Rafael Navarro-Valls, “Tambores de guerra”, El Mundo, 5.II.98

La incesante actividad de la secretaria norteamericana de Estado, un 77% de americanos a favor de una acción militar contra Irak, y la necesidad de un definitivo asentamiento de Clinton, hacen resonar cada vez más cerca los tambores de guerra. En medio de este frenesí bélico, una de las voces más sensatas que se han dejado oír ha sido la del ministro francés Jean-Pierre Chevènement. Para él, la estrategia norteamericana es fruto de una «imbécil diabolización», iniciada hace siete años.

Efectivamente, la Guerra del Golfo alcanzó por entonces cotas de inaudita publicidad. Aquello fue una especie de matanza bajo los focos. Un espectáculo de luz y color, filmado desde todos los ángulos.

Pocos saben, sin embargo, que, antes de que el Congreso de Estados Unidos aprobase la intervención militar, el testimonio televisado que conmovió las conciencias americanas (una joven madre contando las atrocidades iraquíes y describiendo la destrucción de incubadoras, con el resultado de bebés agonizando por los suelos), fue trucado por una de las principales agencias de comunicación estadounidenses.

Quien pagó fue Kuwait. Objetivo: encender a la opinión pública americana contra el monstruo iraquí.

La joven testigo era la propia hija del embajador de Kuwait en Estados Unidos, que interpretó con talento su papel ante las cámaras. El Congreso, dudoso hasta entonces de la necesidad de una intervención bélica, finalmente, lamentando «la sangre de los inocentes», aprobó por una mayoría de cinco votos la operación Tormenta del Desierto.

Pocas voces se elevaron entonces contra la guerra. En España EL MUNDO, a través de una serie de inteligentes editoriales, se opuso a la intervención americana, distinguiendo lo que es guerra «legítima» de guerra «conveniente» o «imprescindible». Lo cual sólo sucede cuando las demás vías de solución del problema han sido agotadas.

Que la guerra no es la solución para casi nada la han visto clara, con el paso de los años, buena parte de sus protagonistas. Para De Gaulle, en la II Guerra Mundial, «todas las naciones de Europa perdieron y dos fueron derrotadas». Para Wilson, el objetivo de la I Guerra Mundial fue erradicar los absolutismos. Pero lo que en realidad engendró Versalles fueron las dictaduras de Hitler, Mussolini y Stalin. Las dos guerras mundiales ciertamente terminaron con las monarquías absolutas y con el colonialismo, pero no lograron extender la democracia en el mundo.

La verdad es que hasta 1989 sólo el 15% de la población mundial vivía bajo regímenes democráticos estables. Y cuando Truman se planteó un plan de recuperación económica para Europa, sus asesores económicos fijaron la suma de 17.000 millones de dólares. Al principio se asombró de la suma fabulosa que implicaba. Con tacto, le recordaron que comparada con el coste de la II Guerra Mundial era pequeña: sólo el 6% del capital que gastó Estados Unidos en derrotar al Eje bastaría para el restablecimiento de un nivel de vida decente en Europa. Algo similar podría decirse respecto a los gastos militares de la Guerra del Golfo.

Ciertamente la Historia humana, si estamos de acuerdo con Gibbon, es «una suma de crímenes, locuras y desdichas», pero probablemente ninguna supere a la guerra misma.

El siglo XX ha sido el más brutalmente cruento de la Humanidad. Cálculos fiables cifran en unos 125 millones el número de muertos en 135 guerras; dos de ellas mundiales. La suma supera al total de víctimas habidas en todas las contiendas bélicas hasta principios del siglo que ahora declina. Parece como si un refinado activismo humano hubiera desencadenado implacables resultados inhumanos.

Sadam Husein es, sin duda, un dictador sin escrúpulos. Pero el pueblo iraquí no. Una reedición de la Guerra del Golfo sumaría más cadáveres al millón de muertos que ha causado el embargo salvaje decretado hace años.

Tiene razón el ministro francés cuando observa que la amenaza militar alimentará las brasas del integrismo. Irán -el viejo enemigo de Irak- se ha apresurado a solidarizarse con Sadam Husein: el fundamentalismo vuelve por sus fueros. ¿Una guerra imprescindible? Aún no.

Rafael Navarro Valls es Catedrático de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid.

José Luis Martín Descalzo, “Unción, no Extremaunción”

Tal vez alguno de ustedes leería este titular en los periódicos: “El Papa Juan Pablo II confirió el sacramento de la unción a cien inválidos romanos”. “Se requiere con ello reafirmar que este sacramento es de enfermos”. Y quizá leyéndolo pensarán ustedes: ¿Pero ese sacramento no se daba sólo a los moribundos? ¿Es que estaban moribundos a la vez esos cien enfermos a quienes se lo administró Juan Pablo II? Y si estaban moribundos, ¿Cómo los trasladaron a la plaza de San Pedro para esta ceremonia., exponiéndose a que muchos se murieran allí? Son preguntas bien formuladas, pero que parten todas de una confusión muy extendida: que este sacramento de la unción ha de darse únicamente a quienes están en las últimas. De esta confusión viene el pánico que muchos cristianos sienten hacia él. Hay quien le llama incluso “el sacramento peor que la muerte”. ¡Y es que lo hemos visto tantas veces bajo esas tintas negras! En películas, en la vida. Cuando a alguien le dan la unción hay que ir ya preparando la caja y la sepultura…

Pero el Concilio Vaticano II ha declarado algo fundamental: que este sacramento no es de moribundos, sino de enfermos, y que no se da para preparar para la muerte, sino para pedir la salud. De ahí que haya cambiado hasta su nombre. Y del nombre temible “Extremaunción”, haya pasado al nombre menos macabro de “Unción de los enfermos”.

Es curiosa la historia de este sacramento al que yo llamaría “el sacramento calumniado”. Surge en la Biblia como una interpretación de curación de la enfermedad y… la rutina lo va convirtiendo siglo a siglo en un primer paso para el enterramiento.

Sin embargo, el sentido verdadero de este sacramento está bien claro en la epístola del Apóstol Santiago que es su base bíblica y teológica. En ella Santiago escribe a sus fieles lo siguiente: “¿Está enfermo alguno de vosotros? Llame a los presbíteros de la Iglesia y que recen sobre él, después de ungirlo con óleo, en nombre del Señor. Y la oración de la fe lo curará y, si ha cometido pecado, lo perdonará”.

Eso y no otra cosa es el sacramento de la unción: un sacramento para pedir a Dios, dueño de la vida y también de la enfermedad, que alivie y cure a los enfermos y que, al mismo tiempo, limpie también sus almas del pecado.

Si los cristianos fuésemos serios, descubriríamos que lo mismo que al médico no sólo se le llama cuando uno está a la muerte, sino en cualquier enfermedad minimamente seria, así habría que llamar al médico de las almas en toda enfermedad. La visita de un médico nadie la interpreta como un anuncio de la muerte, sino como un afán de curación. Así debería también interpretarse la unción que, como ustedes ven, nada tiene de fúnebre y es, en realidad, un sacramento de esperanza.

Esta es, me parece, una de las grandes tareas de nuestra generación: reconquistar el verdadero sentido de esta unción de los enfermos, devolverle todo lo que tiene de fe en Dios y de confianza en sus manos.

Mientras no redescubramos esto tendremos un sacramento mutilado y estaremos desperdiciando esa fuerza de salud que Dios puso en la unción de los enfermos.

Tomado de http://www.ireneweb.net/sp/articles

Rafael Navarro-Valls, “Matrimonios a la carta”, El Mundo, 27.IX.97

Acaba de entrar en vigor el sistema de matrimonio a la carta, que hace unas semanas aprobó el Congreso del Estado de Luisiana. La ley americana permite elegir, antes de casarse, entre el matrimonio estándar, que admite el divorcio a petición, y un matrimonio-pactado. En este segundo caso, las parejas deben realizar una seria deliberación antes de contraer matrimonio, y ser plenamente conscientes de las características de la unión pactada que contraen. Además, por escrito, acuerdan intentar resolver los potenciales conflictos matrimoniales con ayuda de consejeros, y divorciarse sólo tras dos años de separación (en vez de los seis meses del matrimonio común), o bajo una limitada serie de circunstancias como el adulterio, malos tratos, sanción penal con cárcel o abandono del hogar. Como los ya unidos en matrimonio no tuvieron la posibilidad de elegir este matrimonio blindado, la nueva ley prevé que los casados antes de la fecha de su entrada en vigor, si lo desean, pueden acogerse a esta modalidad matrimonial (New Louisiana Covenant Marriage Law), haciendo la correspondiente declaración.

Probablemente, en la elección de este modelo legal, han influido recientes estudios norteamericanos que muestran que alrededor del 20% de las personas que reciben asesoramiento prematrimonial deciden no casarse, con lo que quizás se ahorran un mal matrimonio y un confuso divorcio. Al tiempo, se ha demostrado que son más sólidos los matrimonios precedidos de una seria deliberación y consejo. La nueva fórmula de Luisiana supone un giro legal de 180 grados. Hasta ahora, el Derecho europeo y norteamericano parecía entender que quienes por sus convicciones -religiosas o no- se ligaran jurídicamente (no simplemente en el plano de una idea moral, sino de una realidad legal) incurrirían en un error, frente al cual -por su falta de previsión- han de ser defendidos. Pero esta visión paternalista, comienza a ponerse en cuestión. Para los defensores del matrimonio opcional, la creación de un vínculo electivo y más sólido, sería una fuente de incentivos para que cada persona pondere con atención su decisión inicial de contraer matrimonio. Además, sería un estímulo para que los contrayentes realicen el máximo esfuerzo para lograr que su matrimonio funcione. Esta estrategia, que maximiza la probabilidad de éxito en el matrimonio, suele ilustrarse con la imagen clásica del pasaje griego de Ulises y las sirenas. Ulises conocía los riesgos de naufragio que podría sufrir si su tripulación se dejaba seducir por los cantos de las sirenas. Por eso optó por taponar los oídos de sus marineros. Ulises, sin embargo, manteniendo expedita la audición, ad cautelam, se ligó al mástil del barco. Del mismo modo, a sabiendas de que la llamada de las sirenas es algo que no siempre todos pueden resistirse a escuchar, el Derecho puede optar por establecer modalidades jurídicas que prevengan la posibilidad de consecuencias negativas. Es decir, estas personas eligirían libremente no tanto comprometerse con su cónyuge, cuanto atarse o vincularse a sí mismos lo más sólidamente posible con su cónyuge. ¿Por qué impedirles esta estrategia? La idea no es descabellada, sobre todo si se piensa que las legislaciones modernas -en otras esferas distintas al matrimonio- suelen ser contrarias al paternalismo. En esos sectores la argumentación es clara: «Debe dejarse libertad total a las personas a la hora de hacer sus elecciones». Si las consecuencias no son estrictamente positivas, será lamentable, pero esto no es decisivo -se afirma- para abandonar esa política y prohibir esas elecciones. Lo que es paternalista sería justamente la negativa legal a tolerar matrimonios jurídicamente estables.

Estas libres limitaciones al divorcio y la posibilidad de que la voluntad humana asuma una concepción jurídica y no sólo moralmente cercana a la indisolubilidad, no parece lesiva del juego de la libertad en el seno del matrimonio. En Europa, por ejemplo, el Tribunal de Derechos Humanos, en el caso Johnston, ha declarado no contraria a la Convención de Roma las legislaciones que mantengan el matrimonio como indisoluble o establezcan restricciones al divorcio. Si la propia ley civil puede establecerlo en todo caso, es evidente que la voluntad humana puede autodeterminarse caso a caso. Es decir, limitar los márgenes de autonomía en un contexto de divorcio al vapor o sin restricciones. Sobre todo si se piensa que en el Derecho moderno -por lo menos en vía de principio- se parte de la permanencia del vínculo matrimonial, para luego aceptar, en los casos establecidos por la ley, que las partes puedan disolverlo. De ahí que las limitaciones al divorcio no aparecen en el Derecho como limitaciones a la voluntad de las partes, sino como posibilidades que la ley abre a la voluntad de las partes.

En realidad, la fórmula matrimonial de Luisiana se alinea con la tendencia del Derecho de la familia de acuñar nuevas soluciones jurídicas a las continuas demandas sociales. Si, por ejemplo, el Derecho matrimonial tiende a reconocer la fórmula del divorcio por mutuo consentimiento, es lógico que, a través de pactos jurídicamente operativos, la voluntad pueda diseñar un matrimonio lo más estable posible. En definitiva, la cuestión es ésta: ¿hay que ofrecer a las parejas solamente un matrimonio de usar y tirar, o cabe también ofrecer una opción a la carta que les estimule a esforzarse más en mantener sus matrimonios? La respuesta es -como acaba de escribirse en el Herald Tribune- que permitir una elección es lo contrario a la coacción. En todo caso, no se penaliza a quien no elija el camino más difícil.

Rafael Navarro Valls es Catedrático de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid.

José Luis Martín Descalzo, “Los transplantes de órganos”

Entre los problemas morales que plantea la medicina hay uno que últimamente ha subido al primer plano de la atención pública: y es el transplante de órganos. La televisión y otros medios informativos han conseguido en los últimos meses crear una preocupación en la conciencia nacional por este problema: el de tantas y tantas personas que podrían vivir o vivir mejor si en España y otros países se hubiera creado una conciencia clara en este camino. Pero entre nosotros, asombrosamente, aún siguen siendo muy escasas las donaciones.

Y en este campo me parece que yo puedo aportar algo por mi experiencia propia. Espero que me permitáis hablaros con la más sencilla normalidad. Yo soy uno de los catorce mil enfermos de riñón en diálisis que esperan ilusionados la posibilidad de un trasplante.

La diálisis, (salvo excepciones de personas que lo llevan muy mal) no es el tormento chino que muchos se imaginan. La verdad es que con ella se puede vivir y vivir aceptablemente. Yo tengo que dar gracias a Dios que me está permitiendo seguir con todo mi trabajo normalmente.

Pero aunque resulta llevadero, la verdad es que la esclavitud de cinco horas atado a la máquina un día si y otro no, tampoco es precisamente una maravilla. Son muchos los enfermos de riñón que tienen que dejar sus trabajos, cuyas familias están destruidas o condicionadas por la atadura del enfermo.

Hoy la medicina ha realizado en este campo enormes progresos. El porcentaje de éxitos en los trasplantes, sobre todo en el campo del riñón, es altísimo. Y la mayor parte de esos catorce mil dializados podría conseguir regresar a una vida completa. Si hubiera una mayor conciencia nacional en este campo, sobre todo en un tiempo en el que, desgraciadamente, tanto abundan los accidentes de circulación.

Pero lo asombroso es comprobar que todavía son muchos los que tienen un obstáculo religioso en este tema. Yo recibo con frecuencia cartas de personas que me preguntan si eso es moralmente lícito. Gentes que dicen que, si los católicos creemos en la resurrección de la carne, ¿cómo podríamos donar una parte de nuestro cuerpo llamada a resucitar? Naturalmente el dogma de la resurrección de la carne no hay que interpretarlo con ese literalismo. Y la Iglesia hace ya mucho tiempo ha expresado con claridad que no sólo no se opone a ese tipo de donaciones, sino que, al contrario, las bendice y promueve siempre que se cumplan algunas condiciones elementales; que las donaciones se hagan libremente; que no se comercialice con ellas; que en el trasplante del órgano de una persona muerta, se compruebe que está realmente muerta.

Cumplidas estas condiciones, la Iglesia no tiene nada que oponer. Los obispos españoles lo dijeron bien tajantemente en un documento colectivo: “Cumplidas esas condiciones, dicen, la fe no sólo tiene nada contra tal donación, sino que la Iglesia ve en ella una preciosa forma de imitar a Jesús, que dio la vida por los demás. Tal vez en ninguna otra acción se alcancen tales niveles de ejercicio de fraternidad. En ella nos acercamos al amor gratuito y eficaz que Dios siente hacia nosotros. Es un ejemplo vivo de solidaridad. Es la prueba de que el cuerpo de los hombres puede morir, pero que el amor que lo sostiene no muere jamás.” Y frases muy parecidas dijo hace ya décadas Pío XII y ha repetido recientemente Juan Pablo II: “Miren ustedes por dónde la ciencia moderna ha permitido conquistar una nueva forma de caridad y de amor entre los hombres. Y los cristianos debemos ser los primeros en esa batalla de generosidad.” Tomado de http://www.ireneweb.net/sp/articles

José Luis Martín Descalzo, “Stabat Mater”

Ahora sé que elegí bien la palabra: «Esclava, esclava». Pude decir sencillamente: «Dile que sí, que estoy de acuerdo». O responder: «El sabe que estoy a sus órdenes». O preguntar: «¿Acaso Dios tiene que pedirme a mí permiso?» Pero dije: «He aquí la esclava», sin comprender hasta qué punto me convertía en lo que estaba diciendo, en alguien a quien arrastrarán siempre con los ojos cerrados por túneles oscuros que jamás entenderá. Conducida del gozo al dolor, del dolor al espanto, del espanto a este vacío de ahora en el que mi corazón es un lagar molido, un cesto de cenizas, una cadena de muertes. Si sabías que esto acabaría así, ¿por qué elegiste una madre? ¿Por qué no naciste como el pedernal, en la montaña, en lugar de entrar en el pobre seno de una mujer que no podría soportar tanta desgarradura? Todas las madres dicen: «Los hijos son difíciles de entender, crecen, crecen; tu crees saber hasta la más mínima de las arruguitas de su cara. Y un día descubres que han crecido tan desmesuradamente que no acabas de creerte que un día han estado dentro de ti. Pero tú… Es como si hubiera engendrado un gigante, parido una montaña, albergado dentro todas las cordilleras del universo entero. Siempre supe que me desbordarías. Cada vez que en tu vida quise descender al fondo de tus ojos entendí que me perdía por los vericuetos de tu alma. Tú eras, desde luego, un hombre. Yo lo sabía como nadie. Pero también más, también un vértigo a cuya orilla yo no podía ni asomarme. Crecías, crecías, como si tuvieras que vivir muchos años dentro de cada uno de los tuyos, como si te sobrase alma y la pobre piel que la ceñía fuera a estallar en cada hora. Y Yo, cuando te abrazaba ¿cómo podía abrazarte? Me dolías de tanto como te olía el alma a vida y a muerte. Que vendría el dolor, lo supe siempre. Bien me lo dijo Simeón antes de que Tú aprendieses a andar. Pero que el dolor fuese esto, no pude ni sospecharlo: oír el gotear de tu sangre, de «Nuestra» sangre, cayendo sobre el silencio de esta hora, sonando cada gota con más crueldad que los mismos martillazos. Se clava en mí el retumbar de cada gota, como un clavo que me penetra dentro, dentro, dentro, más dentro, allí donde el alma está en carne viva. ¡Ah, tus manos! Yo las vi gordezuelas, buscando mi pecho, enredando en mi pelo, besadas, mordisqueadas por mí, rubias de trigo nuevo, tendidas para acariciar mi rostro, partiendo el pan por mí amasado. ¿Y estaba preparándolas yo para ese hermano clavo que acabaría poseyéndolas, destrozándolas, desgarrándolas como abrías Tú el pan? Hijo, hijo, perdóname, perdóname por seguir viva cuando Tú estás muriendo, Perdóname por no saber decirte nada en esta hora, por no saber ni orar, por tener el alma como el desierto de los desiertos, por no saber ni estar contigo, por no tener en esta hora otro oficio que el de estar cansada y decirte: hijo, hijo, hijo. He entrado en el túnel de Dios. Y está oscuro. A los dos nos ha abandonado. Y ni siquiera nos ha abandonado juntos. Encerrado cada uno en su abandono como en un «bunker» de piedra, en dos vacíos gemelos pero separados. Conocía la noche de la fe, pero nunca creí que fuera tan profunda. Ni una sola ventana con luz en el alma. Sólo creer, creer, apretar los puños del alma, esperar, agarrarte a los barrotes de tu cárcel, entrar en las entrañas de la oscuridad. Sin ángeles, sin voces de lo alto. Sólo la noche y el seguir escuchando el golpear feroz de los martillazos como látigos. Y el galopar de la muerte que se acerca. Y ojalá fueran, al menos, dos muertes las que se acercan. «Dios te salve, María, dijo el ángel. ¿Salvarme? ¿No es acaso ahora cuando tendría que salvarme y salvarte? ¿Llena de gracia quería decir llena de dolor y de muertes? ¿La gracia es esta espada que nos pulveriza? Gabriel, Gabriel, ¿dónde te has metido? Y si al menos ahora viviera José… Ah, José, amor mío, ¡qué daría yo ahora por tenerte junto a mí y reclinar mi cabeza en tu hombro! En la noche no hay nada. Sólo la noche. Y la certeza de que el sol vendrá mañana. Pero, ¿cuántos siglos faltan para mañana? Dímelo, hijo, respóndeme: ¿Es que siempre hay que salvar con sangre? ¿tan hondos son los pecados de los hombres que sólo pueden borrarse con manos y frente desgarradas? Yo acaricié tantas veces tu frente cuando, de niño, tenías fiebre. Pero las espinas, no, nunca pude imaginarlas. Salíamos al campo, corrías, jugabas con las zarzas. «No vayas a pincharte» Y reías, reías. Yo te veía crecer siempre con miedo. Ah, poder encerrarte para siempre en la infancia, retenerte, disfrutarte. ¿Por qué crecen los hombres, a dónde van, qué prisa tienen? ¿Qué les lleva a la muerte? ¿Una misión será más fuerte que la vida? Tu corazón estuvo siempre tirado, arrastrado por invisibles caballos, como por un hilo que te sujetara desde la eternidad. Tenías que salvar. Como si todas las otras vidas fuesen más importantes que la tuya. Te veo yéndote, como si fuera un pecado cada hora dedicada a ser feliz. «Si el grano no muere, es infecundo», decías. Y tenías que subirte a la cruz, como un suicida, como un amante, enterrándote, sin que entendieran tu entrega ni tus propios apóstoles. Esos pobres que han acabado fallándote. ¿Es que no lo supiste desde siempre? Veo el rostro de Judas, ese muchacho asustado que parecía temblar cada vez que oía la palabra «amor». Me habría gustado ser su madre. Tal vez, entonces… Cuánto le quise y le temí.

Escuchaba tus palabras no como quien las bebe, sino como quien las cuenta, como quien las numera con el alma retorcida. Y ahora, ¿dónde está? ¿dónde estás, Judas, hermano mío, hijo mío? Tu aullido es la gran sombra de esta tarde, un viento helado, una noche de invierno, una sed imposible. Hiel y vinagre suben por mi boca. Y Tú, pequeño mío, ¿por qué agitas ahora la cabeza? ¿qué nube de murciélagos quieres espantar de tu mente? No, no tengas miedo: el Padre tiene que estar orgulloso de ti, como ,o está tu madre. Has cumplido, has cumplido y El lo sabe, aunque esconda su rostro. Yo sé y Él sabe que has sido un valiente, digno de ser lo que eres: mi hijo y mi Dios. Ese Dios diminuto cuyo cuerpo lavé yo tantas veces, cuyas manos creadoras y pequeñitas cabían en las mías. Me quedaba mirándote y pensando: No es posible, no es posible que «esto» sea Dios; y tu boquita me hacía daño al mamar. Ea, ea, mi Dios. Aquella leche iba volviéndose sangre de Dios, la misma que ahora derramas. ¡Pero dejadle morir al menos! Muere por vosotros, ¿no lo entendéis? Un hombre puede ser redimido mientras se carcajea de su Redentor. La Humanidad es ciega. Ceguera. Un océano de ceguera nos rodea. ¡Si al menos supieran a Quien están matando! Tú jugabas a mi lado como los demás niños. Y nadie sospechaba. Como ahora. Si hubieran sabido con Quien jugaron, a Quien crucifican, morirían de espanto. Mejor que ni siquiera lo imaginen, pobres, pobres hombres. Pero yo no puedo permitirme el lujo de estar ciega. Yo sé. Yo mido el volcán sobre el que caminamos, el vértigo de Dios, la página que gira el Universo.

¿Te duele, niño mío? ¡Ah, si al menos volvieras hacia mí esos tus ojos misericordiosos! Pero lo entiendo: ahora estás redimiendo. ¿Qué tiempo podría sobrarte para sentimentalismos? No, no tengo yo derecho a robar a los hombres ni una sola esquirla de tu muerte. Aunque también mueres por mí. También yo necesito de su sangre. Me redimes con la que te presté. ¿Y ahora? ¿No es demasiado, hijo, lo que me estás pidiendo? ¿Habiendo sido madre tuya, cómo podría serlo de tus asesinos? Pero si fui esclava una vez, seguiré siéndolo. Que entren, que entren en mi seno. Se ha desgarrado tanto en esta hora, que ya me caben todos.

Y Tú, descansa hijo. Deja caer de una vez tu cabeza. Y descansa en la muerte. Ella no te hará daño. No podrá vencerte. Cruzará por tus venas, triturará tu sangre, pero Tú tienes tanta vida en ti que ella no durará mucho sobre tus dominios y se irá, derrotada, asombrada de haber podido estar alguna vez sobre su Dios. Y yo cuidaré tu cuerpo. Iré quitándole una a una las espinas, besándote las llagas, cerrando tus ojos, aunque al hacerlo el universo se oscurezca. ¡Ah, si pudiera volver a llevarte dentro, ah, si pudiera parirte otra vez y no sólo tenerte derrumbado sobre mis pobres brazos! Descansa, hijo. Y vuelve, vuelve pronto. Y si puedes, regresa con todas tus heridas, para que ni yo ni nadie lo olvidemos, tanto amor, tanto amor. Vuelve con todas tus sangrientas condecoraciones, hermano nuestro, hijo mío, mi Dios.

Publicado en ABC, 1988.

Rafael Navarro-Valls, “El «macarthysmo» religioso”, El Mundo, 28.V.97

Acabo de participar en un congreso internacional sobre justicia constitucional y libertad religiosa. Entre los asistentes se encontraban seis presidentes de Tribunales Constitucionales europeos y americanos, incluido el del Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Paralelamente a los trabajos del Congreso, se desarrollaba en España el affaire de Jesús Cardenal y su nombramiento como fiscal general del Estado. Sus vicisitudes -me refiero no a la vertiente política, sino a la religiosa- recordaban alguno de los cases law debatidos en las sesiones científicas.

Efectivamente, partiendo de la base de que una ola de intolerancia recorre el mundo, comienzan a detectarse los primeros síntomas de una guerra fría religiosa.

La quieren imponer los extremistas de la moralidad sin contemplaciones y los fanáticos del macarthysmo religioso.

Los intolerantes de la primera facción son ayatolás que necesitan lapidar un Salman Rushdie cada día. Los exaltados de la segunda, representan al clero de las nuevas ideocracias, especie de cuasi-religiones que convierten en leprosos políticos a los hombres con determinadas convicciones. Unos pervierten la verdadera religión; los otros corrompen la verdadera laicidad.

Para aquéllos, la religión es una realidad dominada por los conflictos de poder y decidida, en todo caso, a imponerse a las fuerzas políticas. Para los segundos -representantes de lo que viene llamándose una «laicidad beata»-, el laicismo se convierte en puro nerviosismo ante velos islámicos de alumnas magrebíes, pacíficos objetores de conciencia, o declaraciones en la vida pública, cuya gran herejía ideológica consiste en alinearse en categorías morales insertas en el código genético de Occidente.

En uno y otro caso, ya sabemos a qué errores pueden conducir regímenes -autoritarios o no- que, afirmando en la Constitución la libertad religiosa, sin embargo la restringen con incriminaciones destinadas a reprimir lo subversivo o, simplemente, lo que no se inserte con claridad en lo políticamente correcto. Ambas formas de intolerancia han puesto en circulación una suerte de policía mental, cuyos agentes se dedican a una nueva caza de brujas, en la que la primera baja suele ser la libertad.

Esas formas recuerdan la definición que el escritor y pensador norteamericano Oliver Wendell Holmes hacía del fanático: «Su mente es como la pupila de los ojos; cuando más luz recibe, más se contrae».

Como se ha dicho con acierto, el fanático ve las cosas con tanta claridad, que su visión arrasa cualquier otro planteamiento. No se explica para qué vale la libertad. De ahí su temor frente a ella.

No es extraño que el Derecho esté tomando cartas en el asunto. Baste el ejemplo del Tribunal Europeo de Derechos Humanos.

En rápida sucesión -y después de décadas de silencio en la materia- ha comenzado a dictar sentencias directamente conectadas con la defensa de la libertad religiosa.

Primero fue la sentencia Kokkinakis, que protege el proselitismo religioso frente a las leyes griegas restrictivas.

Luego dictó Otto Preminger Institut contra Austria, en la que declaraba tutelables los sentimientos religiosos de un sector de la población del Tirol frente a manifestaciones ofensivas.

Antes, en Hoffman, prohibió que la atribución de los hijos en un proceso de divorcio se haga discriminando a un cónyuge por sus convicciones religiosas.

En fin, hace solamente unos días, la sentencia Wingrove contra Reino Unido reiteraba la legitimidad, en una sociedad democrática, de la protección de contenidos culturales de trasfondo sagrado frente agresiones de alto voltaje. Otras cinco cuestiones, conectadas con problemas de discriminación ideológica y religiosa, esperan turno en el mismo Tribunal.

Habría que buscar la causa de tantos litigios en materia de libertad religiosa, en que los problemas de libertad y no discriminación no suelen plantearse -por lo menos en Occidente- en términos de agresiones directas a las propias convicciones, sino en forma de agresiones indirectas.

Se trata de aislar al adversario con acusaciones que lo pongan en cuarentena; exiliarlo del campo de lo políticamente correcto, impidiéndole cualquier matización de las reglas del juego. Frente a estas muestras de intolerancia, la sociedad debe crear anticuerpos que garanticen el fair play.

Es preciso un juego limpio que rescate los derechos humanos -incluido el de libertad religiosa- de las presiones de las minorías y de las imposiciones de las mayorías políticas.

Hace unos meses, centenares de millones de personas en todo el mundo fuimos testigos de cómo el presidente del Tribunal Supremo de los Estados Unidos pedía al reelegido presidente Bill Clinton que pusiera su mano sobre la Biblia familiar, y jurara fidelidad a la Constitución de los Estados Unidos. Así lo hizo, acabando con su «ayúdame Señor». Luego invitó al pastor Graham -allí presente- a que guiara a la nación con sus oraciones.

En algún momento de su discurso, como la gran mayoría de sus predecesores, mencionó a Dios, y antes de la inauguración comenzó su día en una iglesia metodista. Con esos antecedentes, Clinton lo hubiera tenido crudo en España para ser nombrado fiscal general del Estado. Su condición de ostentoso creyente lo habría puesto bajo sospecha por los representantes de la sociedad posmoralista.

No conozco al nuevo fiscal general. No tengo ni idea de cómo llevará los asuntos de su nuevo departamento. Probablemente se estrellará contra un muro, en una misión que, en España, comienza a ser imposible.

Me figuro también que Jesús Cardenal será más ponderado en sus expresiones. En todo caso no creo que la democracia se resquebraje por sus convicciones personales.

Rafael Navarro Valls es Catedrático de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid.

José Luis Martín Descalzo, “¡Cristo ha resucitado! ¡Aleluya!”

1. La antorcha de Pascua Hace ya muchos años, tuve la ocasión y la suerte de presenciar en Jerusalén la celebración de la pascua de los ortodoxos. Como ustedes saben, la Iglesia ortodoxa y toda la oriental han conservado con más apasionamiento que nosotros el gozo de la celebración de la Resurrección del Señor que es el centro de su fe y de su liturgia. Y ésta tiene muy especial relieve en Jerusalén, en la basílica que conserva precisamente el lugar de la tumba de Jesús y, por tanto, el de su resurrección.

Durante la noche anterior, e incluso antes del atardecer, ya está abarrotada la basílica de creyentes que esperan ansiosos la hora de esa resurrección. Allí oran unos, duermen otros, esperan todos. Y poco después del alba, el patriarca ortodoxo de Jerusalén penetra en el pequeño edículo que encierra el sepulcro de Jesús. Se cierran sus puertas y allí permanece largo rato en oración, mientras crece la ansiedad y la espera de los fieles. Al fin, hacia las seis de la mañana, se abre uno de los ventanucos de la capillita del sepulcro y por él aparece el brazo del patriarca con una antorcha encendida. En esta antorcha encienden los diáconos las suyas y van distribuyendo el fuego entre los fieles que, pasándoselo de unos a otros, van encendiendo todas las antorchas. Sale entonces el patriarca del sepulcro y grita: ¡Cristo ha resucitado! Y toda la comunidad responde: ¡Aleluya! Y en ese momento se produce la gran desbandada: los fieles se lanzan hacia las puertas, hacia las calles de la ciudad con sus antorchas encendidas y las atraviesan gritando: ¡Cristo ha resucitado, aleluya! Y quienes no pudieron ir a la ceremonia encienden a su vez sus antorchas y como un río de fuego se pierden por toda la ciudad.

Me impresionó la ceremonia por su belleza. Pero aún más por su simbolismo. Eso deberíamos hacer los cristianos todos los días de pascua y todos los días del año, porque en el corazón del creyente siempre es Pascua: dejar arder las antorchas de nuestras almas y salir por el mundo gritando el más gozoso de todos los anuncios: que Cristo ha resucitado y que, como Él, todos nosotros resucitaremos.

2. ¡Resucitó! !Aleluya, alegría! ¡Aleluya, aleluya!, éste es el grito que, desde hace veinte siglos, dicen hoy los cristianos, un grito que traspasa los siglos y cruza continentes y fronteras. Alegría, porque Él resucitó. Alegría para los niños que acaban de asomarse a la vida y para los ancianos que se preguntan a dónde van sus años; alegría para los que rezan en la paz de las iglesias y para los que cantan en las discotecas; alegría para los solitarios que consumen su vida en el silencio y para los que gritan su gozo en la ciudad.

Como el sol se levanta sobre el mar victorioso, así Cristo se alza encima de la muerte. Como se abren las flores aunque nadie las vea, así revive Cristo dentro de los que le aman. Y su resurrección es un anuncio de mil resurrecciones: la del recién nacido que ahora recibe las aguas del bautismo, la de los dos muchachos que sueñan el amor, la del joven que suda recolectando el trigo, la de ese matrimonio que comienza estos días la estupenda aventura de querer y quererse, y la de esa pareja que se ha querido tanto que ya no necesita palabras ni promesas. Sí, resucitarán todos, incluso los que viven hundidos en el llanto, los que ya nada esperan porque lo han visto todo, los que viven envueltos en violencia y odio y los que de la muerte hicieron un oficio sonriente y normal.

No lloréis a los muertos como los que no creen. Quienes viven en Cristo arderán como un fuego que no se extingue nunca. Tomad vuestras guitarras y cantad y alegraos. Acercaos al pan que en el altar anuncia el banquete infinito, a este pan que es promesa de una vida más larga, a este pan que os anuncia una vida más honda. El que resucitó volverá a recogeros, nos llevará en sus hombros como un padre querido como una madre tierna que no deja a los suyos. Recordad, recordadlo: no os han dejado solos en un mundo sin rumbo. Hay un sol en el cielo y hay un sol en las almas. Aleluya, aleluya.

3. Resucitó, resucitaremos Hay en el mundo de la fe algo que resulta verdaderamente desconcertante: la mayoría de los cristianos creen sinceramente en la Resurrección de Jesús. Pero asombrosamente esta fe no sirve para iluminar sus vidas. Creen en el triunfo de Jesús sobre la muerte, pero viven como si no creyeran. ¿Será tal vez porque no hemos comprendido en toda su profundidad lo que fue esa resurrección? Recuerdo que hace ya bastante tiempo trataba una de mis hermanas de explicar a uno de mis sobrinillos —que tenía entonces seis años— lo que Jesús nos había querido en su pasión, y le explicaba que había muerto por salvarnos. Y queriendo que el pequeño sacara una lección de esta generosidad de Cristo le preguntó: «¿Y tú qué serías capaz de hacer por Jesús, serías capaz de morir por Él?» Mi sobrinillo se quedó pensativo y, al cabo de unos segundos, respondió: «Hombre, si sé que voy a resucitar al tercer día, sí». Recuerdo que, al oírlo, en casa nos reímos todos, pero yo me di cuenta de que mi sobrino pensaba de la resurrección y de la muerte de Jesús como solemos pensar todos: que en el fondo Cristo no murió del todo, que fue como una suspensión de la vida durante tres días y que, después de ellos, regresó a la vida de siempre.

Pero el concepto de resurrección es, en realidad, mucho más ancho. Lo comprenderán ustedes si comparan la de Cristo con la de Lázaro. Muchos creen que se trató de dos resurrecciones gemelas y, de hecho, las llamamos a las dos con la misma palabra. Pero fíjense en que Lázaro cuando fue resucitado por Cristo siguió siendo mortal. Vivió en la tierra unos años más y luego volvió a morir por segunda y definitiva vez. Jesús, en cambio, al resucitar regresó inmortal, vencida ya para siempre la muerte. Lázaro volvió a la vida con la misma forma y género de vida que había tenido antes de su primera muerte. Mientras que Cristo regresó con la vida definitiva, triunfante, completa.

¿Qué se deduce de todo esto? Que Jesús con su resurrección no trae solamente una pequeña prolongación de algunos años más en esta vida que ahora tenemos. Lo que consigue y trae es la victoria total sobre la muerte, la vida plena y verdadera, la que Él tiene reservada para todos los hijos de Dios. No se trata sólo de vivir en santidad unos años más. Se trata de un cambio en calidad, de conseguir en Jesús la plenitud humana lejos ya de toda amenaza de muerte. ¿Cómo no sentirse felices al saber que Él nos anuncia con su resurrección que participaremos en una vida tan alta como la suya? 4. ¡No tengáis miedo! Amigos míos, no temáis, no lloréis como los que no tienen esperanza. Jesús no dejará a los suyos en la estacada de la muerte. Su resurrección fue la primera de todas. Él es el capitán que va delante de nosotros. Y no a la guerra y a la muerte, sino a la resurrección y la vida. No tengáis miedo. No temáis.

No sé si se habrán fijado ustedes en que ésta es la idea que más se repite en las lecturas que se hacen en las iglesias en tiempo pascual. Cuando Jesús se aparece a los suyos, lo primero que hace es tranquilizarles, curarles su angustia. Y les repite constantemente ese consejo: ¡No tengáis miedo, no temáis, soy yo! Y es que los apóstoles no terminaban de digerir aquello de que Jesús hubiera resucitado. Eran como nosotros, tan pesimistas que no podían ni siquiera concebir que aquella historia terminase bien. Cuando el Viernes Santo condujeron a Jesús a la cruz, esto sí lo entendían. Y se decían los unos a los otros: ¡Ya lo había dicho yo! ¡Esto no podía acabar bien! ¡Jesús se estaba comprometiendo demasiado! Y casi se alegraban un poco de haber acertado en sus profecías catastróficas. Pero lo de la resurrección, esto no entraba en sus cálculos. Lo lógico, pensaban, es que en este mundo las cosas terminen mal. Y, por eso, cuando Jesús se les aparecía, en lugar de estallar de alegría, seguían dominados por el miedo y se ponían a pensar que se trataba de un fantasma.

A los cristianos de hoy nos pasa lo mismo, o parecido. No hay quien nos convenza de que Dios es buena persona, de que nos ama, de que nos tiene preparada una gran felicidad interminable. Nos encanta vivir en las dudas, temer, no estar seguros. No nos cabe en la cabeza que Dios sea mejor y más fuerte que nosotros. Y seguimos viviendo en el miedo. Un miedo que sentimos a todas horas. Miedo a que la fe se vaya avenir abajo un día de éstos; miedo a que Dios abandone a su Iglesia; miedo al fin del mundo que nos va a pillar cuando menos lo esperemos. Miedo, miedo.

Lo malo del miedo es que inmoviliza a quien lo tiene. El que está poseído por el miedo está derrotado antes de que comience la batalla. Los que tienen miedo pierden la ocasión de vivir. Por eso el primer mensaje que Cristo trae en Pascua es éste que tanto gusta repetir al Papa Juan Pablo II: «No temáis, salid de las madrigueras del miedo en las que vivís encerrados, atreveos a vivir, a crecer, a amar. Si alguien os dice que Dios es el coco no le creáis. El Dios de la Biblia, el Dios que conocimos en Jesucristo, el Dios de la vida y la alegría. Y empezó por gritarnos con toda su existencia: No temáis, no tengáis miedo».

5. La resurrección de Cristo, esperanza de la humanidad Hay un texto de Bonhoeffer que siempre me ha impresionado muy especialmente. Dice el teólogo alemán: «Para los hombres de hoy hay una gran preocupación: saber morir, morir bien, morir serenamente. Pero saber morir no significa vencer a la muerte. Saber morir es algo que pertenece al campo de las posibilidades humanas, mientras que la victoria sobre la muerte tiene un nombre: resurrección. Sí, no será el arte de hacer el amor, sino la resurrección de Cristo, lo que dará un nuevo viento que purifíque el mundo actual. Aquí es donde se halla la respuesta al “dame un punto de apoyo y levantaré el mundo”.» Efectivamente, los hombres de todos los tiempos andan buscando cuál es el punto de apoyo para construir sus vidas, para levantar el mundo. Si hoy yo salgo a la calle y pregunto a la gente: ¿Cuál es el eje de vuestras vidas? ¿En qué se apoyan vuestras esperanzas? ¿Dónde está la clave de vuestras razones para vivir? Muchos me contestarán: «Mi vida se apoya en mis deseos de triunfar, quiero ser esto o aquello, quiero realizarme, quiero poder un día estar orgulloso de mí mismo». O tal vez otros me dirán: «Yo no creo mucho en el futuro. Creo en pasármelo lo mejor posible, en disfrutar de mi cuerpo o de mi dinero, o de mi cultura». O tal vez me dirán: «Ésos son problemas de intelectuales. Yo me limito a vivir, a soportar la vida, a pasarla lo mejor posible».

Pero allá en el fondo, en el fondo, todos los humanos tienen clavada esa pregunta: ¿Cuál es la última razón de mi vida? ¿Qué es lo que justifica mi existencia? Todos, todos, de algún modo se plantean estas cuestiones. También ustedes, que me van a permitir que hoy se lo pregunte: ¿Cuál es el punto de apoyo en el que reposan vuestras vidas? Para los cristianos la respuesta es una sola: «Lo que ha cambiado nuestras vidas es la seguridad de que son eternas». Y el punto de apoyo de esa seguridad es la resurrección de Jesús. Si Él venció a la muerte, también a mí me ayudará a vencerla. ¡Ah!, si creyéramos verdaderamente en esto. ¡Cuántas cosas cambiarían en el mundo, si todos los cristianos se atrevieran a vivir a partir de la resurrección, si vivieran sabiéndose resucitados! Tendríamos entonces un mundo sin amarguras, sin derrotistas, con gente que viviría iluminada constantemente por la esperanza. Cómo trabajarían sabiendo que su trabajo colabora a la resurrección del mundo. Cómo amarían sabiendo que amar es una forma inicial de resucitar. Qué bien nos sentiríamos en el mundo, si todos supieran que el dolor es vencible y vivieran en consecuencia en la alegría.

Sí, la resurrección de Cristo y la fe de todos en la resurrección es lo que podría cambiar y vivificar el mundo contemporáneo. Y es formidable pensar y saber que cada uno de nosotros, con su esperanza, puede añadirle al mundo un trocito más de esperanza, un trocito más de resurrección.

6. Testigos de la resurrección, mensajeros del gozo Muchas veces he pensado yo que la gran pregunta que Cristo va a hacernos el día del juicio final es una que nadie se espera. «Cristianos —nos dirá—: «¿Qué habéis hecho de vuestro gozo?». Porque Jesús nos dejó su paz y su gozo como la mejor de las herencias: «Os doy mi gozo. Quiero que tengáis en vosotros mi propio gozo y que vuestro gozo sea completo», dice en el Evangelio de San Juan. «No temáis. Yo volveré a vosotros y vuestra tristeza se convertirá en gozo», dijo poco antes de su pasión. Y también: «Si me amáis, tendréis que alegraros». «Volveré a vosotros y vuestro corazón se regocijará y el gozo que entonces experimentéis nadie os lo podrá arrebatar». «Pedid y recibiréis y vuestro gozo será completo».

¿Y qué hemos hecho nosotros de ese gozo del que Jesús nos hizo depositarios? Es curioso: la mayor parte de los cristianos ni siquiera se ha enterado de él. Son muchos los creyentes que parecen más dispuestos a acompañar a Jesús en sus dolores que en sus alegrías, en su dolor que en su resurrección. Pensad por ejemplo: durante las semanas de Cuaresma se celebran actos religiosos especiales, con penitencias, con oraciones. Pero, tras la resurrección, la Iglesia ha colocado una segunda cuaresma, los días que van desde la resurrección hasta la ascensión. ¿Y quién los celebra? ¿Quién al menos los recuerda? Impresiona pensar que en el Calvario tuvo Cristo al menos unos cuantos discípulos y mujeres que le acompañaban. Pero no había nadie cuando resucitó. Da la impresión de que la vida de Cristo hubiera concluido con la muerte, que no creyéramos en serio en la resurrección. Muchos cristianos parecen pensar —como dice Evely— que tras la cuaresma y la semana santa los cristianos ya nos hemos ganado unas buenas vacaciones espirituales. Y si nos dicen: «Cristo ha resucitado»; pensamos: qué bien. Ya descansa en los cielos. Lo hemos jubilado con una pensión por los servicios prestados. Ya no tenemos nada que hacer con Él. Necesitó que le acompañásemos en sus dolores. ¿Para qué vamos a acompañarle en sus alegrías? Y, sin embargo, lo esencial de los cristianos es ser testigos de la resurrección. ¿Lo somos? ¿O la gente nos ve como seres tristes y aburridos? ¿O piensa que los curas somos espantapájaros pregoneros de la muerte, del pecado y del infierno únicamente? Tendríamos que recordar que los cristianos somos ante todo eso: testigos de la resurrección, mensajeros del gozo.

Tomado de “Días grandes de Jesús”, EDIBESA.

José Luis Martín Descalzo, “Sólo semillas”

Cuentan que un joven paseaba una vez por una ciudad desconocida, cuando, de pronto, se encontró con un comercio sobre cuya marquesina se leía un extraño rótulo: «La Felicidad». Al entrar descubrió que, tras los mostradores, quienes despachaban eran ángeles. Y, medio asustado, se acercó a uno de ellos y le preguntó: «Por favor, ¿ qué venden aquí ustedes?» «¿Aquí? —respondió en ángel—. Aquí vendemos absolutamente de todo». «¡Ah! — dijo asombrado el joven—. Sírvanme entonces el fin de todas las guerras del mundo; muchas toneladas de amor entre los hombres; un gran bidón de comprensión entre las familias; más tiempo de los padres para jugar con sus hijos…» Y así prosiguió hasta que el ángel, muy respetuoso, le cortó la palabra y le dijo: «Perdone usted, señor. Creo que no me he explicado bien. Aquí no vendemos frutos, sino semillas.» En los mercados de Dios (y en los del alma) siempre es así. Nunca te venden amor ya fabricado; te ofrecen una semillita que tú debes plantar en tu corazón; que tienes luego que regar y cultivar mimosa-mente; que has de preservar de las heladas y defender de los fríos, y que, al fin, tarde, muy tarde, quién sabe en qué primavera, acabará floreciéndote e iluminándote el alma.

Y con la paz ocurre lo mismo. Hay quienes gustarían de acudir a un comercio, pagar unas cuantas pesetas o unos cuantos millones y llevarse ya bien empaquetaditos unos kilos de paz para su casa o para el mundo.

Claro que a la gente este negocio no le gusta nada. Sería mucho más cómodo y sencillo que te lo dieran ya todo hecho y empaquetado. Que uno sólo tuviera que arrodillarse ante Dios y decirle: «Quiero paz» y la paz viniera volando como una paloma. Pero resulta que Dios tiene más corazón que manos.

Bueno, voy a explicarme, no vayan ustedes a entender esta última frase como una herejía. Sucedió en la última guerra mundial: en una gran ciudad alemana, los bombardeos destruyeron la más hermosa de sus iglesias, la catedral. Y una de las «victimas» fue el Cristo que presidía el altar mayor, que quedó literalmente destrozado. Al concluir la guerra, los habitantes de aquella ciudad reconstruyeron con paciencia de mosaicistas su Cristo bombardeado, y, pegando trozo a trozo, llegaron a formarlo de nuevo en todo su cuerpo… menos en los brazos. De éstos no había quedado ni rastro. ¿Y qué hacer? ¿Fabricarle unos nuevos? ¿Guardarlo para siempre, mutilado como estaba, en una sacristía? Decidieron devolverlo al altar mayor, tal y como había quedado, pero en el lugar de los brazos perdidos escribieron un gran letrero que decía: «Desde ahora, Dios no tiene más brazos que los nuestros.» Y allí está, invitando a colaborar con Él, ese Cristo de los brazos inexistentes.

Bueno, en realidad, siempre ha sido así. Desde el día de la creación Dios no tiene más brazos que los nuestros. Nos los dio precisamente para suplir los suyos, para que fuéramos nosotros quienes multiplicáramos su creación con las semillas que Él había sembrado.

José Luis Martín Descalzo, “Razones para la esperanza”

José Luis Martín Descalzo, “La vida a una carta”

En el primer volumen de las Memorias de Julián Marías leo una frase que me conmueve y que comparto hasta la última entraña. Escribe después de su boda, en la cima de la felicidad, y dice: «Siempre he creído que la vida no vale la pena más que cuando se la pone a una carta, sin restricciones, sin reservas; son innumerables las personas, muy especialmente en nuestro tiempo, que no lo hacen por miedo a la vida, que no se atreven a ser felices porque temen a lo irrevocable, porque saben que si lo hacen, se exponen a la vez a ser infelices.» Efectivamente, una de las carcomas de nuestro siglo es ese miedo a lo irrevocable, esa indecisión ante las decisiones que no tienen vuelta de hoja o la tienen muy dolorosa, esa tendencia a lo provisional, a lo que nos compromete pero no del todo», que nos obliga «pero sólo en tanto en cuanto». Preferimos no acabar de apostar por nada, o si no hay más remedio que hacerlo, lo rodeamos de reservas, de condicionamientos, de «ya veremos cómo van las cosas».

Ocurre esto en todos los terrenos. Por de pronto, la vida matrimonial. Cuando en España se discutía la ley del divorcio, yo escribí varias veces que no me preocupaba tanto el hecho de que algunas parejas se separasen como el que se difundiera una mentalidad de matrimonios-provisionales, de matrimonios-a-prueba. Hoy tengo que confesar que mis previsiones no carecían de base: en España, como en todos los países donde la ley del divorcio se introdujo, éstos no fueron muy numerosos en la generación que se casó con la idea de perennidad, pero empieza a crecer y no dejarán de aumentar hoy que tantos jóvenes comienzan su amor diciéndose: «Y si las cosas no van bien, nos separamos y tan amigos.» Esto, dicen, es más civilizado. Pero yo no estoy nada seguro de que ese amor con reserva sea verdadero amor.

El «miedo a lo irrevocable» llega incluso a lo religioso y lo más intocable, que es el sacerdocio. En mis años de seminarista -y no soy tan viejo-, lo del sacerdos in aeternum, sacerdote para la eternidad, era algo, simplemente, incuestionable. Es que ni se nos pasaba por la cabeza dejar de ser aquello que libremente elegíamos. Sabíamos, sí, que había quienes fracasaban y derivaban hacia otros puertos; pero eso, pensábamos, no tenía que ver con cada uno de nosotros; era, cuando más, como un accidente de circulación, en el que no se piensa cuando se empieza un viaje y que, en todo caso, no se prevé como una opción voluntaria. Por eso a mí me asombró tanto cuando empecé a oír a algunos teólogos eso del sacerdocio ad tempus, eso de que uno podía ordenarse sacerdote para cinco, para siete años, prestar ese servicio a la Iglesia y luego replantearse si seguir en esa misma tarea o regresar a otros cuarteles. Me parecía, en cambio, a mí, que el sacerdocio o era para siempre o no era sacerdocio; que si la entrega a Cristo y a la Iglesia era una entrega de amor, no cabían ya planes quinquenales. Uno podía fracasar y equivocarse, es cierto, pero ¿cabía mayor fracaso que lanzarse a volar con las alas atadas por toda una maraña de condicionamientos? Y lo que ahora más me preocupa del problema es que parece que este pánico a lo irrevocable se ha convertido en una de las características espirituales de la mayor parte de nuestra juventud y de un buen porcentaje de adultos. La gente, tiene razón Marías, no es amiga de jugarse la vida a una carta en ningún terreno; prefiere embarcarse hoy en el barco de hoy y mañana ya pensará en qué barco lo hace.

Y, repito, lo más grave es que esto se está presentando como un ideal, como «lo inteligente», como «lo civilizado». ¿Con qué razones? Te dicen: todo es relativo, comenzando por mí mismo. Yo sé cómo es hoy el hombre que yo soy; pero no sé cómo seré mañana. Todos cambiamos de ideas, de modos de ser. ¿Por qué comprometerlo todo a una carta cuando el juego de mañana no sé cómo se presentará? Y hay en este raciocinio algo de verdad: es cierto que hay muchas cosas relativas en la vida, muchas ante las que un hombre debe permanecer y en las que hasta será bueno cambiar en el futuro, cuando se vean con nueva luz. Pero, relativizarlo todo, ¿no será un modo de no llegar nunca a vivir? En realidad, esas cosas permanentes son pocas: el amor que se ha elegido, la misión a la que uno se entrega, unas cuantas ideas vertebrales y, entre ellas, desde luego, para el creyente, su fe.

En éstas, lo confieso, mis apuestas siempre fueron y espero que sigan siendo totales. Por esas tres o cuatro cosas yo estoy dispuesto a jugar a una sola carta, precisamente porque estoy seguro de que esas cosas o son enteras o no son. Así de sencillo: o son totales o no existen. Un amor condicionado es un amor putrefacto. Un amor «a ver cómo funciona» es un brutal engaño entre dos. Un amor sin condiciones puede fracasar; pero un amor con condiciones no sólo es que nazca fracasado, es que no llega a nacer.

Tomado de “Razones desde la otra orilla”, Atenas, p. 133-134.

Rafael Navarro-Valls, “En el estanque dorado”, El Mundo, 10.I.97

Para Jefferson, la Presidencia era «una espléndida miseria». Taff llamaba a la Casa Blanca «el lugar más solitario del mundo»; para Harding, era «una prisión». Clinton, que comienza ahora un nuevo mandato, no parece estar de acuerdo. Durante semanas se concentraron sobre su exultante figura los focos de los media, lanzando a las tinieblas exteriores al candidato derrotado. Es el momento de preguntarnos: ¿Cómo se sienten los perdedores en su estanque dorado? Me refiero a los que como Dole nunca se sentarán en el Despacho Oval, y a los presidentes prematuramente desalojados de la Casa Blanca. Los que nunca llegaron, es frecuente que entren en un estado cercano a la confusión cataléptica. La depresión ya rondaba a Bob Dole unos días antes de su derrota, aunque para ahuyentarla dijera: «No me arrojaré desde un rascacielos». Mondale, barrido por Reagan, sí que confesó sentirse como si lo hubieran lanzado desde un acantilado: «Mientras caía tuve el derecho de gritar, pero me estrellé contra el fondo».

Dewey, al día siguiente de perder frente a Truman, comparó su posición psicológica a la de un borracho aparentemente muerto: «Al despertarme dentro de un ataúd me dije: si estoy vivo, ¿qué demonios hago aquí? Si estoy muerto, ¿por qué tengo necesidad de ir al WC?». Stevenson, cuando Eisenhower lo derrotó en 1952, manifestó: «Soy demasiado viejo para llorar, pero reír cuesta mucho». Y Dukakis -«ese abogado de Harvard que hablaba como un predicador»- luchó durante meses contra una sombría depresión.

La situación es distinta para los que fueron presidentes. Limitándonos a los que sobrevivieron al cargo después de la posguerra, unos se presentaron a la reelección y no la lograron (Bush, Ford y Carter); otros renunciaron a un segundo mandato (Johnson); uno fue defenestrado (Nixon). Todos tuvieron algo en común: de pronto se encontraron en la situación de reyes exiliados a los que obsesionó el juicio de la Historia.

Johnson no resistió la presión y acabó derrumbándose. Retirado en su rancho de Texas, azotado por el insomnio y los fantasmas del Vietnam, trepaba a su cama de madrugada, se tapaba con la manta hasta el cuello y se acurrucaba como un niño asustado.

Otros perdieron transitoriamente el juicio político, como le sucedió a Ford al pensar seriamente en volver a la arena formando parte de la lista de candidatos de Reagan a la vicepresidencia en 1980. Nixon optó por «hacer historia», escribiéndola él mismo. Todos hicieron notar que les había faltado tiempo para hacer lo que querían. En eso aciertan. Según Richard Neustad, de los ocho años de mandato de un presidente, los dos primeros sirven de aprendizaje; el cuarto se emplea en la preparación de las elecciones para un nuevo mandato; los años séptimo y octavo dejan al presidente saliente con escaso poder y pocas iniciativas.

Quedan los años tercero, quinto y sexto. De los últimos presidentes, Kennedy, Bush y Carter sólo tuvieron el tercero y quinto. Sólo Reagan -y ahora Clinton, si llega al final de su mandato- dispuso de los tres años mágicos. Pero incluso él, cuando sus colaboradores le despidieron el último día en la Casa Blanca con un cordial «misión cumplida, señor presidente», Reagan contestó con tristeza: «Aún no, aún no».

Los que nunca llegaron a la presidencia y los que se fueron prematuramente, quedan como simples espectadores en la galería del tiempo. Todavía mantienen una cierta autoridad moral que les permite ser escuchados. Pero sólo ocupando la concha del apuntador en el gran teatro de la política americana.

Rafael Navarro Valls es Catedrático de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid.