Juan Manuel de Prada, “Imbéciles clonados”, ABC, 17.VIII.2002

Una pareja de perturbados estadounidenses ha anunciado su deseo de recurrir a la clonación para procrear, facultad que la sabia naturaleza les había denegado. En una entrevista concedida a una cadena televisiva, entre otras lindezas de parecido jaez, la pareja de perturbados ha proferido: «Queremos tener un hijo, pero no queremos traer al mundo un niño anormal; si supiéramos que el feto padece graves malformaciones, abortaríamos de inmediato». No se puede compendiar en menos palabras una apología tan risueñamente depravada de la eugenesia: primeramente, se clona un embrioncito de nada; y si el experimento no funciona, pues nos cargamos el embrioncito y santas pascuas. Que los autores de esta aseveración no hayan sido aún internados en un manicomio ratifica una sospecha que llevo incubando durante años. Estamos asistiendo, como imbéciles clonados, a la aceptación legal y social de las más nauseabundas aberraciones. Todas aquellas chorradas de la oveja Dolly, todos aquellos rollos macabeos de la llamada «clonación terapéutica» no eran sino preámbulos de lo que vendría después. De lo que se trataba era de aturdir a la masa de imbéciles clonados con aproximaciones al meollo del asunto, para que, cuando por fin se anunciase la aberración definitiva, la docilidad y el hastío nos dejasen huérfanos de argumentos éticos.

Los artífices de estas aberraciones sabían perfectamente cuál era su objetivo; pero sabían también que el anuncio de ese objetivo no sería posible sin la previa conversión de la humanidad en un rebaño de imbéciles clonados que rinden culto a la Sacrosanta Ciencia. Por supuesto, había que lograr que los Dogmas de esta nueva religión resultasen ininteligibles; sólo así, envolviéndolos en la nebulosa de la confusión y el milagro, se lograría que los imbéciles clonados los acatasen. Un día, los artífices de estas aberraciones nos presentaron la inmolación de unos cuantos miles de embrioncitos de nada como la panacea que convertiría el Alzheimer, la leucemia o el Parkinson en males tan fácilmente extirpables como un divieso en el culo. Inmediatamente, los medios de adoctrinamiento de masas se dedicaron a propagar la Buena Nueva, mientras los Gobiernos de los Estados más progresados la financiaban; y los imbéciles clonados quedamos a la espera, aguardando el remedio a nuestros males y hasta engolosinados con una insinuada promesa de inmortalidad. Algunos años después, ya empezamos a intuir que la llamada «clonación terapéutica» es un timo más burdo que el del tocomocho; pero, mientras el trampantojo aún ejerza sobre nosotros su fascinación esotérica, los artífices de estas aberraciones seguirán forrándose. Ya han conseguido lo más difícil, que es disfrazar su avaricia rampante con los ropajes del altruismo; mucho más sencillo será invocar a partir de ahora otras excusas que les permitan proseguir sus experimentos y el engorde de su cuenta corriente.

Como el rollo macabeo de la «clonación terapéutica» ya no cuela, los artífices de estas aberraciones recurren a nuevos disfraces. Y así, comercian con el instinto de maternidad de las mujeres estériles, y con la compasión que su tragedia despierta en el común de los mortales. Puesto que los imbéciles clonados ya estamos suficientemente maleados por la propaganda y nos limitamos a aceptar estólidamente lo que venga, los artífices de estas aberraciones sólo requieren, para completar la hazaña, el concurso de algún tonto útil, como esa pareja de perturbados estadounidenses, que se avenga a ejercer de cobaya. Pero no nos escandalicemos ahora; el mal se consumó hace ya mucho tiempo: ocurrió el día en que aceptamos que un embrión podía sacrificarse, como si fuese una empanadilla que arrojamos a la sartén.

Juan Manuel de Prada, “Elogio de la lentitud”, ABC, 27.VII.2002

Resulta cada vez más frecuente y extendido ese juicio turulato que descalifica una novela porque «no engancha», o una película porque adolece de lentitud. Hasta hace unos pocos años, estos juicios mentecatos sólo circulaban entre el público más plebeyo y adocenado, que se asoma a un libro o se mete en una sala oscura deseoso de que le entretengan la estulticia con atracciones de barraca, trepidaciones de pacotilla y pirotecnias de relumbrón. Pero el mercado, esa gangrena que todo lo devora, ha infectado también a quienes antaño distinguían entre arte y entretenimiento a granel; y así, cada vez resulta más asiduo que se juzgue una creación artística con estos criterios lacayos, incluso desde tribunas y púlpitos de prestigio. Con oprobiosa desfachatez, se desacreditan aquellas creaciones que no halagan las demandas más rudimentarias del lector de folletines, o del espectador acostumbrado a las pachanguitas estrepitosas. Quizá lo más triste del asunto es que, en un afán por ampliar la demanda de «productos culturales» (que así es como designan los apóstoles del mercado a los libros y a las películas), se rebaja el nivel de exigencia creativa; y el gusto plebeyo de la masa se convierte en veredicto tiránico de calidad.

Ninguno de los libros que han cambiado mi vida me han «enganchado». Eso del enganche es una majadería que quizá consuele a una bestia pasiva que busque en el libro un anzuelo que tire de su aburrimiento. Ni San Agustín, ni Dante, ni Goethe, ni Henry James, ni Marcel Proust enganchan; la misión de un libro no es la misma que la de un caballo tirando de una carreta. Los libros que han enaltecido la naturaleza humana sumergen al lector en océanos de incertidumbre, lo exponen a dificultades desgarradoras, retan su inteligencia, invocan su esfuerzo cognitivo, lo someten a una búsqueda laberíntica, lo conducen hasta territorios donde se dirime la verdad, lo inquieren exigentemente, reclaman el concurso de todas las potencias de su alma. Y el lector sale de estos libros adelgazado y transparente, bendecido por una epifanía, porque el viaje, sembrado de escollos y tormentas, lo ha transformado en un hombre nuevo. Los libros que «enganchan» son alfalfa para el ganado; porque la obra de arte verdadera no nos arrastra indolentemente, más bien tira de nosotros en direcciones opuestas, para hacernos sangrar y escindirnos.

Algo semejante podría predicarse de las películas. El público petardo asigna al cine que no le satisface el epíteto de lento. No entienden que la velocidad no es una virtud artística; confunden el arte con el motor de explosión. Quizá no haya existido un director más refractario al frenesí que Dreyer; pero cuando nos asomamos a sus creaciones inmortales, cuando nos anegamos de su cadencia (que no es lenta ni rápida, es la propia respiración que exige su búsqueda por pasadizos espirituales), sentimos que nos ha crecido un tercer pulmón en el pecho, sentimos que hemos asistido a una verdadera revelación. Y el camino hacia la revelación nunca es expedito ni asfaltado, sino, por el contrario, intrincado y cuesta arriba. ¡Y cuánta luz hay al final de la atalaya! Dreyer, según esa acuñación contemporánea digna de marujas y zascandiles, es lento; Eric Rohmer es lento; y también Pasolini, y Kurosawa, y Tarkovsky, y Ermanno Olmi, y Bergman, y Mizoguchi. Y si se paran a pensarlo, hasta John Ford es lento; y David Lean es lento, y Sergio Leone es lento, y todos son geniales en su bendita lentitud.

Acabo de leer que a José Luis Garci le han tachado de «lenta» una de sus películas, como excusa para excluirla del archisabido reparto de prebendas. No se me ocurre una más alta distinción, un elogio más honroso. Qué suerte tiene Garci por ingresar en esa selecta cofradía de artistas «lentos» que no «enganchan».

Juan Manuel de Prada, “El Papa decrépito”, ABC, 27.V.2002

La decrepitud ostentosa del Papa Wojtyla vuelve a ser motivo de especulaciones bizantinas en los medios de adoctrinamiento de masas. En casi todas ellas subyace un fondo de incomprensión hacia el significado último de tan denodado sacrificio, que no es sino la aceptación -agónica, si se quiere- de una encomienda divina. «Triste está mi alma hasta la muerte, mas no se haga mi voluntad, sino la Tuya», dice Jesús, en la noche de la tribulación, mientras sus discípulos duermen. Al acatar el doloroso cáliz que se le tiende, Wojtyla antepone su misión espiritual sobre los achaques de la carne; lo que hace más hermosa su abnegación es, precisamente, la presencia atosigadora de dichos achaques, que sin embargo no logran doblegar la supremacía del espíritu, ni la pujanza de una vocación que se alza invicta sobre las tentaciones de la renuncia. Sin esta comprensión del hombre como recipiente de misiones que exceden y rectifican su mera envoltura carnal, el sufrimiento de Wojtyla resulta ininteligible; de ahí que su sacrificio provoque tanta exasperación entre quienes pretenden reducir su figura a la de un burócrata o funcionario de una entelequia llamada Dios.

Siempre me ha sorprendido que los medios de adoctrinamiento de masas, que tanto se desvelan por ofrecer una información especializada sobre las paparruchas que amueblan la actualidad (de tal modo que, por ejemplo, nunca me solicitarían a mí un comentario sobre las cotizaciones bursátiles, que me la refanfinflan), admitan sin empacho -incluso con un desdentado regocijo- que individuos que niegan la existencia del espíritu aborden la exégesis de asuntos que sólo admiten una interpretación espiritual. A la postre, por mucho aderezo de intrigas vaticanas que le añadan al asunto, estos individuos siempre acaban tropezándose con la escueta verdad; que no es otra que la epopeya doliente de un viejo viejísimo que agota sus días en el cumplimiento de una vocación que no puede acallar, porque se la inspira una fuerza más poderosa que el declinar de su naturaleza. El Papa Wojtyla, como hombre que es, desearía acabar su vida entre sábanas de holanda y mullidos colchones; pero su misión es otra. Como el joven que siente la llamada del arte, el Papa Wojtyla se calcina en una hoguera que jamás podrán entender quienes niegan la existencia de un misterio que enaltece el barro del que estamos hechos.

Y, junto a esta negación del espíritu, habría que aludir a otro síntoma muy característico de nuestra época, que es el descrédito de la vejez. A los detractores del Papa Wojtyla les subleva la visión de su decrepitud, que consideran obscena e impía; cuando lo cierto es que la obscenidad más flagrante consiste en ocultar la vejez, en recluirla en una jaula de vergüenza y desprestigio. La estulticia contemporánea ha consagrado la salud y la juventud como ideales canónicos; incluso ha extendido la creencia monstruosa de que una vida de la que han desertado la salud y la juventud no merece la pena ser vivida. Pero hete aquí que, mientras se nos inculca el repudio de esos arrabales de la vida que se consideran oprobiosos o excedentes (aunque, llegado el momento, todos luchemos patéticamente por prolongarlos, justamente al revés que el Papa Wojtyla), un viejo viejísimo no tiene reparo en mostrarnos sin ambages su hermosa decrepitud. En esta subversión de tantos valores mentecatos, en esta vindicación de la vejez como inmolación fecunda y orgullosa, frente a la vejez entendida como postración vergonzante, debemos también buscar las razones de la antipatía con que ciertos centinelas de la ortodoxia honran al Papa Wojtyla.

Juan Manuel de Prada, “Sacerdocio y celibato”, ABC, 20.IV.2002

A nadie se le escapa que los medios de adoctrinamiento de masas no informan tanto de la realidad como de sus aberraciones. Así, no se divulgan los miles de sentencias y dictámenes judiciales que dirimen con arreglo a Derecho los litigios, sino tan sólo aquellas resoluciones que obscenamente pisotean los fundamentos de la justicia. Al encumbrar la anécdota al rango de categoría, se transmite al destinatario de la noticia una irresponsable desconfianza en el funcionamiento de los tribunales. Algo similar (pero agravado por un anticlericalismo chocarrero) ocurre con el celibato de los curas: se nos informa con regodeo en los detalles escabrosos sobre los pocos que lo infringen, jamás sobre los muchos que lo acatan con silenciosa alegría o discreta resignación. Y entre aquellos pocos que lo incumplen se elige estratégicamente a quienes, con su infracción, irrumpen en el más ámbito de los delitos más sórdidos, o bien a los que acompañan esa infracción de ribetes chuscos o hilarantes que regocijan a la plebe y estimulan el morbo (el cura que se amanceba con la monja, el cura bujarrón, etc.). Se trata, en definitiva, de oscurecer la realidad mediante la hipertrofia de la excepción. O, si se prefiere, de emporcar una fe religiosa mediante la exhibición poco ejemplar de aquellos ministros cuya conducta contraría los mandamientos de esa fe.

La estrategia, tan tosca y taimada, engañará a quienes deseen ser engañados, pero también erosionará la fe de esos creyentes ingenuos y bienintencionados incapaces de distinguir entre la Iglesia como cuerpo místico de Cristo y la Iglesia formada por personas que están sujetas a las debilidades y extravíos de la naturaleza humana. Dicho esto, habría que especificar que el deber de celibato no forma parte de la naturaleza intrínseca del sacerdocio, sino que se trata de una gracia añadida que la Iglesia reconoce como ideal para el desempeño del ministerio. Ideal, y en estos momentos, obligatoria según las leyes eclesiásticas, que no deben sin embargo considerarse leyes divinas. Aunque Jesús de Nazaret, según lo retratan los Evangelios, se mantuvo célibe, y aunque sus alabanzas de la castidad fueron explícitas, nunca impuso a sus seguidores un deber de celibato. San Pablo, en su epístola al cretense Tito, le recomienda que ordene presbíteros a quienes «sean irreprochables y maridos de una sola mujer». La existencia de sacerdotes virtuosos y casados, durante los primeros siglos del cristianismo, está perfectamente documentada y aun sancionada por una autoridad tan poco sospechosa de laxitud como la del hombre que cayó del caballo, camino de Damasco.

No se trata, pues, de «derogar» la exigencia del celibato. Una gracia concedida por el Espíritu Santo (que así considera la Iglesia la asunción del celibato) no puede ser derogada (…). El celibato constituye una severa rectificación de la naturaleza humana que sólo unos pocos elegidos pueden afrontar sin grave menoscabo; esos pocos elegidos siempre serán los sacerdotes entregados con mayor esmero a su ministerio, pues no habrá una familia carnal que los distraiga. (…)

Juan Manuel de Prada, “Dinero clonado”, ABC, 3.XII.2001

Entre las más nocivas y malintencionadas corrupciones del lenguaje se halla la suplantación de la palabra «Dinero» por el eufemismo «Progreso». A cada poco se nos presentan como Avances Imprescindibles para el Progreso de la Humanidad lo que no son sino argucias para allegar Dinero. Me había prometido no volver a escribir sobre ese sórdido asunto monetario que los pardillos denominan «clonación terapéutica», pero acabo de leer en «Los Domingos de ABC» un artículo firmado por Gonzalo Herranz, imprescindible y lúcido, que me anima a quebrantar mi promesa. El artículo, titulado «Propaganda y realidad», desenmascara con argumentos técnicos irrebatibles lo que uno, más modestamente, ha intentado exponer a la luz quirúrgica del sentido común; quizá su virtud más notable consista en situar el debate suscitado por la llamada «clonación terapéutica» en el terreno puramente económico, que es el que le corresponde. Los apóstoles de la clonación, ayudados por la ingenuidad gregaria de los medios de adoctrinamiento de masas, han conseguido que la gente de buena voluntad se distraiga de lo que verdaderamente impulsa su labor (el Dinero) y se engolfe en dolorosos dilemas morales: «Pues si a cambio de cargarse un embrioncito de nada pueden salvarse millones de personas, quizá debamos admitir la llamada clonación terapéutica», dicen, los pobres incautos.

El artículo de Gonzalo Herranz desmonta las mentiras divulgadas por los medios de adoctrinamiento de masas con una clarividencia impávida y apabullante. En primer lugar, recuerda que las enfermedades que presuntamente se van a remediar con la llamada «clonación terapéutica» -alzheimer, parkinson, esclerosis múltiple, etc.- son, en su mayoría, de etiología desconocida o apenas dilucidada. Sólo la más desatada avaricia, el más abyecto afán de acaparar Dinero puede arrastrar a jugar de modo tan alevoso con las esperanzas de los enfermos. ¿Cómo puede permitir la comunidad científica que la llamada «clonación terapéutica» se presente como la purga de Benito de enfermedades aún ignotas? ¿No existen códigos éticos que se opongan a semejante patraña? ¿O es que, en su afán atropellado de «Progreso», la ciencia se ha desentendido ya de los métodos tradicionales, que exigen una rigurosa verificación de los avances y descubrimientos, antes de ser divulgados? ¿No será que a estos apóstoles de la llamada «clonación terapéutica» no les interesan tanto los logros de sus investigaciones (probablemente nulos, o poco concluyentes) como su publicidad aparatosa, su conversión en una gran atracción de barraca que genere beneficios instantáneos? ¿No será que este hatajo de ventajistas, como los corifeos que los aplauden desde los medios de adoctrinamiento de masas, aspiran a convertir la ciencia en una gran fábrica de pelotazos bursátiles? No se pierdan el artículo de Gonzalo Herranz, porque no tiene desperdicio. Estos servidores del Dinero sostienen que la llamada «clonación terapéutica» salvará a millones de personas, pero encubren o soslayan, los muy bellacos, la inclemente y atroz verdad: aún suponiendo que, en efecto, esas enfermedades de etiología indescifrable o brumosa lleguen algún día a poder remediarse mediante procedimientos de clonación, dichos procedimientos deberán respetar la identidad genérica entre clon y clonante. Que ningún ingenuo sueñe con bancos de clones que aguardan en el laboratorio la llegada del enfermo, como si de meras transfusiones de sangre se tratase. Obtener esos clones será siempre un proceso costosísimo que sólo podrán pagarse los millonarios, no los pobres incautos a quienes se dirige la aturdidora propaganda. La Seguridad Social, en la que cotizan nuestros curritos, jamás se hará cargo de estas prestaciones. ¿Por qué no se aclaran estos extremos? La respuesta es muy simple: porque el Dinero se ha disfrazado de Progreso, para engañar a los pobres incautos.

Juan Manuel de Prada, “Sambenitos”, ABC, 24.XI.2001

Los reportajes grabados con cámara oculta, ¿son verdadero periodismo de investigación? Así lo considera una sentencia de un juzgado de Valencia que ayer citaba este periódico. Allí se especificaban, como rasgos de esta presunta modalidad periodística, la «simulación de la situación» y la «no revelación de la identidad del interlocutor»; rasgos que, por cierto, también podrían predicarse de cualquiera de esos programuchos que tanto proliferan, dedicados a bromazos e inocentadas de dudoso gusto. Y es que estos reportajes, antes que un subgénero del periodismo de investigación, constituyen un avatar más de una moda televisiva que ha expuesto la intimidad ajena al microscopio de nuestra curiosidad. No creo que podamos entender la naturaleza de estos reportajes, y su éxito repentino, sin vincularlos con esa moda a la que veladamente se adscriben. Invocar pomposamente el «derecho a la información» para defender estos reportajes, sin mencionar que su auge discurre simultáneo al de engendros como «Gran Hermano» o «Inocente, inocente», se me antoja un ejercicio de hipocresía. Los reportajes grabados con cámara oculta satisfacen la misma demanda que esos programas, que no es otra que el anhelo morboso de inmiscuirnos en las existencias ajenas, el deseo de convertirnos en Diablos Cojuelos que impune y cómodamente descubren -con hilaridad, con pasmo, con horror- las miserias más recónditas del prójimo.

Cualquier análisis que se pretenda realizar sobre la legalidad o ilegalidad de estos presuntos ejercicios de periodismo no puede soslayar el reconocimiento de su verdadera naturaleza. El propósito primordial de estos reportajes no es otro que halagar el morbo de la audiencia y asegurarse unas «cuotas de pantalla» suculentas. Quizá existan otros propósitos añadidos (y por lo tanto subordinados) de naturaleza difusamente «social», que los responsables de las cadenas de televisión se ocupan de resaltar, para maquillar sus intenciones crudamente mercantiles; pero pretender que nos traguemos que esos reportajes se realizan por el puro afán de «informar» y «concienciar» al espectador constituye un ejercicio de cinismo que sólo se tragarán los comulgantes de ruedas de molino. Ahora estalla el escándalo, puesto que un juez, con criterio irreprochable, ordena retirar de la emisión un reportaje grabado con cámara oculta en el que unos patrones sin escrúpulos se aprovechan de su posición de dominio para requebrar o magrear a sus empleadas. Los responsables de la cadena que iba a emitir el reportaje, en un alarde de demagogia insoportable, han llegado a resaltar «la paradoja de que haya sido una mujer quien haya dictado esta medida cautelar sobre un asunto que afecta al sesenta por ciento de las mujeres» y blablablá. Como si la justicia se administrase según el sexo de sus ministros; hace falta bellaquería para atreverse a formular esta «paradoja».

Lo que esa medida cautelar del juez reprime -a mi entender con buen criterio- no es el derecho a la información, sino la exposición pública del delincuente. Quien incurre en el delito de acoso sexual, como cualquier otro delincuente, merece el castigo de la ley; pero en modo alguno debe ser expuesto a la vergüenza de la picota mediática. Los condenados por la Inquisición eran paseados en un carro de bueyes y engalanados con un capotillo que proclamaba su delito. Ese capotillo, el celebérrimo sambenito, resucita ahora en estos reportajes de cámara oculta, que quieren someter la culpa del delincuente al vilipendio público. Estos programas, como la publicidad de las listas de pederastas y violadores que hace poco se debatió, sólo contribuyen a devolver la justicia a un estadio de atavismo y vindicta publica que estigmatiza al delincuente y niega su posibilidad de redención, convirtiéndolo para siempre en diana de todos los escarnios. No creo en el periodismo de investigación que convierte la culpa en espectáculo; mucho menos cuando las añagazas de ese presunto periodismo son las mismas que emplean los programas más desatadamente morbosos.

Juan Manuel de Prada, “El rey desnudo”, ABC, 19.XI.2001

Recibo con frecuencia cartas de lectores que me brindan su apoyo y me muestran su agradecimiento, por abordar asuntos o defender posturas -cito a uno de mis corresponsales- «que sólo le granjearán antipatías. No porque lo que usted sostiene sea contrario al sentir general, sino porque quienes sentimos como usted no nos atrevemos a decirlo, para que no nos tachen de retrógrados». La carta que cito me ha llegado en estos días –al hilo de una pendencia descabellada que ha alimentado la liberalidad excesiva de este periódico–, pero su tono dolorido y hastiado responde a un estado de ánimo colectivo y, por desgracia, endémico. Son muchas, demasiadas, las personas que se sienten desalentadas ante el sistemático avasallamiento de sus principios; son muchas, demasiadas, las personas que ante tan eficaz y sostenido atropello ponen la otra mejilla y se refugian en el ostracismo y el silencio, temerosas de que su voz pueda sonar a discordancia irrisoria. Entre el ejército de personas postradas que ya no se atreven a oponer resistencia figuran jóvenes y viejos, hombres y mujeres, ricos y pobres, todos ellos unidos en la triste fraternidad de la derrota y como resignados a un papel de comparsería sordomuda en el guirigay desatado por quienes los han hecho callar. ¿Para siempre? Me resisto a creerlo. Proclamar que el rey está desnudo se ha convertido en un acto de involuntario heroísmo; pero si no nos atrevemos a proclamarlo, por miedo a ser confinados en los barracones del desprestigio social, acabaremos reducidos a añicos, triturados por la voraz máquina de la mentira.

Esa máquina cuenta con una organización envidiable. Quienes diariamente engrasan sus engranajes se sirven del silencio pusilánime de quienes no se atreven a pronunciar su pequeña verdad, y también del susurro apagado de quienes, por culpa de una tolerancia mal entendida, se dejan apabullar por el griterío de los fanáticos. Contra el fanatismo no valen tibias y afligidas transigencias; contra el fanatismo hay que oponer una beligerancia sin fisuras, una hostilidad a cara de perro. Me escriben muchos lectores que contemplan cómo sus creencias religiosas son arrastradas por el fango, que comprueban cómo sus sentimientos más nobles son tomados a chirigota y vilmente ridiculizados, que descubren con perplejidad cómo la morralla artística es encumbrada a las cúspides del Parnaso. Esa inversión de valores, tan rampante y satisfecha de sí misma, no hubiese sido posible si se hubiese tropezado con una oposición enconada; pero los miserables que la promueven sabían que el odio, el sectarismo y el rencor, esas pasiones sórdidas que guían sus designios, iban a encontrar el campo de batalla expedito, pues enfrente sólo había apatía y desmoronamiento. Y complejos, sobre todo muchos complejos.

Estos complejos vergonzantes han condenado a muchas personas a los arrabales del silencio compungido. Algunas -las más derrotistas– se resignan a una vida subalterna y marginal. Otras -las más bellacas- reniegan de esos principios, o los maquillan con un barniz pringoso que les permita pasar desapercibidas en el concierto de balidos dirigido por los que mandan. Unas y otras dimiten de sus creencias más queridas y arraigadas, o las condenan a la clandestinidad, creyendo que así podrán dar el pego y evitar que se les tache de cavernícolas y fachas. Pero los miserables de alma peluda y embetunada que han propiciado el afloramiento de estos complejos se ríen, mientras tanto, a mandíbula batiente; porque ellos bien saben -como las alimañas, distinguen a sus congéneres por el olfato- quiénes son los suyos y quiénes se esfuerzan en vano por serlo, en un patético ejercicio de travestismo y tragaderas. También saben que el rey está desnudo, pero se las prometen muy felices, puesto que nadie lo denuncia. Espero que algún día se les acabe el chollo.

Juan Manuel de Prada, “Un coloquio inmortal”, ABC, 29.X.2001

Jamás imaginé que también él fuese a padecer unas postrimerías nubladas por la desmemoria. Cuando apenas contaba un mes de edad, mi abuelo entró a hacerme una visita a la habitación donde yo dormitaba; se inclinó sobre la cuna, para espiar mi sueño, y entonces yo lo sobresalté con una carcajada estruendosa, inverosímil en un niño de tan corta edad. Desde entonces, entre mi abuelo y yo se entabló una hermandad indestructible, una aleación de pasiones que desafiaba los estragos del tiempo y acompasaba nuestros corazones con la respiración del planeta. Aprendí a leer y a escribir sentado en sus rodillas, cuando aún no me habían retirado los pañales; aprendí a caminar a su lado, prendido de su mano que me transmitía el calor antiguo de su sangre, el calor indómito de su piel, el calor invicto de sus recuerdos, que eran populosos y fervientes como el mundo que cada mañana se inauguraba ante nuestra mirada. Juntos íbamos a misa los domingos; juntos íbamos a la biblioteca pública, donde descubrí el rumor arborescente de la letra impresa, y también mi vocación; juntos atravesábamos la ciudad levítica y salíamos al campo, dejando el sol a nuestras espaldas, como un escudo de bronce que protegiera nuestra confidencias. Mi abuelo me cantaba canciones de antes de la guerra y me narraba las vicisitudes de su juventud hosca y aventurera, las penurias de su infancia lejanísima, las tribulaciones de su viudez temprana.

Mi abuelo me enseñaba a distinguir el canto de la abubilla y el ruiseñor. Me enseñaba a reconocer el temblor diminuto del poleo, la blancura inhóspita del espino albar, el perfume campesino del romero, la llama súbita de la genciana, el vilano viajero del diente de león, que yo soplaba para propagar su semilla hasta los confines de la tierra. Mi abuelo me descubría los manantiales de agua esbelta y clandestina, las sendas que sólo hollaba el lobo, las madrigueras donde refugiaba su pavor el conejo. Hacia el final de nuestro paseo, junto a la ribera de un río o a la sombra de un árbol de sombra extensa como el atlas, mi abuelo extendía una manta sobre el suelo, y ambos nos tumbábamos a mirar las nubes, que se desentumecían lentamente sobre el tapiz del cielo. Para entonces, mi abuelo se había despojado de la camisa, y yo me quedaba como extasiado contemplando el vello nevado que emboscaba su torso y le otorgaba un aspecto de anciano mitológico, descendiente directo de Abraham. La brisa mecía su vello, y el crepúsculo lo incendiaba con un brillo de plata añeja. Y, entretanto, su voz seguía desgranando los avatares de su juventud, como una salmodia áspera y ensimismada.

Jamás imaginé que él fuese a padecer unas postrimerías nubladas por la desmemoria. La decrepitud ha hincado las garras en su organismo, y una delgadez voraz ha ido excavando su rostro y desnudando su hermosa calavera. La sangre que bullía en sus venas se ha estancado, y los recuerdos que sobrevolaban como un enjambre tumultuoso su inteligencia se han ido desvaneciendo, atrapados en una telaraña que aún acierta a apartar, de vez en cuando, al conjuro de una voz que le brota exangüe de los labios, aquellos labios que me enseñaron tantas benditas palabras. Todavía sus ojos se iluminan, cuando me ve llegar; todavía pronuncia mi nombre con orgullo; todavía evoca algunos episodios de nuestra hermandad indestructible, pero ya la ciega noche coloniza sus pensamientos, ya su memoria navega por los pasadizos inciertos del olvido. Con su memoria, viaja también mi entereza, que no puede soportar el dolor de ver cómo el hombre que me crió me dice adiós lentamente. Al menos me queda el consuelo de saber que, cuando su alma emigre, se posará sobre la mía, como un pájaro que busca su nido, para seguir ambas su coloquio inmortal, para seguir deletreando el mundo, para seguir caminando juntas su camino, eternamente unidas, eternamente jóvenes, eternamente invictas.

Juan Manuel de Prada, “Familia”, ABC, 27.X.2001

Se suele reprochar al Gobierno presidido por Aznar que, siendo de derechas, preste tan poca atención a la familia. Siempre me ha causado una perplejidad rayana en la jaqueca que la protección de la institución familiar se vincule con las tendencias ideológicas de nuestros gobernantes. Ante tamaña sandez, me pregunto: ¿Eran los romanos de derechas? ¿Aquella fabulosa maquinaria de amparo jurídico a la familia que idearon, sobre la que se asentaba su organización política, económica y cultural, tenía una inspiración fascistoide? Un similar estupor me sacude cuando se menciona el sentimiento patriótico entre los síntomas de adscripción al conservadurismo más cavernario. ¿Hemos de leer a Homero y a Cicerón con la prevención de saber que eran unos fachas inveterados? Son preguntas irrisorias, a las que sólo un perturbado respondería afirmativamente, pero esa respuesta ha gozado de predicamento en ciertos círculos intelectuales. Allá por los años sesenta, por ejemplo, se llegó a escribir en una revista de crítica cinematográfica: «Nos desagrada profundamente John Ford, porque es un fascista». Uno ve las películas de John Ford y encuentra en ellas una denodada vindicación de la familia, también de la patria (sobre todo de su lejana patria irlandesa), pero por mucho que se estruje las meninges no halla por ninguna parte trazas de fascismo. Salvo que por fascismo entendamos la lealtad a unos sentimientos ancestrales que garantizan la supervivencia de una sociedad.

Bueno, pues si defender la familia es una actitud derechista, hemos de convenir que el Gobierno presidido por Aznar se adscribe a la izquierda más dura. Yo más bien creo que la protección de la familia, como piedra angular sobre la que se asienta el ordenamiento de una sociedad, constituye la enseña de un gobierno inteligente. Podría afirmarse, sin temor a incurrir en la hipérbole, que los gastos y cuidados que un gobierno destina a la preservación y defensa de la institución familiar son inversamente proporcionales a los que engruesan la partida difusa de «asuntos sociales». Una protección civilizada de la familia reduciría hasta la extinción todos esos quebrantos del sistema educativo que tanto preocupan a nuestros politicastros y que tan sañudamente sufren nuestros maestros. Si los chavales llegan a las aulas sin desbravar es, en buena medida, porque han crecido en familias invertebradas, adelgazadas hasta la inanición, que no han sabido ni podido inculcarles las nociones básicas que rigen la vida en sociedad. Y la proliferación de desarreglos psíquicos entre la población actual, ¿no tendrá mucho que ver con la anulación de ese tibio cobijo que la familia nos proporciona, frente a las intemperies de la vida? ¿Por qué nadie se atreve a formular con claridad el vínculo que existe entre muchas de las recientes patologías sociales -el consumismo bulímico y descontrolado, la soledad urbana, las plurales ansiedades que desnortan nuestra brújula vital- y la sistemática demolición de la familia? Los perseguidores de esta milenaria creación humana suelen tildarla de represiva, tiránica, intemperante y castradora; tanto encono sólo puede derivarse del rencor, de ese sórdido resentimiento que la fealdad moral profesa a las cosas hermosas. Quizá las familias de estos resentidos fueron, en efecto, jaulas irrespirables donde borboteaban las pasiones más mezquinas. Y ese rencor privado han querido instalarlo a la sociedad, como las alimañas rabiosas que no encuentran alivio hasta que no consiguen contagiar su veneno mediante el mordisco. Pero quienes hemos probado el amor maternal, la protección paterna, la fraternidad tumultuosa y fecunda, las enseñanzas invictas del abuelo, estamos inmunizados contra ese mordisco. Y, además, por mucho que les joda a los resentidos, vamos a seguir reproduciendo ese mismo ámbito de hermosa creación humana, de generación en generación, aunque nuestros lastimosos gobernantes prefieran seguir gastando dinero en «asuntos sociales», categoría mucho más difusa y mucho menos fascista que la familia.

Juan Manuel de Prada, “Elogio del refrito”, ABC, 20.X.2001

Los perseguidores de Cela se rasgan ahora las vestiduras porque el escritor ha leído un discurso que repetía con escasas variantes otro que ya había largado en una ocasión anterior. El refrito de Cela, muy saludable y divertido, demuestra varias verdades incontrovertibles: a) que los fastos culturales al estilo del celebrado en Valladolid constituyen ejercicios bostezantes donde no importa repetir lo que ya se ha dicho; y b) que los medios de adoctrinamiento de masas sólo se enteran a la segunda. Paradójicamente, el fasto vallisoletano, tan aburrido y suntuoso, no ha deparado ninguna noticia digna de mención, salvo las precisiones lingüísticas de Cela, que en Zacatecas quedaron difuminadas porque Gabriel García Márquez las apabulló con aquella boutade peregrina que postulaba la supresión de la ortografía. Hay que aplaudir, pues, a Cela, por desenmascarar la inercia que rige estos fastos, donde los zampones que manejan el cotarro se llevan la guita a casa por ensartar chorradas grandilocuentes, y encima se pavonean como si fuesen los salvadores del idioma. Y hay que rendirle un aplauso supletorio por haber dinamitado el marasmo informativo que segregaba un fasto tan superfluo. Cela, octogenario e instalado en la gloria, sigue conservando el instinto terrorista de su juventud. ¿No deberíamos agradecérselo, en lugar de abrumarlo con denuestos hipócritas? Por lo demás, el refrito constituye la cortesía máxima del escritor, que vuelve a regalar a sus lectores aquellas palabras que en otro tiempo les brindó sin que le hicieran caso. Si Cela consideraba que las precisiones contenidas en su discurso merecían la atención social, ¿por qué no habría de repetirlas dos, tres y hasta trescientas veces si le apetece? ¿Acaso no hubiese sido mucho más lamentable ofrecer un pálido remedo, una paráfrasis difusa o cualquiera de esas triquiñuelas que el escritor emplea para marear la perdiz? Además, ¿no consiste la dignidad intelectual en pensar lo mismo sobre los mismos temas? ¿No es preferible repetirse que ser un veleta? Ciertamente, el abuso del refrito puede convertir al escritor en una caricatura de sí mismo; algo así le ocurrió a Emilio Carrere, rapsoda de las musas del arroyo y de la bohemia más desastrada, que completaba los manuscritos rescatando de aquí y de allá capítulos de sus obras anteriores, a los que sólo cambiaba el título y los nombres de los personajes. Pero frente a este caso paródico de Carrere, tenemos el ejemplo de Valle-Inclán, que con gran habilidad empedraba sus novelas con retazos de los cuentos que previamente había publicado en revistas de la época. ¿Acaso la comisión del refrito rebaja el esplendor de la prosa valleinclanesca? Otro refritero insigne y recalcitrante, acostumbrado a pasar varias veces sus artículos por la sartén de la prensa, fue Julio Camba, que en los aledaños de la vejez se dedicó a rescatar piezas de juventud. En ABC no tardaron en descubrirle el ardid, pero nunca se lo reprocharon, pues, ¿acaso aquellas palabras traspasadas de sutil inteligencia no merecían los honores de la reimpresión? También Dámaso Alonso practicó con risueña impunidad el refrito en sus conferencias, que pronunciaba una y otra vez, sin variar una coma, hasta que consideraba que ya las había amortizado. Para realizar este cómputo, solía anotar en los márgenes de la conferencia mecanografiada las cantidades que le iban abonando en ateneos y casinos y cajas de ahorros, hasta completar una cifra decorosa. En alguna ocasión me ha ocurrido que algún lector me ha conminado a volver sobre el tema de algún artículo que le ha complacido especialmente. A estos lectores tan impacientes siempre les respondo con socarronería: «Paciencia, amigo, que todo se andará; basta con que dejemos correr un poco de tiempo». No saben ellos cuánto les agradezco estas incitaciones al refrito, pues las avaras musas no nos permiten ser originales sin interrupción. Afortunadamente, porque quien es original sin interrupción o es un chaquetero o es un charlatán. Cela le ha lanzado con su refrito una higa al mundo, que es como una señora sorda exigiendo que le repitamos a voces que, además de sorda, es una fea y una estrecha.