlaremos». Si el doctor Zavos se hubiese molestado en frecuentar las bibliotecas sabría que, desde la caja de Pandora hasta la redoma de Stevenson, pasando por la lámpara de Aladino, los genios que abandonan la botella no se avienen de buen grado a encierros y controles.

Es, precisamente, la clonación descontrolada el finisterre que persiguen estos apóstoles de la ciencia degenerada en negocio. Los hábiles circunloquios que empleen, hasta que su aspiración se consume, no son sino los aspavientos más o menos hipnóticos con que los prestidigitadores disfrazan sus trucos, para que pasen desapercibidos ante el público. Y, hoy por hoy, el público, mareado de falsas artimañas altruistas, ya está suficientemente anestesiado y madurito para acatar la catástrofe. ¿A qué esperan, para quitarse la máscara?

Juan Manuel de Prada, “Animalitos”, ABC, 22.I.2001

En «Náufrago» hay una secuencia en que el robinsón Tom Hanks ensarta con un palo el caparazón de un cangrejo. Vemos cómo el cangrejo patalea en su agonía; a continuación, vemos cómo Hanks socarra al fuego de una hoguera el cangrejo, cómo desmiembra sus patas y cómo ávidamente se come su carne. Sin embargo, si aguantamos hasta el final de la película, una vez que han desfilado los títulos de crédito, descubriremos una leyenda avalada por no sé qué sociedad protectora de animales, en donde se asegura que ningún animal ha sido sometido a crueldades durante el rodaje, y que las imágenes en que aparecen animales en peligro han sido fingidas mediante maquetas animadas. O sea, que el cangrejo ensartado con el palo era un artilugio mecánico gobernado mediante control remoto; pero el cangrejo que a continuación se zampa el protagonista tiene toda la pinta de ser real. Se deduce, pues, que los productores de la película, después de gastarse un pastón en la maqueta animada, se han dirigido al mercado de la esquina y han comprado un cangrejo de verdad. Pudiera ocurrir, incluso, que ese cangrejo haya sido pescado con redes ilegales, o fuera de temporada. Pero lo que ocurra fuera del rodaje de la película carece de importancia.

La misma película que recurre a subterfugios y fingimientos tan disparatados, para evitarle a un cangrejo el sufrimiento, contiene secuencias en que vidas humanas son expuestas al peligro de escalar un risco o nadar en mitad del océano, pues la verosimilitud del cine actual aconseja que dichas secuencias no sean rodadas en decorados. Sabemos que, de vez en cuando, un extra perece durante el rodaje de una película, decapitado por las hélices de un helicóptero o despeñado al fondo de un barranco; sabemos que, sin llegar a estos extremos de fatalidad, no hay rodaje que no registre un saldo venial de costillas rotas y magulladuras entre los miembros más sufridos del elenco. Y mientras los extras se afanan en cabriolas y contorsiones que ponen en peligro su vida, los cangrejos son suplantados por «maquetas animadas», para que no sufran.

Esta inversión del orden natural (la vida humana relegada a un arrabal subalterno, frente a la intangible vida animal) no merecería mayor glosa si restringiera su ámbito a la anécdota cinematográfica. Pero mucho me temo que esta alteración de valores forma parte de una perversión social mucho más extendida. Ayer mismo publicaba ABC una fotografía de unos manifestantes londinenses que reclamaban la prohibición de la caza del zorro (uno sospecha que, cuando por fin lo consigan, se manifestarán contra la caza del gamusino); algunos enarbolaban, a guisa de pancartas, retratos de zorritos con la misma convicción con que la madre de un desaparecido alzaría el retrato de su hijo ante el Palacio de la Moneda de Santiago de Chile. Esta fotografía me obligó a reflexionar sobre los mecanismos de suplantación y circunloquio que puede llegar a urdir una sociedad enferma; cuando asuntos mucho más graves y perentorios aún no se han solucionado, cuando la codicia o el marasmo espiritual nos impiden pronunciarnos sobre asuntos que atañen mucho más directamente a la dignidad del hombre, la mala conciencia social acaba desaguándose a través de reclamaciones pintorescas. Ciertamente, la caza del zorro constituye un residuo abominable de señoritismo, pero, ¿merece acaso que la califiquemos, pomposamente, de «inmoral»? Los estudiosos de las perversiones sexuales definen el fetichismo como un «andarse por las ramas», a través del cual muchos hombres soslayan la angustia que les produce enfrentarse con el coño; manifestarse contra la caza del zorro es un «andarse por las ramas», a través del cual soslayamos la vergüenza que nos produce enfrentarnos con la caza del hombre (desde su estado embrionario hasta sus postrimerías); una caza que plácidamente aceptamos, aunque sea, incluso, un poquito más inmoral que cazar zorros o gamusinos.

Juan Manuel de Prada, “Dilemas éticos”, ABC, 11.XII.2000

En un esmerado reportaje aparecido en el suplemento de Salud de este periódico, Nuria Ramírez nos proponía una lista de los diez grandes dilemas éticos con que la medicina se tropezará a lo largo del siglo que ahora empieza. Algunos, como la eutanasia, son antiguos como el mundo; otros, surgidos con el auge vertiginoso de la genética, nos arrojan a un páramo de perplejidad que tardaremos mucho tiempo en dilucidar. ¿O no? La mera utilización defectuosa del término «dilema» como sinónimo de «debate» o «controversia» revela nuestra actitud derrotista ante los implacables avances de la ciencia. Dilema, según proclama el diccionario, es aquel argumento formado disyuntivamente por dos proposiciones contrarias con tal artificio que, negada o concedida cualquiera de las dos, queda demostrado lo que se intenta probar. Como las metamorfosis del lenguaje siempre arrastran consigo algún inconsciente desplazamiento social, podríamos interpretar que, al otorgar el rango de dilema a lo que formalmente se nos presenta como controversia, estamos claudicando tácitamente y negando la posibilidad de una solución distinta a la que dicta el llamado «Progreso». Creo que este, sin duda, constituye el signo más preocupante de nuestra época: el hombre parece haber dimitido de su capacidad para ponderar los beneficios que la ciencia le puede reportar; sus dotes polémicas y reflexivas han sido suplantadas por una suerte de resignación más o menos risueña o pesimista. ¿Para qué vamos a debatir sobre asuntos tan acuciantes si, a la postre, no importa cuál sea la proposición que elijamos, el dilema quedará demostrado? Este derrotismo social ha propiciado el advenimiento de dos fenómenos que desmienten nuestra genealogía ilustrada. El primero consiste en la transformación de la ciencia en una superstición incontestable, que rechazamos o asumimos bovinamente. Con la ciencia ocurre hoy lo que antaño ocurría con las disciplinas esotéricas: aunque su perfume o resonancia alcance a cualquier persona anónima —lo cual le proporciona una coartada democrática—, sólo unos pocos iniciados se reservan el derecho de juzgar su desarrollo. Aniquilado ese ámbito de discusión intelectual con que toda sociedad sana debería acoger sus avances científicos, las únicas reacciones posibles ante dichos avances son el rechazo intransigente o la aceptación sin ambages. Huelga añadir que la beatería laica imperante ha conseguido adoctrinar nuestro subconsciente de tal modo que el rechazo sea entendido como un signo de tenebroso reaccionarismo.

El otro fenómeno propiciado por este derrotismo social es un mero corolario del que acabo de exponer. Habiendo dimitido de sus posibilidades dialécticas, la sociedad que acata los designios de la ciencia como si de una superstición se tratase está ya madurita para convertirse en una gran cobaya, en eso que los holandeses, tan engreídos de su condición pionera o roedora, denominan un «laboratorio social». Puesto que las discusiones previas han sido anuladas, la idoneidad de los avances científicos se decide mediante su aplicación. Los defensores de esta práctica abrupta sostienen con cierto optimismo sarcástico que la sociedad posee suficientes «defensas» (léase sentido común) para rechazar aquellos avances que puedan perjudicarla como especie; pero esta es una afirmación perversa, porque el sentido común del hombre es, por desgracia, egoísta, y sólo anhela la preservación de sí mismo como individuo, sin importarle lo que venga después. Sin importarle, desde luego, los abismos de abyección moral que se abren a ambos lados de ese camino expedito que nos brinda la ciencia. Así, resignados a que las controversias éticas cristalicen en dilemas irresolubles, aceptamos por puro egoísmo lo que nos echen encima. El silencio risueño de los corderos clonados es nuestro horizonte.

Juan Manuel de Prada, “Clonación a plazos”, ABC, 19.VIII.2000

Tiene razón el maestro Campmany cuando afirma que el progreso científico es algo sencillamente imparable. Pero le faltó preguntarse si ese progreso científico persevera en su función originaria, de servicio a la Humanidad, o si, por el contrario, en su carrera alocada en pos de nuevos finisterres de espectacularidad, lo guían propósitos obscenamente mercantiles. Las proclamas sensacionalistas, los métodos poco escrupulosos, la utilización espuria de datos poco concluyentes que enseguida son divulgados por los medios de adoctrinamiento de masas han suplantado el tradicional cauce de exploración científica. Esta «aceleración» de la ciencia ha adquirido ribetes de descaro en el desciframiento del genoma humano, que una empresa llamada sin pudor «Celera» utilizó para su prosperidad bursátil. Antes, los descubrimientos científicos eran expuestos a un escrutinio ético; ahora, su comunicación es casi instantánea, de tal manera que el barullo o fanfarria mediática sustituye y aniquila las consideraciones morales, la decencia, la probidad, el rigor, en fin, esos requilorios del pasado.

Antes, quienes osaban infringir estos trámites, eran de inmediato desterrados al arrabal del descrédito; hoy, esos mismos apóstoles del guirigay mediático, esos ventajistas que aspiran a convertir la ciencia en una gran atracción de barraca con cotización en bolsa, reciben el tratamiento de héroes. El grato tintineo del dinero se antepone así a cualquier consideración ética; y mientras el dinero prosigue su incesante fluir, nos vamos convirtiendo en una sociedad aturdida, ensordecida por el mogollón, desarmada de principios morales. Sólo así se explica el genuflexo beneplácito con que se ha acogido el designio británico de modificar su legislación sobre clonación humana. La premiosidad de este designio delata sus propósitos puramente económicos; la biología celular, como el auge del Internet, asegura pelotazos bursátiles sin cuento, y la Gran Bretaña no puede quedarse al margen del gran banquete universal. Poco importa que nuestro precario conocimiento del genoma humano nos impida saber a ciencia cierta qué enfermedades pueden remediarse mediante la clonación; poco importa que esas células madre que, según se intuye, podrían remediar taras hoy incurables, puedan obtenerse sin necesidad de crear artificialmente embriones que luego serán destruidos. Poco importa que los cimientos sean endebles; de lo que se trata es de levantar a la mayor velocidad posible un edificio, aunque sea de humo, aprovechando la revalorización del terreno genético. Lo de menos es que luego el edificio se derrumbe; para entonces, el negocio -o el timo- ya habrá rendido sus beneficios.

¿Qué más da si entretanto nos cargamos unos millares de embrioncitos de nada? Esta reducción de los embriones en los que alienta vida humana a meras empanadillas que aguardan en el frigorífico su inmolación sólo puede ser admitida por una sociedad que antes ha claudicado una y mil veces en exigencias éticas que atañen a su misma dignidad. No obstante, y por si todavía anidara algún residuo de escrúpulo en esa sociedad, los urdidores del pelotazo genético se han cuidado de especificar que jamás experimentarán con embriones de más de dos semanas; incluso, en su canallesca propensión al eufemismo, hablan ya de «pre-embriones», los muy cabritos. ¿Pero a quién se proponen engañar estos matarifes de la asepsia? ¿Qué más da que el embrión tenga catorce días o catorce semanas, si lo que se destruye es lo mismo, un organismo con combinación genética propia? ¿O es que lo que pretenden, cepillándoselo tan pronto, es que al embrión no le hayan crecido todavía ojos en el rostro, para no tener que arrostrar su mirada recriminatoria? La mala conciencia propicia estas hilarantes distinciones de plazos; y la sociedad gregaria las acepta como si fuesen dogmas de fe, sin atreverse siquiera a discutirlas. Antes, los plazos servían para pagar nuestras deudas con el banco; hoy, se han convertido en un cómodo sistema para soslayar nuestras deudas con la moral.

Juan Manuel de Prada, “La fuerza de la oración”, ABC, 12.VIII.2000

Jaromir Hladík, escritor de sangre judía, es aprehendido por la Gestapo y, tras un interrogatorio sumario, condenado a ser fusilado. «Fuera de algunas amistades y de muchas costumbres, el problemático ejercicio de la literatura constituía su vida», nos refiere Borges, en una frase que, desde niño, pensé que iba secretamente dirigida a mí. Hladík impetra a Dios que le permita concluir el drama que está escribiendo: «Para llevar a término ese drama, que puede justificarme y justificarte, requiero un año más. Otórgame esos días, Tú de Quien son los siglos y el tiempo». A la mañana siguiente, Hladík es conducido ante el piquete. Entonces el universo físico se detiene; la omnipotencia divina ha concedido a Hladík ese año solicitado. Sin otro sostén que la memoria, Hladík va agregando mentalmente los hexámetros que componen su drama; cuando el último epíteto es dirimido, suena la descarga que le borra la vida. «El milagro secreto», se titula el cuento de prosa cincelada y exacta que tan torpemente acabo de resumir.

Me he acordado de Jaromir Hladík después de leer las reacciones sarcásticas, burlonas o meramente ofensivas que han suscitado las declaraciones de Rouco, en las que animaba a los católicos a que emprendiesen «una campaña de oración», solicitando a Dios la abdicación del plomo y de la sangre. Enseguida han surgido folicularios de medio pelo que se descojonaban de Rouco y le ordenaban con chulería o matonismo que se dedicara a sus pejigueras diocesanas y dejase los asuntos serios a personas serias como ellos, que solucionan el mundo cada mañana, ensartando rutinarias condenas en sus artículos o repitiendo las mismas banalidades cada vez que les arriman un micrófono a los belfos. Ciertamente, no podemos esperar que la oración detenga el itinerario de las balas y suspenda el universo físico durante el tiempo necesario para acabar con el drama del terrorismo; los milagros, secretos o escandalosos, ya sólo acaecen en los cuentos de Borges. Pero pitorrearse tan obscenamente de la fuerza de la oración me parece una injuria contra la palabra, que curiosamente es el mismo recurso que emplean –tan devaluadamente, pobrecitos– esos plumillas que han arremetido contra Rouco. ¿Qué consuelo le queda a la víctima inerme, sino la palabra que conforta y ayuda a exorcizar el temor? ¿Acaso son más eficaces las manifestaciones de protesta o las expresiones archisabidas de condena? Si nos burlamos de la palabra musitada en soledad, si encontramos irrisorio el coloquio con Dios, en el que el hombre emplea todas sus potencias intelectuales (la inmaginación y la memoria, la inteligencia y la voluntad), a las que suma el fervoroso deseo, ¿no deberíamos también carcajearnos de cualquier otra reacción pacífica? Dirá un incrédulo que la oración es inútil, porque no hay un destinatario que la escuche. Entonces lo mejor sería no ofrecer ningún tipo de resistencia a la barbarie, porque, si existe algún destinatario sordo, es el terrorista que empuña la pistola, a quien nuestras quejas e imprecaciones se la sudan. ¿Por qué ese regodeo en negar y pisotear la posibilidad del misterio? Un rezo no va a imponer nuestros anhelos a la realidad, pero puede que, al conjuro de esas palabras, nuestra pobre naturaleza humana, desvalida y apabullada, ascienda sobre el barro de sus debilidades y halle una luz no usada que le infunda fortaleza y convicciones. Esas palabras que pujan por encontrar un interlocutor sobrenatural no son ridículas, ni estériles, ni pazguatas; son la expresión de hombres que se resisten a desfallecer y claman justicia y enarbolan la voz, como un incienso votivo, para contrarrestar el olor de la pólvora. ¿Qué hay de chistoso en esta hermosa decisión? Comenzaba recordando a Borges y concluyo citando a Lucas, que a mí no se me caen los anillos revelando mis lecturas: «¿Y Dios no hará justicia a sus elegidos, que claman a Él día y noche, aun cuando los haga esperar? Os digo que hará justicia prontamente. Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe en la tierra?».

Juan Manuel de Prada, “Buñuel”, ABC, 22.II.2000

«Lo he reconocido ya: culturalmente, soy cristiano. Habré rezado dos mil rosarios y no sé cuántas veces habré comulgado. Eso ha marcado mi vida. Comprendo la emoción religiosa y hay ciertas sensaciones de mi infancia que me gustaría volver a tener: la liturgia en mayo, las acacias floridas, la imagen de la Virgen rodeada de luces. Son experiencias inolvidables, profundas». De este modo tan elocuente y rotundo responde Buñuel a Tomás Pérez Torrent y José de la Colina cuando le inquieren por la naturaleza de su obsesión hacia la figura de Cristo. Luis Buñuel, insurrecto creador de poemas visuales, buceador en las alcantarillas del subconsciente, debelador de los códigos morales burgueses, heresiarca que hizo de la más radical libertad imaginativa una suerte de religión, no se recata en declararse, sentimental y culturalmente, católico. En esa añoranza de la emoción religiosa que palpita en los yacimientos sumergidos de su memoria, ¿no se adivina una búsqueda de la inocencia primigenia, similar a la que azuzaba la existencia del «Ciudadano Kane», cuando invocaba el nombre de «Rosebud»? Y, yendo todavía un poco más lejos, ¿no podría entenderse el cine de Buñuel, tan despiadadamente fustigador de la religión, tan socarronamente crítico con las cortapisas sociales que sojuzgan al hombre, tan indagador de patologías y monstruosidades, como una nostalgia de un tiempo en el que aún era posible aspirar el perfume de las acacias floridas? «Mi imaginación está siempre presente y me sostendrá en su inocencia inatacable hasta el fin de mis días. Horror a comprender. Felicidad de recibir lo inesperado», declarará en otra ocasión Buñuel, tratando de expresar el meollo de su poética. ¿No se detecta también aquí una concepción religiosa del arte? En esa vindicación de la inocencia creativa, en esa felicidad que produce lo inesperado, en ese horror a comprender, ¿no se están enumerando las condiciones que hacen posible el milagro? Despachar la obsesión religiosa de Buñuel con el calificativo de «blasfema» constituye una banalidad intolerable. El cura quijotesco de Nazarín que, impulsado por una locura divina, trata de extender el evangelio y se topa con la incomprensión de pobres y ricos (los primeros, porque necesitan un consuelo más efectivo; los segundos, porque lo consideran un subversivo peligroso), no personifica tanto una burla de la religión como un sarcasmo desolado ante la inutilidad de una misión que se tropieza con la oposición del hombre. Algo parecido ocurre en Simón del desierto, donde el anacoreta que vive encaramado en una columna ejecuta con rutinaria normalidad el milagro de devolverle las manos a un amputado; lo primero que hará el beneficiario del milagro es propinarle un mojicón a su hijo. La ferocidad de Buñuel no cuestiona la intromisión de lo sobrenatural, sino la intrínseca maldad del hombre, que hace estéril el milagro y lo aprovecha para consolidar una relación de dominio.

Las irreverencias y ultrajes de la religión católica que recorren la filmografía buñueliana se engloban dentro de un proyecto sistemático de pisotear las convenciones sociales. En La edad de oro, Buñuel no desdeña el sacrilegio, pero tampoco la impiedad (un ciego es pateado por el protagonista) ni el pavoroso crimen: cuando el protagonista y la hija de un marqués alcanzan el orgasmo, mientras se chupetean los dedos de los pies y se clavan las uñas en los ojos hasta hacerse sangrar, gritan con exultación: «¡Qué alegría haber asesinado a nuestros hijos!». Todo este carrusel de atónita barbarie rechaza una lectura literal: Buñuel no profiere «un apasionado llamamiento al crimen» (otra de sus célebres boutades que tanto han contribuido a trivializar la comprensión de su obra), sino un desesperado grito de rebelión social. En La edad de oro, como en todo el cine de Buñuel, la irreverencia adquiere un sentido metafórico y liberatorio, una fuerza subversiva y catártica: el hombre tiene que desprenderse de atávicas hipocresías si desea conquistar su libertad plena, ese residuo indómito que sepultan las plurales formas de dominación instituidas por la sociedad.

Este ímpetu de catarsis y subversión que guía el proyecto estético de Buñuel se confabula con una suerte de despiadado escepticismo. Buñuel, en su descreimiento amargo y corrosivo, niega al hombre toda posibilidad de salvación y desdeña la misión redentora de Cristo, suplantando su figura por la de un ciego lujurioso y voraz, en aquella célebre secuencia de Viridiana donde se parodia la Última Cena de Leonardo. El sacrificio de la Cruz se perfila así como una quijotada baldía, tan baldía como los milagros de los anacoretas o la aparición providencial de los restos de un avión, en La muerte en el jardín; cuando el sacerdote que forma parte de la extenuada expedición agradece a Dios ese signo de misericordia que les permitirá abastecerse con los víveres que encuentren, otro de los miembros de la expedición le recordará, con apabullante brutalidad, que para lograr su salvación, antes Dios ha tenido que adjudicar la muerte al puñado de inocentes que viajaban en ese avión.

Este sarcasmo teológico tiene la fuerza de una increpación dirigida contra el mismo Dios. Una intención similar anima esa gran parábola religiosa que es La vía láctea. La cita que ilustra la película («No he venido a la Tierra para traer la paz, sino la espada») adquiere una resonancia ominosa a medida que se desgrana ante nosotros un rosario de episodios signados por la destrucción y el triunfo de la muerte. Pero aún en medio de tanto caos, Buñuel nos ofrece una última lección de perplejidad: los episodios que se refieren al peregrinaje de los mendigos protagonistas componen un repertorio de herejías y bacanales y heterodoxias; en cambio, los episodios dedicados a la vida de Jesús, lejos de participar de la mistificación, se revisten de una fidelidad casi documental a los Evangelios, dejándonos en el paladar un regusto ambiguo. El mismo que ese episodio final de la película, paradójico y socarrón, en que Jesús devuelve la vista a dos ciegos; cuando esos ciegos tienen que salvar una zanja que se interpone en su camino, uno de ellos lo hará limpiamente, mientras el otro tantea con el bastón, inseguro del terreno que pisa.

Buñuel, una vez más, no niega el misterio, pero cuestiona su eficacia y su capacidad redentora. El humor impío y burlón que clausura La vía láctea no logra anular la sospecha que, una vez más, emerge ante nosotros: quizá a ese ciego que libró el obstáculo de la zanja lo guiase el mismo perfume de acacias florecidas que a Buñuel le traía reminiscencias de la niñez. Llegados a este punto de desconcierto y estupor, sólo nos queda recordar aquellas palabras de reproche que Régis Debray le dirigió a Buñuel, mientras lo zarandeaba con despecho: «No lo soporto a usted, Buñuel. Gracias a usted la gente sigue hablando de la Santísima Trinidad y de la Inmaculada Concepción de María. Usted ha mantenido viva toda la cultura del catolicismo con sus malditas obsesiones. ¡Yo le detesto, Buñuel!». Nosotros, en cambio, lo amamos arrebatadamente.

Juan Manuel de Prada, “Condones transversales” (preservativos en el aula), ABC, 12.II.2000

Hace ya algunas semanas, los padres de alumnos matriculados en el cuarto curso de ESO en un instituto del madrileño Barrio del Pilar recibían una carta. En ella se especificaba que unos voluntarios de la Cruz Roja, con la connivencia del Ministerio de Sanidad, se disponían a impartir a sus vástagos unas clases en horario lectivo. Los discípulos de Florence Nightingale incluían en su ambicioso temario anzuelos tan convincentes como la bulimia y la anorexia, pero ya advertían que el grueso de sus enseñanzas atañían a la educación sexual. El desquiciamiento pedagógico que sufrimos hace posibles estas paradojas grotescas: nuestros jóvenes abandonan las aulas sin tener ni puñetera idea de su ubicación en el mundo, pero en cambio se les informa exhaustivamente sobre sus coordenadas genitales. Hasta hoy, una de las muestras más inequívocas de orfandad cultural era la propensión a contemplarse el propio ombligo; a partir de ahora, esa propensión descenderá hasta las partes pudendas. Como se ve, algo hemos progresado, aunque sea hacia abajo.

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Juan Manuel de Prada, “RU-486”, ABC, 10.II.2000

Acabo de escuchar en la radio un comentario radiofónico que no sé si calificar de calumnioso o felón. Alguien glosó el editorial que ABC dedicaba ayer a la RU-486, esa píldora que parece bautizada por Karel Capek; en ese editorial se lee que la píldora en cuestión «transmite la imagen de un aborto fácil y sin riesgos». El rudimentario escoliasta, después de calificar el editorial de «alucinado», profirió: «A lo que se ve, ABC prefiere un aborto difícil y con riesgos». Cualquiera que haya leído sin anteojeras la pieza citada sabe que lo que ABC defendía ayer era la necesidad de solucionar los conflictos que sufren las mujeres embarazadas mediante recursos menos retrógrados que el aborto. Lo que ABC defendía y vindicaba era la vida, principio rector de cualquier ordenamiento jurídico civilizado, y lo hacía con elocuencia diáfana. Pero ya se sabe que quienes esgrimen la bajeza moral como único argumento no reparan en transparencias y diafanidades: su hábitat natural es el agua revuelta del fango, donde siempre es más fácil recolectar algún pececillo confundido con el anzuelo de la demagogia. Continuar leyendo “Juan Manuel de Prada, “RU-486”, ABC, 10.II.2000″

Juan Manuel de Prada, “Aborto progresista”, ABC, 5.II.2000

Más execrable que el crimen del aborto me resulta la anuencia sorda, la complicidad cetrina de una sociedad que lo acepta como un mal menor, o incluso como un remedio benéfico. Una sociedad capaz de convivir silenciosamente con su oprobio es una sociedad enferma; si, además, ese oprobio se erige en mercancía de chalaneo electoral, quizá debamos preguntarnos si esa sociedad no está demandando una autopsia urgente. Vuelvo a referirme al aborto, esa incalculable abyección moral, desoyendo los consejos de mis editores, agentes y demás promotores de mi carrera literaria, que me solicitan que calle y me lave las manos, para no crearme rencillas y animadversiones. Cuando me adjudicaron el premio Planeta, varias revistas culturales propagaron mi beligerancia contra el aborto y solicitaron a sus lectores que no compraran los libros de alguien que se atrevía a pronunciar tamaña inconveniencia. Al parecer, denunciar la condición criminal del aborto constituye un síntoma de adhesión a la «derecha ultramontana»; lo progresista es acatar la barbarie, bendecirla o al menos transigir pudorosamente con ella, como si la barbarie fuese algo que no nos atañe, como si el aire que respiramos no estuviese infectado con sus miasmas. Continuar leyendo “Juan Manuel de Prada, “Aborto progresista”, ABC, 5.II.2000″