Juan Manuel de Prada, “Sexo a la carta”, Blanco y Negro, 14.X.2001

¿No se puede detener el progreso? Un dictamen del presunto Comité Ético de la Sociedad Americana de Medicina Reproductiva desconfíen de tantas mayúsculas seguidas acaba de declarar “aceptable” que las parejas puedan elegir el sexo de sus hijos mediante la selección de embriones. Así, por ejemplo, no se consideraría reprobable que una pareja cuyo primogénito fuese varón utilizase la técnica de fecundación in vitro para obtener un embrión cuya combinación de cromosomas garantizase el nacimiento de una hembra; los embriones que no resultasen agraciados en la tómbola genética pasarían directamente a la trituradora. El dictamen de este presunto comité ético es emitido cuando la sociedad se debate en una dolorosa polémica moral sobre la experimentación con embriones: ¿es lícito progresar en el estudio de las enfermedades que desafían los remedios convencionales de la medicina a costa de aniquilar una spes vitae, una esperanza de vida?; y a la inversa: ¿es lícito aferrarse a la protección de esa spes vitae cuando se dirime la salvación de vidas ya consolidadas? Este debate, tan peliagudo y abismal, nos pilla, además, en una incómoda situación de desvalimiento, en la que la precariedad de nuestros fundamentos morales se alía con un pavoroso vacío legal, puesto que el estatuto jurídico del embrión humano no ha sido suficientemente establecido por el Derecho. Pero héte aquí que, mientras este debate se dirime, surge este dictamen del presunto comité ético estadounidense, que admite la posibilidad de destruir embriones, ya no por necesidad científica, sino por capricho. Por el puro antojo de incorporar a la prole un hijo de uno u otro sexo. Uno entendería que la selección del sexo de los embriones se realizara para evitar en la descendencia la perpetuación de taras o enfermedades hereditarias (pensemos en la sífilis, por ejemplo, aunque de nuevo nos tropezaríamos con insalvables dilemas morales. Pero, ¿qué argumentos pueden asistir a la pareja que acude a la medicina reproductiva con el deseo de elegir el sexo de su hijo? Permitirles elegir el sexo de su vástago infringe los códigos más elementales de la vida, que se rige mediante azarosas combinaciones. Quebrantar ese azar constituye, además de una postulación de la eugenesia, la antesala de una aberrante aceptación del aborto indiscriminado, siempre que el sexo del nasciturus no concuerde con las preferencias o gustos de los padres.

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Juan Manuel de Prada, “Desaliento en las aulas”, ABC, 8.X.2001

No hace falta recurrir a las encuestas para percibir el desaliento que postra a la mayoría de los maestros y profesores. Sus quejas, que ya suenan desesperadas y agónicas de tanto repetirse, se han convertido en esa marejada de fondo a la que nadie hace demasiado caso, al menos hasta que se produzca el definitivo maremoto que nos ahogue a todos. Si cada época propicia el heroísmo secreto y el sacrificio de una clase o grupo social, sobre cuyos hombros se arroja el peso de una responsabilidad sobrehumana, nadie dudará que ese papel poco remunerado (al menos, poco remunerado espiritualmente) se le ha asignado en nuestro tiempo a los maestros y profesores, cada vez más desatendidos en sus tareas educativas. Hemos logrado despojar de significado aquel adagio popular que asociaba la labor docente con la pobreza («pasa más hambre que un maestro de escuela»), pero a cambio hemos volcado sobre quienes la ejercitan la misión demasiado gravosa de servir de parapeto y muro de contención frente a la inepcia de nuestra política pedagógica y a la descomposición de los modelos familiares establecidos. Padres, profesores y alumnos coinciden en destacar la influencia insustituible que la institución familiar ejerce sobre el niño. Pero la desmembración de la familia, así como el asedio al que se ha visto sometida desde muy diversos frentes, dejan al niño expuesto a la intemperie del desamparo, huérfano de ese cimiento afectivo y cultural sin el cual resulta imposible levantar el edificio educativo. Algún día, cuando por fin se escriba la crónica veraz de nuestro tiempo, habrá que empezar a señalar con el dedo a los miserables que han jugado insensata y alevosamente a destruir el cimiento familiar, convencidos de que era el último baluarte donde se refugiaba la «reacción». Estos miserables, a quienes guía el afán de profanar lo sagrado y el más turbio resentimiento (no habría más que escarbar en las alcantarillas de su pasado), han logrado, mediante el recurso sistemático de la insidia, minar la piedra angular sobre la que se afirmaba nuestra convivencia y nuestra cultura. Ahora, la familia -o los jirones que de ella restan- ya no es aquella placenta en la que el niño asimilaba, mediante herencia secular, unos códigos de conducta y una forma de estar en el mundo, sino el páramo despavorido (¡sálvese quien pueda!) donde el niño crece sin brújula, expuesto a influencias que dejan en su piel, maleable como la arcilla, la huella de la vileza.

Desgajados de ese tejido familiar que antaño los nutría, los niños ya no van a la escuela para completar el alimento espiritual que recibían en casa. Ahora, los niños -y esto bien lo saben los desalentados maestros- son enviados allí por los padres remolones para que se desfoguen y desbraven; puesto que nadie de su familia se ha preocupado de ensayar esta labor de doma -que, convenientemente entreverada de cariño, constituye el más sano aprendizaje-, el niño llega a la escuela asilvestrado y enemigo, poco dispuesto a acatar las recomendaciones del maestro (mucho menos sus órdenes, que el acoquinado maestro ya ni siquiera se atreve a formular) y, a poco que éste se descuide, preparado para subírsele a las barbas. Súmese a esta pavorosa intemperie familiar que el niño arrastra la indigencia y la babosería de unos planes de estudio que premian la mediocridad y castigan la excelencia, que aborregan al estudiante y maniatan al maestro, que impiden la reprensión y el castigo, que estimulan la algarabía cejijunta del «todo vale» (hasta la promoción automática, no importa el número de asignaturas suspensas) y reprimen la enseñanza de esas disciplinas que conforman nuestro código genético y explican nuestro lugar en el mundo, a través del espejo insustituible del pasado. Con tanta vileza promovida por los miserables y los tontos, ¿a quién puede sorprenderle el desaliento de los maestros?

Ignacio Sánchez Cámara, “La barbarie, contra la religión”, ABC, 8.X.2001

La barbarie del 11 de septiembre, y el fundamentalismo fanático del que se nutre, ha servido para cargar las baterías de los enemigos de la religiosidad.

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Juan Manuel de Prada, “América”, ABC, 15.IX.2001

Así denominan los estadounidenses a su patria, con sinécdoque algo abusiva o presuntuosa. Sin embargo, tras la designación acaparadora (que algunos identifican con un irreprimible achaque imperialista), se ampara algo más que una mera realidad geográfica. América es una idea, un sueño -quizá algo equivocado- de libertad; y para defender ese sueño, los americanos han sido bendecidos por un don muy especial, que ningún otro pueblo occidental ha recibido en tan abundantes dosis: el patriotismo. Este don nos sorprende muy especialmente, puesto que el pueblo americano está formado por agregación de pueblos foráneos, por sucesivas oleadas de pioneros más o menos mendicantes que cruzaron el charco en pos de una tierra -de una idea- virgen que les permitiera inventar otra vez el mundo. El patriotismo americano es una fuerza formidable, aglutinante, ingenua y si se quiere hasta irracional que, a diferencia de otros patriotismos más titubeantes o postizos, se robustece en las circunstancias adversas. Creo que ha sido este sentimiento vinculado a la tierra -a la idea- que les brindó su hospedaje lo que ha convertido a América en la nación más poderosa del orbe; creo que ha sido esta adhesión sin fisuras a esa tierra -a esa idea- que tuvieron que ganarse palmo a palmo lo que los hace más fuertes. Cualquier persona que desee entender este sentimiento, aliado con una confianza a prueba de bomba en las posibilidades del hombre, debería repasar la filmografía de uno de los más grandes cineastas americanos de todos los tiempos, Frank Capra (quien, como todo el mundo sabe, nació en Sicilia). Viendo las películas de Frank Capra -tan risueñamente libertarias, en el fondo- se entiende mejor este sentimiento poderosísimo, en el que participan el júbilo y la utopía, el tesón y la franqueza, la religiosidad y una exultante vindicación del hombre, a quien se supone capaz de sobreponerse a las más titánicas adversidades y a los sistemas más corruptos. Con esta aleación de idealismo y ganas de arrimar el hombro que descubrimos en las películas de Frank Capra, el pueblo americano logró remontar, de la mano de Roosevelt, la mayor crisis económica y espiritual de su Historia, mientras la vieja y claudicante Europa se entregaba a las orgías insensatas del comunismo y el fascismo.

Las tres o cuatro lectoras que aún me soportan saben bien como abomino del peculiar american way of life, cómo me acongoja su sincretismo pseudocultural, que desdeña lo antiguo y rinde sus ofrendas en los altares botarates de la modernidad y el progreso. Pero, a la vez que repudio tantas invenciones americanas (del motor de explosión al perrito caliente), admiro su patriotismo incesante, que siempre ha prevalecido sobre otras pasiones disolventes y que, en circunstancias tan dramáticas como las actuales, galvaniza a un pueblo y lo arma de un indestructible vigor moral. Quienes ironizan sobre el patriotismo de los americanos quieren reducirlo a un asunto de banderas ondeantes, celebraciones colectivas de regusto fascistilla y folclores irrisorios; pero ese patriotismo, que a veces los atrinchera frente al mundo y los hace creerse elegidos y únicos, ha sido también en otras ocasiones el motor que ha propiciado la salvación del mundo. Lo más paradójico y milagroso de este sentimiento es que, en contra de lo que pregonan sus detractores, no nace de la uniformidad gregaria, sino de una diversidad inabarcable de razas y credos religiosos que, cuando el momento lo exige, entierran sus diferencias y se funden en un mismo magma humano. Admirable sentimiento que los obliga a renunciar a vindicaciones particulares y que, ante asedios atroces como el que ahora sufren, los empuja a adoptar decisiones tan acertadas como la de vedar pudorosamente a las cámaras los resultados de la carnicería.

Los analistas, a la hora de examinar la hegemonía de los Estados Unidos a lo largo de las décadas, suelen invocar razones económicas o militares, pero olvidan este sentimiento arraigadísimo. Un sentimiento que, según los catequistas autóctonos, es cosa de fachas; vale, tíos, vale.

Ignacio Aréchaga, “Polémica en torno a los profesores de religión”, Aceprensa, 12.IX.2001

El comienzo del curso escolar en España se ha visto agitado por la polémica en torno a los despidos –así los llaman los periódicos– de dos profesoras de Religión católica. La Iglesia insiste en que no se trata de despidos, sino más bien de la no propuesta por parte de dos obispos de sendas profesoras de Religión para el curso 2001-2002. La virulencia de los ataques y descalificaciones contra la actuación de la Jerarquía católica por parte de algunos medios de comunicación está siendo notable.

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Juan Manuel de Prada, “Apoteosis del estridentismo” (profesores de religión), ABC, 10.IX.2001

El sensacionalismo, el amarillismo, todas aquellas estrategias charcuteras que postulaban la deformación cochina de la realidad, palidecen ante las nuevas técnicas desarrolladas por los medios de adoctrinamiento de masas. Al menos, aquellas antiguas tretas del periodismo se sustentaban sobre la existencia de una noticia, o siquiera de un atisbo de noticia, que se engordaba con delirantes y calumniosas carnazas. Ahora la treta consiste en inventar, en «producir» la noticia, y en cocinarla muy cuidadosamente, para que su irrupción en la realidad provoque un clima de histeria disparatada y estridente; no hace falta añadir que esta invención nunca es ingenua, sino que anhela la ruina de personas o instituciones, apelando a los bajos instintos de la masa manipulada, a sus sentimientos más ofuscados, a veces mediante coartadas dudosamente compasivas. Ejemplos de este estridentismo los hay a patadas; pero sin duda una de sus víctimas más asediadas, por razones de odio atávico o simple ojeriza cantamañanas, es la Iglesia católica. Nada más higiénico y saludable que mantener sobre la Iglesia una labor vigilante de escrutinio que repruebe sus abusos de poder; nada tan abyecto y demagógico como someter a zafarrancho periodístico el uso legítimo de sus atribuciones.

Este asunto de los profesores de Religión destituidos cumple a machamartillo todos los requisitos del estridentismo más cochambroso. Se trata de un caso en el que los medios de adoctrinamiento de masas, con avilantez y desparpajo, utilizan la tribulación particular de los profesores destituidos para lanzar un mensaje avieso a la sociedad, sin importarles que dicho mensaje pisotee la letra y el espíritu de las leyes, amén del sentido común. No importa que esa atribulación particular de los profesores destituidos sea fruto de una decisión voluntaria y contraria a las más elementales «reglas del juego» que pretenden jugar; no importa tampoco que existan unos tratados internacionales que obligan a dos Estados soberanos, España y El Vaticano. El estridentismo de los medios de adoctrinamiento de masas se pasa por el forro de los cojones (perdón, quiero decir escroto) todas estas premisas, en su anhelo de hacer sangre y causar escándalo; sólo interesa la «producción» de una noticia.

Repasemos un poquito el especial marco jurídico en el que se desenvuelve la labor docente de los profesores de religión. El Estado español reconoce a la Iglesia su competencia para elegir a las personas idóneas en el desempeño de esta labor; también su facultad para removerlos de su puesto, cuando esas condiciones de idoneidad se infringen o incumplen. Que yo sepa, a nadie se le obliga a dar clase de religión con una pistola en el pecho; así que se da por sobrentendido que quien se postula a este puesto está dispuesto a transmitir las enseñanzas de la Iglesia y a predicar con el ejemplo. Si la Iglesia enseña que el matrimonio es un sacramento indisoluble (lo cual puede parecernos un axioma o una paparrucha irrisoria, pero nuestra opinión no importa, puesto que las enseñanzas de la Iglesia sólo vinculan a quienes profesan su fe), ¿por qué demonios ha de mantener en su labor docente a quien no acata esa enseñanza? Un asunto tan de perogrullo ha sido encumbrado a la categoría de noticia mediante argumentos chuscos o estrafalarios en los que se invocan Derechos Fundamentales y Demás Grandilocuencias Relumbrantes. A esta munición de argumentos turulatos ha contribuido, incluso, este periódico con un editorial en el que se fundamentaba el rapapolvo a los obispos en razones de conveniencia social y en la aplicación urbi et orbi del artículo 14 de la Constitución. Aprovechando este clima de estridentismo, mañana podría encontrar apoyo en los medios de adoctrinamiento de masas un soldado profesional que, tras jurar bandera, se negase a empuñar un arma y fuese expulsado del Ejército. ¡Igualdad a granel, que la Constitución nos ampara!

Ignacio Sánchez Cámara, “Profesores de religión”, ABC, 8.IX.2001

La oposición, casi unánime, suscitada por la decisión episcopal de no renovar el contrato de una profesora de Religión Católica de un centro público por haber contraído matrimonio civil con un divorciado, caso al que se han añadido otros dos más por distintos motivos, se basa, si no estoy equivocado, en una consideración parcial del asunto. Casi todos los argumentos se centran en el evidente perjuicio personal sufrido por la profesora como consecuencia del ejercicio de un derecho civil, pero omiten el derecho de la Iglesia Católica a enseñar su doctrina y, por tanto, a determinar quiénes la enseñan. Con ánimo de contribuir a completar tan parcial debate van las siguientes consideraciones, que no certezas.

El aspecto legal no parece ofrecer dudas. La asignatura se denomina «Religión Católica», no «Religión» sin más. Se trata, pues, de una enseñanza confesional aunque se imparta en un centro público de un Estado no confesional. Es el resultado de un compromiso contraído por el Estado con la Iglesia Católica y con otras confesiones religiosas, que también designan en su caso a sus propios profesores. La Iglesia tiene, pues, el derecho de nombrar a los profesores de Religión Católica y, por lo tanto, también el de proponer la no renovación de sus contratos. Existe jurisprudencia del Tribunal Constitucional que incluye entre los requisitos de idoneidad del profesor de Religión el que no mantenga, de modo público y notorio, un modo de vida institucionalizado contrario a la enseñanza que imparte. Mas un derecho puede ser ejercido sabia o torpemente, prudente o imprudentemente. Entramos, pues, en el terreno de la evaluación moral de la legal decisión episcopal. Debo confesar que prefiero la Iglesia del perdón a la del castigo, y que, uno de los pasajes evangélicos que siempre me impresiona más es el de la adúltera perdonada porque aúna la intransigencia ante el pecado con la indulgencia hacia el pecador. En este caso, lo decisivo es determinar si la enseñanza de la profesora se adecuaba o no a la Religión y a la Moral católicas. Si hubiera que exigir un cumplimiento perfecto, nadie podría ser profesor de Religión ni obispo. El problema consiste en valorar si quien incumple de modo público y continuado la Moral que enseña puede o no cumplir con el requisito necesario de la ejemplaridad. En cuestiones de enseñanza moral tiene que existir una coherencia mínima entre vida y doctrina. Si la profesora no ha incumplido ningún deber laboral, tiene todo el derecho a continuar en su puesto de trabajo, mas no a hacerlo en nombre de la misma Iglesia cuya doctrina públicamente incumple. Por lo demás, siempre cabe la posibilidad de que sea contratada para enseñar otra asignatura no confesional como la Ética, lo que permitiría hacer compatibles los dos derechos en conflicto.

Una cosa es la prudencia y la adaptación a los tiempos y otra claudicar ante la eventual opinión mayoritaria de la sociedad. No parece que su fundador encomendara a la Iglesia Católica la misión de acomodarse a los criterios dominantes en la sociedad sino la de enseñar su mensaje aun arriesgando la vida si fuera necesario. Tampoco parece que los primeros cristianos se atuvieran a los criterios morales dominantes en la sociedad romana. Lo que también debería ser motivo de reflexión para sus responsables es la razón del aumento de la distancia entre sus enseñanzas y el rumbo de la sociedad, y también los efectos que la decisión adoptada y, quizá sobre todo, la manera de presentarla y defenderla, pueden provocar en la opinión pública y en la conciencia de la profesora cesante. Mas una cosa es la comprensión y la tolerancia y otra renunciar a determinar quién puede enseñar la propia doctrina y cuál es el genuino contenido de ella.

Julio de la Vega-Hazas, “Las sectas en el panorama religioso de hoy”, Palabra, IX.2001

Cuando no hay formación y falta la fe, aparecen los «sucedáneos patológicos».

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Juan Manuel de Prada, “¡Que legislen ellos!” (clonación), ABC, 4.VIII.2001

La cobardía, si no oliese a cagalera, resultaría conmovedora. Prueben a taparse las narices y comprobarán que las palabras de la ministra Ana Birulés, anunciando que el Gobierno español no promoverá una legislación sobre el uso de embriones en laboratorios, poseen una especie de grandeza lastimosa que ablanda el moquillo y las glándulas lacrimales. Un sentimiento similar debió de embargar a la multitud que aguardaba el veredicto de Poncio Pilatos, cuando el gobernador de Judea solicitó un aguamanil para ejecutar sus abluciones. La hipocresía disfrazada de ecuanimidad, el miedo emboscado de triquiñuelas dilatorias y, en definitiva, ese propósito tan mequetrefe de contentar a todos y no molestar a nadie, vuelven a impulsar la labor de este «gobierno de pasmados» (Carlos Herrera dixit) que deambula groggy por la lona, suplicando que suene la campanilla que anuncia el final del combate. ¿Hasta dónde llevarán su virtuosismo de escamoteadores, su vocación de escapistas profesionales? Diríase que, al menos desde hace algunos meses, su única preocupación fuese zafarse de los asuntos enojosos o peliagudos, postergar indefinidamente la adopción de medidas controvertidas, soslayar cualquier atisbo de litigio. Esta estrategia de lavamanos y sálvese quién pueda amenaza con dejar al país empantanado, pero nuestros gobernantes parecen cómodos en medio de este marasmo de plácida inoperancia que ellos mismos han creado. Parece como si, convencidos de que la anunciada retirada de Aznar marca el final de un ciclo, su lema fuese: «El que venga detrás, que arree».

La ministra Birulés, fiel a su papelón de comparsa en la tragicomedia, ha asegurado que el Gobierno español esperará «al marco jurídico que se desarrolle dentro de la Unión Europea», para decidir la suerte de los embriones congelados que aguardan en nuestros laboratorios. A nadie con una mínima provisión de neuronas se le escapa que este subterfugio dilatorio (que pisotea, además, el principio de soberanía nacional) encubre un anhelo chabacano y pueril de caer simpáticos a todo el mundo, de remediar con cataplasmas y anestesias lo que exige una inmediata intervención quirúrgica. Temen nuestros gobernantes, por un lado, que se les tache de retrógrados si prohíben la experimentación con embriones; pero también les sofoca pensar que una parte nada nimia de su electorado se subleve ante una práctica que merodea peligrosamente la infracción del derecho a la vida. La cobardía moral, esa cochambre de tibieza y estolidez que caracteriza a nuestra derecha centrípeta, empieza a adquirir ribetes de esperpento. Prefieren propiciar la alegalidad antes que enfrentarse a la solución de asuntos espinosos que podrían desequilibrar sus hábiles ejercicios de autismo.

La primera misión de un gobierno consiste en garantizar a los ciudadanos que se hallan bajo su mandato un ámbito de seguridad jurídica («un marco jurídico de seguridad», hubiera dicho la ministra Birulés, para que la frase quede mejor enmarcada). En cambio, el Gobierno presidido por Aznar, embarrancado en los arrecifes de la dejación de responsabilidades, preconiza la instauración de la alegalidad como método para seguir tirando. Hoy son los embriones congelados en laboratorios los que se quedan sin regulación, en espera de que la Unión Europea del Imperio Romano pontifique. Pero ayer mismo fueron otros asuntos no menos perentorios los que navegaron por este limbo al que nuestros gobernantes arrojan cualquier patata caliente. Recordemos, por ejemplo, que tampoco se atrevieron a ofrecer ninguna solución legislativa a los homosexuales que demandan un reconocimiento de sus uniones. Si ahora, con los embriones, han descargado la responsabilidad en la Unión Europea del Imperio Romano, entonces idearon la triquiñuela de auspiciar leyecitas regionales (perdón, autonómicas) de dudoso encaje constitucional, para que distrajeran la atención. El caso es arrojar balones fuera, para no tener que infringir su estrategia de pasividad. La cobardía, ya digo, resultaría conmovedora, si no oliese a cagalera.

Juan Manuel de Prada, “Memoria de Induráin”, ABC, 23.VII.2001

Parece que fue ayer mismo, y ya han transcurrido diez años desde que ganó su primer Tour. Miguel Induráin no ha sido tan sólo el más portentoso deportista español del que uno guarde memoria, sino también un ejemplo para todos esos zascandiles, borrachos de fama y de dinero, que se pavonean por las secciones deportivas de los periódicos, como asteroides sin rumbo que a la temporada siguiente ya ha sepultado el olvido, u otro asteroide que llega con la cartera mejor provista de billetes. Creo que si Miguel Induráin nos entusiasmó no fue tan sólo por sus dotes físicas apabullantes, por su cosecha monótona de triunfos, ni siquiera por mero fervor patriótico, sino porque en él habían encontrado cobijo algunas de esas pasiones antiguas que encumbran al deportista a una categoría mítica: la austeridad, la modestia, el tesón, la magnanimidad sin alharacas. ¿Recuerdan cómo nos sublevábamos cada vez que cedía la victoria a un contrincante ante la mismísima línea de meta? Entonces, en el calor del momento, lamentábamos que Induráin no estuviese poseído por el «instinto asesino» que exaltaba a otros ilustres predecesores suyos, como el omnívoro Merckx. Hoy, sin embargo, la memoria enaltece la figura de aquel campeón tranquilo, y agradecemos aquellos gestos de obstinada generosidad. ¡Cuánto crece en la nostalgia la figura de aquel deportista irrepetible! En estos días en que el estadounidense Armstrong pasea su supremacía por las carreteras francesas, nos acordamos de aquel mocetón de Villava, tan diverso en estrategias y modales. Induráin jamás hubiese fingido un desfallecimiento para después triunfar avasallador en L´Alpe d´Huez. Esa innoble incursión en la pantomima, seguida de un presuntuoso alarde, jamás hubiese manchado la ejecutoria de un campeón como Induráin; el obsceno exhibicionismo, el taimado fingimiento no figuraban en el manual de conducta de aquel hombre que, en el sufrimiento y en el triunfo, adoptaba la misma máscara de impavidez, la misma humilde actitud de abnegación callada. Su elenco de victorias, amplísimo y mareante, se queda chiquito, sin embargo, ante la lista mucho más concurrida de victorias cedidas a sus rivales. O incluso a sus compañeros. Aquel espíritu de renuncia casi heroico alcanzó su cúspide en cierto mundial de fondo en el que otro corredor sometido a su disciplina, pisoteando las ilusiones largamente soñadas por Induráin, aprovechó el miedo venerable que el pentacampeón del Tour infundía a sus rivales para lanzarse hacia la meta. Induráin pudo haber reprimido aquel ardid arribista, pero dejó marchar al postulante; luego, en la meta, cuando entró segundo, Induráin alzó los brazos en señal de victoria. Fue la única vez que le vi realizar un gesto ostentoso de triunfo; pero no lo hizo para sí, sino en honor del compañero oportunista, al que cedió graciosamente los laureles. ¿Cabe mayor muestra de sacrificio? Nunca nadie llevó con mayor aplomo y honrado sosiego su superioridad inatacable. Nunca nadie se mostró más humanamente discreto; cuando llegó la hora de la despedida, lo hizo como de puntillas, dejándonos a todos un nudo en la garganta y un revoloteo de mariposas en el estómago. ¿Recuerdan que, siempre que hablaba de sus triunfos, lo hacía en un plural de modestia, precisamente él, que podría haberse permitido el plural mayestático? ¿Recuerdan que rehuía el escrutinio de la cámara, con una especie de incomodidad vergonzosa? Se había casado con su novia de toda la vida -otro ejemplo para tanto chisgarabís que confunde el éxito con el nomadismo de la ingle- y se retiró a su pueblo, para envejecer con la misma serena parsimonia con que antes había paseado por los territorios de la leyenda. Fue el héroe de mi juventud, y uno de los pocos hombres que me han permitido comprender la épica callada del deporte. Fue único y supremo; hoy, además, sabemos que era irrepetible. Por eso lloramos su ausencia.