En el debate sobre la regulación jurídica de las uniones de hecho no es infrecuente que el razonamiento se vea oscurecido por la pasión. Mantener la cabeza fría sin abdicar de las propias ideas es parte del talento. En esta línea, Antonio Gala acaba de trasladar al lenguaje periodístico alguna inquietud presente en el debate jurídico. Para Gala «transformar en pareja de derecho una de hecho… es ingresarla en las colas de la burocracia… Querer sacar (del amor) herencias y pensiones es empequeñecerlo entre ajo y perejil».
Sin ser estrictamente un jurista, Gala postula un modo interesante de regular las parejas de hecho: «Para cada individuo habrían de arbitrarse soluciones personales, o reconocerle a él, no a la pareja, derechos, protecciones y ayudas».
Permítaseme terciar en el debate para traducir al lenguaje jurídico algunas de estas sensatas ideas.
Efectivamente, uno de los problemas que plantea transformar las parejas de hecho en parejas de derecho es precisamente la protección de las uniones que no desean efectos jurídicos de ningún género.
Es decir, ¿cómo protegemos el amor libre? ¿cómo lo ponemos al resguardo de ese derecho tentacular y atrapatodo, que ya se cierne sobre aquellas parejas de hecho que -al parecer- sí que quieren efectos jurídicos? Parafraseando a Miguel Delibes, también los juristas sabemos que «la sombra del ciprés es alargada». Cuando regulamos una institución jurídica inmediatamente comienzan a estar amenazadas aquéllas cercanas que entran en el radio de acción de su sombra.
Esto quiere decir que cuando concedemos efectos legales a las parejas de hecho que se inscriben en el registro, las que no se inscriben corren el peligro de ser atraídas al abismo legal por el juego de la analogía. Si, por ejemplo, reconocemos el derecho a una indemnización al convivente abandonado de una unión de hecho inscrita, difícilmente podremos denegárselo al convivente de una unión no inscrita en idéntica situación.
La analogía de situaciones puede llevar al efecto perverso de que cuando dos personas deseen instaurar una relación sin lazos jurídicos deberán expresa y paradójicamente hacerlo constar por escrito. De otro modo su unión correrá el riesgo de convertirse en un minimatrimonio forzado.
Por eso vengo sosteniendo que el problema no es tanto la concesión de determinados efectos a las uniones de hecho, sino el vehículo a través del que se intenta conferirle esos efectos. La creación por ley de una especie de matrimonio de segunda clase, sin deber de fidelidad, con un atenuado deber de manutención y ciertas consecuencias sucesorias no termina de resolver el problema.
Dadas las muy diversas modalidades de uniones de hecho, su distinto grado de afectividad, sus plurales consecuencias económicas y sociales, una regulación por ley acabaría complicando lo que es sencillo por sí.
Lo más adecuado es remitir sus efectos caso por caso al convenio vía pacto entre las partes. Es decir, conferir eficacia legal a las convenciones privadas en las que se prevea el funcionamiento material de la unión de hecho y las reglas económicas en caso de ruptura; recurrir a la figura de la sociedad de hecho o, en caso de indefensión, al enriquecimiento sin causa. El camino que vienen siguiendo los notarios holandeses o franceses.
Y respecto a las que con buen humor acaban de denominarse parejas de siempre, es decir, las matrimoniales, conviene, efectivamente, prever los efectos no estrictamente positivos que sobre ellas pudiera tener una regulación orgánica y poco meditada de las de hecho.
¿Por qué no promulgar paralelamente una legislación más claramente protectora del matrimonio, que marque las fronteras entre instituciones que son diversas? Coincidiendo con el debate en España, hace unos días acaba de entrar en vigor en Estados Unidos la ley de defensa del matrimonio (Defense of Marriage Act) que firmó Clinton en plena campaña electoral. Nada sospechoso de animadversión a las parejas de hecho, el presidente demócrata no tuvo inconveniente en estampar su firma en una ley (aprobada en la Cámara de Representantes por 342 votos contra 67) en la que en su tercera sección se lee textualmente: «Para determinar el sentido de cualquier ley del Congreso o de cualquier norma, regulación o interpretación de los distintos departamentos administrativos y agencias de los Estados Unidos, el término matrimonio significa solamente una unión legal entre un hombre y una mujer como marido y esposa, y el término cónyuge se refiere tan sólo a una persona del sexo contrario que es marido o esposa».
No se puede olvidar que, según los últimos datos proporcionados por el Consejo de Europa, «el matrimonio sigue siendo un valor fundamental de la sociedad». Así, en Suiza el 94% de los niños nace en el seno de un matrimonio; en Alemania el 85% de los nacidos vivos crece en el seno de una familia fundada en el matrimonio; mientras que en el Reino Unido las parejas casadas con niños representan alrededor del 80% de todas las familias con niños a su cargo.
En España, de los 12 millones de uniones estables contabilizadas en las últimas estadísticas, 11.850.000 son matrimoniales. Es decir, tan sólo el 2% de los mayores de 18 años viven en unión de hecho, aunque lo más probable es que no todas ellas rechacen el matrimonio, pues bastantes están a la espera de casarse.
Lleva también razón Francisco Umbral cuando observa que, a veces, parece como «si sólo se hiciera democracia para lo exótico».
Rafael Navarro Valls es Catedrático de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid.