Juan Manuel de Prada, “Sexo a la carta”, Blanco y Negro, 14.X.2001

¿No se puede detener el progreso? Un dictamen del presunto Comité Ético de la Sociedad Americana de Medicina Reproductiva desconfíen de tantas mayúsculas seguidas acaba de declarar “aceptable” que las parejas puedan elegir el sexo de sus hijos mediante la selección de embriones. Así, por ejemplo, no se consideraría reprobable que una pareja cuyo primogénito fuese varón utilizase la técnica de fecundación in vitro para obtener un embrión cuya combinación de cromosomas garantizase el nacimiento de una hembra; los embriones que no resultasen agraciados en la tómbola genética pasarían directamente a la trituradora. El dictamen de este presunto comité ético es emitido cuando la sociedad se debate en una dolorosa polémica moral sobre la experimentación con embriones: ¿es lícito progresar en el estudio de las enfermedades que desafían los remedios convencionales de la medicina a costa de aniquilar una spes vitae, una esperanza de vida?; y a la inversa: ¿es lícito aferrarse a la protección de esa spes vitae cuando se dirime la salvación de vidas ya consolidadas? Este debate, tan peliagudo y abismal, nos pilla, además, en una incómoda situación de desvalimiento, en la que la precariedad de nuestros fundamentos morales se alía con un pavoroso vacío legal, puesto que el estatuto jurídico del embrión humano no ha sido suficientemente establecido por el Derecho. Pero héte aquí que, mientras este debate se dirime, surge este dictamen del presunto comité ético estadounidense, que admite la posibilidad de destruir embriones, ya no por necesidad científica, sino por capricho. Por el puro antojo de incorporar a la prole un hijo de uno u otro sexo. Uno entendería que la selección del sexo de los embriones se realizara para evitar en la descendencia la perpetuación de taras o enfermedades hereditarias (pensemos en la sífilis, por ejemplo, aunque de nuevo nos tropezaríamos con insalvables dilemas morales. Pero, ¿qué argumentos pueden asistir a la pareja que acude a la medicina reproductiva con el deseo de elegir el sexo de su hijo? Permitirles elegir el sexo de su vástago infringe los códigos más elementales de la vida, que se rige mediante azarosas combinaciones. Quebrantar ese azar constituye, además de una postulación de la eugenesia, la antesala de una aberrante aceptación del aborto indiscriminado, siempre que el sexo del nasciturus no concuerde con las preferencias o gustos de los padres.

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Juan Manuel de Prada, “Desaliento en las aulas”, ABC, 8.X.2001

No hace falta recurrir a las encuestas para percibir el desaliento que postra a la mayoría de los maestros y profesores. Sus quejas, que ya suenan desesperadas y agónicas de tanto repetirse, se han convertido en esa marejada de fondo a la que nadie hace demasiado caso, al menos hasta que se produzca el definitivo maremoto que nos ahogue a todos. Si cada época propicia el heroísmo secreto y el sacrificio de una clase o grupo social, sobre cuyos hombros se arroja el peso de una responsabilidad sobrehumana, nadie dudará que ese papel poco remunerado (al menos, poco remunerado espiritualmente) se le ha asignado en nuestro tiempo a los maestros y profesores, cada vez más desatendidos en sus tareas educativas. Hemos logrado despojar de significado aquel adagio popular que asociaba la labor docente con la pobreza («pasa más hambre que un maestro de escuela»), pero a cambio hemos volcado sobre quienes la ejercitan la misión demasiado gravosa de servir de parapeto y muro de contención frente a la inepcia de nuestra política pedagógica y a la descomposición de los modelos familiares establecidos. Padres, profesores y alumnos coinciden en destacar la influencia insustituible que la institución familiar ejerce sobre el niño. Pero la desmembración de la familia, así como el asedio al que se ha visto sometida desde muy diversos frentes, dejan al niño expuesto a la intemperie del desamparo, huérfano de ese cimiento afectivo y cultural sin el cual resulta imposible levantar el edificio educativo. Algún día, cuando por fin se escriba la crónica veraz de nuestro tiempo, habrá que empezar a señalar con el dedo a los miserables que han jugado insensata y alevosamente a destruir el cimiento familiar, convencidos de que era el último baluarte donde se refugiaba la «reacción». Estos miserables, a quienes guía el afán de profanar lo sagrado y el más turbio resentimiento (no habría más que escarbar en las alcantarillas de su pasado), han logrado, mediante el recurso sistemático de la insidia, minar la piedra angular sobre la que se afirmaba nuestra convivencia y nuestra cultura. Ahora, la familia -o los jirones que de ella restan- ya no es aquella placenta en la que el niño asimilaba, mediante herencia secular, unos códigos de conducta y una forma de estar en el mundo, sino el páramo despavorido (¡sálvese quien pueda!) donde el niño crece sin brújula, expuesto a influencias que dejan en su piel, maleable como la arcilla, la huella de la vileza.

Desgajados de ese tejido familiar que antaño los nutría, los niños ya no van a la escuela para completar el alimento espiritual que recibían en casa. Ahora, los niños -y esto bien lo saben los desalentados maestros- son enviados allí por los padres remolones para que se desfoguen y desbraven; puesto que nadie de su familia se ha preocupado de ensayar esta labor de doma -que, convenientemente entreverada de cariño, constituye el más sano aprendizaje-, el niño llega a la escuela asilvestrado y enemigo, poco dispuesto a acatar las recomendaciones del maestro (mucho menos sus órdenes, que el acoquinado maestro ya ni siquiera se atreve a formular) y, a poco que éste se descuide, preparado para subírsele a las barbas. Súmese a esta pavorosa intemperie familiar que el niño arrastra la indigencia y la babosería de unos planes de estudio que premian la mediocridad y castigan la excelencia, que aborregan al estudiante y maniatan al maestro, que impiden la reprensión y el castigo, que estimulan la algarabía cejijunta del «todo vale» (hasta la promoción automática, no importa el número de asignaturas suspensas) y reprimen la enseñanza de esas disciplinas que conforman nuestro código genético y explican nuestro lugar en el mundo, a través del espejo insustituible del pasado. Con tanta vileza promovida por los miserables y los tontos, ¿a quién puede sorprenderle el desaliento de los maestros?

Juan Manuel de Prada, “América”, ABC, 15.IX.2001

Así denominan los estadounidenses a su patria, con sinécdoque algo abusiva o presuntuosa. Sin embargo, tras la designación acaparadora (que algunos identifican con un irreprimible achaque imperialista), se ampara algo más que una mera realidad geográfica. América es una idea, un sueño -quizá algo equivocado- de libertad; y para defender ese sueño, los americanos han sido bendecidos por un don muy especial, que ningún otro pueblo occidental ha recibido en tan abundantes dosis: el patriotismo. Este don nos sorprende muy especialmente, puesto que el pueblo americano está formado por agregación de pueblos foráneos, por sucesivas oleadas de pioneros más o menos mendicantes que cruzaron el charco en pos de una tierra -de una idea- virgen que les permitiera inventar otra vez el mundo. El patriotismo americano es una fuerza formidable, aglutinante, ingenua y si se quiere hasta irracional que, a diferencia de otros patriotismos más titubeantes o postizos, se robustece en las circunstancias adversas. Creo que ha sido este sentimiento vinculado a la tierra -a la idea- que les brindó su hospedaje lo que ha convertido a América en la nación más poderosa del orbe; creo que ha sido esta adhesión sin fisuras a esa tierra -a esa idea- que tuvieron que ganarse palmo a palmo lo que los hace más fuertes. Cualquier persona que desee entender este sentimiento, aliado con una confianza a prueba de bomba en las posibilidades del hombre, debería repasar la filmografía de uno de los más grandes cineastas americanos de todos los tiempos, Frank Capra (quien, como todo el mundo sabe, nació en Sicilia). Viendo las películas de Frank Capra -tan risueñamente libertarias, en el fondo- se entiende mejor este sentimiento poderosísimo, en el que participan el júbilo y la utopía, el tesón y la franqueza, la religiosidad y una exultante vindicación del hombre, a quien se supone capaz de sobreponerse a las más titánicas adversidades y a los sistemas más corruptos. Con esta aleación de idealismo y ganas de arrimar el hombro que descubrimos en las películas de Frank Capra, el pueblo americano logró remontar, de la mano de Roosevelt, la mayor crisis económica y espiritual de su Historia, mientras la vieja y claudicante Europa se entregaba a las orgías insensatas del comunismo y el fascismo.

Las tres o cuatro lectoras que aún me soportan saben bien como abomino del peculiar american way of life, cómo me acongoja su sincretismo pseudocultural, que desdeña lo antiguo y rinde sus ofrendas en los altares botarates de la modernidad y el progreso. Pero, a la vez que repudio tantas invenciones americanas (del motor de explosión al perrito caliente), admiro su patriotismo incesante, que siempre ha prevalecido sobre otras pasiones disolventes y que, en circunstancias tan dramáticas como las actuales, galvaniza a un pueblo y lo arma de un indestructible vigor moral. Quienes ironizan sobre el patriotismo de los americanos quieren reducirlo a un asunto de banderas ondeantes, celebraciones colectivas de regusto fascistilla y folclores irrisorios; pero ese patriotismo, que a veces los atrinchera frente al mundo y los hace creerse elegidos y únicos, ha sido también en otras ocasiones el motor que ha propiciado la salvación del mundo. Lo más paradójico y milagroso de este sentimiento es que, en contra de lo que pregonan sus detractores, no nace de la uniformidad gregaria, sino de una diversidad inabarcable de razas y credos religiosos que, cuando el momento lo exige, entierran sus diferencias y se funden en un mismo magma humano. Admirable sentimiento que los obliga a renunciar a vindicaciones particulares y que, ante asedios atroces como el que ahora sufren, los empuja a adoptar decisiones tan acertadas como la de vedar pudorosamente a las cámaras los resultados de la carnicería.

Los analistas, a la hora de examinar la hegemonía de los Estados Unidos a lo largo de las décadas, suelen invocar razones económicas o militares, pero olvidan este sentimiento arraigadísimo. Un sentimiento que, según los catequistas autóctonos, es cosa de fachas; vale, tíos, vale.

Juan Manuel de Prada, “Apoteosis del estridentismo” (profesores de religión), ABC, 10.IX.2001

El sensacionalismo, el amarillismo, todas aquellas estrategias charcuteras que postulaban la deformación cochina de la realidad, palidecen ante las nuevas técnicas desarrolladas por los medios de adoctrinamiento de masas. Al menos, aquellas antiguas tretas del periodismo se sustentaban sobre la existencia de una noticia, o siquiera de un atisbo de noticia, que se engordaba con delirantes y calumniosas carnazas. Ahora la treta consiste en inventar, en «producir» la noticia, y en cocinarla muy cuidadosamente, para que su irrupción en la realidad provoque un clima de histeria disparatada y estridente; no hace falta añadir que esta invención nunca es ingenua, sino que anhela la ruina de personas o instituciones, apelando a los bajos instintos de la masa manipulada, a sus sentimientos más ofuscados, a veces mediante coartadas dudosamente compasivas. Ejemplos de este estridentismo los hay a patadas; pero sin duda una de sus víctimas más asediadas, por razones de odio atávico o simple ojeriza cantamañanas, es la Iglesia católica. Nada más higiénico y saludable que mantener sobre la Iglesia una labor vigilante de escrutinio que repruebe sus abusos de poder; nada tan abyecto y demagógico como someter a zafarrancho periodístico el uso legítimo de sus atribuciones.

Este asunto de los profesores de Religión destituidos cumple a machamartillo todos los requisitos del estridentismo más cochambroso. Se trata de un caso en el que los medios de adoctrinamiento de masas, con avilantez y desparpajo, utilizan la tribulación particular de los profesores destituidos para lanzar un mensaje avieso a la sociedad, sin importarles que dicho mensaje pisotee la letra y el espíritu de las leyes, amén del sentido común. No importa que esa atribulación particular de los profesores destituidos sea fruto de una decisión voluntaria y contraria a las más elementales «reglas del juego» que pretenden jugar; no importa tampoco que existan unos tratados internacionales que obligan a dos Estados soberanos, España y El Vaticano. El estridentismo de los medios de adoctrinamiento de masas se pasa por el forro de los cojones (perdón, quiero decir escroto) todas estas premisas, en su anhelo de hacer sangre y causar escándalo; sólo interesa la «producción» de una noticia.

Repasemos un poquito el especial marco jurídico en el que se desenvuelve la labor docente de los profesores de religión. El Estado español reconoce a la Iglesia su competencia para elegir a las personas idóneas en el desempeño de esta labor; también su facultad para removerlos de su puesto, cuando esas condiciones de idoneidad se infringen o incumplen. Que yo sepa, a nadie se le obliga a dar clase de religión con una pistola en el pecho; así que se da por sobrentendido que quien se postula a este puesto está dispuesto a transmitir las enseñanzas de la Iglesia y a predicar con el ejemplo. Si la Iglesia enseña que el matrimonio es un sacramento indisoluble (lo cual puede parecernos un axioma o una paparrucha irrisoria, pero nuestra opinión no importa, puesto que las enseñanzas de la Iglesia sólo vinculan a quienes profesan su fe), ¿por qué demonios ha de mantener en su labor docente a quien no acata esa enseñanza? Un asunto tan de perogrullo ha sido encumbrado a la categoría de noticia mediante argumentos chuscos o estrafalarios en los que se invocan Derechos Fundamentales y Demás Grandilocuencias Relumbrantes. A esta munición de argumentos turulatos ha contribuido, incluso, este periódico con un editorial en el que se fundamentaba el rapapolvo a los obispos en razones de conveniencia social y en la aplicación urbi et orbi del artículo 14 de la Constitución. Aprovechando este clima de estridentismo, mañana podría encontrar apoyo en los medios de adoctrinamiento de masas un soldado profesional que, tras jurar bandera, se negase a empuñar un arma y fuese expulsado del Ejército. ¡Igualdad a granel, que la Constitución nos ampara!

Juan Manuel de Prada, “¡Que legislen ellos!” (clonación), ABC, 4.VIII.2001

La cobardía, si no oliese a cagalera, resultaría conmovedora. Prueben a taparse las narices y comprobarán que las palabras de la ministra Ana Birulés, anunciando que el Gobierno español no promoverá una legislación sobre el uso de embriones en laboratorios, poseen una especie de grandeza lastimosa que ablanda el moquillo y las glándulas lacrimales. Un sentimiento similar debió de embargar a la multitud que aguardaba el veredicto de Poncio Pilatos, cuando el gobernador de Judea solicitó un aguamanil para ejecutar sus abluciones. La hipocresía disfrazada de ecuanimidad, el miedo emboscado de triquiñuelas dilatorias y, en definitiva, ese propósito tan mequetrefe de contentar a todos y no molestar a nadie, vuelven a impulsar la labor de este «gobierno de pasmados» (Carlos Herrera dixit) que deambula groggy por la lona, suplicando que suene la campanilla que anuncia el final del combate. ¿Hasta dónde llevarán su virtuosismo de escamoteadores, su vocación de escapistas profesionales? Diríase que, al menos desde hace algunos meses, su única preocupación fuese zafarse de los asuntos enojosos o peliagudos, postergar indefinidamente la adopción de medidas controvertidas, soslayar cualquier atisbo de litigio. Esta estrategia de lavamanos y sálvese quién pueda amenaza con dejar al país empantanado, pero nuestros gobernantes parecen cómodos en medio de este marasmo de plácida inoperancia que ellos mismos han creado. Parece como si, convencidos de que la anunciada retirada de Aznar marca el final de un ciclo, su lema fuese: «El que venga detrás, que arree».

La ministra Birulés, fiel a su papelón de comparsa en la tragicomedia, ha asegurado que el Gobierno español esperará «al marco jurídico que se desarrolle dentro de la Unión Europea», para decidir la suerte de los embriones congelados que aguardan en nuestros laboratorios. A nadie con una mínima provisión de neuronas se le escapa que este subterfugio dilatorio (que pisotea, además, el principio de soberanía nacional) encubre un anhelo chabacano y pueril de caer simpáticos a todo el mundo, de remediar con cataplasmas y anestesias lo que exige una inmediata intervención quirúrgica. Temen nuestros gobernantes, por un lado, que se les tache de retrógrados si prohíben la experimentación con embriones; pero también les sofoca pensar que una parte nada nimia de su electorado se subleve ante una práctica que merodea peligrosamente la infracción del derecho a la vida. La cobardía moral, esa cochambre de tibieza y estolidez que caracteriza a nuestra derecha centrípeta, empieza a adquirir ribetes de esperpento. Prefieren propiciar la alegalidad antes que enfrentarse a la solución de asuntos espinosos que podrían desequilibrar sus hábiles ejercicios de autismo.

La primera misión de un gobierno consiste en garantizar a los ciudadanos que se hallan bajo su mandato un ámbito de seguridad jurídica («un marco jurídico de seguridad», hubiera dicho la ministra Birulés, para que la frase quede mejor enmarcada). En cambio, el Gobierno presidido por Aznar, embarrancado en los arrecifes de la dejación de responsabilidades, preconiza la instauración de la alegalidad como método para seguir tirando. Hoy son los embriones congelados en laboratorios los que se quedan sin regulación, en espera de que la Unión Europea del Imperio Romano pontifique. Pero ayer mismo fueron otros asuntos no menos perentorios los que navegaron por este limbo al que nuestros gobernantes arrojan cualquier patata caliente. Recordemos, por ejemplo, que tampoco se atrevieron a ofrecer ninguna solución legislativa a los homosexuales que demandan un reconocimiento de sus uniones. Si ahora, con los embriones, han descargado la responsabilidad en la Unión Europea del Imperio Romano, entonces idearon la triquiñuela de auspiciar leyecitas regionales (perdón, autonómicas) de dudoso encaje constitucional, para que distrajeran la atención. El caso es arrojar balones fuera, para no tener que infringir su estrategia de pasividad. La cobardía, ya digo, resultaría conmovedora, si no oliese a cagalera.

Juan Manuel de Prada, “Memoria de Induráin”, ABC, 23.VII.2001

Parece que fue ayer mismo, y ya han transcurrido diez años desde que ganó su primer Tour. Miguel Induráin no ha sido tan sólo el más portentoso deportista español del que uno guarde memoria, sino también un ejemplo para todos esos zascandiles, borrachos de fama y de dinero, que se pavonean por las secciones deportivas de los periódicos, como asteroides sin rumbo que a la temporada siguiente ya ha sepultado el olvido, u otro asteroide que llega con la cartera mejor provista de billetes. Creo que si Miguel Induráin nos entusiasmó no fue tan sólo por sus dotes físicas apabullantes, por su cosecha monótona de triunfos, ni siquiera por mero fervor patriótico, sino porque en él habían encontrado cobijo algunas de esas pasiones antiguas que encumbran al deportista a una categoría mítica: la austeridad, la modestia, el tesón, la magnanimidad sin alharacas. ¿Recuerdan cómo nos sublevábamos cada vez que cedía la victoria a un contrincante ante la mismísima línea de meta? Entonces, en el calor del momento, lamentábamos que Induráin no estuviese poseído por el «instinto asesino» que exaltaba a otros ilustres predecesores suyos, como el omnívoro Merckx. Hoy, sin embargo, la memoria enaltece la figura de aquel campeón tranquilo, y agradecemos aquellos gestos de obstinada generosidad. ¡Cuánto crece en la nostalgia la figura de aquel deportista irrepetible! En estos días en que el estadounidense Armstrong pasea su supremacía por las carreteras francesas, nos acordamos de aquel mocetón de Villava, tan diverso en estrategias y modales. Induráin jamás hubiese fingido un desfallecimiento para después triunfar avasallador en L´Alpe d´Huez. Esa innoble incursión en la pantomima, seguida de un presuntuoso alarde, jamás hubiese manchado la ejecutoria de un campeón como Induráin; el obsceno exhibicionismo, el taimado fingimiento no figuraban en el manual de conducta de aquel hombre que, en el sufrimiento y en el triunfo, adoptaba la misma máscara de impavidez, la misma humilde actitud de abnegación callada. Su elenco de victorias, amplísimo y mareante, se queda chiquito, sin embargo, ante la lista mucho más concurrida de victorias cedidas a sus rivales. O incluso a sus compañeros. Aquel espíritu de renuncia casi heroico alcanzó su cúspide en cierto mundial de fondo en el que otro corredor sometido a su disciplina, pisoteando las ilusiones largamente soñadas por Induráin, aprovechó el miedo venerable que el pentacampeón del Tour infundía a sus rivales para lanzarse hacia la meta. Induráin pudo haber reprimido aquel ardid arribista, pero dejó marchar al postulante; luego, en la meta, cuando entró segundo, Induráin alzó los brazos en señal de victoria. Fue la única vez que le vi realizar un gesto ostentoso de triunfo; pero no lo hizo para sí, sino en honor del compañero oportunista, al que cedió graciosamente los laureles. ¿Cabe mayor muestra de sacrificio? Nunca nadie llevó con mayor aplomo y honrado sosiego su superioridad inatacable. Nunca nadie se mostró más humanamente discreto; cuando llegó la hora de la despedida, lo hizo como de puntillas, dejándonos a todos un nudo en la garganta y un revoloteo de mariposas en el estómago. ¿Recuerdan que, siempre que hablaba de sus triunfos, lo hacía en un plural de modestia, precisamente él, que podría haberse permitido el plural mayestático? ¿Recuerdan que rehuía el escrutinio de la cámara, con una especie de incomodidad vergonzosa? Se había casado con su novia de toda la vida -otro ejemplo para tanto chisgarabís que confunde el éxito con el nomadismo de la ingle- y se retiró a su pueblo, para envejecer con la misma serena parsimonia con que antes había paseado por los territorios de la leyenda. Fue el héroe de mi juventud, y uno de los pocos hombres que me han permitido comprender la épica callada del deporte. Fue único y supremo; hoy, además, sabemos que era irrepetible. Por eso lloramos su ausencia.

Juan Manuel de Prada, “Tan sólo una alubia”, ABC, 21.VII.2001

Así me lo ha descrito mi mujer, como una alubia que palpita en sus entrañas, como un corazón diminuto que crece noche y día, como un nudo de sangre que anhela el futuro vertiginoso, la vida incalculable que le aguarda tras nueve meses de gestación. Yo no he podido acompañarla al médico, porque me encontraba lejos de casa, pero la noticia -tan deseada, tan fervorosamente deseada- a través del teléfono me ha llenado de una alegría que tiene algo de ebriedad y también algo de espanto. Ebriedad porque el mundo vuelve a inaugurarse ante mis ojos, con un súbito fuego y un aleteo de aturdida paloma; espanto porque ese hijo que crece en el vientre de mi mujer, invulnerable y lento como una estrella, me convertirá en un hombre que ya no se agota en sí mismo, sino que se prolonga a través de ese rescoldo de carne que mañana sostendré en mis brazos, como una ofrenda a esa inteligencia suprema que rige la órbita de los planetas y el itinerario de la sangre. De repente, el calendario ha dejado de registrar un cómputo de días monótonos como la arena y ha empezado a acompasar su latido con el latido de ese corazón rudimentario que mi mujer atisbó a través de la ecografía. Ahora el tiempo es la música que acompaña ese recóndito sueño de espuma que es nuestro hijo; ahora el tiempo es el nido que cobija ese rumor de lejana caracola que es nuestro hijo, creciendo noche y día.

Tras recibir la noticia, he sentido un inédito asombro. Durante muchos años, pensé que mis libros serían los únicos testimonios de mi paso por la tierra, pero ahora que ya sé que voy a prolongarme en otra carne he creído inundarme de una luz nueva y he salido al monte, porque la habitación del hotel donde me hospedo no podía albergar ese tumultuoso alud de pasiones que me golpeaba. Allí, en la soledad del monte, convertido en un ser tan diminuto como esa vida que crece dentro de mi mujer, he oído el nombre de nuestro hijo repetido por el viento, he visto su rostro esculpido en cada piedra, he respirado el olor de su trémula carne en la sombra de cada árbol, he escuchado su primer sollozo en el sol rugiente que bautizaba la mañana. Luego, aplacada tanta exultación, he vuelto al hotel, para pensar a ese hijo que vendrá cuando la primavera ya se anuncie en el aire. ¿Cómo podré hacerme digno de él? ¿Cómo será el mundo que acoja su andadura? ¿Conseguiré que aprenda a amar las mismas cosas que yo he amado? ¿Crecerá en esa intemperie que anuncian algunos apocalípticos, sin religión y sin libros, o, por el contrario, encontrará alivio espiritual ante la imagen de Dios crucificado, ante el bosque de palabras que soñaron otros hombres, para espantar el fantasma de la muerte? ¿Estará poseído por el estigma del arte? ¿Llorará, como yo lloro, cada vez que lea la despedida de Héctor y Andrómaca en La Iliada, cada vez que contemple la agonía de Espartaco en la película de Kubrick? ¿Le gustará cazar mariposas en verano, escuchar viejas historias de los labios de su bisabuelo casi centenario, descifrar los sagrados parajes del latín? ¿Se enamorará desde niño de una compañera de clase que le dará calabazas, pero él seguirá insistiendo hasta casarse con ella, como yo he hecho con su madre? ¿Cómo serán nuestras broncas y peleas? ¿Tendrá una adolescencia hermética y taciturna? ¿Querrá matarme simbólicamente, como propugnan los discípulos de Freud? ¿Nos abandonará muy pronto, a su madre y a mí, para alzar su propio vuelo, dejándonos solos con nuestros recuerdos? Las preguntas se abalanzan sobre mí como un enjambre que me nubla la vista. Quizá sea demasiado pronto para darles respuesta. De momento, cuento los minutos que restan para reunirme con mi mujer y tenderme a su lado, pegar una oreja a su vientre y escuchar la germinación jubilosa de la carne, ese lentísimo desentumecimiento de una vida que crece, frágil como una lágrima pero ya dispuesta a respirar, ya dispuesta a levantarse para tomar el relevo y empezar a indagar la aurora. En esa aurora presentida, en esa respiración mínima pero creciente se contiene el inmenso tamaño de mi esperanza.

Juan Manuel de Prada, “Primera comunión”, ABC, 21.V.2001

Ayer, mientras mi ahijada Sara recibía su Primera Comunión, me acordaba de una sublime película (como casi todas las suyas) de Max Ophüls, «El placer», basada en relatos de Guy de Maupassant. En uno de los episodios, la madama de un concurrido burdel parisino cerraba su establecimiento para asistir a la Primera Comunión de su sobrina, hija de un jocundo campesino interpretado por el grandioso Jean Gabin, y se llevaba con ella a todas sus pupilas, un gineceo de muchachas bulliciosas a quienes su oficio no había logrado arrebatar la alegría. Cuando las putas, muy peripuestas y alborozadas, acuden a la misa en la que la sobrina de su jefa va a recibir a Dios, Ophüls nos acaricia la víscera de la emoción y nos remueve ese fondo de pureza que los hombres albergamos, allá al fondo de la memoria, bajo la maleza de los años. Las niñas comulgantes unen sus voces blancas para cantar el milagro de la Eucaristía, y la cámara se alza para captar la luz polinizada, casi comestible, que invade la iglesia rural; flotando en el aire, mecido por el ímpetu de esas gargantas que aún no conocen el pecado, Dios entra de puntillas, invisible y balsámico, en la iglesia, y se posa en el corazón de esas putas bondadosas, que por un momento, con los ojos arrasados de lágrimas, vuelven a ser niñas como antaño.

Una sensación similar me asaltaba ayer, mientras mi ahijada Sara se convertía en morada de Dios. La veía desfilar por el pasillo central de la iglesia, con su vestido blanco velado de organdí, con sus mitones blancos, con su alma blanca y su cuerpo blanco y su oración blanca en los labios, y me acordaba del niño que fui, del niño que habitaba dentro de mí, como un ángel que de pronto se desperezase, para lavarme de pecados y herirme con la herida de la nostalgia, que nunca cicatriza. Veía a mi ahijada Sara en el altar, flanqueada por otras niñas tan blancas como ella, embalsamadas de blanco, cuajadas de blanco, como una primavera unánime que espantase el acecho de las sombras, y me acordaba de mí mismo, cuando en un tiempo que ya creía enterrado (pero que, de pronto, se congregaba, pujante y vívido, en mi carne) formulaba con infinita veneración e infinito temblor aquellas palabras de la liturgia: «Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme». Veía a mi ahijada Sara unir su voz de luna a las voces de las otras niñas, en una hoguera blanca que se enroscaba en torno al sagrario, como una voluta de fuego purísimo, y me acordaba del niño que fui, encandilado de misterio, crédulo y fervoroso, aureolado de una pureza que ya creía reducida a cenizas, pero que de repente me ha calentado con su rescoldo, con una delgadísima reminiscencia que me ha atravesado, como una espada incruenta, ese rincón de la memoria donde se guarece lo mejor de nosotros. Veía a mi ahijada Sara alargar la lengua para recibir a Dios, y la veía cobijarlo hospitalariamente en su boca, pegadito al paladar, para que allí se fuera disolviendo lentamente, silenciosamente, con esa parsimoniosa beatitud que tiene la vida sostenida sobre el filo del milagro, y he recordado que un día ya muy lejano yo también fui por primera vez anfitrión de Dios, para mostrarle las estancias de mi castillo interior, que eran transparentes e inundadas por una luz cenital, limpias e inoxidables como una patena.

Hoy, en esas cámaras se aloja el polvo decrépito del pecado, las telarañas cansadas del desengaño, la mugre anciana que la vida va arrojando sobre nosotros, pero mientras veía a mi ahijada Sara reclinada en el altar, en diálogo mudo con su Huésped, he sentido, de repente, que un aire invisible entraba en mis estancias sin ventilar, para orear la ropa guardada en los armarios, para hacer restallar, otra vez blancas y otra vez orgullosas de su pureza, las sábanas de los recuerdos, en las que está estampada el alma de un niño que nunca muere. Yo también, junto a mi ahijada Sara, he vuelto a hacer la Primera Comunión.

Juan Manuel de Prada, “Adecuarse a los tiempos” (píldora), ABC, 8.V.2001

Escuchaba el otro día, por azar, un programa radiofónico en el que se ponderaban las virtudes de las pildorita llamada, con sintagma bastante inepto, del «día después». Uno siempre ha cultivado la creencia de que el lenguaje ha sido inventado para pronunciar verdades; cuando, por el contrario, el lenguaje se hunde en los atolladeros de la sintaxis forzada, es porque quien lo usa está preparando meticulosamente el advenimiento de la mentira. El programa discurría por estos atolladeros sin rebozo alguno; los contertulios, unánimes y apologéticos, no dudaban en comparar la comercialización de la pildorita con el descubrimiento de la penicilina. Para estímulo de mi hilaridad, se empleaban locuciones tan delirantes como «prevención del embarazo» y otros dislates lingüísticos de parecido jaez que fui apuntando en una libreta, para incorporarlos a mi antología del eufemismo cínico. Cuando se aproximaba el desenlace del programa, el locutor invitó a los contertulios a compendiar lapidariamente sus posiciones; uno de ellos soltó esta frase: «Yo recomendaría a la Iglesia que sepa adecuarse a los tiempos que corren, que no vaya siempre a la zaga de las demandas de la sociedad».

Esta recomendación me produjo cierta perplejidad, sobre todo porque había sido formulada en un tono ecuánime o, como diría un cursi, «conciliador». No parecía delatar ningún agrio anticlericalismo, sino más bien una invitación generosa al acomodo de los usos sociales. Y de inmediato pensé que esas palabras eran una expresión nítida de cierta estupidez contemporánea, muy propagada y admitida, según la cual las convicciones ideológicas y morales pueden amoldarse a la circunstancia concreta, como si fuesen tabletas de chicle que se estiran y encogen elásticamente, al gusto del consumidor. Hasta hace poco, la deslealtad a esas convicciones era tildada de oportunismo; hoy, a quienes la profesan se les tacha de intransigentes, inmovilistas, retrógrados y no sé cuántas lindezas más. El relativismo en que plácidamente nos hemos instalado propicia la confusión entre convicciones y meros usos sociales; así, se considera igualmente carca a quien se resiste a abdicar de prejuicios anacrónicos y a quien defiende valerosamente sus ideas. Este relativismo comodón se ha extendido a todos los ámbitos de la vida, aun a los más sagrados; lo que antes eran consideradas componendas innobles o veleidades de tontaina hoy se reputan como síntomas de «tolerancia», de «amplitud de miras», de «inteligencia práctica». Hay que empezar a reivindicar la intransigencia como virtud; porque la transigencia ha dejado de ser aquella capacidad para consentir en parte con lo que se cree justo, razonable y verdadero, y se ha convertido en sinónimo de tragaderas, de lasitud ideológica, de sincretismo moral, de mistificación y endeblez, de papanatismo y sumisión a las modas que convienen.

La figura del veleta, antaño tan execrada, se erige hoy en modelo de conducta. No importa que los comportamientos fácilmente mudables se apliquen a asuntos menores o a principios incontrovertibles; importa, ante todo, «adecuarse a los tiempos». Cada vez con mayor frecuencia me tropiezo con personas a las que creía amigas que, ante la defensa apasionada de una idea por mi parte, atribuyen ese apasionamiento a circunstancias de la edad: «Es que todavía eres muy joven —me dicen—. Ya cambiarás». No entienden que el cambio biológico en nada puede afectar a una serie de convicciones que justifican una vida; sobre su cimiento se asienta lo que uno es, para bien o para mal, y sobre ese cimiento crece el hombre que uno quiere ser. Todas estas reflexiones me vinieron a la cabeza, en indignado tropel, mientras escuchaba a aquel chisgarabís radiofónico que aconsejaba «adecuación a los tiempos», como si la pildorita llamada del «día después» fuese lo mismo que la minifalda o el top-less. Quizá los politicastros que autorizan o desautorizan su venta, después de «pulsar la demanda social», así lo crean; nosotros, los intransigentes, no.

Juan Manuel de Prada, “Ergástulo” (inmigración), ABC, 23.IV.2001

Así llamaban los romanos al cuchitril inmundo donde vivían hacinados los esclavos, rebozados en la mugre de sus propias defecaciones, como bestias que aguardan el alivio de la muerte. La gloria de Roma se levantó sobre el sometimiento de los pueblos conquistados, a cuyos pobladores ni siquiera se les reconocía el estatuto jurídico de persona; también hoy nuestro bienestar de países prósperos, ensimismados en la opulencia, se erige sobre una ciénaga similar. Acaban de descubrir, en la provincia de Huelva, unos ergástulos donde se apretujaban hasta cien hombres llegados desde los extrarradios del Imperio. He escrito cien hombres, pero quizá debiera haber escrito cien fantasmas sin existencia jurídica, condenados a extenuarse en un trabajo sin remuneración, para después recluirse en estos ergástulos sin aire ni agua corriente, como letrinas en las que lentamente se va pudriendo la carne, hasta quedar reducida a puro excremento. Quizá el descubrimiento de estos ergástulos carezca de novedad; pero el mayor peligro de la abyección es que, cuando se convierte en rutina, deja de repugnarnos. La abyección, que al principio nos perfora la inteligencia y el sentimiento con su fetidez, acaba conviviendo con nosotros, como un animal doméstico, y cuando queremos reaccionar contra ella ya es demasiado tarde, porque se ha enquistado en nuestros hábitos.

Los esclavos confinados en los ergástulos onubenses se dedicaban a la recolección de la fresa. Desde hacía semanas o meses habían dejado de cobrar el estipendio misérrimo que les había prometido su dueño, pero seguían doblegando la espalda ante la tierra, con la esperanza quizá de morir reventados, porque la muerte es la única recompensa que anhela el esclavo. Al anochecer, se recluían en sus ergástulos y se derrumbaban sobre unos jergones renegridos de llanto, sobre los que dormían, aletargados por los miasmas que desprendían sus cuerpos, hasta que el dueño de la finca aporreaba las paredes de chapa del ergástulo, advirtiéndoles que el sol ya bautizaba el suelo. Desde sus barracones de sombra, los esclavos regresaban a la vigilia, maldiciéndose por haber llegado a creer, mientras dormían, que no iban a despertar nunca, que sus almas habían emigrado al paraíso de los esclavos, dejando tras de sí unos cadáveres exhaustos. Pero ese sueño de beatitud se disipaba, mañana tras mañana, para devolverlos a una vida que no merecía la pena ser vivida, emparedada en un ergástulo.

Si la gloria de Roma, que abarcó por igual el esplendor arquitectónico, la invención del derecho y las más refinadas cúspides de la literatura, nos repugna porque se abasteció con el sudor y la sangre de hombres sojuzgados, ¿qué sentimiento debe convocarnos la existencia de estos ergástulos onubenses? En ellos se cobija la leprosería moral de una sociedad que respira el aire de su propia abyección, inmunizada ya contra la piedad, inmunizada también contra el espectáculo sórdido de la vida reducida a esclavitud. El problema de la inmigración, que tantas proclamas partidarias suscita, no puede solventarse sólo con regulaciones más o menos restrictivas, con una vigilancia más o menos relajada, con pronunciamientos más o menos altisonantes. Lo que se está dirimiendo es algo mucho más importante, nada más y nada menos que la esencial dignidad del hombre. Occidente no puede seguir fingiendo que los ergástulos son invisibles; la marea de los hambrientos se ha puesto en marcha, y contra ese movimiento arrasador es inútil interponer diques y aduanas. La solución de volver el rostro hacia otro lado sólo contribuirá a que la abyección se enquiste, pero los ergástulos siempre acabarán asomando, aquí y allá, como chancros que supuran podredumbre y desenmascaran nuestras falsas beaterías solidarias. Podremos urdir cientos de leyes, podremos idear miles de estrategias conjuntas con nuestros socios de la Unión Europea del Imperio Romano, pero a la postre, las razas del hambre sólo admitirán dos destinos: el ergástulo de la esclavitud o el reparto de nuestra riqueza. En la elección de ese destino se debate la vergüenza de Occidente.