Nos sentamos frente al Papa con el escritorio entre él y nosotros. Al empezar la conversación, Simon Peres le invitó oficialmente a visitar Israel. Juan Pablo II no respondió, y la conversación sobre temas generales continuó diez o quince minutos. Entonces nuestro ministro de Asuntos Exteriores pensó que quizás el Papa no le había oído correctamente, así que repitió la invitación, dejando claro que se trataba de una invitación oficial a visitar Jerusalén. Hubo un momento de silencio y vi lágrimas en los ojos del Papa, lágrimas que bajaron lentamente por sus mejillas. Estaba terriblemente conmovido. Nos dio las gracias por la invitación… Fue un momento digno de Shakespeare».
Así describe Avi Pazner -embajador israelí en Roma- el momento histórico (23-10-92) en que el Gobierno laborista de Isaac Rabin invitó formalmente al Papa a visitar Jerusalén. Lo cuenta Tad Szulc. Han pasado ocho años. Hoy se inicia el viaje que ha necesitado casi una década de gestación. Pocos saben, sin embargo, que el primer itinerario que hizo Karol Wojtyla fuera de Europa antes de ser elegido Papa fue precisamente a Tierra Santa. Allí veló una noche entera en la cripta de Belén y pasó otra noche en la cima del monte Tabor, en plena Galilea. Pero el viaje de ahora es distinto: ahora vuelve como Papa. De ahí la emoción del Pontífice.
El Gabinete israelí ha calificado la visita como «la más importante de los 52 años de Historia de Israel, visita que la gran mayoría de hebreos espera con los brazos abiertos». Sin embargo, la estancia del Papa en Tierra Santa puede verse perturbada por acciones incontroladas de grupos fundamentalistas islámicos -como el palestino Hamas y el chií proiraní Hizbulá- o por sectores ultraortodoxos hebreos. Si en la visita de Clinton se emplearon 2.000 agentes israelíes, en la estancia del Papa serán necesarios más de 5.000. Se inserta, además, en un contexto político complicado, con palestinos e israelíes especialmente enfrentados. Los segundos, maniobrando para evitar la anunciada proclamación unilateral del Estado palestino, y los palestinos crecidos por la dura declaración de la Liga Arabe, reunida en Beirut hace unos días pidiendo la congelación de relaciones con Israel. Siria, Jordania -donde se iniciará el viaje-, Irak, Líbano, Egipto, los territorios de la Autoridad Nacional Palestina y medio mundo siguen con atención inusitada las visicitudes del viaje. Si a todo esto se añade que, en Jerusalén, se producirá una de las concentraciones de periodistas más intensas de la Historia (se habla de unos 2.000), se entiende enseguida la expectación que ha levantado este viaje a una zona del planeta donde los católicos representan solamente el 1,38% del total de la población.
Aunque será inevitable la perspectiva política y la óptica interecuménica del acontecimiento, la verdadera clave de esta peregrinación hay que ponerla en un ángulo diverso. Ciertamente Juan Pablo II se entrevistará con los líderes políticos de los países visitados -rey de Jordania, Arafat, Weizman y Barak-, visitará un campo de refugiados palestinos en Belén, rezará ante el Mausoleo del Holocausto (Yad Vashem), y realizará encuentros interreligiosos con los dos grandes rabinos y el Gran Mufti de Jerusalén. Pero eso es tan sólo el marco de una peregrinación personal a los lugares del Antiguo y Nuevo Testamento. A quien realmente visita, si se me permite la expresión, es a Jesucristo en los lugares en que vivió y murió, es decir, al festejado en el año jubilar, cuyo 2.000 aniversario de su nacimiento se conmemora. Como el propio Juan Pablo II ha recalcado, «se trata de una peregrinación exclusivamente religiosa, tanto por su naturaleza como por su finalidad. Me desagradaría que se le atribuyeran otros significados diferentes». Repárese en que normalmente los viajes papales se anuncian siempre como «viajes pastorales». Las únicas excepciones están siendo las de sus itinerarios a los lugares bíblicos. En estos casos los viajes se denominan «Peregrinación Jubilarde Juan Pablo II a Egipto y Sinaí (o Tierra Santa)». Es decir, excluyendo implícitamente la dimensión política, que es donde la opinión pública busca las claves de lectura.
Otra clave de comprensión del viaje es el deseo de Juan Pablo II de subrayar la continuidad judeocristiana del patrimonio de valores del que el Papa es representante. La influencia del pequeño Estado de Israel sobrepasa la de su base demográfica y sus límites geográficos. Si a Wojtyla le gusta llamar al pueblo judío «nuestros hermanos mayores» es porque los judíos dieron al mundo el monoteísmo ético. Como se ha dicho, «la Historia del pueblo hebreo enseña que la existencia humana tiene un propósito y que no nacemos sólo para vivir y morir como bestias». Y al conjuntarse con el mensaje cristiano, debemos a la tradición judeocristiana las ideas de la igualdad ante la ley, del amor como fundamento de la justicia, de la dignidad de la persona humana como reflejo de la filiación divina. Desde luego, toda esta contribución a la dotación moral de la mente humana hace, como concluye Paul Johnson, que «el mundo y la razón, sin los judíos, hubieran sido lugares mucho más vacíos».
Jerusalén es hoy tres religiones y dos pueblos. La visita de Juan Pablo II simboliza que solamente en el vértice de los tres monoteísmos (hebreo, cristiano e islámico) será posible un encuentro real y eficaz de los pueblos que siguen una y otra fe. El camino será muy largo, pero en Tierra Santa Karol Wojtyla quiere subrayar, una vez más, que «todo camino de mil leguas comienza con un paso».
Rafael Navarro Valls es Catedrático de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid.