Ignacio Sánchez Cámara, “Religión y escuela”, ABC, 6.V.2002

De la vieja cuestión escolar sólo queda, en parte, pendiente la solución del problema de la enseñanza de la Religión en la escuela pública. En la etapa de la transición, la cosa había quedado más o menos resuelta con la consideración de la Religión católica como asignatura evaluable y de la Ética como optativa. Esta solución planteaba el problema del erróneo entendimiento de la Ética cívica como alternativa a la Religión y su consiguiente supresión para los alumnos que optaran por la enseñanza religiosa. Pero, al menos, era respetuosa con la Constitución, con los acuerdos entre el Estado y la Santa Sede y con la consideración de la Religión como asignatura evaluable. Luego vino la extravagante profusión de alternativas lúdicas a la Religión y la supresión de su condición de asignatura evaluable para el currículo de los alumnos, es decir, el escamoteo de su condición de auténtica asignatura.

Al parecer, estamos ahora a punto de alcanzar un acuerdo entre el Ministerio y la Iglesia que ponga fin a una situación anómala. La solución, según las informaciones disponibles, consiste en la recuperación de la Religión como asignatura obligatoria y evaluable y con la probable alternativa de una asignatura de Historia de las Religiones o de Religión y Cultura que contemple el fenómeno religioso desde la perspectiva cultural. No obstante, no se descarta la posibilidad, que desnaturalizaría este tratamiento, de que la calificación carezca de consecuencias académicas. Pero una asignatura sin consecuencias académicas es cualquier cosa menos una verdadera asignatura. La solución más razonable sería la existencia de una asignatura de Religión como fenómeno cultural y unas optativas de enseñanza religiosa confesional. Sin la dimensión religiosa la formación integral no es posible, y sin el conocimiento de la tradición cristiana no cabe entender la civilización occidental ni la historia universal. La oposición a esta solución razonable sólo puede ser fruto de una extravagante animadversión hacia el cristianismo y de un erróneo entendimiento del imperativo constitucional que no aboga por el laicismo sino por el carácter aconfesional del Estado. Éste último es compatible con la aceptación y el respeto del catolicismo como religión mayoritaria en España y con la consideración del cristianismo como elemento constitutivo esencial de nuestra civilización. Con demasiada frecuencia se olvida que la escuela pública no ha de ser una escuela laica sino la escuela de todos, y que la Constitución y los acuerdos entre el Estado y la Iglesia obligan a respetar la libertad religiosa, que es cosa muy distinta de la exclusión de la Religión de la escuela pública. Esta exclusión no sólo atentaría contra el derecho de los padres y de los alumnos a una formación religiosa en la escuela pública, que es la de todos, no sólo la de los agnósticos y los ateos, sino también contra la Constitución y los acuerdos entre el Estado y la Iglesia.

Juan Manuel de Prada, “Sacerdocio y celibato”, ABC, 20.IV.2002

A nadie se le escapa que los medios de adoctrinamiento de masas no informan tanto de la realidad como de sus aberraciones. Así, no se divulgan los miles de sentencias y dictámenes judiciales que dirimen con arreglo a Derecho los litigios, sino tan sólo aquellas resoluciones que obscenamente pisotean los fundamentos de la justicia. Al encumbrar la anécdota al rango de categoría, se transmite al destinatario de la noticia una irresponsable desconfianza en el funcionamiento de los tribunales. Algo similar (pero agravado por un anticlericalismo chocarrero) ocurre con el celibato de los curas: se nos informa con regodeo en los detalles escabrosos sobre los pocos que lo infringen, jamás sobre los muchos que lo acatan con silenciosa alegría o discreta resignación. Y entre aquellos pocos que lo incumplen se elige estratégicamente a quienes, con su infracción, irrumpen en el más ámbito de los delitos más sórdidos, o bien a los que acompañan esa infracción de ribetes chuscos o hilarantes que regocijan a la plebe y estimulan el morbo (el cura que se amanceba con la monja, el cura bujarrón, etc.). Se trata, en definitiva, de oscurecer la realidad mediante la hipertrofia de la excepción. O, si se prefiere, de emporcar una fe religiosa mediante la exhibición poco ejemplar de aquellos ministros cuya conducta contraría los mandamientos de esa fe.

La estrategia, tan tosca y taimada, engañará a quienes deseen ser engañados, pero también erosionará la fe de esos creyentes ingenuos y bienintencionados incapaces de distinguir entre la Iglesia como cuerpo místico de Cristo y la Iglesia formada por personas que están sujetas a las debilidades y extravíos de la naturaleza humana. Dicho esto, habría que especificar que el deber de celibato no forma parte de la naturaleza intrínseca del sacerdocio, sino que se trata de una gracia añadida que la Iglesia reconoce como ideal para el desempeño del ministerio. Ideal, y en estos momentos, obligatoria según las leyes eclesiásticas, que no deben sin embargo considerarse leyes divinas. Aunque Jesús de Nazaret, según lo retratan los Evangelios, se mantuvo célibe, y aunque sus alabanzas de la castidad fueron explícitas, nunca impuso a sus seguidores un deber de celibato. San Pablo, en su epístola al cretense Tito, le recomienda que ordene presbíteros a quienes «sean irreprochables y maridos de una sola mujer». La existencia de sacerdotes virtuosos y casados, durante los primeros siglos del cristianismo, está perfectamente documentada y aun sancionada por una autoridad tan poco sospechosa de laxitud como la del hombre que cayó del caballo, camino de Damasco.

No se trata, pues, de «derogar» la exigencia del celibato. Una gracia concedida por el Espíritu Santo (que así considera la Iglesia la asunción del celibato) no puede ser derogada (…). El celibato constituye una severa rectificación de la naturaleza humana que sólo unos pocos elegidos pueden afrontar sin grave menoscabo; esos pocos elegidos siempre serán los sacerdotes entregados con mayor esmero a su ministerio, pues no habrá una familia carnal que los distraiga. (…)

Rafael Navarro-Valls, “La delgada línea roja (clericalismo a la inversa)”, El Mundo, 18.II.2002

Entre lo temporal y lo espiritual hay una región fronteriza incierta. Una especie de delgada línea roja. Sólo un ingenuo puede desconocer que donde hay frontera es casi imposible que no haya incidentes. Piénsese, por ejemplo, en la tormenta político-social desatada en España como antes en Francia, Estados Unidos o Canadá por la pretensión de una niña musulmana de asistir a clase en un colegio público con el chador, foulard o hiyab islámico. Pero una cosa son los incidentes y otra las paradojas. Hoy se observa una curiosa tendencia de los media a intervenir y enjuiciar actuaciones exclusivamente religiosas de las autoridades eclesiásticas. Una tendencia que, en su forma extrema, enciende hogueras civiles en cuyas piras son lanzadas esas autoridades, a manera de nuevos herejes sociales. Veamos tres casos recientes: a una profesora de religión no se le renueva su contrato por la autoridad eclesiástica, determinadas canonizaciones son calificadas de «políticamente incorrectas» por algunos no creyentes, y un sacerdote que manifiesta ostensiblemente la ruptura de sus compromisos es amonestado por sus legítimos superiores. Tres acontecimientos confinados en una esfera de interés relativo, alcanzan resonancias inusitadas. Si estamos a los hechos en sí, los media te proporcionan los datos exactos, pero la interpretación no es siempre la acertada.

Continuar leyendo “Rafael Navarro-Valls, “La delgada línea roja (clericalismo a la inversa)”, El Mundo, 18.II.2002″

Juan Manuel de Prada, “Dinero clonado”, ABC, 3.XII.2001

Entre las más nocivas y malintencionadas corrupciones del lenguaje se halla la suplantación de la palabra «Dinero» por el eufemismo «Progreso». A cada poco se nos presentan como Avances Imprescindibles para el Progreso de la Humanidad lo que no son sino argucias para allegar Dinero. Me había prometido no volver a escribir sobre ese sórdido asunto monetario que los pardillos denominan «clonación terapéutica», pero acabo de leer en «Los Domingos de ABC» un artículo firmado por Gonzalo Herranz, imprescindible y lúcido, que me anima a quebrantar mi promesa. El artículo, titulado «Propaganda y realidad», desenmascara con argumentos técnicos irrebatibles lo que uno, más modestamente, ha intentado exponer a la luz quirúrgica del sentido común; quizá su virtud más notable consista en situar el debate suscitado por la llamada «clonación terapéutica» en el terreno puramente económico, que es el que le corresponde. Los apóstoles de la clonación, ayudados por la ingenuidad gregaria de los medios de adoctrinamiento de masas, han conseguido que la gente de buena voluntad se distraiga de lo que verdaderamente impulsa su labor (el Dinero) y se engolfe en dolorosos dilemas morales: «Pues si a cambio de cargarse un embrioncito de nada pueden salvarse millones de personas, quizá debamos admitir la llamada clonación terapéutica», dicen, los pobres incautos.

El artículo de Gonzalo Herranz desmonta las mentiras divulgadas por los medios de adoctrinamiento de masas con una clarividencia impávida y apabullante. En primer lugar, recuerda que las enfermedades que presuntamente se van a remediar con la llamada «clonación terapéutica» -alzheimer, parkinson, esclerosis múltiple, etc.- son, en su mayoría, de etiología desconocida o apenas dilucidada. Sólo la más desatada avaricia, el más abyecto afán de acaparar Dinero puede arrastrar a jugar de modo tan alevoso con las esperanzas de los enfermos. ¿Cómo puede permitir la comunidad científica que la llamada «clonación terapéutica» se presente como la purga de Benito de enfermedades aún ignotas? ¿No existen códigos éticos que se opongan a semejante patraña? ¿O es que, en su afán atropellado de «Progreso», la ciencia se ha desentendido ya de los métodos tradicionales, que exigen una rigurosa verificación de los avances y descubrimientos, antes de ser divulgados? ¿No será que a estos apóstoles de la llamada «clonación terapéutica» no les interesan tanto los logros de sus investigaciones (probablemente nulos, o poco concluyentes) como su publicidad aparatosa, su conversión en una gran atracción de barraca que genere beneficios instantáneos? ¿No será que este hatajo de ventajistas, como los corifeos que los aplauden desde los medios de adoctrinamiento de masas, aspiran a convertir la ciencia en una gran fábrica de pelotazos bursátiles? No se pierdan el artículo de Gonzalo Herranz, porque no tiene desperdicio. Estos servidores del Dinero sostienen que la llamada «clonación terapéutica» salvará a millones de personas, pero encubren o soslayan, los muy bellacos, la inclemente y atroz verdad: aún suponiendo que, en efecto, esas enfermedades de etiología indescifrable o brumosa lleguen algún día a poder remediarse mediante procedimientos de clonación, dichos procedimientos deberán respetar la identidad genérica entre clon y clonante. Que ningún ingenuo sueñe con bancos de clones que aguardan en el laboratorio la llegada del enfermo, como si de meras transfusiones de sangre se tratase. Obtener esos clones será siempre un proceso costosísimo que sólo podrán pagarse los millonarios, no los pobres incautos a quienes se dirige la aturdidora propaganda. La Seguridad Social, en la que cotizan nuestros curritos, jamás se hará cargo de estas prestaciones. ¿Por qué no se aclaran estos extremos? La respuesta es muy simple: porque el Dinero se ha disfrazado de Progreso, para engañar a los pobres incautos.

Juan Manuel de Prada, “Sambenitos”, ABC, 24.XI.2001

Los reportajes grabados con cámara oculta, ¿son verdadero periodismo de investigación? Así lo considera una sentencia de un juzgado de Valencia que ayer citaba este periódico. Allí se especificaban, como rasgos de esta presunta modalidad periodística, la «simulación de la situación» y la «no revelación de la identidad del interlocutor»; rasgos que, por cierto, también podrían predicarse de cualquiera de esos programuchos que tanto proliferan, dedicados a bromazos e inocentadas de dudoso gusto. Y es que estos reportajes, antes que un subgénero del periodismo de investigación, constituyen un avatar más de una moda televisiva que ha expuesto la intimidad ajena al microscopio de nuestra curiosidad. No creo que podamos entender la naturaleza de estos reportajes, y su éxito repentino, sin vincularlos con esa moda a la que veladamente se adscriben. Invocar pomposamente el «derecho a la información» para defender estos reportajes, sin mencionar que su auge discurre simultáneo al de engendros como «Gran Hermano» o «Inocente, inocente», se me antoja un ejercicio de hipocresía. Los reportajes grabados con cámara oculta satisfacen la misma demanda que esos programas, que no es otra que el anhelo morboso de inmiscuirnos en las existencias ajenas, el deseo de convertirnos en Diablos Cojuelos que impune y cómodamente descubren -con hilaridad, con pasmo, con horror- las miserias más recónditas del prójimo.

Cualquier análisis que se pretenda realizar sobre la legalidad o ilegalidad de estos presuntos ejercicios de periodismo no puede soslayar el reconocimiento de su verdadera naturaleza. El propósito primordial de estos reportajes no es otro que halagar el morbo de la audiencia y asegurarse unas «cuotas de pantalla» suculentas. Quizá existan otros propósitos añadidos (y por lo tanto subordinados) de naturaleza difusamente «social», que los responsables de las cadenas de televisión se ocupan de resaltar, para maquillar sus intenciones crudamente mercantiles; pero pretender que nos traguemos que esos reportajes se realizan por el puro afán de «informar» y «concienciar» al espectador constituye un ejercicio de cinismo que sólo se tragarán los comulgantes de ruedas de molino. Ahora estalla el escándalo, puesto que un juez, con criterio irreprochable, ordena retirar de la emisión un reportaje grabado con cámara oculta en el que unos patrones sin escrúpulos se aprovechan de su posición de dominio para requebrar o magrear a sus empleadas. Los responsables de la cadena que iba a emitir el reportaje, en un alarde de demagogia insoportable, han llegado a resaltar «la paradoja de que haya sido una mujer quien haya dictado esta medida cautelar sobre un asunto que afecta al sesenta por ciento de las mujeres» y blablablá. Como si la justicia se administrase según el sexo de sus ministros; hace falta bellaquería para atreverse a formular esta «paradoja».

Lo que esa medida cautelar del juez reprime -a mi entender con buen criterio- no es el derecho a la información, sino la exposición pública del delincuente. Quien incurre en el delito de acoso sexual, como cualquier otro delincuente, merece el castigo de la ley; pero en modo alguno debe ser expuesto a la vergüenza de la picota mediática. Los condenados por la Inquisición eran paseados en un carro de bueyes y engalanados con un capotillo que proclamaba su delito. Ese capotillo, el celebérrimo sambenito, resucita ahora en estos reportajes de cámara oculta, que quieren someter la culpa del delincuente al vilipendio público. Estos programas, como la publicidad de las listas de pederastas y violadores que hace poco se debatió, sólo contribuyen a devolver la justicia a un estadio de atavismo y vindicta publica que estigmatiza al delincuente y niega su posibilidad de redención, convirtiéndolo para siempre en diana de todos los escarnios. No creo en el periodismo de investigación que convierte la culpa en espectáculo; mucho menos cuando las añagazas de ese presunto periodismo son las mismas que emplean los programas más desatadamente morbosos.

Juan Manuel de Prada, “El rey desnudo”, ABC, 19.XI.2001

Recibo con frecuencia cartas de lectores que me brindan su apoyo y me muestran su agradecimiento, por abordar asuntos o defender posturas -cito a uno de mis corresponsales- «que sólo le granjearán antipatías. No porque lo que usted sostiene sea contrario al sentir general, sino porque quienes sentimos como usted no nos atrevemos a decirlo, para que no nos tachen de retrógrados». La carta que cito me ha llegado en estos días –al hilo de una pendencia descabellada que ha alimentado la liberalidad excesiva de este periódico–, pero su tono dolorido y hastiado responde a un estado de ánimo colectivo y, por desgracia, endémico. Son muchas, demasiadas, las personas que se sienten desalentadas ante el sistemático avasallamiento de sus principios; son muchas, demasiadas, las personas que ante tan eficaz y sostenido atropello ponen la otra mejilla y se refugian en el ostracismo y el silencio, temerosas de que su voz pueda sonar a discordancia irrisoria. Entre el ejército de personas postradas que ya no se atreven a oponer resistencia figuran jóvenes y viejos, hombres y mujeres, ricos y pobres, todos ellos unidos en la triste fraternidad de la derrota y como resignados a un papel de comparsería sordomuda en el guirigay desatado por quienes los han hecho callar. ¿Para siempre? Me resisto a creerlo. Proclamar que el rey está desnudo se ha convertido en un acto de involuntario heroísmo; pero si no nos atrevemos a proclamarlo, por miedo a ser confinados en los barracones del desprestigio social, acabaremos reducidos a añicos, triturados por la voraz máquina de la mentira.

Esa máquina cuenta con una organización envidiable. Quienes diariamente engrasan sus engranajes se sirven del silencio pusilánime de quienes no se atreven a pronunciar su pequeña verdad, y también del susurro apagado de quienes, por culpa de una tolerancia mal entendida, se dejan apabullar por el griterío de los fanáticos. Contra el fanatismo no valen tibias y afligidas transigencias; contra el fanatismo hay que oponer una beligerancia sin fisuras, una hostilidad a cara de perro. Me escriben muchos lectores que contemplan cómo sus creencias religiosas son arrastradas por el fango, que comprueban cómo sus sentimientos más nobles son tomados a chirigota y vilmente ridiculizados, que descubren con perplejidad cómo la morralla artística es encumbrada a las cúspides del Parnaso. Esa inversión de valores, tan rampante y satisfecha de sí misma, no hubiese sido posible si se hubiese tropezado con una oposición enconada; pero los miserables que la promueven sabían que el odio, el sectarismo y el rencor, esas pasiones sórdidas que guían sus designios, iban a encontrar el campo de batalla expedito, pues enfrente sólo había apatía y desmoronamiento. Y complejos, sobre todo muchos complejos.

Estos complejos vergonzantes han condenado a muchas personas a los arrabales del silencio compungido. Algunas -las más derrotistas– se resignan a una vida subalterna y marginal. Otras -las más bellacas- reniegan de esos principios, o los maquillan con un barniz pringoso que les permita pasar desapercibidas en el concierto de balidos dirigido por los que mandan. Unas y otras dimiten de sus creencias más queridas y arraigadas, o las condenan a la clandestinidad, creyendo que así podrán dar el pego y evitar que se les tache de cavernícolas y fachas. Pero los miserables de alma peluda y embetunada que han propiciado el afloramiento de estos complejos se ríen, mientras tanto, a mandíbula batiente; porque ellos bien saben -como las alimañas, distinguen a sus congéneres por el olfato- quiénes son los suyos y quiénes se esfuerzan en vano por serlo, en un patético ejercicio de travestismo y tragaderas. También saben que el rey está desnudo, pero se las prometen muy felices, puesto que nadie lo denuncia. Espero que algún día se les acabe el chollo.

Juan Manuel de Prada, “Un coloquio inmortal”, ABC, 29.X.2001

Jamás imaginé que también él fuese a padecer unas postrimerías nubladas por la desmemoria. Cuando apenas contaba un mes de edad, mi abuelo entró a hacerme una visita a la habitación donde yo dormitaba; se inclinó sobre la cuna, para espiar mi sueño, y entonces yo lo sobresalté con una carcajada estruendosa, inverosímil en un niño de tan corta edad. Desde entonces, entre mi abuelo y yo se entabló una hermandad indestructible, una aleación de pasiones que desafiaba los estragos del tiempo y acompasaba nuestros corazones con la respiración del planeta. Aprendí a leer y a escribir sentado en sus rodillas, cuando aún no me habían retirado los pañales; aprendí a caminar a su lado, prendido de su mano que me transmitía el calor antiguo de su sangre, el calor indómito de su piel, el calor invicto de sus recuerdos, que eran populosos y fervientes como el mundo que cada mañana se inauguraba ante nuestra mirada. Juntos íbamos a misa los domingos; juntos íbamos a la biblioteca pública, donde descubrí el rumor arborescente de la letra impresa, y también mi vocación; juntos atravesábamos la ciudad levítica y salíamos al campo, dejando el sol a nuestras espaldas, como un escudo de bronce que protegiera nuestra confidencias. Mi abuelo me cantaba canciones de antes de la guerra y me narraba las vicisitudes de su juventud hosca y aventurera, las penurias de su infancia lejanísima, las tribulaciones de su viudez temprana.

Mi abuelo me enseñaba a distinguir el canto de la abubilla y el ruiseñor. Me enseñaba a reconocer el temblor diminuto del poleo, la blancura inhóspita del espino albar, el perfume campesino del romero, la llama súbita de la genciana, el vilano viajero del diente de león, que yo soplaba para propagar su semilla hasta los confines de la tierra. Mi abuelo me descubría los manantiales de agua esbelta y clandestina, las sendas que sólo hollaba el lobo, las madrigueras donde refugiaba su pavor el conejo. Hacia el final de nuestro paseo, junto a la ribera de un río o a la sombra de un árbol de sombra extensa como el atlas, mi abuelo extendía una manta sobre el suelo, y ambos nos tumbábamos a mirar las nubes, que se desentumecían lentamente sobre el tapiz del cielo. Para entonces, mi abuelo se había despojado de la camisa, y yo me quedaba como extasiado contemplando el vello nevado que emboscaba su torso y le otorgaba un aspecto de anciano mitológico, descendiente directo de Abraham. La brisa mecía su vello, y el crepúsculo lo incendiaba con un brillo de plata añeja. Y, entretanto, su voz seguía desgranando los avatares de su juventud, como una salmodia áspera y ensimismada.

Jamás imaginé que él fuese a padecer unas postrimerías nubladas por la desmemoria. La decrepitud ha hincado las garras en su organismo, y una delgadez voraz ha ido excavando su rostro y desnudando su hermosa calavera. La sangre que bullía en sus venas se ha estancado, y los recuerdos que sobrevolaban como un enjambre tumultuoso su inteligencia se han ido desvaneciendo, atrapados en una telaraña que aún acierta a apartar, de vez en cuando, al conjuro de una voz que le brota exangüe de los labios, aquellos labios que me enseñaron tantas benditas palabras. Todavía sus ojos se iluminan, cuando me ve llegar; todavía pronuncia mi nombre con orgullo; todavía evoca algunos episodios de nuestra hermandad indestructible, pero ya la ciega noche coloniza sus pensamientos, ya su memoria navega por los pasadizos inciertos del olvido. Con su memoria, viaja también mi entereza, que no puede soportar el dolor de ver cómo el hombre que me crió me dice adiós lentamente. Al menos me queda el consuelo de saber que, cuando su alma emigre, se posará sobre la mía, como un pájaro que busca su nido, para seguir ambas su coloquio inmortal, para seguir deletreando el mundo, para seguir caminando juntas su camino, eternamente unidas, eternamente jóvenes, eternamente invictas.

Juan Manuel de Prada, “Familia”, ABC, 27.X.2001

Se suele reprochar al Gobierno presidido por Aznar que, siendo de derechas, preste tan poca atención a la familia. Siempre me ha causado una perplejidad rayana en la jaqueca que la protección de la institución familiar se vincule con las tendencias ideológicas de nuestros gobernantes. Ante tamaña sandez, me pregunto: ¿Eran los romanos de derechas? ¿Aquella fabulosa maquinaria de amparo jurídico a la familia que idearon, sobre la que se asentaba su organización política, económica y cultural, tenía una inspiración fascistoide? Un similar estupor me sacude cuando se menciona el sentimiento patriótico entre los síntomas de adscripción al conservadurismo más cavernario. ¿Hemos de leer a Homero y a Cicerón con la prevención de saber que eran unos fachas inveterados? Son preguntas irrisorias, a las que sólo un perturbado respondería afirmativamente, pero esa respuesta ha gozado de predicamento en ciertos círculos intelectuales. Allá por los años sesenta, por ejemplo, se llegó a escribir en una revista de crítica cinematográfica: «Nos desagrada profundamente John Ford, porque es un fascista». Uno ve las películas de John Ford y encuentra en ellas una denodada vindicación de la familia, también de la patria (sobre todo de su lejana patria irlandesa), pero por mucho que se estruje las meninges no halla por ninguna parte trazas de fascismo. Salvo que por fascismo entendamos la lealtad a unos sentimientos ancestrales que garantizan la supervivencia de una sociedad.

Bueno, pues si defender la familia es una actitud derechista, hemos de convenir que el Gobierno presidido por Aznar se adscribe a la izquierda más dura. Yo más bien creo que la protección de la familia, como piedra angular sobre la que se asienta el ordenamiento de una sociedad, constituye la enseña de un gobierno inteligente. Podría afirmarse, sin temor a incurrir en la hipérbole, que los gastos y cuidados que un gobierno destina a la preservación y defensa de la institución familiar son inversamente proporcionales a los que engruesan la partida difusa de «asuntos sociales». Una protección civilizada de la familia reduciría hasta la extinción todos esos quebrantos del sistema educativo que tanto preocupan a nuestros politicastros y que tan sañudamente sufren nuestros maestros. Si los chavales llegan a las aulas sin desbravar es, en buena medida, porque han crecido en familias invertebradas, adelgazadas hasta la inanición, que no han sabido ni podido inculcarles las nociones básicas que rigen la vida en sociedad. Y la proliferación de desarreglos psíquicos entre la población actual, ¿no tendrá mucho que ver con la anulación de ese tibio cobijo que la familia nos proporciona, frente a las intemperies de la vida? ¿Por qué nadie se atreve a formular con claridad el vínculo que existe entre muchas de las recientes patologías sociales -el consumismo bulímico y descontrolado, la soledad urbana, las plurales ansiedades que desnortan nuestra brújula vital- y la sistemática demolición de la familia? Los perseguidores de esta milenaria creación humana suelen tildarla de represiva, tiránica, intemperante y castradora; tanto encono sólo puede derivarse del rencor, de ese sórdido resentimiento que la fealdad moral profesa a las cosas hermosas. Quizá las familias de estos resentidos fueron, en efecto, jaulas irrespirables donde borboteaban las pasiones más mezquinas. Y ese rencor privado han querido instalarlo a la sociedad, como las alimañas rabiosas que no encuentran alivio hasta que no consiguen contagiar su veneno mediante el mordisco. Pero quienes hemos probado el amor maternal, la protección paterna, la fraternidad tumultuosa y fecunda, las enseñanzas invictas del abuelo, estamos inmunizados contra ese mordisco. Y, además, por mucho que les joda a los resentidos, vamos a seguir reproduciendo ese mismo ámbito de hermosa creación humana, de generación en generación, aunque nuestros lastimosos gobernantes prefieran seguir gastando dinero en «asuntos sociales», categoría mucho más difusa y mucho menos fascista que la familia.

Juan Manuel de Prada, “Elogio del refrito”, ABC, 20.X.2001

Los perseguidores de Cela se rasgan ahora las vestiduras porque el escritor ha leído un discurso que repetía con escasas variantes otro que ya había largado en una ocasión anterior. El refrito de Cela, muy saludable y divertido, demuestra varias verdades incontrovertibles: a) que los fastos culturales al estilo del celebrado en Valladolid constituyen ejercicios bostezantes donde no importa repetir lo que ya se ha dicho; y b) que los medios de adoctrinamiento de masas sólo se enteran a la segunda. Paradójicamente, el fasto vallisoletano, tan aburrido y suntuoso, no ha deparado ninguna noticia digna de mención, salvo las precisiones lingüísticas de Cela, que en Zacatecas quedaron difuminadas porque Gabriel García Márquez las apabulló con aquella boutade peregrina que postulaba la supresión de la ortografía. Hay que aplaudir, pues, a Cela, por desenmascarar la inercia que rige estos fastos, donde los zampones que manejan el cotarro se llevan la guita a casa por ensartar chorradas grandilocuentes, y encima se pavonean como si fuesen los salvadores del idioma. Y hay que rendirle un aplauso supletorio por haber dinamitado el marasmo informativo que segregaba un fasto tan superfluo. Cela, octogenario e instalado en la gloria, sigue conservando el instinto terrorista de su juventud. ¿No deberíamos agradecérselo, en lugar de abrumarlo con denuestos hipócritas? Por lo demás, el refrito constituye la cortesía máxima del escritor, que vuelve a regalar a sus lectores aquellas palabras que en otro tiempo les brindó sin que le hicieran caso. Si Cela consideraba que las precisiones contenidas en su discurso merecían la atención social, ¿por qué no habría de repetirlas dos, tres y hasta trescientas veces si le apetece? ¿Acaso no hubiese sido mucho más lamentable ofrecer un pálido remedo, una paráfrasis difusa o cualquiera de esas triquiñuelas que el escritor emplea para marear la perdiz? Además, ¿no consiste la dignidad intelectual en pensar lo mismo sobre los mismos temas? ¿No es preferible repetirse que ser un veleta? Ciertamente, el abuso del refrito puede convertir al escritor en una caricatura de sí mismo; algo así le ocurrió a Emilio Carrere, rapsoda de las musas del arroyo y de la bohemia más desastrada, que completaba los manuscritos rescatando de aquí y de allá capítulos de sus obras anteriores, a los que sólo cambiaba el título y los nombres de los personajes. Pero frente a este caso paródico de Carrere, tenemos el ejemplo de Valle-Inclán, que con gran habilidad empedraba sus novelas con retazos de los cuentos que previamente había publicado en revistas de la época. ¿Acaso la comisión del refrito rebaja el esplendor de la prosa valleinclanesca? Otro refritero insigne y recalcitrante, acostumbrado a pasar varias veces sus artículos por la sartén de la prensa, fue Julio Camba, que en los aledaños de la vejez se dedicó a rescatar piezas de juventud. En ABC no tardaron en descubrirle el ardid, pero nunca se lo reprocharon, pues, ¿acaso aquellas palabras traspasadas de sutil inteligencia no merecían los honores de la reimpresión? También Dámaso Alonso practicó con risueña impunidad el refrito en sus conferencias, que pronunciaba una y otra vez, sin variar una coma, hasta que consideraba que ya las había amortizado. Para realizar este cómputo, solía anotar en los márgenes de la conferencia mecanografiada las cantidades que le iban abonando en ateneos y casinos y cajas de ahorros, hasta completar una cifra decorosa. En alguna ocasión me ha ocurrido que algún lector me ha conminado a volver sobre el tema de algún artículo que le ha complacido especialmente. A estos lectores tan impacientes siempre les respondo con socarronería: «Paciencia, amigo, que todo se andará; basta con que dejemos correr un poco de tiempo». No saben ellos cuánto les agradezco estas incitaciones al refrito, pues las avaras musas no nos permiten ser originales sin interrupción. Afortunadamente, porque quien es original sin interrupción o es un chaquetero o es un charlatán. Cela le ha lanzado con su refrito una higa al mundo, que es como una señora sorda exigiendo que le repitamos a voces que, además de sorda, es una fea y una estrecha.

Rafael Navarro-Valls, “Los contratos del profesorado de religión en España”, PUP, 18.X.2001

El Profesor Rafael Navarro-Valls, Catedrático de la Universidad Complutense y Secretario General de la Real Academia Española de Jurisprudencia responde a las preguntas que le ha formulado nuestro redactor Óscar Garrido con motivo de la presentación en el Congreso por parte de Izquierda Unida de una moción y anteriormente una proposición no de ley en la que denunciaba que el despido de Resurrección Galera vulnera una serie de derechos constitucionales: la libertad de expresión y libertad de cátedra, derecho a la intimidad y derecho al trabajo.

Continuar leyendo “Rafael Navarro-Valls, “Los contratos del profesorado de religión en España”, PUP, 18.X.2001″