José Luis Martín Descalzo, “El año en que Cristo murió entre las llamas”

Nunca he creído que Jesús terminara de morir hace dos mil años. Nunca he aceptado que su muerte quedara circunscrita a un rincón de la Historia, clavada —como una mariposa disecada— en sólo una fecha, de un mes, de un año pasadísimo. Él, dicen los teólogos, sigue muriendo no sólo por nosotros, sino en nosotros, encargados —según las palabras paulinas— de concluir en nuestra carne lo que le falta a la pasión de Cristo.

Por eso este año, para mí, será ya siempre el año en que Cristo murió entre llamas a través de la carne de este muchacho que se llama (no quiero decir que se llamaba) Álvaro Iglesias y que el martes dio en Madrid su vida por salvar a tres desconocidos. Una nota de este periódico decía ayer que, con esa muerte, Alvaro «ha honrado a la ciudad de Madrid”. Yo creo que mucho más: ha honrado a la condición humana, ha honrado a la juventud entera.

Quiero confesar que —aun sin haberle conocido— se me han llenado de lágrimas los ojos viendo su fotografía, contemplando su pelo largo e imaginando la cazadora de cuero que se quitó antes de entrar valientemente en las llamas y la moto que dejó sobre la acera pensando que las vidas de quienes estaban en peligro valían infinitamente más que una motocicleta. He llorado porque siento vergüenza: ¡Cuántas veces habré mirado yo con desdén a muchachos como él, que atravesaban tal vez las calles estruendosamente con sus motos ruidosas y sus veinte años exultantes de vida! ¡Cuántas veces les habré juzgado vacíos y me habré sentido agredido por su vitalidad! ¿Cómo iría yo sospechar que tras sus melenas y sus ruidos había un corazón tan limpio y tan entero como para jugarse la vida por tres desconocidos? ¡Juro ante Dios que no volveré a hablar mal de los jóvenes! Una generación capaz de producir un solo acto como ése no puede estar corrompida; no está, sin duda, vacía.

Y espero que nadie se escandalice si en este Viernes Santo me atrevo a hablar de él casi con las mismas palabras con que hablo de Cristo. No sé siquiera si Álvaro tenía viva su fe. Pero quien ama tanto, ¿cómo pensar que no estaba —consciente o inconscientemente— muy cerca de Cristo?. Álvaro Iglesias celebró el martes pasado la mejor Semana Santa de España, tal vez del mundo.

Me impresiona pensar que ha habido en la muerte de este muchacho el reflejo de las tres grandes características de la muerte de Cristo: libertad, gratuidad, salvación. La libertad de quien asume un riesgo sin que nadie le obligue o le empuje a ello. La gratuidad de quien lo hace no para salvar a amigos o a conocidos, sino a perfectos y totales desconocidos. La salvación de quien recibe la muerte a la misma hora en que tres personas han huido, gracias a él, de las llamas. Si un hombre es capaz de realizar este triple milagro, es que no era cierta aquella afirmación de Nietzsche que veía en el hombre al “animal más descastado”.

En verdad que desde aquel primer Viernes Santo el mundo es mucho más caliente de lo que nos imaginábamos. No es cierto que esté sembrado sólo de violencias, de ambición de poder. También de amor. Y de amor en libertad.

Me pregunto si tantos españoles corno buscan y gritan «Libertad» se darán cuenta que es precisamente el Viernes Santo la gran fiesta de la libertad, siempre que se entienda por ella no tanto el que nadie me maniate, sino el que yo no tenga maniatado mi corazón.

La libertad es Jesús: ningún otro ser humano la practicó y vivió tan hasta el extremo. Fue, en vida, libre frente a las costumbres y prejuicios de su tiempo. Fue libre ante su familia, ante los poderosos, ante sus enemigos y ante sus amigos. Libre frente a los grupos políticos y libre en la dignidad de su trato a las mujeres. Su sermón de la montaña fue el más alto canto a la libertad interior. Vino a librar a los enfermos de sus enfermedades y a los pecadores de sus pecados. Expuso su mensaje dejando en libertad a sus oyentes. Nos enseñó a librarnos de los falsos dioses y de las falsas visiones de Dios. Era tan libre —ha escrito Duquoc—, que hasta en sus gestos y actos parecía un creador.

Pero fue libre, sobre todo, en su muerte. ¡Qué tremendo error si creemos que murió por casualidad! ¡Qué cortedad de visión si pensamos que “le mataron” sus enemigos o que cayó bajo un cruce de circunstancias históricas hostiles! “Jamás hubo en la Tierra un acto más libre que esa muerte”, afirma Karl Adam. Y basta asomarnos a los documentos que nos hablan de él para descubrir cómo se encaminó, consciente y voluntariamente, a la muerte, con más decisión y consciencia de la que veinte siglos después, este muchacho, imitador suyo, se quitaba la cazadora y penetraba en las llamas asesinas.

Jesús penetró en la muerte “como se adentra un suicida en el mar”, ha escrito un poeta. Como un suicida que no quisiera quitarse la vida, sino darla a los demás.

Por eso su vida fue toda ella un largo Viernes Santo. Por eso el vía crucis, el camino hacia el calvario, empezó desde el día de su nacimiento. “Nadie me quita la vida —dijo un día—, sino que yo la doy por voluntad propia y soy dueño de darla y de recobrarla” (Jn 10,18). ¡Y cuánta impaciencia porque llegase “su hora”! “Con un baño tengo que ser bañado, ¡y cómo me apremia el que se cumpla!”, exclamaría otra vez (Le 12,50).

¿Es que no le gustaba la vida? ¿Es que a Álvaro no le hubiera gustado más estar haciendo hoy esquí o pesca submarina cerca de su casa de Marbella? Afortunadamente, el hombre —todo hombre entero— es más largo y más ancho que sus deseos personales. Afortunadamente existe ese misterio que llamamos amor y que sólo terminamos de entender cuando alguien da su vida por él, aquel viernes lejano, este martes pasado.

En verdad que hoy me siento, a la vez, orgulloso y avergonzado de ser hombre: orgulloso porque redescubro que el corazón humano es más ancho que la más ancha playa; avergonzado porque los más nos pasamos la vida achicándolo para que pueda cabemos en una caja de caudales, no vayan a robárnoslo.

¡Qué maravilla, en cambio, cuando —imitando a Cristo— alguien muere voluntariamente y por los demás! Recuerdo ahora aquellos dos versos —milagrosos en su sencillez— con que Gonzalo de Berceo describía la muerte de Jesús: “Y sabiendo llegada la hora de partir, 1 inclinó la cabeza y se dejó morir.” No murió, se dejó morir, él, que era rey y dueño de la vida y la muerte.

Trato de imaginar ahora la muerte de este muchacho cuando, después de salvar a tres personas, se sintió acorralado por las llamas que prendían ya en su carne. Seguramente le dominó el terror. Pero también seguramente comprendió que su vida estaba ya más que llena, que él seguiría viviendo en los tres salvados que respiraban ya en la calle. Tal vez pensó un momento en la moto que había dejado abandonada en la acera, en la calla que habla quedado a medio beber en la barra de un bar. Tal vez descubrió que aquel espanto de las llamas era como un reclinar la cabeza. Sin duda, supo entonces que no moría solo. Supo que su amor al prójimo le había conducido hasta la misma muerte que aquel Hombre-Dios que, dos mil años antes y llevado por la misma locura de amor a los demás, “inclinó la cabeza y se dejó morir”.

José Luis Martín Descalzo, “Razones para la esperanza”.

José Luis Martín Descalzo, “Los miércoles, milagro”

Aquella tarde a Gabriela -uno de los pequeños personajes de una novela de Gerard Bessiere- le preguntó su amigo Jacinto: — ¿Qué has hecho hoy en la escuela? — He hecho un milagro -respondió la niña.

— ¿Un milagro? ¿Cómo? — Fue en el catecismo.

— ¿Y cómo hiciste el milagro? — Tenemos como profesora a una señorita que está muy enferma. No puede hacer nada ella sola, sólo hablar y reir.

— ¿Y qué pasó? — La señorita hablaba de los milagros de Jesús. Y los niños dijeron: No es verdad que haya milagros. Porque si los hubiera, Dios te hubiera curado a ti.

— Y ella, ¿qué dijo? — Dijo: Sí, Dios hace también milagros para mí. Y los niños dijeron: ¿Qué milagro ha hecho? — ¿Y entonces? — Entonces ella dijo: Mi milagro son ustedes. ¿Por qué?, le preguntamos. Y ella dijo: Porque me llevan los miércoles a pasear, empujando mi carrito de ruedas. ¿Lo ves? Hacemos milagros todos los miércoles por la tarde. La señorita dijo también que habría muchos más milagros si la gente quisiera hacerlos.

— ¿Te gusta a ti hacer milagros? — Sí. Tengo ganas de hacer un montón. Primero pequeños. Cuando sea mayor voy a hacer milagros grandes.

— ¿Todos los miércoles? — Quiero hacerlos todos los días, toda la vida.

— ¿No te parece que la vida es también un milagro? — No -dijo Graciela—. La vida es para hacer milagros.

Gabriela tiene razón, la vida es para hacer milagros, los miércoles, y los Jueves, y los domingos. La vida no es para sentarse esperando que Dios haga milagros espectaculares, no es para limitarse a confiar en que él resuelva nuestros problemas, sino para empezar a hacer ese milagro pequeñito que él puso ya en nuestras manos, el milagro de queremos y ayudamos. ¿Es que será más milagroso devolverle la vista a un ciego que la felicidad a un amargado? ¿Más prodigioso multiplicar los panes que repartirlos bien? ¿Más asombroso cambiar el agua en vino que el egoísmo en fraternidad? Si los hombres dedicásemos a construir milagros pequeñitos la mitad del tiempo que invertimos en soñarlos espectaculares, seguramente el mundo marcharía ya mucho mejor.

Y el milagro de amar pueden hacerlo todos, niños y grandes, pobres y ricos, sanos y enfermos. Fijaos bien, a un hombre pueden privarle de todo menos de una cosa: de su capacidad de amar. Un hombre puede sufrir un accidente y no poder volver ya nunca a andar. Pero no hay accidente alguno que nos impida amar. Un enfermo mantiene entera su capacidad de amar: puede amar el paralítico, el moribundo, el condenado a muerte. Amar es una capacidad inseparable del alma humana, algo que conservará siempre incluso el más miserable de los hombres. pueden hacerlo todos, niños y grandes, pobres y ricos, sanos y enfermos.

Fijaos bien, a un hombre pueden privarle de todo menos de una cosa: de su capacidad de amar. Un hombre puede sufrir un accidente y no poder volver ya nunca a andar. Pero no hay accidente alguno que nos impida amar. Un enfermo mantiene entera su capacidad de amar: puede amar el paralítico, el moribundo, el condenado a muerte. Amar es una capacidad inseparable del alma humana, algo que conservará siempre incluso el más miserable de los hombres.

Sólo en el infierno no se podrá amar. Porque el infierno es literalmente eso: no amar, no tener nada que compartir, no tener la posibilidad de sentarse junto a nadie para decirle ¡ánimo! Pero mientras vivimos no hay cadena que maniate al corazón, salvo claro está la del propio egoísmo, que es como un anticipo del infierno. «Los verdaderos criminales -decía Follerau- son los que se pasan la vida diciendo yo y siempre yo.» En cambio, allí donde se ama se ha empezado a construir ya el cielo a golpe de milagros. En definitiva, los milagros, para Jesús, eran ante todo «los signos del reino», ¿y qué mejor signo de un reino de amor total que empezar queriéndose aquí con amores pequeñitos como el de Gabriela y sus compañeras de escuela? Tomado de “Razones para el amor”, en www.preb.com/articulos

Rafael Navarro-Valls, “Lo que se pide a un político”, Diario 16, 8.IV.96

Cuando Kennedy concurrió a la Presidencia de EE.UU. contra Nixon no temía demasiado que su condición de católico se convirtiera en un problema intelectualmente relevante. Lo que temía -y en parte se confirmó- es que las manipulaciones de sus adversarios políticos lo transformaran en una ominosa corriente de rencor subterráneo, haciéndole aparecer como un hooligan de la política. Lo que alguien de su entorno llamó la ofensiva del “maccartismo religioso”, que tiende a convertir en un leproso político al hombre con determinadas convicciones.

La experiencia de Occidente demuestra, por el contrario, que las convicciones religiosas han sido muchas veces un estímulo poderoso para mantener en política posiciones de alto nivel ético. La Unión Europea probablemente continuaría siendo un sueño si en su origen no hubiera habido un puñado de hombres, entre ellos católicos como Schuman, Adenauer y De Gasperi, que creían posible la unidad y la solidaridad entre europeos por encima de los enfrentamientos pasados. Nadie ha echado en cara a Martin Luther King o a Desmond Tutu sus convicciones religiosas, impulsoras en gran medida de su cruzada por los derechos civiles.

(…) Según una encuesta Gallup en EE.UU., un 83% de los americanos coinciden en señalar que la firmeza de las convicciones, entre ellas las religiosas, lejos de excluir el respeto a los demás, lo favorece. Y es natural, si se piensa -como no hace mucho manifestaba Václav Havel- que hay algo pérfido en las tentaciones del poder. Algo que a él mismo le llevaba a confesar: “Desde que lo tengo, sospecho permanentemente de mí”. Por una parte, el poder político ofrece estupendas posibilidades de autorrealización y de servicio a los demás. Por otra parte, su titular se convierte en un preso del cargo, de sus exigencias y… de sus ventajas materiales. Solamente una escala de valores clara, un auténtico sentido moral, permiten que el primer aspecto prime sobre la tentación del segundo. Si sepultamos en el Pantheon todo lo que implique valores, marcando con la sospecha a las personas que mantienen convicciones profundamente arraigadas, condenamos a un nuevo exilio a un sector de la clase política.

A un político no hay que pedirle que carezca de convicciones -religiosas, ideológicas, etcétera-, pues eso sería instaurar como pauta de acción el cinismo político, que es una forma de abuso de poder. Lo que se le pide es que al desempeñar un cargo público no anteponga sus ideas personales al respeto de las leyes ni los intereses propios a la búsqueda del bien común. Sería suicida poner en duda la aptitud de un creyente para ejercer una función pública por el simple hecho de que tenga unas convicciones sobre cuestiones que directa o indirectamente tengan que ver con su cargo. Si se admite esa sospecha, habría entonces que generalizarla. ¿Por qué aplicarla sólo a los que mantengan una determinada postura religiosa? Todos los candidatos a un puesto político tienen opiniones o creencias; muchos habrá que pertenezcan a grupos u organizaciones de diversos tipos. Si un creyente fuera por eso sospechoso de parcialidad, también todos los demás serían quintacolumnistas.

Rafael Navarro Valls es Catedrático de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid.

José Luis Martín Descalzo, “Los que no servimos para nada”

Yo estoy seguro de que los hombres no servimos para nada, para casi nada. Cuanto más avanza mi vida, más descubro qué pobres somos y cómo todas las cosas verdaderamente importantes se nos escapan. En realidad es Dios quien lo hace todo, quien puede hacerlo todo. Tal vez nosotros ya haríamos bastante con no enturbiar demasiado el mundo.

Por eso, cada vez me propongo metas menores. Ya no sueño con cambiar el mundo, y a veces me parece bastante con cambiar un tiesto de sitio. Y, sin embargo, otras veces pienso que, pequeñas y todo, esas cosillas que logramos hacer podrían llegar a ser hasta bastante importantes. Y entonces, en los momentos de desaliento, me acuerdo de una oración de cristianos brasileños que una vez escuché y que no he olvidado del todo, pero que, reconstruida ahora por mí, podría decir algo parecido a esto: Sí, ya sé que sólo Dios puede dar la vida; pero tú puedes ayudarle a transmitirla.

Sólo Dios puede dar la fe, pero tú puedes dar tu testimonio.

Sólo Dios es el autor de toda esperanza, pero tú puedes ayudar a tu amigo a encontrarla.

Sólo Dios es el camino, pero tú eres el dedo que señala cómo se va a él.

Sólo Dios puede dar el amor, pero tú puedes enseñar a otros como se ama.

Dios es el único que tiene fuerza, la crea, la da; pero nosotros podemos animar al desanimado.

Sólo Dios puede hacer que se conserve o se prolongue una vida, pero tú puedes hacer que esté llena o vacía.

Sólo Dios puede hacer lo imposible; sólo tú puedes hacer lo posible.

Sólo Dios puede hacer un sol que caliente a todos los hombres; sólo tú puedes hacer una silla en la que se siente un viejo cansado.

Sólo Dios es capaz de fabricar el milagro de la carne de un niño, pero tú puedes hacerle sonreír.

Sólo Dios hace que bajo el sol crezcan los trigales, pero tú puedes triturar ese grano y repartir ese pan.

Sólo Dios puede impedir las guerras, pero tú pues no reñir con tu mujer o tu hermano.

Sólo a Dios se le ocurrió el invento del fuego, pero tú puedes prestar una caja de cerillas.

Sólo Dios da la completa y verdadera libertad, pero nosotros podríamos, al menos, pintar de azul las rejas y poner unas flores frescas en la ventana de la prisión.

Sólo Dios podría devolverle la vida del esposo a la joven viuda; tú puedes sentarte en silencio a su lado para que se sienta menos sola.

Sólo Dios puede inventar una pureza como la de la Virgen; pero tú puedes conseguir que alguien, que ya las había olvidado, vuelva a rezar las tres avemarías.

Sólo Dios puede salvar al mundo porque sólo Él salva, pero tú puedes hacer un poco más pequeñita la injusticia de la que tiene que salvarnos.

Sólo Dios puede hacer que le toque la Primitiva a ese pobre mendigo que tanto la necesita; pero tú puedes irle conservando esa esperanza con una pequeña sonrisa y un “mañana será”.

Sólo Dios puede conseguir que reciba esa carta la vecina del quinto, porque Dios sabe que aquel antiguo novio hace muchos años que la olvidó; pero tú podrías suplir hoy un poco esa carta con un piropo y una palabra cariñosa.

En realidad, ya ves que Dios se basta a sí mismo, pero parece que prefiere seguir contando contigo, con tus nadas, con tus casi -nadas.

José Luis Martín Descalzo, “Razones desde la otra orilla”.

José Luis Martín Descalzo, “Una sonrisa tras la tapia”

Raúl Follerau solía contar una historia emocionante: visitando una leprosería en una isla del Pacífico le sorprendió que, entre tantos rostros muertos y apagados, hubiera alguien que había conservado unos ojos claros y luminosos que aún sabían sonreír y que se iluminaba con un «gracias» cuando le ofrecían algo.

Entre tantos «cadáveres» ambulantes, sólo aquel hombre se conservaba humano. Cuando preguntó qué era lo que mantenía a este pobre leproso tan unido a la vida, alguien le dijo que observara su conducta por las mañanas.

Y vio que, apenas amanecía, aquel hombre acudía al patio que rodeaba la leprosería y se sentaba enfrente del alto muro de cemento que la rodeaba. Y allí esperaba. Esperaba hasta que, a media mañana, tras el muro, aparecía durante unos cuantos segundos otro rostro, una cara de mujer, vieja y arrugadita, que sonreía. Entonces el hombre comulgaba con esa sonrisay sonreía él también. Luego el rostro de mujer desaparecía y el hombre, iluminado, tenía ya alimento para seguir soportando una nueva jornada y para esperar a que mañana regresara el rostro sonriente. Era -le explicaría después el leproso- su mujer. Cuando le arrancaron de su pueblo y le trasladaron a la leprosería, la mujer le siguió hasta el poblado más cercano. Y acudía cada mañana para continuar expresándole su amor. «Al verla cada día -comentaba el leproso- sé que todavía vivo.» No exageraba: vivir es saberse queridos, sentirse queridos. Por eso tienen razón los psicólogos cuando dicen que los suicidas se matan cuando han llegado al convencimiento pleno de que ya nadie les querrá nunca. Porque ningún problema es verdadero y totalmente grave mientras se tenga a alguien a nuestro lado.

Por eso yo no me cansaré nunca de predicar que la soledad es mayor de las miserias y que lo que los demás necesitan verdaderamente de nosotros no es siquiera nuestra ayuda, sino nuestro amor. Para un enfermo es la compañía sonriente la mejor de las medicinas. Para un viejo no hay ayuda como un rato de conversación sin prisas y un poco de comprensión de sus rarezas. El ingente necesita más nuestro cariño que nuestra limosna. Para el lado es tan necesario sentirse persona trabajando como el sueldo que por el trabajo le pagarán.

Y, asombrosamente,la sonrisa -que es la más barata de las ayudas- es la que más tacañeamos. Es mucho más fácil dar cien pesos a un pobre que dárselos con amor. Y es más sencillo comprarle un regalo al abuelo que ofrecerle media hora de amistad.

Dar sin amor es ofender. Lo decía con palabras tremendas, pero verdaderísimas, San Vicente de Paúl: «Recuerda que te será necesario mucho amor para que los pobres te perdonen el pan que les llevas.» Solemos decir: «¡Son tan desagradecidos!.» Y no nos damos cuenta de que ellos perciben perfectamente cuándo damos sin amor, para quitárnoslos de encima y dejar tranquila nuestra conciencia. Son, por ello, lógicos odiando nuestra limosna, odiándonos. Les empobrecemos más al ayudarles, porque les demostramos hasta qué punto no existen para nosotros.

¡Todo sería, en cambio, tan distinto si les diéramos cada día sonrisa de amor desde la tapia de la vida! Tomado de “Razones para el amor”, en www.preb.com/articulos

José Luis Martín Descalzo, “El arte de dar lo que no se tiene”

A Gerard Bessiere le ha preguntado alguien cómo se las arregla para estar siempre contento. Y Gerard ha confesado cándidamente que eso no es cierto, que también él tiene sus horas de tristeza, de cansancio, de inquietud, de malestar. Y entonces, insisten sus amigos, ¿cómo es que sonríe siempre, que sube y baja las escaleras silbando infallablemente, que su cara y su vida parecen estar siempre iluminadas?. Y Gerard ha confesado humildemente que es que, frente a los problemas que a veces tiene dentro, él “conoce el remedio, aunque no siempre sepa utilizarlo: salir de uno mismo”, buscar la alegría donde está (en la mirada de un niño, en un pájaro, en una flor) y, sobre todo, interesarse por los demás, comprender que ellos tienen derecho a verle alegre y entonces entregarles ese fondo sereno que hay en su alma, por debajo de las propias amarguras y dolores. Para descubrir, al hacerlo, que cuando uno quiere dar felicidad a los demás la da, aunque él no la tenga, y que, al darla, también a él le crece, de rebote, en su interior.

Me gustaría que el lector sacara de este párrafo todo el sabroso jugo que tiene. Y que empezara por descubrir algo que muchos olvidan: que ser feliz no es carecer de problemas, sino conseguir que estos problemas, fracasos y dolores no anulen la alegría y serenidad de base del alma. Es decir: la felicidad está en la “base del alma”, en esa piedra sólida en la que uno está reconciliado consigo mismo, pleno de la seguridad de que su vida sabe adónde va y para qué sirve, sabiéndose y sintiéndose nacido del amor. Cuando alguien tiene bien construida esa base del alma, todos los dolores y amarguras quedan en la superficie, sin conseguir minar ni resquebrajar la alegría primordial e interior.

Luego está también la alegría exterior y esa depende, sobre todo, del “salir de uno mismo”. No puede estar alegre quien se pasa la vida enroscado en sí mismo, dando vueltas y vueltas a las propias heridas y miserias, autocomplaciéndose. Lo está, en cambio, quien vive con los ojos bien abiertos a las maravillas del mundo que le rodea: la Naturaleza, los rostros de sus vecinos, el gozo de trabajar.

Y, sobre todo, interesarse sinceramente por los demás. Descubrir que los que nos rodean “tienen derecho” a vernos sonrientes cuando se acercan a nosotros mendigando comprensión y amor.

¿Y cuando no se tiene la menor gana de sonreír? Entonces hay que hacerlo doblemente: porque lo necesitan los demás y lo necesita la pobre criatura que nosotros somos. Porque no hay nada más autocurativo que la sonrisa. “La felicidad -ha escrito alguien- es lo único que se puede dar sin tenerlo”. La frase parece disparatada, pero es cierta: cuando uno lucha por dar a los demás la felicidad, ésta empieza a crecernos dentro, vuelve a nosotros de rebote, es una de esas extrañas realidades a las que sólo podemos acercarnos cuando las damos. Y éste puede ser uno de los significados de la frase de Jesús: “Quien pierde su vida, la gana”, que traducido a nuestro tema podría expresarse así: “Quien renuncia a chupetear su propia felicidad y se dedica a fabricar la de los demás, terminará encontrando la propia”. Por eso sonriendo cuando no se tienen ganas, termina uno siempre con muchísimas ganas de sonreír.

Rafael Navarro-Valls, “La objeción de conciencia científica”, El Mundo, 21.IX.00

Hace unos días, el Parlamento europeo aprobó una resolución en la que, además de reprobar la decisión del Reino Unido de autorizar la clonación de embriones humanos con finalidad terapéutica, solicitó a la ONU que prohibiera universalmente clonar seres humanos «en cualquier fase de su formación y desarrollo». La resolución señala lo siguiente: «El Parlamento Europeo considera que la clonación terapéutica que implique la creación de embriones humanos con fines de investigación plantea un problema profundo… en el campo de la investigación». Lo que más ha llamado la atención es que, en la aprobación de la resolución (237 votos a favor, 230 en contra y 43 abstenciones), haya sido decisiva la posición de los grupos ecologistas, que votaron a favor de ella. «Ha vencido el sentido común», sentenció el portavoz del grupo Verde en Estrasburgo. Coincidiendo con esta votación, la Asociación Estadounidense para el Avance de la Ciencia (AAAS) -la mayor federación de científicos del mundo- acaba de recomendar, por razones éticas y científicas, una mayor reflexión sobre las investigaciones que impliquen una modificación hereditaria de los genes del ser humano.

La explicación del enigma parlamentario y del informe de la AAAS reside en la radicalización de los conflictos entre conciencia y ley en materias biogenéticas y ecológicas. En este campo, se está produciendo una especie de big bang jurídico, con la consiguiente dilatación de las objeciones de conciencia. No es de extrañar que, desde hace algún tiempo, circule por el Congreso de los Diputados español un borrador de Proposición de Ley de Objeción de Conciencia en Materia Científica, elaborado por el Departamento Confederal de Medio Ambiente de CCOO. En él se atribuye el derecho de objeción de conciencia a toda persona integrada en un centro de trabajo, investigación o estudio en actividades «cuya consecuencia suponga daño para el medio ambiente, los seres vivos o la dignidad y los derechos fundamentales de la persona».

Entre esas actividades se mencionan las manipulaciones genéticas de microorganismos, plantas, animales y seres humanos, tanto en su utilización como en su comercialización; la liberación al medio ambiente de organismos modificados genéticamente; las intervenciones sobre seres vivos que les causen trastornos o menoscabos orgánicos, funcionales, psicológicos o de conducta. El borrador de Proyecto de Ley extiende el ámbito de la objeción de conciencia a «cualquier persona ligada por vínculo laboral, estatutario o funcionarial, así como becarios y estudiantes, siempre y cuando realicen dichas actividades». Para entender esta nueva modalidad de objeción de conciencia conviene retrotraernos algo en el tiempo. En 1970, Paul Berg, un bioquímico de la Universidad de Standford, inició un complejo proyecto para llevar a cabo en una probeta un injerto de virus de humor animal SV 40 (virus de simio) en una versión de laboratorio de una bacteria, E.coli, encontrada en el tracto digestivo de los mamíferos. Este híbrido podía resultar útil en sondas genéticas, pero también podría salirse de la probeta e infiltrarse en un ser humano, seguramente dando lugar a una enfermedad. Cuando el experimento trascendió, la comunidad científica se alarmó, hasta el extremo de que cinco años más tarde, y después de que se advirtiera del peligro de algunas experiencias sobre ADN recombinante, en el centro de congresos de Asilomar (cercano a Monterrey, California) tuvo lugar una reunión internacional sobre el tema. Los periodistas la llamaron gráficamente «el congreso de la Caja de Pandora». Los debates que siguieron y precedieron al Congreso de Asilomar -muy bien explicados por Roger Shattuck- representan el primer ejemplo de la Historia en el que un importante grupo de científicos investigadores adoptaba restricciones voluntarias sobre su propia actividad. Sobre Asilomar planeaban las perplejidades que, años atrás, sacudieron las conciencias de Einstein y Oppenheimer en el tema de la bomba atómica. J. Robert Oppenheimer -una especie de «Prometeo frágil, un Frankenstein castigado»- inicialmente contestó afirmativamente a las dos preguntas claves: ¿Debemos fabricar la bomba?, ¿debemos utilizarla?, para luego dar un giro de 180 grados y espetarle al presidente Truman: «Señor presidente, tengo sangre en las manos». Sólo dos años después de Hiroshima y Nagasaki, el propio Oppenheimer decía en el Instituto Tecnológico de Massachusetts: «Con la fabricación de armas atómicas, los físicos hemos conocido el pecado».

Las tensiones se incrementaron a partir de mediados de los 80, cuando fue presentado el Proyecto de Genoma Humano (PGH), al que no dejó de acompañar el entusiasmo y la polémica. Hacer el mapa de los ciento y pico mil genes de nuestros 23 pares de cromosomas y secuenciar los tres billones de bases nucleótidas que forman el ADN del genoma humano contribuirá, desde luego, a unas técnicas ya utilizadas para predecir el inicio de ciertas enfermedades hereditarias y mejorará los sistemas para examinar óvulos, embriones, fetos prenatales, etcétera. Pero, junto a estas ventajas, no han dejado de menudear las críticas, entre otras cosas, por el gran número de «implicaciones éticas, legales y sociales». Por ejemplo, las pruebas prenatales -como observa Shattuck- podrían desembocar en una suerte de «meritocracia hereditaria», con la consiguiente «discriminación genética». Hay, pues, un sentimiento de ambivalencia hacia la investigación genética. Sentimiento al que no es ajeno el propio Tribunal Constitucional español. Por ejemplo, en el voto particular de Manuel Jiménez de Parga y Fernando Garrido Falla a la sentencia 116/1999, de 17 de junio del Tribunal Constitucional, que resuelve el recurso de inconstitucionalidad presentado contra la Ley de Técnicas de Reproducción Asistida de 22 de noviembre de 1988, se hace notar la conexión de estas cuestiones con derechos fundamentales «que afectan directa y esencialmente a la dignidad de la persona» y que «generan divisiones profundas… morales y culturales».

El borrador de Proyecto de Ley español sobre objeción de conciencia científica -al que acabo de referirme- no es algo aislado en el panorama legal. Al contrario, es una secuencia más en el conjunto de leyes vigentes similares y dictadas en el marco de la Unión Europea. La propia Inglaterra, en la que Blair ha manifestado su intención de autorizar la clonación de embriones humanos, protege la libertad de conciencia del personal científico en el campo de la biogenética (apartado 34 de la Human Fertilisation and Embriology Act de 1990). Austria, en su ley de reforma universitaria, concede análoga tutela a los investigadores y estudiantes en el caso de experimentaciones cuyos métodos o contenidos puedan crear problemas de conciencia. Italia permite al personal sanitario declinar su participación -«por fundados o declarados motivos»- en programas de investigación elaborados por organismos a los que pertenecen (Ley del 9 de enero de 1987); y en el Parlamento francés se ha presentado una Proposición de Ley de objeción de conciencia científica. Sin olvidar que comienza a reconocerse el derecho de objeción de conciencia en experimentación animal.

Coincidiendo con la votación del Parlamento Europeo y el informe de la AAAS, se ha llamado la atención sobre una serie reciente de trabajos publicados en las revistas Science y Nature, en los que se demuestra que, a medio plazo, las células madre de adulto (del sistema nervioso o de la médula ósea) permiten resultados tan prometedores o más que las embrionarias para curar enfermedades, sin plantear problemas éticos para los investigadores. La objeción de conciencia científica pretende indicar aquellos caminos compatibles con la conciencia que la misma ciencia descubre. Puede ser una llamada de alerta para no extraviarnos por otros de incierto destino.

Rafael Navarro Valls es Catedrático de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid.

Rafael Navarro-Valls, “El tercer secreto”, El Mundo, 29.VI.00

Hace unos días el “Center for Media and Public Affairs” de Estados Unidos publicaba un detallado estudio sobre los medios de comunicación y el tema de la religión. Conclusión: a finales de esta década se detecta un renovado interés por las noticias de esta índole, que duplican en número las de la década anterior. La gran novedad en el ocaso del segundo milenio es el resurgir del sentimiento religioso. Esto explica, por ejemplo, que uno de los últimos Pulitzer se conceda a una obra cuyo argumento y título es Dios. Una Biografía (de Jack Miles); que un país como Francia -que ha hecho del laicismo un signo distintivo- se apasione por un bautismo celebrado hace 1.500 años (Clodoveo, rey de los francos); que a un líder religioso (Juan Pablo II) acabe de concedérsele la Medalla de Honor del Congreso de los Estados Unidos; o que la sociología localice en la des-secularización el gran desafío del siglo XXI.

De hecho, hoy se declaran creyentes el 92% de la población de EEUU, el 91% en Italia y el 86% en España. Las insurrecciones masivas en el Este europeo fueron efecto directo de dos fuerzas -nacionalismo y religión- cuya vitalidad se menospreció durante decenios. La religión salta así de páginas perdidas en los dominicales a la primera plana de los diarios. En este contexto hay que encuadrar la atención -de creyentes y no creyentes- sobre el llamado tercer secreto de Fátima, que acaba de hacerse público en su totalidad.

¿Por qué revelarlo ahora? Si estamos a opiniones autorizadas, la razón estriba en que el mensaje de Fátima había sido indebidamente secuestrado por un sector que lo centraba en un catastrofismo apocalíptico de carácter tremendista. Sobre ese texto inédito se especulaba en clave milenarista. Con lo cual quedaba en la penumbra el mensaje público y manifiesto de Fátima. Es decir, la insistencia en lo que es central en la doctrina cristiana: la necesidad de la oración y la penitencia. También para fomentar la esperanza en la misericordia divina y su capacidad de alterar el rumbo de la Historia. Mensaje, ciertamente, inteligible sólo desde la fe. Al igual que su corolario: el masivo quebranto de las leyes morales tiene imprevistas consecuencias, que desencadenan contiendas bélicas y devastadores conflictos sociales. Lo accesorio -tercer secreto- se había acabado convirtiendo en lo fundamental. Desvelando el secreto, lo fundamental vuelve al primer plano.

Conviene no olvidar que, con el final de la guerra fría, los apocalipsis al uso no son tanto el nuclear cuanto los catastrofismos milenaristas y ecológicos. Lo cual es consecuencia directa de una cierta degradación del propio concepto de religión, que tiende a ser deformado por lo que Luigi Accattoli llama «notas de registro bajo». Es decir, tonos que la centran en aspectos marginales, dotados de cierta espectacularidad y que se mueven en zonas fronterizas con los cataclismos, la magia, el folclor o la patología. Aunque el apocalipsis retrocede, aún queda la fascinación por él. Desvelando la totalidad de lo que los pastorcillos de Fátima vieron y oyeron el 13 de mayo de 1917, se evita que ese aludido retorno de lo religioso se convierta en mercadillo de lucro de algunos especuladores.

Quizás por ello la Santa Sede ha hecho público la totalidad del mensaje de Fátima, adjuntando una fotografía del texto hológrafo escrito por Sor Lucía. Probablemente para desautorizar a quienes especulaban con el apocalipsis y también para cortar de raíz el rumbo de manipulaciones interesadas, que en determinados medios comenzaron a difundirse, cuando Sodano reveló hace un mes en Fátima los términos generales del tercer misterio, sin aludir para nada a supuestos anatemas contra el Concilio y el posconcilio, que algunos expertos vaticinaban que el texto ahora hecho público contenía.

Lo cual, claro está, no significa que lo desvelado ahora carezca de importancia. Como es sabido, lo hecho público es la última parte de un mensaje único que sólo las circunstancias han troceado. Del mensaje único se sabía desde hace tiempo algunos contenidos. El anuncio de la Segunda Guerra Mundial. La muerte prematura de dos de los tres protagonistas (Jacinta y Francisco), como así fue. En fin, el anuncio de posteriores conflictos bélicos debidos, en buena parte, a lo que en el mensaje se enuncia como «Rusia» (hoy hablaríamos de imperialismo soviético) y acompañados de la aniquilación de varias naciones (Estonia, Lituania, Letonia etcétera). También se insinuaba el desplome del socialismo real.

Si estamos a lo acaecido durante estos últimos 100 años, lo anunciado en 1917 no parece descaminado. El siglo XX ha sido el más sangriento de toda la Historia de la Humanidad. Unos 140 millones de personas han muerto en 135 guerras locales (Corea, Vietnam, Angola, Etiopía, Afganistán, Yemen del Sur, Mozambique, Laos, Camboya, etcétera, etcétera) o mundiales. Más que todos los muertos en contiendas bélicas antes de 1900.

La última parte de ese mensaje único, adopta la forma de una suerte de profecía simbólica, que sintetiza la historia del siglo XX en una sucesión de hechos superpuestos en el tiempo. Como más reseñables: la contienda de las ideocracias contra las creencias religiosas; el atentado contra «un obispo vestido de blanco», que Sor Lucía identifica en el texto con un Papa y que el cardenal Sodano hace un mes y medio identificaba con Juan Pablo II; el martirio de un número indeterminado de personas. Este tercer secreto parece preanunciar el siglo de los grandes totalitarismos -en especial, el de los campos nazis de exterminio y el de los gulags soviéticos- con sus millones de mártires cristianos y no cristianos. Se entiende así que, antes de viajar a Fátima, Juan Pablo II recordara en el Coliseo romano una lista de 13.000 nombres que quieren simbolizar el conjunto de esas víctimas. Y se entiende también que en el atentado contra el Pontífice comience a hablarse -junto a la pista búlgara- de la pista religiosa. Algo más que una coincidencia parece darse entre los días 13 de mayo de 1917 (primera aparición de la Virgen en Fátima), 13 de mayo de 1981 (atentado contra el Papa) y 13 de junio de 2000, indulto de Alí Agca. Un indulto que se suma a lo que Rosario Priore -el juez italiano que terminó de instruir el atentado- llama el «segundo milagro» de la Plaza de San Pedro. Es decir, no sólo que Juan Pablo II no muriera por los disparos de Alí Agca, sino que éste escapara indemne de lo previsto en el desenlace de la trama: su muerte a manos de terceros en el propio escenario del crimen proyectado.

Como advierte Beretta es probable que, a partir de ahora, junto al «secreto de Fátima», haya de hablarse del «escándalo» de Fátima. Es decir, de la perplejidad de los «bien pensantes» ante la invitación -implícita en el mensaje a los tres pastorcillos- de interpretar en clave religiosa el siglo más irreligioso de la Historia. De introducir, junto a las claves geopolíticas al uso, criterios teológicos para explicar las grandes quiebras morales del siglo XX. Ya Paul Claudel decía sobre Fátima: «Es una irrupción violenta, iba a decir escandalosa, del mundo sobrenatural en este agitado mundo material». Antes de escandalizarnos conviene reparar que, en el revés de la trama humana, se ocultan unas claves que la teología de la Historia puede ayudar a comprender. Entre esas claves -Ratzinger lo apunta en la presentación oficial del documento- hay que incluir la intervención maternal de la Virgen en la historia del mundo así como el valor y significado de la mujer, de toda mujer, en la aventura humana.

Se dirá que lo hecho público ahora es ya Historia. Que el velo del futuro no ha sido descorrido. Pero no puede olvidarse que los destinos de los pueblos y de los individuos singulares deben a su historia casi el 90%. De ahí que un politólogo pueda afirmar con sólidos argumentos a un condenado sobre cuyo pescuezo va a caer la cuchilla de la guillotina: «Serénese, esta ejecución corresponde a un momento de la historia completamente superado». Jean-François Revel -que es de quien tomo la imagen- concluye con razón que «las nueve décimas partes de lo que nos sucede es el fruto de momentos de la Historia completamente superados».

Desde luego, el mundo hoy sería muy distinto si no hubiera ocurrido lo que vieron esos chiquillos de Fátima que ocurriría este siglo XX.

Rafael Navarro Valls es Catedrático de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid.

El Mundo, 29.VI.00

Rafael Navarro-Valls, “Un viaje religioso”, El Mundo, 20.III.00

Nos sentamos frente al Papa con el escritorio entre él y nosotros. Al empezar la conversación, Simon Peres le invitó oficialmente a visitar Israel. Juan Pablo II no respondió, y la conversación sobre temas generales continuó diez o quince minutos. Entonces nuestro ministro de Asuntos Exteriores pensó que quizás el Papa no le había oído correctamente, así que repitió la invitación, dejando claro que se trataba de una invitación oficial a visitar Jerusalén. Hubo un momento de silencio y vi lágrimas en los ojos del Papa, lágrimas que bajaron lentamente por sus mejillas. Estaba terriblemente conmovido. Nos dio las gracias por la invitación… Fue un momento digno de Shakespeare».

Así describe Avi Pazner -embajador israelí en Roma- el momento histórico (23-10-92) en que el Gobierno laborista de Isaac Rabin invitó formalmente al Papa a visitar Jerusalén. Lo cuenta Tad Szulc. Han pasado ocho años. Hoy se inicia el viaje que ha necesitado casi una década de gestación. Pocos saben, sin embargo, que el primer itinerario que hizo Karol Wojtyla fuera de Europa antes de ser elegido Papa fue precisamente a Tierra Santa. Allí veló una noche entera en la cripta de Belén y pasó otra noche en la cima del monte Tabor, en plena Galilea. Pero el viaje de ahora es distinto: ahora vuelve como Papa. De ahí la emoción del Pontífice.

El Gabinete israelí ha calificado la visita como «la más importante de los 52 años de Historia de Israel, visita que la gran mayoría de hebreos espera con los brazos abiertos». Sin embargo, la estancia del Papa en Tierra Santa puede verse perturbada por acciones incontroladas de grupos fundamentalistas islámicos -como el palestino Hamas y el chií proiraní Hizbulá- o por sectores ultraortodoxos hebreos. Si en la visita de Clinton se emplearon 2.000 agentes israelíes, en la estancia del Papa serán necesarios más de 5.000. Se inserta, además, en un contexto político complicado, con palestinos e israelíes especialmente enfrentados. Los segundos, maniobrando para evitar la anunciada proclamación unilateral del Estado palestino, y los palestinos crecidos por la dura declaración de la Liga Arabe, reunida en Beirut hace unos días pidiendo la congelación de relaciones con Israel. Siria, Jordania -donde se iniciará el viaje-, Irak, Líbano, Egipto, los territorios de la Autoridad Nacional Palestina y medio mundo siguen con atención inusitada las visicitudes del viaje. Si a todo esto se añade que, en Jerusalén, se producirá una de las concentraciones de periodistas más intensas de la Historia (se habla de unos 2.000), se entiende enseguida la expectación que ha levantado este viaje a una zona del planeta donde los católicos representan solamente el 1,38% del total de la población.

Aunque será inevitable la perspectiva política y la óptica interecuménica del acontecimiento, la verdadera clave de esta peregrinación hay que ponerla en un ángulo diverso. Ciertamente Juan Pablo II se entrevistará con los líderes políticos de los países visitados -rey de Jordania, Arafat, Weizman y Barak-, visitará un campo de refugiados palestinos en Belén, rezará ante el Mausoleo del Holocausto (Yad Vashem), y realizará encuentros interreligiosos con los dos grandes rabinos y el Gran Mufti de Jerusalén. Pero eso es tan sólo el marco de una peregrinación personal a los lugares del Antiguo y Nuevo Testamento. A quien realmente visita, si se me permite la expresión, es a Jesucristo en los lugares en que vivió y murió, es decir, al festejado en el año jubilar, cuyo 2.000 aniversario de su nacimiento se conmemora. Como el propio Juan Pablo II ha recalcado, «se trata de una peregrinación exclusivamente religiosa, tanto por su naturaleza como por su finalidad. Me desagradaría que se le atribuyeran otros significados diferentes». Repárese en que normalmente los viajes papales se anuncian siempre como «viajes pastorales». Las únicas excepciones están siendo las de sus itinerarios a los lugares bíblicos. En estos casos los viajes se denominan «Peregrinación Jubilarde Juan Pablo II a Egipto y Sinaí (o Tierra Santa)». Es decir, excluyendo implícitamente la dimensión política, que es donde la opinión pública busca las claves de lectura.

Otra clave de comprensión del viaje es el deseo de Juan Pablo II de subrayar la continuidad judeocristiana del patrimonio de valores del que el Papa es representante. La influencia del pequeño Estado de Israel sobrepasa la de su base demográfica y sus límites geográficos. Si a Wojtyla le gusta llamar al pueblo judío «nuestros hermanos mayores» es porque los judíos dieron al mundo el monoteísmo ético. Como se ha dicho, «la Historia del pueblo hebreo enseña que la existencia humana tiene un propósito y que no nacemos sólo para vivir y morir como bestias». Y al conjuntarse con el mensaje cristiano, debemos a la tradición judeocristiana las ideas de la igualdad ante la ley, del amor como fundamento de la justicia, de la dignidad de la persona humana como reflejo de la filiación divina. Desde luego, toda esta contribución a la dotación moral de la mente humana hace, como concluye Paul Johnson, que «el mundo y la razón, sin los judíos, hubieran sido lugares mucho más vacíos».

Jerusalén es hoy tres religiones y dos pueblos. La visita de Juan Pablo II simboliza que solamente en el vértice de los tres monoteísmos (hebreo, cristiano e islámico) será posible un encuentro real y eficaz de los pueblos que siguen una y otra fe. El camino será muy largo, pero en Tierra Santa Karol Wojtyla quiere subrayar, una vez más, que «todo camino de mil leguas comienza con un paso».

Rafael Navarro Valls es Catedrático de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid.

Rafael Navarro-Valls, “Hombre muerto andando”, El Mundo, 17.XII.99

En la película de Tim Robbins Pena de muerte, el carcelero que acompaña al condenado por el corredor sin retorno pregona con frialdad: «Hombre muerto andando» (Dead man walking). En el caso de David Long, ejecutado la semana pasada en Texas, la advertencia no habría sido exacta. Entró en la cámara de la muerte medio agonizante, en camilla y con respirador artificial. Después de su intento de suicidio, fue trasladado desde el hospital en avión a la prisión tejana de Huntsville. Durante los 25 minutos de vuelo un equipo médico garantizó las constantes vitales del recluso. Otro equipo médico se encargó -una hora más tarde- de aplicarle la inyección letal. El cese de las constantes vitales quedó así también oficialmente garantizado.

Con este motivo, Richard Dieter, director del Centro de Información sobre Pena de Muerte en Washington, denunciaba que George W. Bush, candidato republicano a la presidencia, gobernador de Texas y responsable máximo de la luz verde para esta ejecución, «no tiene la mínima compasión por los moribundos, ni por los adolescentes, ni por los enfermos mentales». Otro tanto podía haberse dicho del actual presidente Clinton, si nos atenemos a su historial como gobernador de Arkansas. La realidad es que ese reproche debe hacerse, con mayor justicia, al Tribunal Supremo de los Estados Unidos.

En una sorprendente escalada de despropósitos, los magistrados del TS han ido haciendo posible el actual caos en que se debate el sistema americano de pena de muerte. Como ha denunciado el profesor Roger Pinto, ahí están para demostrarlo el juego de los prejuicios inconscientes de los magistrados y de los jurados, las apreciaciones divergentes de los hechos, el contexto generalmente horrible de los crímenes y su aumento constante, la pertenencia de los acusados a una minoría racial o marginal, las desigualdades extremas en sus defensas, la multiplicación posible de los procedimientos, el mantenimiento durante años de los condenados en el corredor de la muerte, contribuyen a hacer de la pena capital en el Derecho norteamericano «un sistema donde se pierden de vista los objetivos del castigo supremo: expiación, retribución, ejemplaridad y disuasión».

John B. Holmes, fiscal general de Houston (Texas es el estado que más penas de muerte ejecuta) no está de acuerdo. Con cinismo argumenta: «al menos, disuade al ejecutado».

La Constitución americana -mejor, sus enmiendas- hacen dos referencias a la pena de muerte. En la Enmienda V se lee: «nadie será privado de la vida, la libertad o la propiedad si no es a través del debido proceso». A su vez, la Enmienda VIII garantiza que, en el sistema jurídico americano, «no se aplicarán castigos crueles y desusados». En 1958 se puso en cuestión si la pena de muerte «no sería un castigo cruel y anormal». La contestación del presidente del Tribunal Supremo, Earl Warren, fue que los términos empleados por la octava enmienda son, en efecto, conceptos indeterminados «que permiten una interpretación evolutiva de los mismos, acorde con los estándares de decencia que marcan el progreso de civilización de una sociedad». Sin embargo, «dada la utilización que de la pena de muerte se ha hecho en la Historia americana y también actualmente», concluyó que «no se puede decir que viole el concepto constitucional de crueldad».

Hay que esperar hasta 1972 para dar un respiro a la continua actuación de la old sparky (silla eléctrica), por entonces el sistema más habitual de ejecución. En esa fecha, un Tribunal Supremo muy dividido rehúsa declarar directamente la inconstitucionalidad de la pena de muerte, aunque se llega a una transacción. En el caso Furman v. Georgia, se decide detener las ejecuciones hasta que los estados adapten sus legislaciones a una serie de limitaciones. Pero en 1976 -una vez que cree cumplidas sus condiciones-, de nuevo el Tribunal permite las ejecuciones en los 38 estados que hoy admiten la pena capital. Así, desde 1977 hasta 1995 hubo 266 ejecuciones. Al ritmo actual -el mismo día en que Long fue ejecutado, otros dos convictos corrieron la misma suerte- se calcula que el año 1999 marcará el récord de 100 actuaciones del verdugo. Una cifra que no se alcanzaba desde 1951.

Iniciada la cuenta atrás, y perdida la gran ocasión de declarar una vez por todas la inconstitucionalidad de la pena de muerte, el Tribunal Supremo ha recorrido un tortuoso camino que ha desembocado en su plácet para la penosa ejecución de David Long. Por un lado, ha intentado limitar las condiciones de establecimiento de la pena de muerte. Así, en el caso Coker argumenta que solamente puede imponerse para delitos especialmente graves (expresamente excluye la violación) y cuando se dan circunstancias agravantes como la reincidencia, la depravación etcétera. Pero, al tiempo, en Penry v. Lynaugh (1989) establece la sorprendente doctrina de que «los estándares de decencia de la sociedad actual no prohíben la ejecución de un retrasado mental». No es de extrañar que, congruentemente, decida que la enmienda octava no prohíbe tampoco ejecutar una pena de muerte contra adolescentes (Stanford v. Kentucky). Esto explica que, el próximo enero, Estados Unidos vaya a inaugurar el siglo XXI con la ejecución de tres jóvenes acusados de un asesinato que cometieron cuando eran menores de edad. Si a esto se añade que de los cerca de 3.000 condenados a muerte la inmensa mayoría es de baja extracción social, muchos de ellos negros y chicanos, se entiende que la pena de muerte hoy sea en Estados Unidos una pena racista y clasista. Además de «cruel y anormal».

Puede entenderse (aunque no compartirse) que la clase política americana -presionada por sus electores, en su mayoría partidarios de la pena de muerte- se resista a abolirla. Pero el Supremo, en teoría por encima de las querellas políticas, podría hacerlo. Con ello marcaría una línea de conducta decisiva a una comunidad internacional, en la que hasta Turquía acaba de anunciar su intención de eliminarla.

Rafael Navarro Valls es Catedrático de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid.