Camino de ninguna parte

Un matrimonio americano había salido de viaje. El esposo conducía enfebrecido. Había hecho ya trescientos kilómetros sin dejar de mirar de reojo al salpicadero. De repente la esposa consultó la guía de carreteras y anunció: «Nos hemos perdido». «¿Y qué?», replicó el marido. «¡Llevamos una media estupenda!». Ese estupendo promedio, camino de ninguna parte, es el que llevan algunos en su intento de llenar su día y su vida de sensación de diligencia y eficacia. Deberían recordar que cuando uno no sabe adónde va, acaba en otra parte.

El paquete de galletas

Cuando aquella tarde llegó a la vieja estación le informaron que el tren en el que ella viajaría se retrasaría aproximadamente una hora. La elegante señora, un poco fastidiada, compró una revista, un paquete de galletas y una botella de agua para pasar el tiempo. Buscó un banco en él anden central y se sentó preparada para la espera. Mientras hojeaba su revista, un joven se sentó a su lado y comenzó a leer un diario. Imprevistamente, la señora observó como aquel muchacho, sin decir una sola palabra, estiraba la mano, agarraba el paquete de galletas, lo abría y comenzaba a comerlas, una a una, despreocupadamente. La mujer se molestó por esto, no quería ser grosera, pero tampoco dejar pasar aquella situación o hacer como si nada hubiera pasado; así que, con un gesto exagerado, tomó el paquete y sacó una galleta, la exhibió frente al joven y se la comió mirándolo fijamente a los ojos. Como respuesta, el joven tomó otra galleta y mirándola la puso en su boca y sonrió. La señora ya enojada, tomó una nueva galleta y, con ostensibles señales de fastidio, volvió a comer otra, manteniendo de nuevo la mirada en el muchacho. El dialogo de miradas y sonrisas continuó entre galleta y galleta. La señora cada vez más irritada, y el muchacho cada vez más sonriente. Finalmente, la señora se dio cuenta de que en el paquete sólo quedaba la última galleta. “No podrá ser tan descarado”, pensó mientras miraba alternativamente al joven y al paquete de galletas. Con calma el joven alargó la mano, tomó la última galleta, y con mucha suavidad, la partió en dos y ofreció la mitad de la última galleta a su compañera de banco. “¡Gracias!”, dijo la mujer tomando con rudeza aquella mitad. “De nada”, contestó el joven sonriendo suavemente mientras comía su mitad. Entonces el tren anunció su partida… La señora se levantó furiosa del banco y subió a su vagón. Al arrancar, desde la ventanilla de su asiento vio al muchacho todavía sentado en el anden y pensó: “¡Qué insolente, qué mal educado, qué será de este mundo con esta juventud!”. Sin dejar de mirar con resentimiento al joven, sintió la boca reseca por el disgusto que aquella situación le había provocado. Abrió su bolso para sacar la botella de agua y se quedó totalmente sorprendida cuando encontró, dentro de su cartera, su paquete de galletas intacto.

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En una ocasión, por la tarde, un hombre vino a nuestra casa, para contarnos el caso de una familia hindú de ocho hijos. No habían comido desde hacía ya varios días. Nos pedía que hiciéramos algo por ellos. De modo que tomé algo de arroz y me fui a verlos. Vi cómo brillaban los ojos de los niños a causa del hambre. La madre tomó el arroz de mis manos, lo dividió en dos partes y salió. Cuando regresó le pregunté: qué había hecho con una de las dos raciones de arroz. Me respondió: “Ellos también tienen hambre”. Sabía que los vecinos de la puerta de al lado, musulmanes, tenían hambre. Quedé más sorprendida de su preocupación por los demás que por la acción en sí misma. En general, cuando sufrimos y cuando nos encontramos en una grave necesidad no pensamos en los demás. Por el contrario, esta mujer maravillosa, débil, pues no había comido desde hacía varios días, había tenido el valor de amar y de dar a los demás, tenía el valor de compartir. Frecuentemente me preguntan cuándo terminará el hambre en el mundo. Yo respondo: Cuando aprendamos a compartir”. Cuanto más tenemos, menos damos. Cuanto menos tenemos, más podemos dar. (Madre Teresa de Calcuta)

El portal de oro

En una ciudad nacieron dos hombres, el mismo día, a la misma hora en el mismo lugar. Sus vidas se desarrollaron y cada uno vivió muchas experiencias diferentes. Al final de sus vidas ambos murieron el mismo día, a la misma hora, en el mismo lugar. De acuerdo a la leyenda se dice que al morir tenemos que pasar por un gran portal de oro puro, donde allí un guardián, nos hace ciertas preguntas para permitirnos pasar. El primer hombre llegó y el guardián le pregunta: Qué fue de tu vida? El responde: “Conocí muchos lugares, tuve muchos amigos, hice negocios que produjeron grandes riquezas, mi familia tuvo lo mejor y trabaje duro”. El guardián le pregunta: “¿Qué traes contigo?” Él responde: “Todo ha quedado allí, no traigo nada”. Ante esto, el guardián responde: “Lo siento, no puedes pasar debido a que no traes nada contigo”. Al escuchar estas palabras el hombre, llorando y con gran pena en su corazón, se sienta a un lado a sufrir el dolor de no poder entrar. El segundo hombre llegó y el guardián le pregunta: “¿Qué fue de tu vida?”. Él responde: “Desde el momento en que nací, fui un caminante, no tuve riquezas, sólo busqué el amor en los corazones de todos los hombres, mi familia me abandonó y en realidad nunca tuve nada.” El guardián le pregunta: “¿Encontraste lo que buscabas?”. Él le responde: “Sí, ha sido mi único alimento desde que lo encontré”. El guardián responde: “Muy bien, puedes pasar”. Pero ante esta respuesta, el hombre dice: “El Amor que he encontrado es tan grande que lo quiero compartir con este hombre sentado al lado del portal, sufriendo por su fortuna”. Dice la leyenda que su amor era tan grande que fue suficiente para que ambos pasaran por el portal. (Historia Sufí)

Construyendo una catedral

Un hombre golpeaba fuertemente una roca, con rostro duro, sudando. Alguien le preguntó: – ¿Cuál es su trabajo? Y contestó con pesadumbre: – ¿No lo ve? Picar piedra.

Un segundo hombre golpeaba fuertemente otra roca, con rostro duro, sudando. Alguien le preguntó: – ¿Cuál es su trabajo? Y contestó con pesadumbre: – ¿No lo ve? Tallar un peldaño.

Un tercer hombre golpeaba fuertemente una roca, transpirado, con rostro alegre, distendido. Alguien le preguntó: – ¿Cuál es su trabajo?”. Y contestó ilusionado: -Estoy construyendo una catedral.

El portero del botiquín

No había en el pueblo peor oficio que el de portero del botiquín. Pero ¿qué otra cosa podría hacer aquel hombre? De hecho, nunca había aprendido a leer ni a escribir, no tenía ninguna otra actividad ni oficio. Un día se hizo cargo del botiquín un joven con inquietudes, creativo y emprendedor. El joven decidió modernizar el negocio. Hizo cambios y después cito al personal para darle nuevas instrucciones. Al portero, le dijo: “A partir de hoy usted, además de estar en la puerta, me va a preparar un informe semanal donde registrará la cantidad de personas que entran día por día y anotará sus comentarios y recomendaciones sobre el servicio”. El hombre tembló, nunca le había faltado disposición al trabajo pero….. “Me encantaría satisfacerlo, señor -balbuceo- pero yo… yo no sé leer ni escribir”. “¡Ah! ¡Cuánto lo siento!”. “Pero, señor, usted no me puede despedir, yo trabajé en esto toda mi vida”. No le dejó terminar: “Mire, yo comprendo, pero no puedo hacer nada por usted. Le vamos a dar una indemnización para que tenga hasta que encuentre otra cosa. Así que, lo siento. Que tenga suerte”.

El hombre sintió que el mundo se derrumbaba. Nunca había pensado que podría llegar a encontrarse en esa situación. ¿Qué hacer? Recordó que en el botiquín, cuando se rompía una silla o una mesa, él, con un martillo y clavos lograba hacer un arreglo sencillo y provisorio. Pensó que ésta podría ser una ocupación transitoria hasta conseguir un empleo. El problema es que sólo contaba con unos clavos oxidados y una tenaza mellada. Usaría parte del dinero para comprar una caja de herramientas completa. Como en el pueblo no había una ferretería, debía viajar dos días en mula para ir al pueblo más cercano a realizar la compra. ¿Qué más da?, pensó, y emprendió la marcha. A su regreso, traía una hermosa y completa caja de herramientas. De inmediato su vecino llamó a la puerta de su casa. Vengo a preguntarle si no tiene un martillo para prestarme. Mire, sí, lo acabo de comprar pero lo necesito para trabajar… como me quedé sin empleo… Bueno, pero yo se lo devolvería mañana bien temprano. Está bien. A la mañana siguiente, como había prometido, el vecino tocó la puerta. Mire, yo todavía necesito el martillo. ¿Por qué no me lo vende? No, yo lo necesito para trabajar y además, la ferretería esta a dos días de mula. Hagamos un trato -dijo el vecino- Yo le pagaré los dos días de ida y los dos de vuelta, más el precio del martillo, total usted está sin trabajar. ¿Qué le parece? Realmente, esto le daba trabajo por cuatro días… Aceptó. Volvió a montar su mula. Al regreso, otro vecino le esperaba en la puerta de su casa. Hola, vecino. ¿Usted le vendió un martillo a nuestro amigo? Sí. Yo necesito unas herramientas, estoy dispuesto a pagarle sus cuatros días de viaje, más una pequeña ganancia. Yo no dispongo de tiempo para el viaje. El ex-portero abrió su caja de herramientas y su vecino eligió una pinza, un destornillador, un martillo y un cincel. Le pagó y se fue. “No dispongo de cuatro días para compras”, recordaba. Si esto era cierto, mucha gente podría necesitar que él viajara a traer herramientas. En el siguiente viaje arriesgó un poco más del dinero trayendo más herramientas que las que había vendido. De paso, podría ahorrar algún tiempo de viajes. La voz empezó a correrse por el barrio y muchos quisieron evitarse el viaje. Una vez por semana, el ahora corredor de herramientas viajaba y compraba lo que necesitaban sus clientes. Alquiló un local para almacenar las herramientas y algunas semanas después, con una vidriera, el local se transformó en la primera ferretería del pueblo. Todos estaban contentos y compraban en su negocio. Ya no viajaba, los fabricantes le enviaban sus pedidos. Él era un buen cliente. Con el tiempo, las comunidades cercanas preferían comprar en su ferretería y ganar dos días de marcha. Un día se le ocurrió que su amigo, el tornero, podría fabricar para él las cabezas de los martillos. Y luego, ¿por qué no? Las tenazas… y las pinzas… y los cinceles. Y luego fueron los clavos y los tornillos…. Para no hacer muy largo el cuento, sucedió que en diez años aquel hombre se transformó con honestidad y trabajo en un millonario fabricante de herramientas. Un día decidió donar a su pueblo una escuela. Allí se enseñaría, además de leer y escribir, las artes y oficios más prácticos de la época. En el acto de inauguración de la escuela, el alcalde le entregó las llaves de la ciudad, le abrazó y le dijo: Es con gran orgullo y gratitud que le pedimos que ponga su firma en la primera hoja del libro de honor de la nueva escuela.. El honor sería enorme -dijo el hombre-, pero yo no sé leer ni escribir. Soy analfabeto. ¿Usted?, dijo el Alcalde, que no alcanzaba a creerlo. ¿Usted construyó un imperio industrial sin saber leer ni escribir? Estoy asombrado. Me pregunto…, ¿qué hubiera sido de usted si hubiera sabido leer y escribir? Yo se lo puedo contestar -respondió el hombre con calma-. Si yo hubiera sabido leer y escribir… sería portero del botiquín! Las adversidades encierran bendiciones. Las crisis están llenas de oportunidades. Cambiar y adaptarse al cambio siempre será la opción más segura.

Contratiempo de un náufrago

El único sobreviviente de un naufragio llegó a la playa de una diminuta y deshabitada isla. El oró fervientemente a Dios pidiéndole ser rescatado, y cada día escudriñaba el horizonte buscando ayuda, pero no parecía llegar. Cansado, finalmente optó por construirse una cabaña de madera para protegerse de los elementos y almacenar sus pocas pertenencias. Un día, tras de merodear por la isla en busca de alimento, regresó a casa para encontrar su cabañita envuelta en llamas, con el humo ascendiendo hasta el cielo. Lo peor había ocurrido… lo había perdido todo. Quedó anonadado con tristeza y rabia. “Dios: como me pudiste hacer esto a mi!” se lamentó. Temprano al día siguiente, sin embargo, fue despertado por el sonido de un barco que se acercaba a la isla. Había venido a rescatarlo. “Como supieron que estaba aquí?” preguntó el cansado hombre a sus salvadores. “Vimos su señal de humo”, contestaron ellos.

Emilia Kaczorowska

Emilia Kaczorowska tiene casi cuarenta años. Vive en una modesta población de un país europeo. Emilia tiene un hijo y me cuenta de las dificultades a las que ella y su marido se enfrentan cada día para sacar adelante la familia. Sabe que yo tengo cierta intuición y buen criterio para aconsejarla y por eso acude a mí con frecuencia. Esta vez, hablando de los hijos, comentamos lo incierto que aparece el futuro para una familia como la de ellos. Yo sé que Emilia morirá en no más de diez años, y no sólo eso, sino que su marido morirá al poco de comenzar la guerra. Su hijo mayor morirá también. ¿La planificación familiar es una necesidad para ellos? ¿Qué futuro les puede esperar? Quizá sea mejor que no nazca… Además, Emilia tiene ya casi cuarenta años. A esa edad, puedes tener un hijo deforme… Puedes recurrir a diversos procedimientos para evitarlos. Serías insensata, inhumana, irresponsable… ¿Qué herencia les vas a dejar? Piensa en el mundo tan desastroso que verán tus hijos, contempla los días tan difíciles que viviremos después de la invasión de nuestro país. Emilia me escuchó con paciencia y atención; me dio las gracias y se despidió de mi. A los pocos meses Emilia me da la noticia de que está embarazada. Yo me indigno: “¡Estas mujeres ignorantes y necias que no saben hacer otra cosa que tener hijos!”. Ella, callada, me escucha serena y continúa su pesado trabajo, y lleva con una amable sonrisa las dificultades propias del embarazo. Finalmente, Emilia da a luz a un hijo más. Mis predicciones fatalistas se cumplen una tras otra: Emilia muere dejando a su pequeño hijo de apenas 10 años; luego muere su hijo mayor; finalmente muere su esposo. Solo queda en el mundo el pequeño Karol. Hoy, más de sesenta años después, millones de hombres y mujeres de todas las razas y todas las condiciones sociales llaman a Karol de otra manera: le llaman Juan Pablo II.

De vuelta de la guerra

Un soldado que pudo regresar a casa después de haber peleado en la guerra de Vietnam. Le habló a sus padres desde San Francisco. “Mamá, voy de regreso a casa, pero tengo que pediros un favor. Traigo a un amigo que me gustaría que se quedara con nosotros.” Le dijeron: “Claro, nos encantaría conocerlo.” El hijo siguió diciendo: “Hay algo que debéis saber. Fue herido en la guerra. Pisó en una mina de tierra y perdió un brazo y una pierna. Él no tiene adónde ir, y quiero que se venga a vivir con nosotros a casa.” “Siento mucho el escuchar eso, hijo. A lo mejor podemos encontrar un lugar en donde el se pueda quedar.” “No, mamá y papá, yo quiero que él viva con nosotros.” “Hijo, tu no sabes lo que estás pidiendo. Alguien que esté tan limitado físicamente puede ser un gran peso para nosotros. Nosotros tenemos nuestras propias vidas que vivir, y no podemos dejar que algo como esto interfiera con nuestras vidas. Yo pienso que tu deberías de regresar a casa y olvidarte de esta persona. Él encontrara una manera en la que pueda vivir él solo.” En ese momento el hijo colgó el teléfono.

Los padres ya no volvieron a saber de él. Unos días después, los padres recibieron una llamada telefónica de la policía de San Francisco. Su hijo había muerto después de que se había caído de un edificio, fue lo que les dijeron. La policía creía que era un suicidio. Los padres, destrozados de la noticia, volaron a San Francisco y fueron llevados a que identificaran a su hijo. Ellos lo reconocieron, pero, para su horror, ellos descubrieron algo que no sabían: su hijo tan solo tenía un brazo y una pierna. Los padres de esta historia son como muchos de nosotros. Encontramos muy fácil amar a personas que son hermosas por fuera o que son simpáticas, pero no a la gente que nos hace sentir alguna inconveniencia o que nos hace sentirnos incómodos. Preferimos estar alejados de personas que no son hermosas, sanas o inteligentes como suponemos serlo nosotros.

Ese niño me enseñó a amar

En una ocasión, en Calcuta, no teníamos azúcar para nuestros niños. Sin saber cómo, un niño de cuatro años había oído decir que la Madre Teresa se había quedado sin azúcar. Se fue a su casa y les dijo a sus padres que no comería azúcar durante tres días para dárselo a la Madre Teresa. Sus padres lo trajeron a nuestra casa: entre sus manitas tenía una pequeña botella de azúcar, lo que no había comido. Aquel pequeño me enseñó a amar. Lo más importante no es lo que damos sino el amor que ponemos al dar. (Madre Teresa de Calcuta)