Rafael Navarro-Valls, “¿Por qué viaja tanto el Santo Padre?”, El Mundo, 6.VI.03

Con el viaje a Croacia que comenzó ayer y que finaliza el domingo, Juan Pablo II realiza su viaje número 100 fuera de Italia. En esos viajes ha visitado 145 países. Como hay algunos en los que ha estado varias veces -por ejemplo España, en cinco ocasiones-, en realidad, las visitas a países es de 210. El número total de kilómetros recorridos es de 1.157.721, sin contar sus 142 desplazamientos dentro de Italia.

No ha habido en la Historia de la Humanidad un líder público que haya viajado tanto. Tiene razón George F. Will, cuando dice que «en este principio de siglo secularizado, el hombre más popular (y más viajero) del mundo habla desde un altar». Dado que el número de católicos ha superado ya la cifra de los 1.000 millones de personas, podría pensarse que el Papa itinerante responde, con su tenaz viajar, a este 17,4% de la población mundial que mira hacia Roma buscando en él una orientación para sus problemas espirituales y morales.

Pero la verdad es que la geografía de las peregrinaciones papales no siempre coincide con los países de mayoría católica. Muchas veces parece que su andar por los caminos del mundo escruta más al futuro de una lejana evangelización que al presente. Un ejemplo es Asia. Es éste un continente especialmente difícil para el cristianismo, a diferencia de África, donde la acción misionera sólo encontró religiones tribales, no organizadas. La razón es que en Asia ha debido enfrentarse con grandes religiones, algunas de ellas anteriores al cristianismo y que con frecuencia se identifican con el poder político y con la cultura nacional: hinduismo, budismo, confucionismo, sintoísmo. En su viaje 63 a Filipinas, Juan Pablo II miraba al continente asiático con perspectiva de siglos al decir «que el tercer milenio de la era cristiana debía de ser el de la evangelización de Asia, así como el primero lo fue de Europa, y el segundo de América y África». Tal vez esto explique que a finales de agosto inicie otro viaje a Asia, con Mongolia como destino, que tiene una ínfima cantidad de católicos; o que recientemente haya visitado Azerbaiyán (que tiene sólo 200 católicos).

Por otra parte, la planificación de los viajes de Juan Pablo II no se realiza con la prudencia con la que los líderes políticos planean los suyos. Fijémonos en el ejemplo del presidente de EEUU que más veces ha viajado a África. La gira de 12 días de Clinton por seis países del África subsahariana fue, en su momento, y desde que Carter estuviera allí en 1978, la primera que un presidente estadounidense hacía al continente más necesitado del Tercer Mundo. Tres veces el tiempo que todos sus antecesores juntos dedicaron al continente más necesitado en materia de derechos humanos. En cambio, desde su elección ese mismo año, Juan Pablo II ha viajado trece veces a África, visitando 40 de sus 52 países.

Una mañana de enero de 1980, un niño de 11 años preguntó a Juan Pablo II en una parroquia romana: «Santo Padre, ¿por qué está siempre viajando por el mundo?» Esta inocente pregunta, en realidad, apunta a algunas perplejidades que en los adultos plantea este Papa peregrino: ¿por qué este viaje aquí y ahora?; ¿valía la pena recorrer tantos kilómetros para estar aquí sólo un día?; ¿no es Roma mejor sitio para un Papa enfermo y anciano, que un desierto africano, una altiplanicie americana o una multitud enfervorizada de jóvenes en un aeródromo militar? Y, sobre todo, ¿qué rastro dejará esta visita después de la marcha del Papa? La respuesta de Juan Pablo II al niño romano fue rápida: «El Papa viaja tanto, porque no todo el mundo está aquí (en Roma)». Es decir, como apostilla un estrecho colaborador del Papa: «No todos los problemas del mundo están configurados por los parámetros culturales, intelectuales y morales que aquí existen». De ahí que «si no todo el mundo está aquí» -parece dar a entender Juan Pablo II- «haré lo posible para que el Papa esté cerca de todo el mundo, es decir, viajaré para estar con cada uno». Esto explica la sensación de cercanía que los asistentes a los encuentros con el Papa suelen tener, por encima de la lejanía física o la fugacidad de su paso en el vehículo papal. Si «la causa de Dios es la causa del hombre» -como suele repetir-, no es extraño que, también en sus viajes, sea el diálogo la gran arma de Juan Pablo II.

Su optimismo antropológico explica que en los grandes conflictos de la Humanidad insista en la negociación y el diálogo. El ejemplo de las dos guerras del Golfo y su oposición a los conflictos bélicos demuestra que el Papa es un hombre al que nada parece detener en su obstinación de cumplir hasta el final su misión, y de ayudar a los conflictos por el diálogo y la negociación. Como dice Le Monde «ninguna consideración, ni médica ni política, parece retener a un Papa más dispuesto que nunca a acudir allí donde su presencia es deseada».

Pero ¿qué queda de cada viaje del Papa? Esta misma pregunta le hice a un cercano colaborador del Santo Padre hace unos días. Su punto de vista es que, por un lado, está lo que Juan Pablo II hace y dice. Por otro, lo que con su presencia sucede en cada lugar, es decir, lo que mi interlocutor llamaba «el programa exclusivo de Dios». Un ejemplo. En Kisangani, junto a la orilla del río Congo, en una noche de un calor sofocante y al final de una jornada agotadora, esa persona preguntó a un joven misionero al que la malaria, el trabajo y las dificultades materiales conferían la apariencia de un anciano: «¿ Valía la pena que viniera el Papa aquí unas horas? ¿Qué quedará cuando vuelva a Roma?». «No puedo hacer un balance -respondió el interlocutor- de cuánto Dios quiera hacer aquí. Pero aunque sólo quedara el bien que ha hecho a mi alma estar con el Papa, quedaría justificado su viaje hasta Kisangani».

Hay otras cosas que tampoco se ven inicialmente. Un tribunal de Missouri había condenado a muerte a Darrell Mease. La ejecución de la sentencia se retrasó al 10 de febrero de 1999, para evitar la coincidencia con la visita del papa a San Luis. El Papa no aludió públicamente a este asunto. Sin embargo, cuando Juan Pablo II saludó al gobernador del Estado, que no es católico, le susurró que tuviera clemencia. Cuando el Papa estaba de regreso a Roma, el gobernador comunicó a la prensa el indulto.

Mientras hace 30 años todavía se pensaba poder pronosticar el fin de la religión y el inicio de una era totalmente profana, hoy se comprueba en todas partes un nuevo impulso religioso, una apertura hacia la religión. Los viajes de Juan Pablo II ¿son causa o efecto de este renacer religioso? Pienso que ambas cosas a la vez. De otro modo no se explica que haya sido el único Papa que por dos veces se ha presentado a la comunidad internacional ante la Asamblea General de las Naciones Unidas. El primero en ser recibido en la Casa Blanca, en el Parlamento Europeo, en la Catedral de Canterbury o en la UNESCO. Acaba de recibir el doctorado Honoris Causa por la Universidad más grande de Europa. Visitó la Sinagoga de Roma y la Mezquita de Damasco. Ha estado en cárceles, leproserías e instituciones para incurables del SIDA. Desde el monte Nebo, el Papa ha podido contemplar la tierra prometida «con los ojos de Moisés». Por dos veces ha sido acogido en el estadio Maracaná de Río, en el Santiago Bernabéu o en el Nou Camp. Y siempre su presencia y sus palabras han movido multitudes atentas. Piénsese que las mayores concentraciones de jóvenes que se han producido en Oriente y Occidente han tenido como protagonista al Papa: Roma (agosto 2000), con 2 millones y medio de jóvenes, y Manila, (enero 1995) con cuatro millones. Por lo demás, es notable su capacidad de estar sin herir. Es sabido, por ejemplo, que al descender del avión suele besar la tierra a la que viaja.En 1989, con ocasión del viaje a Dili (Timor Oriental), colonia portuguesa ocupada por Indonesia, se planteó un dilema del que sus acompañantes no sabían cómo salir. Si besaba la tierra era reconocer la independencia, si no la besaba era admitir la invasión, con fuerte desilusión para la población local. Besó un crucifijo extendido sobre la tierra.

Cuando se le insiste en que baje el ritmo de trabajo y de viajes y que descanse algo más, suele contestar con buen humor: «Ya descansaré en la Vida Eterna». Es consciente de que el tiempo que le queda es poco. De ahí su deseo de aprovecharlo al máximo. Hace unos días decía: «Cada vez me doy más cuenta de que se acerca el momento en el que tendré que presentarme ante Dios». Y añade: «El don de la vida es demasiado precioso para que nos cansemos de él». Tal vez por eso últimamente suele recordar la leyenda que, cuando era niño, veía en un reloj de sol de la vieja calle Koscielna en que vivía: «El tiempo se va, la eternidad espera».He aquí otra posible explicación de porqué viaja tanto el Santo Padre.

Rafael Navarro-Valls, “Educación y fundamentalismos”, El Mundo, 28.XI.01

Organizada por Naciones Unidas, acaba de celebrarse en Madrid la Conferencia Internacional sobre la educación en relación con la libertad de religión y de convicciones, la tolerancia y la no discriminación. Unos 600 representantes de los estados miembros de las Naciones Unidas, de organizaciones intergubernamentales, de comunidades religiosas o de convicciones y un grupo de expertos, han debatido durante tres días acerca de los medios más apropiados para contribuir a la promoción y a la protección de los derechos humanos mediante la reafirmación del papel que debe jugar la educación escolar en el combate contra la intolerancia y la discriminación fundadas en la religión y las convicciones.

La declaración final ha recalcado, entre otros extremos, la necesidad de que los estados establezcan y apliquen políticas educativas que contribuyan a la erradicación de los prejuicios y de concepciones incompatibles con la libertad de religión. Es decir, que garanticen el pluralismo y el respeto a la diversidad en materia de religión y de convicciones. Desde luego, un objetivo importante en la etapa post 11 Septiembre que vive hoy la Humanidad.

Sobre este conflicto coincido con Bercken en que «Dios no viene al caso». Como él mismo observa, aquellas sectas cristianas fundamentalistas que han visto en el ataque al World Trade Center un castigo de Dios a la Torre de Babel del capitalismo, tienen una idea de Dios tan deformada como los pilotos suicidas que, probablemente, gritaron antes del ataque: «Alá es grande». Estoy también de acuerdo con la idea de que, en este combate, ha habido al menos un momento en que se ha hablado correctamente de Dios. Me refiero a la crítica de los musulmanes al uso que Estados Unidos hizo del término Justicia Infinita para calificar la primera etapa de la guerra afgana. Tanto el judaísmo como el cristianismo coincidieron con el islamismo en la idea de que sólo a Dios corresponde administrar la justicia infinita.

Tal vez por eso se ha insistido en la Conferencia de Madrid en que la educación escolar se oriente a ayudar a los alumnos a distinguir el fundamentalismo, que es una enfermedad del alma religiosa, de las creencias sinceras positivas, no marcando con la señal de la sospecha a las personas que mantienen convicciones religiosas profundamente arraigadas. Eso sería una nueva forma de intolerancia, que marginaría del torrente circulatorio de la sociedad a ciudadanos cuya aportación es cada vez más necesaria para los estados.

Efectivamente, hoy se vislumbra el peligro de dos fuerzas contradictorias entre sí, pero ambas igualmente peligrosas para la democracia pluralista y para un Estado que quiera conservar su identidad.La primera, desarrolla en algunos estratos de la población lo que viene denominándose el antimercantilismo moral; la segunda, como reacción ante una conciencia civil vacía de todo valor religioso, está produciendo un renacer de los fundamentalismos.

El antimercantilismo moral se ha definido como el miedo, por parte de las Iglesias y sus adeptos, a entrar en el juego de la libre concurrencia de las ideas y los valores morales, que suele decidirse más allá de los refugios de la decencia moral.Miedo que esconde una desesperanza con respecto a la fuerza atractiva de los valores, de lo que cada uno tiene por bueno.

Al convertirse en una premisa del Estado o, mejor, del aparato ideológico que lo soporta, la idea de que sólo es presentable en la sociedad una religiosidad light, dispuesta a transigir en sus creencias, las personas que mantienen convicciones religiosas profundamente arraigadas son marcadas con la sospecha de la intolerancia, es decir, con el estigma de un latente peligro social. Sospecha que suele llevarles a esa posición, que Tocqueville llamaba la «enfermedad del absentismo», por la que el hombre se repliega sobre sí mismo encerrándose en su torre de marfil, ajeno e indiferente a las ambiciones, incertidumbres y perplejidades de sus contemporáneos, mientras la gran sociedad sigue su curso.

Charles Taylor señala como una de las tres formas de malestar de la cultura contemporánea ese despotismo blando del Estado que convierte, a buen número de ciudadanos, en individuos enclaustrados en sus propios corazones. El Estado pierde así el concurso de un importante estrato de población, empobreciéndose en su propia entidad. De modo que son marginados los sincera y positivamente religiosos, que podrían aportar cosas positivas al torrente circulatorio de la sociedad.

Por fortuna, este estigma bastante difundido comienza a ser desautorizado.Un sondeo Gallup ha venido a desmontar en Estados Unidos el tópico a que vengo refiriéndome. En su análisis estadístico, Gallup ha desarrollado una escala de 12 grados para medir el segmento de población considerado más religioso (highly spiritually commited).Conclusión : «Aunque representan sólo el 13% de la población, estas personas, que podrían ser descritas como aquellas que tienen una fe transformadora, son más tolerantes que la mayoría, más inclinadas al voluntariado social y más preocupadas por la mejora de la sociedad».

Un 83% de los estadounidenses dice que sus convicciones religiosas en la medida que son sinceras les exigen respetar a las gentes de otras religiones. «La firmeza de las convicciones», concluye el informe, «no excluye el respeto a los demás: lo favorece».

No ignoro que esta posición podría ser acusada de «ingenuidad axiológica», si estamos a lo acontecido hace un tiempo con las sectas suicidas de los Adoradores del Sol en Suiza , en la Guayana con los seguidores del reverendo Jones o con los pilotos genocidas de Bin Laden. Pero esto supondría que el Instituto Gallup o yo mismo estuviéramos aquí confundiendo «convicciones sinceras» con fundamentalismo, que es lo que realmente se oculta en los ejemplos enunciados.

Cuando, con una especie de fundamentalismo de la purificación social, se confunden ambas mentalidades y el Estado reacciona intentando arrojar fuera del ámbito de lo público todo valor moral o religioso, entonces es cuando el peligro se torna mayor.Es decir, entonces es cuando el otro fundamentalismo por reacción pasa de ser un peligro latente para el Estado a un peligro efectivo.Por eso me he permitido insistir en los debates de la Conferencia de Madrid en que a cualquier nivel jóvenes sin religión o jóvenes de cualquier confesión una mejor comprensión de los hechos y de las personas sinceramente religiosas contribuirá a la tolerancia y a reducir los sectarismos. En otras palabras, alertar de que «el enemigo del Estado no es la religión sino esa su corrupción que es la teocracia fundamentalista».

Rafael Navarro-Valls es catedrático de la Universidad Complutense y Secretario General de la Real Academia de Jurisprudencia.

Rafael Navarro-Valls, “Parejas de hecho y parejas de siempre”, El Mundo, 25.III.97

En el debate sobre la regulación jurídica de las uniones de hecho no es infrecuente que el razonamiento se vea oscurecido por la pasión. Mantener la cabeza fría sin abdicar de las propias ideas es parte del talento. En esta línea, Antonio Gala acaba de trasladar al lenguaje periodístico alguna inquietud presente en el debate jurídico. Para Gala «transformar en pareja de derecho una de hecho… es ingresarla en las colas de la burocracia… Querer sacar (del amor) herencias y pensiones es empequeñecerlo entre ajo y perejil».

Sin ser estrictamente un jurista, Gala postula un modo interesante de regular las parejas de hecho: «Para cada individuo habrían de arbitrarse soluciones personales, o reconocerle a él, no a la pareja, derechos, protecciones y ayudas».

Permítaseme terciar en el debate para traducir al lenguaje jurídico algunas de estas sensatas ideas.

Efectivamente, uno de los problemas que plantea transformar las parejas de hecho en parejas de derecho es precisamente la protección de las uniones que no desean efectos jurídicos de ningún género.

Es decir, ¿cómo protegemos el amor libre? ¿cómo lo ponemos al resguardo de ese derecho tentacular y atrapatodo, que ya se cierne sobre aquellas parejas de hecho que -al parecer- sí que quieren efectos jurídicos? Parafraseando a Miguel Delibes, también los juristas sabemos que «la sombra del ciprés es alargada». Cuando regulamos una institución jurídica inmediatamente comienzan a estar amenazadas aquéllas cercanas que entran en el radio de acción de su sombra.

Esto quiere decir que cuando concedemos efectos legales a las parejas de hecho que se inscriben en el registro, las que no se inscriben corren el peligro de ser atraídas al abismo legal por el juego de la analogía. Si, por ejemplo, reconocemos el derecho a una indemnización al convivente abandonado de una unión de hecho inscrita, difícilmente podremos denegárselo al convivente de una unión no inscrita en idéntica situación.

La analogía de situaciones puede llevar al efecto perverso de que cuando dos personas deseen instaurar una relación sin lazos jurídicos deberán expresa y paradójicamente hacerlo constar por escrito. De otro modo su unión correrá el riesgo de convertirse en un minimatrimonio forzado.

Por eso vengo sosteniendo que el problema no es tanto la concesión de determinados efectos a las uniones de hecho, sino el vehículo a través del que se intenta conferirle esos efectos. La creación por ley de una especie de matrimonio de segunda clase, sin deber de fidelidad, con un atenuado deber de manutención y ciertas consecuencias sucesorias no termina de resolver el problema.

Dadas las muy diversas modalidades de uniones de hecho, su distinto grado de afectividad, sus plurales consecuencias económicas y sociales, una regulación por ley acabaría complicando lo que es sencillo por sí.

Lo más adecuado es remitir sus efectos caso por caso al convenio vía pacto entre las partes. Es decir, conferir eficacia legal a las convenciones privadas en las que se prevea el funcionamiento material de la unión de hecho y las reglas económicas en caso de ruptura; recurrir a la figura de la sociedad de hecho o, en caso de indefensión, al enriquecimiento sin causa. El camino que vienen siguiendo los notarios holandeses o franceses.

Y respecto a las que con buen humor acaban de denominarse parejas de siempre, es decir, las matrimoniales, conviene, efectivamente, prever los efectos no estrictamente positivos que sobre ellas pudiera tener una regulación orgánica y poco meditada de las de hecho.

¿Por qué no promulgar paralelamente una legislación más claramente protectora del matrimonio, que marque las fronteras entre instituciones que son diversas? Coincidiendo con el debate en España, hace unos días acaba de entrar en vigor en Estados Unidos la ley de defensa del matrimonio (Defense of Marriage Act) que firmó Clinton en plena campaña electoral. Nada sospechoso de animadversión a las parejas de hecho, el presidente demócrata no tuvo inconveniente en estampar su firma en una ley (aprobada en la Cámara de Representantes por 342 votos contra 67) en la que en su tercera sección se lee textualmente: «Para determinar el sentido de cualquier ley del Congreso o de cualquier norma, regulación o interpretación de los distintos departamentos administrativos y agencias de los Estados Unidos, el término matrimonio significa solamente una unión legal entre un hombre y una mujer como marido y esposa, y el término cónyuge se refiere tan sólo a una persona del sexo contrario que es marido o esposa».

No se puede olvidar que, según los últimos datos proporcionados por el Consejo de Europa, «el matrimonio sigue siendo un valor fundamental de la sociedad». Así, en Suiza el 94% de los niños nace en el seno de un matrimonio; en Alemania el 85% de los nacidos vivos crece en el seno de una familia fundada en el matrimonio; mientras que en el Reino Unido las parejas casadas con niños representan alrededor del 80% de todas las familias con niños a su cargo.

En España, de los 12 millones de uniones estables contabilizadas en las últimas estadísticas, 11.850.000 son matrimoniales. Es decir, tan sólo el 2% de los mayores de 18 años viven en unión de hecho, aunque lo más probable es que no todas ellas rechacen el matrimonio, pues bastantes están a la espera de casarse.

Lleva también razón Francisco Umbral cuando observa que, a veces, parece como «si sólo se hiciera democracia para lo exótico».

Rafael Navarro Valls es Catedrático de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid.

Rafael Navarro-Valls, “La asignatura de religión”, Veritas, 10.V.2004

El profesor Rafael Navarro Valls, Catedrático de la Facultad de Derecho, de la Universidad Complutense de Madrid y Secretario General de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación repasa en esta entrevista concedida a la agencia Veritas algunas de las medidas anunciadas por el nuevo gobierno del Partido Socialista Español, que afectan temas tan importantes como la situación de la enseñanza religiosa en la escuela pública, el estatuto de los profesores de religión, la financiación de la Iglesia o el control de actividades de tipo religioso.

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Rafael Navarro-Valls, “La delgada línea roja (clericalismo a la inversa)”, El Mundo, 18.II.2002

Entre lo temporal y lo espiritual hay una región fronteriza incierta. Una especie de delgada línea roja. Sólo un ingenuo puede desconocer que donde hay frontera es casi imposible que no haya incidentes. Piénsese, por ejemplo, en la tormenta político-social desatada en España como antes en Francia, Estados Unidos o Canadá por la pretensión de una niña musulmana de asistir a clase en un colegio público con el chador, foulard o hiyab islámico. Pero una cosa son los incidentes y otra las paradojas. Hoy se observa una curiosa tendencia de los media a intervenir y enjuiciar actuaciones exclusivamente religiosas de las autoridades eclesiásticas. Una tendencia que, en su forma extrema, enciende hogueras civiles en cuyas piras son lanzadas esas autoridades, a manera de nuevos herejes sociales. Veamos tres casos recientes: a una profesora de religión no se le renueva su contrato por la autoridad eclesiástica, determinadas canonizaciones son calificadas de «políticamente incorrectas» por algunos no creyentes, y un sacerdote que manifiesta ostensiblemente la ruptura de sus compromisos es amonestado por sus legítimos superiores. Tres acontecimientos confinados en una esfera de interés relativo, alcanzan resonancias inusitadas. Si estamos a los hechos en sí, los media te proporcionan los datos exactos, pero la interpretación no es siempre la acertada.

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Rafael Navarro-Valls, “Los contratos del profesorado de religión en España”, PUP, 18.X.2001

El Profesor Rafael Navarro-Valls, Catedrático de la Universidad Complutense y Secretario General de la Real Academia Española de Jurisprudencia responde a las preguntas que le ha formulado nuestro redactor Óscar Garrido con motivo de la presentación en el Congreso por parte de Izquierda Unida de una moción y anteriormente una proposición no de ley en la que denunciaba que el despido de Resurrección Galera vulnera una serie de derechos constitucionales: la libertad de expresión y libertad de cátedra, derecho a la intimidad y derecho al trabajo.

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Rafael Navarro-Valls, “Violencia sexual y cultura”, El Mundo, 23.III.2001

Según datos muy recientes del Foro contra la Violencia de la Mujer, el número de víctimas mortales de la violencia sexista en España se ha triplicado el último año. El informe publicado por el Foro de Población de la ONU anota que una de cada tres mujeres en el mundo sufre malos tratos o abusos sexuales. Un serio estudio sociológico promovido por CCOO concluye que una de cada seis trabajadoras españolas sufre acoso sexual. La publicidad sexista ha generado, en el último año en España, casi 400 quejas: un 12% más que el año anterior. El más reciente informe del INE en España detecta una subida alarmante de los delitos sexuales: entre otros datos se destaca que, desde 1992, al menos 26 jóvenes han sido asesinadas con abuso sexual previo. La última, esta misma semana, una niña de 14 años en Campo de Criptana, un caso todavía bajo secreto sumarial.

Según Manos Unidas, un millón de niños y adolescentes entran cada año en el negocio de la prostitución. El Tribunal Penal Internacional para Yugoslavia acaba de calificar, por primera vez, los asaltos sexuales como crímenes contra la humanidad. En fin, hace unos días el delegado del Gobierno de la Comunidad de Madrid declaraba que, si durante el año 2000 en la región los delitos en general bajaron una media del 5,53%, el número de agresiones sexuales se han duplicado sobre el año 1999.

Pido perdón por el abusivo recurso a la estadística, pero me parece de interés corroborar con datos lo que la Sociología lleva un tiempo alertando: en el cuadro de mandos de la sociedad occidental se han encendido las luces rojas de alarma en la materia. Trasladar estadísticas sin indagar en las causas sería hacer una especie de sociologismo fotográfico que todo lo plasma, pero nada analiza. Hagamos un esfuerzo de análisis sobre ellas.

Lo primero que parece advertirse es que se está produciendo aquello que Octavio Paz denominaba «uno de los tiros por la culata de la modernidad». Según el poeta mexicano: «Se suponía que la libertad sexual acabaría por suprimir tanto el comercio de los cuerpos como el de las imágenes eróticas. La verdad es que ha ocurrido exactamente lo contrario. La sociedad capitalista democrática ha aplicado las leyes impersonales del mercado y la técnica de la producción en masa a la vida erótica. Así la ha degradado, aunque el negocio ha sido inmenso». Tal vez por eso, Antonio Gala decía no hace mucho que, «en materia de sexo y dinero, ¿quién está limpio aquí?». Veamos.

Entre ocho y nueve millones de personas leen en España el periódico durante, aproximadamente, una hora al día. Treinta y un millones ven el televisor un mínimo de dos horas. El 60% de los niños en edad escolar y preescolar permanece tres horas al día frente a la pequeña pantalla. Según datos fiables, estos niños ven unos 10 casos de violencia física, tres de ellos con resultado de muerte; una serie notable de efusiones sentimentales y eróticas fuera de matrimonio; y uniones carnales descritas con bastante minuciosidad.

En Italia, con datos muy parecidos a los españoles, un grupo de padres fueron invitados para visionar una antología de la tarde televisiva de sus hijos. Al terminar la sesión, algunos sufrieron trastornos circulatorios y los más manifestaron una dolorosa incredulidad. Habitualmente no veían la televisión con sus hijos. Según Ettore Bernabei, de la International Family Foundation, la patología televisiva a que puede dar lugar este bombardeo de imágenes sería peor que los efectos de un artefacto nuclear de la serie N. Este destruye los cuerpos, pero deja intactas las cosas inanimadas. Cuando la adicción televisiva se convierte en patología no es difícil la progresiva erosión del espíritu, aunque queden incólumes los cuerpos.

Algo parecido ocurre con parte de la industria del cine. El crítico de cine norteamericano Michael Medved provocó una polémica con su libro Hollywood contra América. Esta obra, que realiza un exhaustivo estudio acerca del tratamiento que Hollywood da a temas como la religión, el sexo, la familia o la violencia, sostiene que, con demasiada frecuencia, la industria cinematográfica difunde unos mensajes opuestos a valores que el público medio aprecia: fidelidad, lealtad, pudor, etcétera. Su tesis ha suscitado comentarios dispares.

Algunos, como Peter Biskind en Premiere, la rechazaron y la calificaron de histérica. The Economist, sin embargo, coincide con la tesis de Medved. Si trasladamos estos resultados a España, puede provisionalmente concluirse que las pautas de comportamiento sexual difundidas por parte de los media, contienen una buena dosis de irresponsabilidad. De modo que se produce un curioso efecto: los mismos medios que braman contra la violencia sexual probablemente son cómplices indirectos de ella, al contribuir con sus mensajes a crear el caldo de cultivo propicio.

La propaganda mediática de la violencia y el sexo «surge de las pantallas, que hacen como si la contasen y la difundiesen pero, en realidad, la preceden y la solicitan» (Baudrillard). Un incidente ocurrido hace pocos años entre Grecia y Turquía puede ilustrar este fenómeno, que se agrava por la implacable lucha por los índices de audiencia. A raíz de las declaraciones belicosas de una emisora privada de televisión en relación con un minúsculo islote, las televisiones y las radios griegas -arropadas por la prensa- se lanzaron a una escalada de desvaríos nacionalistas. Las televisiones y los medios turcos, para no perder audiencia, entraron en la batalla. Soldados griegos desembarcaron en el islote, las respectivas flotas pusieron proa hacia esas aguas y la guerra se evitó por los pelos.

Es un ejemplo más de que el conocimiento del mundo a través de imágenes deformadas incapacita al sujeto para formas superiores de pensamiento y atrofia nuestra capacidad. Esta tormenta de imágenes hace que hoy se reflexione poco sobre el sexo. Se imagina, se sueña o se suspira con él. El sexo nos estimula o nos deprime. Pero esta tumultuosa actividad no es pensar. Como se ha dicho, «pensar en el sexo significa esforzarse en ver el sexo en su más íntima realidad y en la función a que está destinado». Desde luego es más divertido usar el sexo que pensar sobre él. Pero de vez en cuando conviene hacerlo. La historia del mundo humano ha sido la historia del dominio de la razón sobre los impulsos, sin excluir el sexo. Un descontrol masivo del mismo no parece estar dando resultados positivos.

Otra causa es la ingenua confianza en las medidas legales para erradicar el problema. El Derecho es un modesto instrumento de paz social. Pero echar sobre sus espaldas la ingente tarea de variar los comportamientos sociales una vez alterados, es olvidar que el Derecho tiene un influjo mayor mediante lo que podríamos denominar su actividad negativa. Esto es, puede contribuir a no erosionar el ecosistema familiar y social con más eficacia que a restaurarlo, una vez modificado por perturbaciones sociales. Desde luego, son necesarias las reacciones legales destinadas a reprimir los delitos contra la libertad sexual, proteger los derechos a la disposición del propio cuerpo, tutelar el consentimiento viciado en casos de abusos sexuales a menores o el derecho colectivo de exigir unas pautas morales de conducta en los delitos de exhibicionismo, prostitución, pornografía etcétera.

En Estados Unidos, se ha llegado a presentar en la Cámara de Representantes un proyecto de ley (Pornography Victims Compensation Act) en el que las víctimas de los delitos contra la libertad sexual podrían pedir indemnizaciones a la industria pornográfica. Bastaría demostrar que ella ha sido la causa que ha provocado, aunque sea indirectamente, el ataque sexual contra mujeres o niños. Justificación de los congresistas promotores: «La pornografía borra la humanidad de la víctima con mentiras tales como que las mujeres quieren ser violadas o que los niños desean sexo».

Pero estas medidas legales no llegan a la raíz del problema. El verdadero problema es, parece ser, el elevado coste que la población infantil y adolescente está pagando por los errores que los adultos hemos incorporado en el significado de la sexualidad. Esa deformación inicial (los niños tienden a imitar y desear lo que desean los adultos) se traspasa a los años de la juventud e incluso de madurez, creando el caldo de cultivo necesario para la violencia sexual. Al menos, esta es la opinión que comienza a abrirse paso en la Psicología y en la Sociología. Lo cual es compatible con que, en un amplio reportaje sobre la revolución sexual en EEUU, la revista Time acabe de dictaminar su declive. Efectivamente, la llamarada de los 60 acabaría apagándose con desencanto en los 90.

Muchas personas comienzan a descubrir los tradicionales valores de la fidelidad, el compromiso mutuo y el matrimonio. En las encuestas entre estudiantes crece el número de los que exigen que haya amor y una relación estable para justificar las relaciones sexuales. Por ejemplo, según un estudio sobre los valores de los universitarios realizado por la Universidad Complutense (marzo del 2000) el 65,3% de los universitarios considera «imprescindible» la fidelidad sexual a la pareja. Cifra que se eleva al 73,1% cuando se trata de universitarias.

Pero esta nueva actitud no significa, sin más, un retorno al equilibrio. La revolución sexual ha sido absorbida en buena parte por la cultura, y aunque, por eso mismo, ha dejado de ser algo nuevo y atrayente, lo cierto es que ha dejado una huella profunda que ha llevado de la exaltación del sexo a su trivialización y, de ahí, al desencanto. Existe todavía una hipertrofia de la afectividad en la que el fluir de los impulsos se convierte en la estrella polar que guía el comportamiento humano. Esta mezcla de inmadurez afectiva e hipersentimentalismo provoca un desequibrio anímico que desemboca en la tendencia a entablar relaciones interpersonales basadas tan sólo en el egoísmo. Quizá por ello todavía la necesidad de sexo duro, y en dosis cada vez mas altas, se ha convertido -en determinados sectores que aún viven la resaca de ese fenómeno- en una dependencia. Es muy sintomático que comiencen a proliferar, discretamente, tratamientos médicos de deshabituación sexual.

¿Cuál es el capital social del que disponemos para atajar estas causas de violencia sexual? Si estamos a los índices que propone Fukuyama para medirlo en las sociedades occidentales, el activo está disminuyendo de forma alarmante. Desde instancias diversas se sugiere un esfuerzo combinado de reconstrucción social en el que intervengan todas las fuerzas sociales: Estado, sociedad civil, religión y poder mediático. Tal vez debamos comenzar por la escuela y la familia en un esfuerzo de verdadera socialización de los valores.

Reducir el sexo a mera genitalidad es sembrar las semillas de la violencia sexual, y provocar a la larga actitudes de riesgo. No se trata de dramatizar más de la cuenta. Se trata de aplicar la sensatez. También en esta materia.

Rafael Navarro-Valls es catedrático de la Universidad Complutense y Secretario General de la Real Academia de Jurisprudencia.