Carácter y voluntad

  • Fortalecer la voluntad
  • Dominio de uno mismo
  • ¿Qué es ser inteligente?
  • Voluntarismo
  • Enfermedades de la voluntad
  • Vivir mejor con menos
  • Austeridad y templanza
  • La falsa compasión

Fortalecer la voluntad Todos sabemos de la importancia de la fuerza de voluntad para formar el carácter. El asunto es ¿qué hacen, o qué hacemos, los que hemos nacido con menos voluntad? La voluntad crece con su ejercicio continuado y cuando se va entrenando en direcciones determinadas. Y eso sólo se logra venciendo en la lucha que —queramos o no— vamos librando de día en día.

Esta consolidación de la voluntad admite una sencilla comparación con la fortaleza física: unos tienen de natural más fuerza de voluntad que otros; pero sobre todo influye la educación que se ha recibido y el entrenamiento que uno haga.

Una voluntad recia no se consigue de la noche a la mañana. Hay que seguir una tabla de ejercicios para fortalecer los músculos de la voluntad, haciendo ejercicios repetidos, y que supongan esfuerzo. ¿Una tabla? Sí, y si esos ejercicios no suponen esfuerzo son inútiles. Ahora hago esto porque es mi deber; y ahora esto otro, aunque no me apetece, para agradar a esa persona que trabaja conmigo; y en casa cederé en ese capricho o en esa manía, en favor de los gustos de quienes conviven conmigo; y evitaré aquella mala costumbre que no me gustaría ver en los míos; y me propongo luchar contra ese egoísmo de fondo para ocuparme de aquél; y superar la pereza que me lleva a abandonarme en mi preparación profesional, mi formación cultural o mi práctica religiosa.

Sin dejar esa tabla a la primera de cambio, pensando que no tiene importancia. Ejercítate cada día en vencerte, aunque sea en cosas muy pequeñas. Recuerda aquello de que por un clavo se perdió una herradura, por una herradura un caballo, por un caballo un caballero, por un caballero una batalla, por una batalla un ejército, por un ejército…

Con constancia y tenacidad, con la mirada en el objetivo que nos lleva a seguir esa tabla. Porque, ¿qué se puede hacer, si no, con una persona cuyo drama sea ya simplemente el hecho de levantarse en punto cada mañana, o estudiar esas pocas horas que se había propuesto? ¿Qué soporte de reciedumbre humana tendrá para cuando haya de tomar decisiones costosas? Y en la educación, los padres y profesores deben alabar más el esfuerzo y elogiar menos las dotes intelectuales, pues lo primero produce estímulo, pero lo segundo sólo vanidad. Además, muchas veces las grandes cabezas, ésas que apenas tuvieron que hacer nada para superar holgadamente sus primeros estudios, acaban luego fracasando porque no aprendieron a esforzarse. Y quizá aquel otro, menos brillante, que se llevaba tantos reproches y que era objeto de odiosas comparaciones con su hermano o su primo o su vecino listo, gracias a su afán de superación acaba haciendo frente con mayor ventaja a las dificultades habituales de la vida.

Dominio de uno mismo «Ayer comencé, por quinta vez en este año, un nuevo régimen de comidas. Sé que tengo que perder peso, y estoy empeñado en lograrlo. Me leo todo lo que encuentro sobre este tema. Me mentalizo. Pienso que voy a lograrlo. Pero todas las veces me pasa igual. A las pocas semanas me vengo abajo. Me parece imposible mantener mis propósitos siquiera unos meses.» Ideas semejantes a estas atormentan con frecuencia la mente de muchas personas, que sufren la angustia de comprobar que son muy poco dueñas de sí mismas, que apenas logran tomar las riendas de su existencia. Son personalidades un poco flojas, flácidas. Se encuentran enganchadas a la televisión, pesan diez kilos de más, han intentado ya quince veces dejar de fumar, les cuesta una barbaridad levantarse de la cama o de su sillón, apenas prestan atención a nada que exija pensar un poco y, junto a eso, sienten un aburrimiento que les abruma.

¿Cómo puede combatirse esa situación? Lo mejor es prevenirla, si es posible, llevando una vida de cierta exigencia. Ya hemos hablado de los males que tienen su origen en la vida fácil: mediocridad, pereza, falta de dominio sobre uno mismo. Uno de los mayores riesgos del exceso de bienestar es que, como la experiencia nos enseña, muchos terminan quedando bastante dominados por él, pues no es difícil que la seducción de una vida excesivamente cómoda haga que los hombres perdamos a veces un poco esa libertad interior, ese necesario señorío sobre nosotros mismos, convirtiéndonos en esclavos de esas comodidades.

No quiere esto decir que la formación deba conducir a una crispada lucha contra el bienestar, pero las circunstancias reales en que se mueve el hombre hacen necesario insistir en la necesidad de la templanza, en el dominio de uno mismo, en saber poner límites a las desmesuradas exigencias de nuestras apetencias personales. La templanza es muy importante para evitar que el bienestar se revuelva contra el hombre, apartándolo de los valores superiores que está llamado a alcanzar.

La templanza es señorío sobre uno mismo. Con ella el hombre aprende a prescindir de lo que le produce un daño, y con el tiempo advierte que el sacrificio es sólo aparente: porque al vivir así, con sacrificio, se libra de muchas esclavitudes.

La lucha y el sufrimiento —como apunta Enrique Monasterio— son peajes inevitables en el camino de nuestra vida, y para ser feliz es indispensable perderles un poco el miedo. La felicidad, o el amor, no son simples fenómenos químicos de escasa duración, sino que exigen siempre un compromiso y un sacrificio mantenidos. Quien pretende ingenuamente eludirlos, sólo logra alejarse de la felicidad, sólo encuentra pequeños placeres, cada día menos intensos y más frustrantes, porque, queramos o no, el paladar —y lo digo en sentido amplio— también se desgasta.

Como decía Ortega, mientras el tigre no puede dejar de ser tigre, no puede destigrarse, el hombre vive en riesgo permanente de deshumanizarse. Y buena parte de ese riesgo de deshumanización proviene de la pérdida de libertad interior, casi siempre más grave que la privación de la libertad física.

Y es más grave sobre todo por sus efectos, pero también por la facilidad con que pasan inadvertidos. Los peligros que nos acechan para desposeernos de la libertad interior suelen ser bastante solapados, difíciles de descubrir.

Se producen —como ha señalado José Antonio Ibáñez-Martín— cuando se impide que la acción pase por el tamiz de la deliberación, de la reflexión, de manera que se insta a actuar de modo instintivo más que racional; cuando una persona queda esclavizada por sus propias pasiones, inmersa en el error o atenazada por la ignorancia.

Esto es lo que sucede cuando se busca conseguir en las personas unas respuestas determinadas, manipulando para ello las diversas pasiones humanas. Por ejemplo, cuando se busca exacerbar el impulso sexual, o la pasión por el juego, la bebida o la droga, con objeto de desencadenar de modo compulsivo esas fuerzas para provecho de quien lo induce; o cuando se trata al hombre como una mera afectividad a captar, y para ello se le engaña con un inexistente cariño, o mediante la seducción o el miedo; o cuando se fomentan sentimientos de egoísmo, odio, venganza, etc.

Es importante estar prevenidos ante esos posibles errores. El inmoderado afán de placer y de satisfacción causa una angustiada atención al yo, que destruye precisamente lo que anhela. Kierkegaard decía que la puerta de la felicidad se abre hacia dentro, hay que retirarse un poco para abrirla: si uno la empuja, la cierra cada vez más.

¿Qué es ser inteligente? Todos habremos oído alguna vez el clásico comentario, normalmente poco objetivo y casi siempre acompañado de una discreta muestra de orgullo, que la madre del adolescente perezoso, apesadumbrada ante sus deficientes resultados académicos, suele acabar haciendo a su profesor: “sabe usted, si el chico es muy inteligente…; lo que pasa es que es un poco vago…” Cuando oigo comentarios de ese estilo, siempre pienso que, en el fondo, no es así. Que esos chicos no son inteligentes.

Pienso, como Shakespeare, que fuertes razones hacen fuertes acciones. Que ser inteligente, en el sentido más propio de la palabra, proporciona una lucidez que siempre conduce a un refuerzo de la voluntad.

No niego que ese chico pueda tener un alto coeficiente de capacidad especulativa del tipo que sea. Pero eso no es ser inteligente. Ser inteligente es algo más que multiplicar muy deprisa, gozar de una elevada capacidad de abstracción o de una buena visión en el espacio, o cosas semejantes. Obtener una puntuación elevada en un test, del tipo que sea, es algo que, por sí sólo, arregla muy pocas cosas en la vida.

Entre otras cosas, porque si ese chico fuera realmente tan inteligente, como asegura su madre, es seguro que se habría dado cuenta de que, así, con esa pereza y esa falta de voluntad, no va a hacer nada en su vida. Habría visto que si no se esfuerza decididamente por fortalecer su voluntad, toda su supuesta inteligencia quedará absolutamente improductiva. Habría comprendido que lleva camino de ser uno más de los muchos talentos malogrados por usar poco la cabeza. Y hace tiempo que se habría ocupado de cambiar.

De todas formas, aun admitiendo que ese tipo de personas fueran inteligentes, debieran darse cuenta de que el valor real del hombre no depende de la fuerza de su entendimiento, sino más bien de su voluntad. Que la persona desprovista de voluntad no logra otra cosa que amargarse ante la lamentable esterilidad en que quedan sumidas sus propias dotes intelectuales.

Quizá las personas más desgraciadas sean las grandes inteligencia huérfanas de voluntad.

Por eso se equivocan radicalmente los padres que se enorgullecen tanto del talento de sus hijos y en cambio apenas hacen nada por que sean personas esforzadas y trabajadoras. Igual que esos hijos presuntuosos que hacen tanta ostentación de su pereza como de su gran inteligencia, y suelen luego acabar en situaciones personales lamentables. O como aquellos profesores que sólo juzgan los conocimientos, como si la enseñanza no fuera más que una gasolinera donde se administran conocimientos a los alumnos y se comprueba posteriormente su nivel de llenado.

Por otra parte, la voluntad es una potencialidad humana que crece con su ejercicio continuado, cuando se va entrenando en direcciones determinadas. Esta consolidación de la voluntad admite una sencilla comparación con la fortaleza física: unos tienen de natural más fuerza de voluntad que otros, pero lo decisivo es la educación que se reciba y el entrenamiento que uno haga.

Voluntarismo El voluntarismo es un error en la educación de la voluntad. No es un exceso de fuerza de voluntad, sino una enfermedad –entre las muchas posibles– de la voluntad.

Una enfermedad, además, que a todos nos afecta en alguna faceta o en algún momento de nuestra vida. Porque, al pensar en el voluntarismo, quizá imaginamos una persona tensa y agarrotada, y ciertamente las hay, y no pocas, pero eso no quita que el voluntarismo es algo que, de una manera o de otra, en unas circunstancia u otras, nos concierne a todos.

El voluntarismo lleva a querer resolver las cosas confiando demasiado en el esfuerzo de la voluntad, apretando el paso, crispando los puños, con un fondo de orgullo más o menos velado, ofuscado por una búsqueda de autosatisfacción de haber hecho las cosas por uno mismo, sin contar demasiado con los demás.

El voluntarismo perturba la lucidez, entre otras cosas porque lleva a escuchar poco, a ser poco receptivo. Lleva a aferrarse en exceso a la propia visión de las cosas. A pensar que las cosas son como las ve uno mismo, sin darnos cuenta de hasta qué punto los demás nos aportan siempre otra perspectiva de las cosas y enriquecen con ello nuestra propia vida.

El voluntarismo estropea también la espontaneidad, la llaneza, la sencillez. Lleva a querer resolver los problemas interiores también sólo por uno mismo. Al voluntarista le cuesta abrir su corazón a otros. Espera ser él quien, con su tesón y su empeño, salga de esa zanja en la que quizá se ha metido. Lo triste es que a veces no se da cuenta de que ha cavado ya mucho, y que no puede salir de esa zanja sólo por sus propias fuerzas, o que, al menos, es ridículo empeñarse en no pedir ayuda.

El voluntarista suele ser rígido, por inseguro. Tiende apoyarse demasiado en normas y criterios que respalden su inseguridad, aplicándolos de modo poco equilibrado. La autoridad y la obediencia habituales en las relaciones profesionales, la familia, etc., suele plantearlas de modo intransigente y poco flexible, poco inteligente.

El voluntarista lleva bastante mal sus propios fracasos. Tras ellos, suele retomar su abnegada lucha habitual, pero también a veces se cansa. Es entonces cuando más se manifiesta la peligrosa fragilidad de la motivación voluntarista. Es fácil que esa persona se hunda, y caiga quizá en una apatía grande, o se refugie en un victimismo o una rebeldía inútiles, o incluso salga por otros registros inesperados y llegue a extremos que sorprenden mucho a quienes no le conocían de verdad.

El voluntarista se propone a veces metas poco realistas, en su deseo de sobresalir y llegar a más de lo que puede abarcar. Es propicio a los sentimientos de inferioridad, fruto de compararse constantemente con los demás, en un desorbitado afán de destacar frente a otros mejor dotados, lo que genera una continua referencia de frustración.

El voluntarismo, además de un error en la educación de la voluntad, es también un error en la educación de los sentimientos. Podría decirse que el voluntarista es, curiosamente, bastante sentimental. Es una persona cuya principal motivación afectiva es el sentido del deber. Una persona que tiende demasiado a echar mano de la satisfacción o el alivio que le produce cumplir lo que entiende como su deber, con un rigorismo no bien integrado en una afectividad equilibrada.

La abnegación y el afán por cumplir con el propio deber no son nada malo, evidentemente. Y las personas voluntaristas suelen ser admirables en su abnegación, en su saber sobreponerse a sus gustos, y todo eso son elementos fundamentales para llevar de modo inteligente las riendas de la propia vida. Pero a esas personas les falta, y la cuestión es esencial, aprender a modular sus gustos, educar sus gustos, formar sus gustos. El sentido del deber es algo muy necesario. Pero una buena educación afectiva ha de buscar en lo posible una síntesis entre la abnegación –pues siempre hay cosas que cuestan– y el gusto: lo que tengo que hacer, no simplemente lo hago a disgusto, porque debo hacerlo, sino que procuro hacerlo a gusto, porque entiendo que me mejora y me satisfará más, aunque me cueste.

Por eso el gran logro de la educación afectiva es conseguir —en lo posible, insisto— unir el querer y el deber. Así, además, se alcanza un grado de libertad mucho mayor, pues la felicidad no está en hacer lo que uno quiere, sino en querer lo que uno ha de hacer.

Así, la vida no será un seguir adelante a base de fuerza de voluntad. Nos sentiremos ligados al deber, pero no obligados, ni forzados, ni coaccionados, porque percibiremos el deber como un ideal que nos lleva a la plenitud.

Enfermedades de la voluntad Hemos hablado de voluntarismo, y ahora seguimos con algunos otros errores en la educación de la voluntad. Todos ellos pueden darse de forma más o menos intensa o permanente en cualquier persona sin llegar a suponer una patología importante.

La impulsividad se manifiesta en diversos rasgos: tendencia a cambiar demasiado de una actividad a otra; propensión a actuar con frecuencia antes de pensar; dificultad para organizar las tareas pendientes; excesiva necesidad de supervisión de lo que uno hace; dificultad para guardar el turno en la conversación o en cualquier situación de grupo; tendencia a levantar la voz o perder el control ante algo que contraría; etc.

Las tendencias de estilo compulsivo, por el contrario, suelen ser reflexivas y metódicas, a veces incluso acompañadas de un fuerte debate interior. Por ejemplo, una persona puede sentirse en la necesidad de comprobar tres veces que han quedado las luces apagadas o que está cerrada la llave del gas o la puerta de la calle. O puede sentirse impelida a hacer a su hijo o a su marido varias veces una advertencia que sabe que ya ha reiterado sobradamente, pero que no logra quitarse de la cabeza. O siente envidia, o celos, o animadversión hacia algo o alguien por unos motivos que, cuando los piensa, comprende que son absurdos.

Esa persona puede llegar a percibir con bastante claridad la falta de sentido de esos hechos o actitudes, e incluso tratar de oponerse, pero al final prefiere ceder para calmar la ansiedad de la duda sobre si ha cerrado bien la puerta, ha olvidado decir o hacer algo, o lo que sea. Ve cómo los pensamientos no deseados se entrometen, y aunque entiende que son inapropiados o estúpidos, la idea obsesiva sigue presente. Son ocurrencias no dirigidas que parecer horadar el pensamiento e instalarse en él: unas personas son absorbidas por un sentido crítico excesivo que les hace ver con malos ojos a los demás; otras sufren un perfeccionismo que les hace seguir interminables rituales con los que pierden eficacia y sentido práctico; otras caen en la rumiación constante de lo que han hecho o van a hacer, y eso les lleva al resentimiento o al escrúpulo; etc.

Esos pensamientos –preocupaciones, apetencias, autoinculpaciones, quejas, círculos analíticos sin salida, etc.– pueden llegar a ser como un malestar que no se alivia con ninguna distracción, una angustia que impregna todo. Cualquier cosa, por mínima que sea, revoca la decisión que tomamos de no dar más vueltas al asunto y aceptarlo como es. Cuando esas patologías son graves pueden manifestarse en enfermedades serias, como la ludopatía (juego patológico), cleptomanía (robo patológico), piromanía (afán incendiario patológico), prodigalidad (gasto compulsivo), etc.

En las tendencias impulsivas o compulsivas, a la voluntad le falta capacidad para detener el impulso (unas veces porque no lo advierte a tiempo, otras porque no logra zafarse de sus ocurrencias intempestivas). En cambio, hay muchas otras ocasiones en que el problema es precisamente lo contrario: la incapacidad de la voluntad para decidir y pasar a los hechos.

Es el caso de las personas prisioneras de la perplejidad, que nunca saben qué opción tomar. O que fluctúan constantemente entre una opción y otra. O que les cuesta mucho mantener las decisiones tomadas, normalmente por falta de resistencia para soportar la frustración ordinaria de la vida. Como es natural, esas capacidades también pueden estar hipertrofiadas, como es el caso de la terquedad, en la que la capacidad para enfrentarse a la dificultad está desorbitada o mal dirigida.

Muchas de esas carencias relativas a la voluntad tienen bastante que ver con los miedos interiores del hombre. La respuesta a esos estímulos del miedo –afirma José Antonio Marina– no surge de forma mecánica, como en los animales, sino que el estímulo se remansa en el interior del hombre y puede ser combatido o potenciado. La atención puede quedar perturbada, y puede costar trabajo pensar en otra cosa, pues la memoria evoca una y otra vez la situación, u otras pasadas similares, pero siempre cabe poner empeño por educar esos sobresaltos interiores.

La voluntad de cada persona es el resultado de toda una larga historia de creación y de decisiones personales. No podemos llegar a tener un control directo y pleno sobre ella, pero sí un cierto gobierno desde nuestra inteligencia. Todos somos abordados continuamente por pensamientos o sentimientos espontáneos del género más diverso, pero una de las funciones de nuestra inteligencia es precisamente controlarlos.

Vivir mejor con menos Muchas veces nos sorprendemos de cómo nuestra casa va poco a poco llenándose de multitud de cosas de utilidad más que dudosa, que hemos ido comprando sin apenas necesidad.

Quizá en su momento parecía muy necesario. Parece, por ejemplo, que cualquier máquina que reduzca un poco el esfuerzo físico resulta enseguida indispensable. Tomamos el ascensor para subir o bajar uno o dos pisos, o el coche para recorrer sólo unos cientos de metros, y, al tiempo, con frecuencia nos proponemos hacer un poco más de ejercicio o practicar todas las semanas un rato de deporte.

Para estar a gusto en casa, ¿es necesario pasar a 25 grados en invierno, y el verano a 18? ¿En cuantas casas hay casi que estar en camiseta en pleno invierno, o abrir las ventanas, porque hace un calor sofocante? ¿Y no hemos pasado muchas veces frío, o incluso cogido un buen catarro, a causa de los rigores del aire acondicionado de una cafetería, un salón de actos o un avión? La idea de consumir con un poco más de sensatez y de cabeza, de llevar un estilo de vida un poco más sencillo, o, en definitiva, de vivir mejor con menos, es una idea que por fortuna se está popularizando en la cultura norteamericana con el nombre de downshifting (podría traducirse como desacelerar o simplificar). Partiendo del principio de que el dinero nunca podrá llenar las necesidades afectivas, y de que una vida lograda viene dada más por la calidad de nuestra relación con los demás que por las cosas que poseemos o podamos poseer, esta corriente no trata sólo de reducir el consumo, sino sobre todo de profundizar en nuestra relación con las cosas para descubrir maneras mejores de disfrutar de la vida.

Hartos ya de la tiranía de las compras a plazos, las hipotecas y la ansiedad por lograr un nivel de vida mayor, muchos hombres y mujeres empiezan a preguntarse si su calidad de vida no mejoraría renunciando a la fiebre del ganar más y más, y procurando en cambio centrarse en gastar un poco menos, o mejor dicho, en gastar mejor. Esta tendencia del downshifting, que se está extendiendo también poco a poco por Europa, incluye también la idea de alargar la vida útil de las cosas, procurar reciclarlas, buscar fórmulas prácticas para compartir el uso de algunas de ellas con parientes o vecinos, etc. En todo caso, hay siempre un punto común: el dinero no garantiza la calidad de vida tan fácilmente como se pensaba.

En busca de un nuevo concepto de austeridad, los promotores de este estilo de vida buscaron el modo de renunciar a caprichos y gastos superfluos hasta reducir sus gastos en un veinte por ciento. “Lo primero que hay que hacer —suele afirmar Vicki Robin, uno de sus más cualificados representantes— es averiguar el grado de satisfacción que nos producen las cosas, para distinguir una ilusión pasajera de la verdadera satisfacción. Con esta fórmula cada uno puede detectar los valores que le proporcionan bienestar y descubrir de qué puede prescindir, y así alcanzar paso a paso un nuevo equilibrio vital más satisfactorio.” Por ejemplo, en la educación o la vida familiar, es frecuente que los padres, debido a la falta de tiempo para la atención afectiva de sus hijos, cada vez les compren más cosas, motivados a veces por un cierto sentimiento de culpabilidad. Sin embargo, educar bien puede costar dinero —y quizá haya que ahorrarlo de otras cosas menos necesarias—, pero muchas veces es precisamente el dinero mal empleado lo que estropea la educación. Toth decía que son muchos los talentos que se pierden por la falta de recursos, pero muchos más los que se pierden en la blanda comodidad de la abundancia. No son pocos los padres que, de tanto trabajar hasta la extenuación y reducir el número de hijos para poder así gastar más y más en ellos, hacen que ese dinero mal empleado acabe por estropearlos.

Es preciso prevenir los riesgos del consumismo en la familia. Conseguir que los hijos sepan lo que cuesta ganar el dinero y sepan administrarlo bien. Que no acabe sucediendo aquello de que saben el precio de todo pero no conocen el valor de nada.

Austeridad y templanza Midas era un rey que tenía más oro que nadie en el mundo, pero nunca le parecía suficiente. Siempre ansiaba tener más. Pasaba las horas contemplando sus tesoros, y los recontaba una y otra vez. Un día se le apareció un personaje desconocido, de reluciente atuendo blanco. Midas se sobresaltó, pero enseguida comenzaron a hablar, y el rey le confió que nunca estaba satisfecho con lo que tenía, y que pensaba constantemente en cómo obtener más aún. “Ojalá todo lo que tocara se transformase en oro”, concluyó. “¿De veras quieres eso, rey Midas?”. “Por supuesto.” “Entonces, se cumplirá tu deseo”, dijo el geniecillo antes de desaparecer.

El don le fue concedido, pero las cosas no salieron como el viejo monarca había soñado. Todo lo que tocaba se convertía en oro, incluso la comida y bebida que intentaba llevarse a la boca. Asustado, tomó en brazos a su hija pequeña, y al momento se transformó en una estatua dorada. Sus criados huían de él para no correr la misma suerte.

Viéndose así, convertido en el hombre más rico del mundo y, al tiempo, en el más desgraciado y pobre, consumido por el hambre y la sed, condenado a morir amargamente, comprendió su necedad y rompió a llorar. “¿Eres feliz, rey Midas?”, se oyó una voz. Al volverse, vio de nuevo al geniecillo, y Midas repuso: “¡Soy el hombre más desgraciado del mundo!”. “Pero si tienes lo que más querías”, replicó el genio. “Sí, pero he perdido lo que en realidad tenía más valor.” El genio se apiadó del pobre monarca y le mandó sumergirse en las aguas de un río, para purificarse de su maleficio. Así lo hizo, y todo volvió a la normalidad. A partir de entonces, nunca más se dejó seducir por la codicia y el afán de riquezas.

La vieja historia del rey Midas se ha interpretado siempre como una aleccionadora invitación a la templanza. Sólo el que vive con una cierta austeridad, sin esclavizarse por los deseos de poseer y atesorar, es capaz de disfrutar realmente las cosas y alcanzar una felicidad duradera.

La familia es quizá el mejor ámbito para cultivar la sobriedad y la templanza. Educar en esos valores impulsa al hombre por encima de las apetencias materiales, le hace más lúcido, más apto para entender otras realidades. En cambio, la destemplanza ata al hombre a su propia debilidad. Por eso, quienes educan a sus hijos en un torpe afán de satisfacerles todos sus deseos, les hacen un daño grande. Es una condescendencia que puede nacer del cariño, pero que también –y quizá más frecuentemente– nace del egoísmo, del deseo de ahorrarse el esfuerzo que supone educar bien. Como la dinámica del consumismo es de por sí insaciable, lleva a las personas a modos de ser caprichosos y antojadizos, y les introduce en una espiral de búsqueda constante de comodidad. Se les evitan los sufrimientos normales de la vida, y se encuentran luego débiles y mal acostumbrados, con una de las hipotecas vitales más dolorosas que se pueden sufrir, pues siempre harán poco, y además ese poco les costará mucho. Por eso me atrevería a decir que una educación excesivamente indulgente, que facilita la pereza y la destemplanza –suelen ir unidas–, es una de las formas más tristes de arruinar la vida de una persona.

Por eso siempre veo con tristeza los signos de ostentación y de exceso de comodidad. Sufro viendo cómo pierden esa libertad que desaparece en el momento en que comienza el exceso de bienes. El afán por el lujo lleva consigo un despojamiento, una apuesta equivocada por lo material que deja a las personas sin defensas ante los desafíos de la vida. Por eso la tragedia del rey Midas es plenamente actual en la existencia de muchos. Cuando se centra la atención en lo material, se trata con menos consideración a las personas y se cae en una rueda de añoranzas y desasosiegos que incitan al consumo y perturban el equilibrio del espíritu. Cuanto más tienen, más desean, y en vez de llenarse, abren en ellos un vacío. Midas supo admitir su error y salió de él. En esto sí podemos imitarle.

La falsa compasión “La piedad peligrosa” es una interesante novela de Stefan Zweig. Un joven teniente austríaco es invitado a una fiesta. Durante la celebración invita a bailar a la hija del dueño de la mansión, sin saber que la joven está impedida. Al día siguiente le envía unas flores para pedir disculpas por el incidente y, a raíz de ese detalle, la chica piensa que el teniente se ha enamorado de ella.

El protagonista parte de una noble y buena sensibilidad ante el dolor ajeno. Es un hombre que se propone ayudar hasta donde puede a todos. Cualquier indefensión reclama su interés. Sin embargo, esa buena disposición se encuentra de pronto con un difícil escollo. Su deseo de no hacer sufrir, de no incomodar, de evitar el dolor ajeno, le lleva a un prolongar el pequeño malentendido que se ha producido en la fiesta. Por no entristecer a aquella ilusionada y caprichosa chica inválida, retrasa una y otra vez la necesaria aclaración sobre su supuesto amor por ella, y se ve envuelto poco a poco en un inmenso absurdo que tiene consecuencias cada vez más trágicas para él y para aquellos a quienes quería evitar cualquier daño.

Todo empezó por un mero y piadoso no decir la verdad, sin voluntad o incluso contra su voluntad. Al principio no fue un engaño consciente, pero enseguida se vio enredado, y por empezar con una primera mentira por compasión, vio que ahora tenía que mentir con gesto impenetrable, con voz convencida, como un consumado delincuente que planea cada detalle de su acción y su defensa. Por primera vez empezaba a entender que lo peor de este mundo no viene provocado por la maldad, sino casi siempre por la debilidad.

Hay dos clases de compasión. Una, la débil, la sentimental, que no es más que la impaciencia del corazón por librarse lo antes posible de la embarazosa conmoción que se padece ante la desgracia ajena; esa compasión no es propiamente compasión, es tan solo un apartar instintivamente el dolor ajeno, que es causa de nuestra propia ansiedad. La otra, la verdadera compasión, está decidida a resistir, a ser paciente, a sufrir y a hacer sufrir si es necesario para ayudar de verdad a las personas.

Aquel hombre tenía que decir y hacer algo que le resultaba difícil, y lo retrasó una y otra vez. Prolongó aquella situación absurda, entre otras cosas porque estaba halagado por la vanidad, y la vanidad es uno de los impulsos más fuertes en las naturalezas débiles, que sucumben fácilmente a la tentación de lo que visto desde fuera parece admirable o valeroso.

Por falsa compasión muchas veces se miente, se engaña, se elude la verdad costosa, las realidades incómodas, las responsabilidades molestas. Se miente para no contrariar, para evitar un daño que luego vuelve multiplicado; se elude la verdad difícil de decir pero apremiante, aunque sabemos que no desaparecerá por ignorarla; por falsa compasión se consienten prácticas o situaciones reprobables en la empresa o la familia, que no se afrontan por no perjudicar a algunos, aun sabiendo que tolerarlo es un daño mucho mayor.

La falsa compasión hizo de aquel joven teniente un hombre mísero que dañaba infame con su debilidad, que perturbaba y destruía con su compasión. Como él, todos deberíamos esforzarnos en distinguir si la compasión que en determinado momento sentimos no encubre egoísmo o debilidad. Debemos reconocer sinceramente que consentir y mimar a los hijos, malacostumbrar a los que están bajo nuestra responsabilidad, no exigir el respeto que merecen los derechos de los ausentes (la falsa compasión suele inclinarse contra los que no nos ven), son ocasiones en que nos compadecemos equivocadamente y cerramos los ojos a la realidad.

Vivir responsablemente exige a veces incomodar a otros. Por ejemplo, educar, formar, supone siempre una cierta constricción, contrariar, negar consuelos que podríamos dar pero que no debemos dar. Es cierto que debemos ser flexibles, pero ceder a la falsa compasión es hacer daño. Un daño que quizá a primera vista no parece tal, pero que tarde o temprano vuelve, con terquedad, y más crecido, más real, menos evitable.

Ideales y horizontes

  • Amplitud de horizontes
  • Expectativas de fracaso
  • Capacidad de ilusionarse
  • El hastío y el aburrimiento
  • Superar barreras
  • Soluciones sencillas
  • Modelos humanos
  • Idealismo y vanidad
  • Los ideales de la juventud
  • Referencias, modelos e ideales

Amplitud de horizontes Existe una leyenda entre los indios norteamericanos que cuenta cómo un bravo guerrero, en cierta ocasión, encontró un huevo de águila y lo puso en un nido de chochas, esas pequeñas aves zancudas tan frecuentes en aquellos lugares.

El aguilucho nació y creció con las chochas y terminó por ser una más entre ellas. Para comer no cazaba como las águilas, sino que escarbaba la tierra buscando semillas e insectos. Cacareaba y cloqueaba. Correteaba y volaba a saltos cortos, como las chochas.

Un día vio un magnífico pájaro, a gran altura, cuya silueta se recortaba en un cielo azul intenso. Su aspecto era majestuoso, aristocrático, real, imponente. —¡Qué pájaro tan hermoso! ¿Qué es?, preguntó la que era un águila cambiada, mientras sentía rebullir su sangre de un modo muy íntimo.

—¡Ignorante! ¿No lo sabes?, cloqueó el vecino. Es un águila: la reina de las aves. Pero no sueñes, nunca podrás ser como ella.

El águila cambiada lanzó un profundo suspiro nostálgico…, bajó la cabeza…, picoteó el suelo…, y se olvidó del águila majestuosa. Pasado el tiempo, murió creyendo que era una chocha.

A algunas personas les sucede como a esta pobre águila, inconsciente de su noble origen y de sus posibilidades. Han venido al mundo y hacen lo que ven que se hace a su alrededor, no se sienten llamados a nada grande. Cuando observan en otros algo digno de imitación (y suelen fijarse poco en eso), casi siempre lo ven como algo lejano e inasequible para ellos. No trascienden, no aspiran a más, se contentan con el aburrido transcurrir de la rutina de su entorno. No entienden de cosas grandes, de magnanimidad.

Sus pensamientos y sus respuestas son siempre mezquinas y calculadoras. Pueden ser agudos, pero su lucidez (quizá su falta de lucidez) siempre está teñida de escepticismo. Son incapaces de pensamientos elevados o generosos, y piensan que quienes los tienen son unos ingenuos o unos falsos. Todo lo que hacen tiene el regusto de la mediocridad, incluso en la diversión.

Para prevenir y prevenirse en la educación contra esa desgraciada mentalidad, es preciso esforzarse por crear un clima estimulante, un sensato y equilibrado ambiente de sentimientos audaces, magnánimos e ilusionantes.

Enfrentarse con lo difícil, alejarse de la posición de mínimo esfuerzo, es algo propio de la virtud de la magnanimidad. Una virtud que los filósofos medievales definían como un razonable empeño en alcanzar cosas altas. Y una virtud que parece muy necesaria en la educación del carácter, porque el hombre empequeñecido difícilmente acierta a comprender las ventajas que supone la liberación de esa mediocridad que le atenaza.

Todos hemos de esforzarnos para que la mediocridad no se vaya adueñando de nosotros con el paso del tiempo. El apocamiento de ánimo es una sombra que, con el desgaste del transcurrir de la vida, puede acabar por manejarnos con sutileza, y lograr nuestra sumisión, sedando poco a poco nuestras esperanzas e ilusiones hasta hacernos casi subhumanos.

Además, no debemos olvidar que difícilmente alcanzaremos una meta más elevada que la que nos hayamos propuesto. Hemos de ser capaces de observar en nuestra vida esos brillos que nos arrancan de la mediocridad, de la rutina, de la monotonía. Descubrir luces en lo que a primera vista se manifiesta opaco.

La grandeza de ánimo también requiere un poco de estilo. Hemos de evitar lo mediocre y lo mezquino, más que condenarlo altivamente. Porque —como decía Jean Guitton— cuando la grandeza de ánimo se alía a la altivez suele quedarse sólo en altivez, que es un horrible defecto. Cuando la grandeza se expresa sin rebajar a nadie, sin sobreelevarse a sí misma, entonces es una magnanimidad noble y con clase.

Expectativas de fracaso Imaginemos una persona convencida de que no sirve para algo determinado. Por ejemplo, se ha convencido de que es un mal estudiante. Con esa expectativa de fracaso, ¿qué proporción de sus recursos personales será capaz de movilizar? Parece obvio que la mayor parte de su potencial quedará inactivo. Esa persona ya se ha dicho así mismo que no sabe, que no se le da bien eso de estudiar, que nunca podrá ser un estudiante brillante. Lo malo es que el problema se agrava con su primera consecuencia: si comienza las clases o las horas de estudio con esas perspectivas, ¿qué actitudes tomará? ¿Serán actitudes seguras, positivas, firmes, enérgicas? ¿Reflejarán sus verdaderas posibilidades? Lo más probable es que no.

Cuando una persona está convencida de que va a fracasar, ¿qué motivos tiene para poner un esfuerzo intenso y constante? Empieza con unas convicciones que subrayan lo que no puede hacer, y esas convicciones refuerzan actitudes de pasividad, de titubeo, de falta de firmeza. Movilizará una parte muy pequeña del potencial de sus recursos personales. ¿Qué resultados se derivarán de todo esto? Con toda seguridad serán unos resultados mediocres, en el mejor de los casos. Y esos resultados mediocres muy posiblemente reforzarán su convencimiento negativo inicial, la mala valoración que esa persona hace de sí misma, que estuvo en el origen del problema: no sirvo para estudiar, y esto no cambiará.

Es éste un ejemplo clásico de espiral descendente, de círculo vicioso de equivocada valoración de uno mismo. Cuando se cae en esa dinámica, el fracaso llama al fracaso. Además, con el paso de los años, al ser mayor el tiempo que han estado privadas de la experiencia de obtener buenos resultados, aumenta cada vez más su convencimiento de que son incapaces de alcanzarlos. Esto les lleva a hacer poco o nada por descubrir y potenciar sus propios recursos. Más bien, suelen tender a buscar la manera de quedarse tal como están haciendo el mínimo esfuerzo posible.

Imaginemos ahora a otra persona (o a esa misma pero con una actitud diferente). Tiene ilusión y esperanza. Tiene la convicción de que puede hacer rendir mucho más sus talentos. No digo que se crea ser lo que no es, sino que cree que puede sacar más partido a lo que en realidad es. ¿Qué proporción de sus recursos utilizará esa persona? Es indudable que mucho mayor. ¿Qué clase de actitudes tomará? Lo más probable es que sean más animosas, más seguras, con mayor energía. Estará convencida de que llegará más lejos, y pondrá más empeño para lograrlo. Con ese esfuerzo, producirá, con toda seguridad, resultados mejores.

Es una dinámica opuesta al círculo vicioso del que hablábamos antes. En este caso, el avance llama al avance (igual que antes el fracaso llamaba al fracaso). Cuando hay fe y hay esperanza, cada paso adelante genera más fe y más esperanza, y nos anima a avanzar a un paso aún más decidido.

Pero…, podríamos preguntarnos, ¿es que acaso esas personas no van a fracasar nunca? ¿Es que basta con estar convencido de poder alcanzar algo para alcanzarlo? ¿No es confundir la ilusión con la realidad? Es evidente que esas personas también fracasarán muchas veces, como todo el mundo. En el camino de la mejora personal, que es el camino hacia la felicidad, si alguien habla de un avance lineal y sin ningún traspiés, sabe muy poco de la realidad humana. Pero no todo traspiés tiene por qué ser negativo: cabría citar aquí eso de que quien tropieza y no cae, avanza dos pasos.

La vida nuestra, nuestra historia personal, o la historia de la humanidad, nos muestra numerosos ejemplos de cómo mantener unas convicciones claras y firmes proporciona siempre a una persona una inagotable fuente de energía. Cuando, en cada pequeña o gran batalla diaria, sale victoriosa, se alegra y sigue adelante; y cuando fracasa, saca experiencia y sigue también adelante poniendo toda su ilusión.

Está claro que hay otros casos, bien distintos, de personas que en su ingenuidad piensan que pueden llegar a donde jamás podrán llegar. Son hombres o mujeres ingenuos, más o menos voluntaristas, mejor o peor intencionados, pero en todo caso muy poco cercanos a su realidad personal y a la realidad que les rodea. No me estoy refiriendo a esos casos, que además suelen ser pocos y bien patentes. Me refiero a las personas normales y corrientes, que comprenden que la clave de su vida no está lo que hayan recibido o les haya ocurrido, sino más bien en la interpretación que dan a eso cada día y lo que hacen en consecuencia.

Capacidad de ilusionarse «La ilusión constituye una manera de vivir de unas personas determinadas: son esos hombres y mujeres que, de una forma habitual, encuentran diariamente motivos para ilusionarse, para hacer de cada jornada laboral un día festivo.

»Se les suele llamar personas de temperamento alegre, y parte de esa alegría les viene por su capacidad de ilusionarse, ya sea por un paseo o por el color de unas flores, da igual, porque cada una de estas manifestaciones de júbilo responden a una de actitud básica de vivir su propia vida, de esa personas de chispeante, de refrescante juventud, que les lleva a encontrar, en lo que otro tal vez ve la monótona repetición de un acto, una ocasión para disfrutar de la vida.

»Todo el mundo quisiéramos hacer de nuestra vida una existencia ilusionada. La meta es difícil, pero al estar rodeada de un cierto hábito de magia y utopía se hace sumamente apetecible.» La cita es larga, pero merece la pena. Es de Miguel Angel Martí, que en su brillante ensayo sobre la ilusión (La ilusión, Editorial EUNSA, 1993), nos alienta a esforzarnos por vivir ilusionados, liberados de planteamientos ramplones, de cansancios vitales y de monótonos desencantos.

La ilusión está presente en los más variados ámbitos de nuestra vida, iluminándola y llenándola de alegría. Todos deseamos aprender de esas personas de vida ilusionada, de esas personas —continúa Martí— «que han encontrado, a lo mejor sin saberlo ellas, el arte de vivir, y que lo manifiestan en el lenguaje vivo de sus ojos, en la frescura de su sonrisa, en esos olvidos de lo que para muchas personas constituye el tema central de sus conversaciones: enfermedades, accidentes, carestía de la vida, la ingratitud de los jóvenes… y una larga letanía de tonos oscuros y de tristes musicalidades, en esos olvidos —decíamos— que tanto se agradecen y que nos ayudan a abrir los ojos a espacios abiertos, refrescantes como la luz que los ilumina.

»Hace falta energía, grandeza de ánimo y finura de espíritu para hacer de la vida algo más que un producto a granel envuelto en papel de periódico (y a veces por la página de las esquelas). No siempre quizá lo consigamos, pero que debemos apostar por este tipo de vida me parece una exigencia de nuestra condición de hombres; eso sí, se sobreentiende, después de haber superado los falsos idealismos y los planteamientos inmaduros.» El hastío y el aburrimiento Hay mucha gente que se aburre mucho. A veces tanto que, por ejemplo, incluso en su refugio televisivo tienen que esforzarse para no ser engullidos por el zapping: van pasando continuamente de un canal a otro y en vez de poder elegir entre cinco programas distintos, al final resulta que todos les aburren y ellos mismos acaban arrastrados por esa posibilidad de pasar de un programa a otro y no se enteran de lo que sucede en ninguno.

Están tan perezosos y aburridos que no tienen fuerza ni para divertirse. Dejan simplemente pasar las horas sin encontrar nada que les ilusione. Las tardes se les hacen interminables, dicen que todos los días son iguales, que todo les cansa. Les cansa lo malo, y se cansan también de lo bueno. Y se aburren los que tienen poco, y se aburren, incluso más, los que tienen mucho.

El problema no son los aburrimientos transitorios, sino el que toma posesión del estado habitual de ánimo, el de esa gente que con veinte años dice que ya lo ha visto todo y que todo le aburre.

El aburrimiento es una enfermedad difícil de curar. Hace poco leí que hay tres remedios contra esta enfermedad del aburrimiento: el trabajo, el amor y el interés por los detalles pequeños. Y que esos tres remedios, además, sólo se venden en forma de semilla: que hay que tener un poco de paciencia, porque al principio son algo pequeño, pero luego crecen y acaban floreciendo e iluminando la vida.

El aburrimiento general no se combate divirtiéndose. Las diversiones pueden arrancar las hojas de la tristeza pero no arrancan su raíz. Las diversiones resuelven sólo pequeños instantes de aburrimiento.

La forma de resolver el problema global del aburrimiento es enamorándose de la tarea que nos ocupa la mayor parte del tiempo que en esta vida pasamos levantados de la cama: trabajar. Quien se entrega con generosidad al trabajo es difícil que conozca el aburrimiento.

El trabajo es uno de los mejores educadores del carácter. El trabajo enseña a dominarse a uno mismo, a perseverar, a templar el espíritu, a olvidar tonterías y a muchas cosas más.

Interesa descubrir el valor grande de cosas que pueden parecer insignificantes. Nada es inútil. Todo es valioso. El encanto de una labor se esconde detrás de ese disfrutar terminando bien las cosas, cuidando esos detalles que hacen que nuestro trabajo sea un verdadero servicio a los demás.

Que no nos suceda como en aquella oficina vacía en la que un visitante hizo al ordenanza la siguiente pregunta: —¿Es que no trabajan por la tarde? Y la respuesta fue: —Cuando no trabajan es por la mañana. Por la tarde no vienen.

Superar barreras El piloto Chuck Yeager inició la era de los vuelos supersónicos el 14 de octubre de 1947, cuando rompió la famosa barrera del sonido, aquel «invisible muro de ladrillos» que tan intrigado mantenía a todo el mundo científico de la época.

Por aquel entonces, algunos investigadores aseguraban disponer de datos científicos seguros por los que aquella barrera debía ser impenetrable. Otros decían que cuando el avión alcanzara la velocidad Mach 1 sufriría un tremendo impacto en su fuselaje y explotaría. Tampoco faltaron en medio de aquel debate quienes aventuraron posibles saltos hacia atrás en el tiempo y otros efectos sorprendentes e impredecibles.

El caso es que aquel histórico día de 1947, Yeager alcanzó con su avión Bell Aviation X-1 la velocidad de 1126 kilómetros por hora (Mach 1.06). Hubo diversas dudas y controversias sobre si verdaderamente había superado esa velocidad, pero tres semanas después alcanzó Mach 1.35, y seis años más tarde llegó hasta Mach 2.44, con lo que el mito de aquella barrera impenetrable se volatilizó definitivamente.

En su autobiografía, Yeager dejó escrito: «Aquel día de 1947, cuanto más rápido iba, más suave se hacía el vuelo. Cuando el indicador señalaba Mach 0.965, la aguja comenzó a vibrar, y poco después saltó en la escala por encima de Mach 1. ¡Creí que estaba viendo visiones! Me encontraba volando a una velocidad supersónica y aquello iba tan suave que mi abuela hubiese podido ir sentada allá atrás tomándose una limonada.» «Fue entonces cuando comprendí —proseguía Yeager— que la verdadera barrera no estaba en el sonido, ni en el cielo, sino en nuestra cabeza, en nuestros conocimientos.» En la vida diaria puede sucedernos a veces algo parecido. Tenemos planteadas en la cabeza muchas barreras a nuestra mejora personal, y nos parece que superarlas es algo imposible, o al menos que nos supondría un esfuerzo tremendo, o nos amargaría la existencia: algo parecido a lo que sucedía hace cincuenta años a quienes hablaban de la misteriosa barrera del sonido.

Sin embargo, superar la barrera de nuestros defectos es algo que, sin ser fácil —como no lo fue superar aquella barrera del sonido—, no es tampoco tan difícil; y sobre todo, que cuando lo logramos, nos encontramos —como experimentó Yeager aquel histórico día— con una nueva dimensión de la vida, quizá desconocida hasta entonces para nosotros, y que resulta mucho más satisfactoria y gratificante de lo que podíamos imaginar.

El camino de la virtud y de los valores es un camino que permanece oculto para muchas personas, que lo ven como algo frío, aburrido o triste, cuando en realidad se trata de un camino alegre, interesante, incluso seductor.

Pongamos un ejemplo. Trabajar de mala gana, hacer siempre lo mínimo posible, mostrarse egoísta e insolidario con los compañeros…, es el modo de plantear la profesión que rige la vida de bastantes personas. Algunas de ellas quizá piensan que trabajar con empeño e ilusión, o pensando en los demás, es un planteamiento utópico, un sueño inaccesible, un ideal para ingenuos. Otros quizá dicen que es un deseo muy bonito, pero lo ven como algo lejano y agotador; o que les supondría tal esfuerzo que no compensa ni intentarlo; o que lo han intentado pero les falta fuerza de voluntad. Otros dirán que también lo intentaron, pero por culpa de… (póngase aquí lo que proceda), ahora… ya pasan de todo. Y en casi todos los casos, parecen ignorar que ellos mismos son los principales perjudicados con esa actitud.

Aquel famoso debate de hace cincuenta años se repite con frecuencia en la vida diaria de muchas personas. Quizá lo mejor en este caso sea atravesar esa barrera y ver qué sucede.

Soluciones sencillas Se cuenta que en una ocasión Cristóbal Colón fue invitado a un banquete donde se le había asignado, como es natural, un puesto de honor.

Uno de los invitados era un cortesano que se sentía muy celoso con el gran descubridor. En cuanto tuvo ocasión, se dirigió hacia él y le preguntó de forma un tanto altiva: —Si usted no hubiera descubierto América, ¿acaso no hay otros hombres en España que habrían podido hacerlo? Colón prefirió no responder directamente a aquel hombre. Le propuso un juego de ingenio. Se levantó, tomó un huevo de gallina fresco e invitó a todos los presentes a que intentaran colocarlo de forma que se mantuviera en pie sobre uno de sus extremos.

La ocurrencia tuvo bastante aceptación. Casi todos los presentes entraron al reto de aquel juego y lo intentaron uno tras otro, con mayor o menor convicción, ante la atenta mirada de los demás.

Pero pasaba el tiempo y ninguno lograba encontrar el modo de que aquel maldito huevo guardara el equilibrio.

Finalmente, Colón se levantó de nuevo, con aire solemne, se acercó, tomó el huevo y lo golpeó ligeramente contra la superficie de la mesa hasta que se hundió un poco la cáscara de uno de los extremos. Gracias a ese pequeño achatamiento, se mantenía perfectamente en posición vertical.

—¡Claro, de esa manera cualquiera puede hacerlo! —objetó, algo alterado, el cortesano.

—Sí, cualquiera. Pero “cualquiera” al que se le hubiera ocurrido hacerlo.

Y añadió: —Una vez que yo mostré el camino al Nuevo Mundo, “cualquiera” puede seguirlo. Pero “alguien” tuvo antes que tener la idea. Y “alguien” tuvo después que decidirse a llevarla a la práctica.

Esta vieja y conocida anécdota ha traspasado los siglos y llevado a acuñar la expresión de “el huevo de Colón”, para referirse a esas soluciones en apariencia muy sencillas, sí, pero… “alguien” tenía que haber pensado en ellas, y “alguien” después tenía que haberse lanzado a hacerlas.

Muchas transformaciones importantes, tanto en las personas como en las instituciones, los conocimientos científicos, o en el mundo del pensamiento, o en la sociedad en general, tienen su origen en sencillos descubrimientos a los que “alguien” ha sabido sacar partido. Alguien que supo sacar partido a lo obvio, a esas verdades a las que todos tenemos acceso.

Algo parecido sucedió —saltamos hacia delante unos siglos— el día en que millones de personas vieron saltar a Fosbury. Sorprendió a todos con una técnica de pasmosa novedad. Los saltos de altura siempre se habían hecho volteándose de cara al listón. Sin embargo, en aquella ocasión Fosbury saltó de espaldas. Se trataba de algo tan extraordinariamente eficaz que en poco tiempo la anterior técnica desapareció por completo. Aquel cambio revolucionario se produjo gracias a un descubrimiento nuevo, gracias al desarrollo de algo que, a pesar de parecer tan sencillo y eficaz, a nadie se le había ocurrido antes.

En la vida de cualquier persona, o de cualquier institución, o de cualquier sociedad, resulta decisivo estar abierto a esos grandes descubrimientos. Ser sensibles ante la fuerza de lo obvio, ante eso que quizá es tan sencillo que parece no merecer atención. Aprender a sacar más partido al sentido común, a esos razonamientos sencillos —no simples, ni ligeros, ni triviales— que hacen vislumbrar ideas importantes de modo contundente y claro.

Por ejemplo, cualquier propósito de mejora personal debe buscar liberar el tremendo potencial que encierra el hecho sencillo de enfrentarse valiente y serenamente a la verdad. A esa verdad sencilla y liberadora, bien presente y clara cuando no nos resistimos a verla. Porque, cómo ha escrito Lloyd Alexander, por boca de uno de los personajes de Crónicas de Prydain, “una vez que tienes el valor de mirar al mal cara a cara, de verlo por lo que realmente es y de darle su verdadero nombre, carece de poder sobre ti y puedes destruirlo.” Las verdades más grandes pueden a veces parecer tópicos o generalidades. Pero eso suele suceder sólo cuando uno se limita a hablar de ellas, no cuando además las escoge como fundamento para el vivir.

Modelos humanos El carácter, como el arte de pensar bien, no se adquiere tanto con reglas como con modelos: al lado de la regla o del criterio, ha de ir el ejemplo; y al lado del ejemplo, la idea y la manera de llevarla a la práctica.

Todo hombre experimenta con mayor o menor frecuencia un sentimiento de emulación ante algún testimonio humano que se le presenta. Siempre hay momentos en que queda deslumbrado por un aspecto concreto de una persona concreta y, entonces —también en mayor o menor medida—, desea ser, en ese aspecto, como esa persona.

El hombre —hoy quizá más que en otros tiempos— cree más en los testimonios humanos vivos que en las enseñanzas; cree más en la vida y en los hechos que en las teorías. Se reconoce en los modelos humanos y se siente atraída por ellos.

Todos necesitamos modelos. Todos los buscamos. Hay conductas que nos atraen con una fuerza fascinante. Sólo hombres reales descifran lo que el hombre es y puede llegar a ser. Ante cualquier modelo humano se produce una empatía, una especie de contagio que arrastra. El problema es que este efecto se produce tanto para bien como para mal.

Por eso se ha dicho siempre que el gran reto educativo no está sólo en elocuencia de palabra —con ser muy importante—, sino en la elocuencia del discurso de las obras, en la grandeza de alma de quien tiene que educar. Y es en gran parte porque parece como si las cosas fueran menos difíciles, y más atractivas, cuando las vemos hechas vida en otros.

Y por eso es también decisivo que quien está en una fase temprana de la formación de su carácter tenga ante sus ojos modelos humanos atractivos y logrados, que le faciliten adquirir pronto criterios de estimación que luego no resulten ser un barniz, sino que respondan a principios bien asentados. Y esto se refiere tanto a los modelos reales con los que convive como a esos otros, también de ficción, que le se presentan en la literatura, el cine o la televisión.

Si una familia, un educador, o incluso una sociedad, presentara el mal como algo que triunfa, o presentara modelos que muchas veces son modelos de valores negativos, estaría perjudicando a todos, pero sobre todo a los más jóvenes, que son los más permeables a esos estímulos.

Si ofreciéramos modelos negativos como metas apetitosas, luego no podríamos quejarnos si los jóvenes parecieran perdidos, sin creencias ni pautas morales. Es preciso inculcar estos sentimientos y esos valores, porque, si no, luego nos quejamos sin razón. Como decía C.S.Lewis, a veces “extirpamos el órgano y exigimos la función. Hacemos hombres sin corazón y esperamos de ellos virtud e iniciativa. Nos reímos del honor y nos extrañamos de ver traidores entre nosotros. Castramos y exigimos a los castrados que sean fecundos.” Idealismo y vanidad Cuenta la leyenda que Narciso era hijo de un río y de una ninfa. Y por lo visto era un niño muy guapo.

Narciso fue creciendo, y pronto fue un joven apuesto. Lo malo es que rechazaba el amor que le ofrecían y permanecía insensible al cariño de los demás. Sólo estaba pendiente de sí mismo. Así fueron pasando los años hasta que un día de mucho calor, después de una cacería, el muchacho se detuvo en una fuente para refrescarse. Al inclinarse para beber, Narciso vio su imagen reflejada en las aguas…, y se enamoró perdidamente de su propia figura.

Y allí se quedó Narciso, días y días, semanas y semanas, indiferente a todo lo que le rodeaba. Y allí, inmóvil como una estatua, absorto en su propia contemplación, se dejó consumir por el hambre y la soledad hasta desvanecerse y caer sin vida sobre la hierba.

Esta vieja leyenda ha dado el nombre de narcisismo a esa ingenua vanidad de quienes ante el espejo alimentan sin cesar la admiración hacia sí mismos.

La tragedia de Narciso tiene otras formas mucho más corrientes, más a nivel de calle. Aparece como un idealismo, ingenuo y perezoso a la vez, que inunda los afanes de muchas chicas y chicos jóvenes. Están llenos de proyectos: van a ser grandes genios, egregios artistas, creadores incomparables…; y a continuación confiesan que van mal en sus estudios, que jamás leen un libro, que no saben lo que es madrugar.

Piensan que están llamados a ocupar puestos preeminentes, que están destinados a ser como aquel gran empresario que se hizo a sí mismo en unos pocos años y ahora es inmensamente rico. Imaginan que triunfar en la vida es un camino sencillo, de sueño azul, glorioso, placentero y gratificante.

Van por la calle imaginando las miradas de admiración, las miradas de envidia, que sin duda le dirigen los conductores, los peatones, todos.

Un día reciben un halago (quizá de cumplido) por algo que han hecho, y ya se ven como un nuevo Mozart o un nuevo Goya. Y en seguida creen ser un genio mundial, un superhombre. Y se comportan como piensan que corresponde a un genio así, de forma anárquica y distinta, como un hombre al que poco queda que aprender y que vivirá con sólo sacar un poco de partido a su inmenso talento.

Pero la vida no suele ser así. Porque la realidad es terca. Y deben comprender que para hacer cualquier cosa seria en la vida, hay mucho que trabajar, mucho que aprender, mucho que tachar. Que nunca podrán crear si anteponen hoy sus sueños a la realidad. Quizá convenga recordarles aquello de Thomas Edisson de que el genio se compone de un uno por ciento de inspiración y un noventa y nueve por ciento de transpiración, de sudor, de trabajo.

Es cierto que hay que tener ideales altos, pero tan importante como tener grandes proyectos e ideales es aprender a traducirlos en una lucha ordinaria de la dura realidad de cada jornada, porque hay demasiado idealista que se ha dejado ganar terreno por los halagos de la vanidad o la simpleza.

La vanidad lleva a creerse algo distinto a lo que uno realmente es. El vanidoso piensa que hace maravillas y se siente herido si los demás no lo valoran. El hechizo de la vanidad los problematiza y sufren tremendamente. El mejor remedio es un poco de realismo:

  • para unos, será comprender que los genios suelen ser inteligencias trabajadas por un estudio profundo;
  • para otros, abrir un poco los ojos y descubrir las cualidades de los demás, que es una excelente forma de aprender;
  • para los que pasan horas ante el espejo y aún así no están seguros de que les guste lo que reflejan, ser menos puntillosos en cuanto a su aspecto físico;
  • para todos, rechazar el engañoso halago de la adulación (propia o ajena) y comprender que el objetivo de la vida no puede ser algo tan pasajero como la opinión ajena o el brillo de los aplausos.

    Los personajes famosos, esos que saborean las mieles de la gloria, cuando son un poco sensatos —y sinceros— reconocen que sólo con esas satisfacciones no se puede llenar una vida. Que vale más un poco de cariño que todos los aplausos del mundo. Que, a veces, han logrado todos esos aplausos pero, en esa lucha, han perdido el cariño de los suyos, y están tristes.

    Hay que aspirar a ser buena persona y a ser coherente con uno mismo. También se puede desear que los demás lo crean así, y lo valoren. Pero esto último ya es más difícil y, sobre todo, menos importante. Muchas veces hay que contentarse —y no es poco, es lo principal— con estar satisfecho con uno mismo. El aplauso que importa y que de verdad satisface es el que proviene de nuestro interior, de la conciencia de la obra bien hecha.

    Los ideales de la juventud «Hete aquí, pues, cerca de los cuarenta y dos años… ¿Qué pensaría de ti el muchacho que eras a los dieciséis, si pudiera juzgarte? »¿Qué diría de eso que has llegado a ser? ¿Hubiera simplemente consentido en vivir para verse transformado así? ¿Acaso valía la pena? ¿Qué secretas esperanzas no has decepcionado, de las que ni siquiera te acuerdas? »Sería extraordinariamente interesante, aunque triste, poder enfrentar a estos dos seres, de los que uno prometía tanto y el otro ha cumplido tan poco. Me figuro al joven apostrofando al mayor sin indulgencia: “Me has engañado, me has robado. ¿Dónde están los sueños que te había confiado? ¿Qué has hecho con toda la riqueza que tan locamente puse en tus manos? Yo respondía de ti, había prometido por ti. Y has hecho bancarrota. Más me hubiera valido marcharme con todo lo que aún poseía, y que también has dilapidado…” »¿Y qué diría el mayor para defenderse? Hablaría de experiencia adquirida, de ideas inútiles echadas por la borda, mostraría algunos libros, hablaría de su reputación, buscaría febrilmente en sus bolsillos, en los cajones de su mesa, para justificarse. Pero se defendería mal, y creo que se avergonzaría.» Estos párrafos del Diario de Julien Green son una interesante reflexión, tanto para el pasado como para el futuro de cualquier vida. Porque –como ha escrito de Martín Descalzo– toda vida tendría que ser la cosecha de la gran siembra de los años juveniles. Vivir es fructificar. Y no simplemente avanzar y envejecer. La vida es apostar decididamente cuando se es joven, y mantener y mejorar esa apuesta cuando se madura.

    Y cabe entonces preguntarse: si ya es difícil mantener esa apuesta de juventud cuando en esos años se sembraron grandes ideales, ¿qué será cuando sólo se sembraron desilusiones o insustancialidad? Cuando una persona joven no tiene ideales, o son pequeños y vulgares, es bien probable que le espere un futuro poco alentador. Por eso quizá una de las mayores infamias es empujar a los jóvenes a la mediocridad o a la desesperanza.

    Es verdad que no basta con soñar durante la juventud, porque esos sueños pueden quedar en proyectos ingenuos o ilusorios. Pero quien no sueña nunca, quien se limita sólo a constatar la dificultad, quien siempre se jacta de ser muy realista y considera ingenuos a todos los que aspiran a mejorar ellos y mejorar el mundo en que vivimos, esos no se dan cuenta probablemente de que el enemigo principal no son todos esos que con tanto énfasis señalan fuera, sino que el peor enemigo lo tienen en su interior, en su mediocridad y en su desesperanza.

    Y luego, cuando los adultos tendemos tan fácilmente a echar las culpas a tantas circunstancias para justificar el abandono de los que fueron nuestros grandes ideales de juventud, también entonces solemos engañarnos miserablemente. Es cierto que los proyectos de aquellos años necesitaban ser adaptados y modificados a lo largo de la vida, porque la vida da muchas vueltas y hay cosas muy poco previsibles, pero sabemos bien que muchas veces lo que hemos hecho con esos ideales es simplemente rebajarlos, por pereza, por abandono o por mezquindad. Y lo que logramos con eso es ir deshinchando nuestra vida como un globo, casi sin darnos cuenta.

    La desesperanza –señala Josef Pieper– está en la misma estructura mental de quien orienta mal su vida. Supone un dolor siempre grande, propio de quien se niega a caminar por el camino hacia la plenitud que su naturaleza le llama.

    A la desesperanza no se llega de modo repentino. Su principio y su raíz suelen estar en la pereza (quizá por eso asegura el dicho popular que la pereza es madre de todos los vicios). La pereza es sinónimo de dejadez, de desinterés, y eso siempre conduce a una tristeza que paraliza, que descorazona. Y lo peor es que lleva a un círculo vicioso de desgana que refuerza la dejadez. El hombre perezoso parece querer sustraerse de las obligaciones propias de la grandeza de su misión. Es como una humildad pervertida, propia de quien no quiere aceptar su verdadera condición y sus talentos, porque implican una exigencia. Como un enfermo que no quisiera curarse para que no le exijan lo que se exige a una persona sana.

    Hay un tipo de esperanza que surge de la energía juvenil pero se agota con los años, al ir declinando la vida. Sin embargo, la verdadera esperanza es una despreocupada y confiada valentía, que caracteriza y distingue al hombre de espíritu joven y lo hace un modelo tan atractivo. La esperanza da una juventud que es inaccesible a la vejez y a la desilusión. Así, aunque día a día perdemos un poco la juventud natural, podemos día a día renovar nuestra juventud de espíritu. En vez de dar culto a la juventud del cuerpo, de modo exterior y forzado, y que además produce desesperanza al ver cómo se va marchando, hemos de buscar esas cimas más altas a las que se puede remontar la esperanza del hombre que rejuvenece día a día su espíritu.

    Referencias, modelos e ideales Balzac describió de manera incomparable cómo el ejemplo de Napoleón había electrizado a toda una generación en Francia. El deslumbrante ascenso del pequeño teniente Bonaparte al trono imperial del mundo, para Balzac significó no tan sólo el triunfo de una persona, sino también la victoria de la idea de la juventud. El hecho de que no fuera necesario haber nacido príncipe o noble para alcanzar el poder a temprana edad, de que se pudiera proceder de una familia modesta, cuando no pobre, y, sin embargo, llegar a ser general a los veinticuatro años, soberano de Francia a los treinta y, poco después, del mundo entero, ese éxito sin igual arrancó a millares de personas de sus pequeños oficios y sus pequeñas ciudades de provincia: el teniente Bonaparte despertó a toda una generación de jóvenes, los impulsó a una ambición más elevada.

    Siempre que un solo joven alcanza algo que hasta entonces parecía inalcanzable, sea en el campo que sea, con ese éxito alienta a toda la juventud que le rodea. Bonaparte procedía del mismo estamento que ellos, su genio se había fraguado en una casa parecida a la suya; había ido a un instituto como el suyo, había estudiado los mismos manuales y se había sentado durante años en los mismos pupitres de madera, mostrando la misma impaciencia y la misma agitación juvenil; y mientras se movía por esos mismos lugares consiguió superar la estrechez del espacio en que estaban los demás.

    Con independencia del juicio que merezca la trayectoria de aquel hombre, el ejemplo puede servirnos de referencia para pensar en la enorme fuerza que encierra cada persona, por sencilla y corriente que parezca a los ojos de todos. Cada ser humano posee unas enormes posibilidades latentes, con frecuencia escondidas incluso para él mismo, y que necesitan ayuda para salir a la luz. Tiene que haber un impulso exterior, un modelo, una referencia que le haga sentirse capaz, que despierte sus inéditas energías.

    Y además de esas referencias, modelos e ideales, es necesario también un nivel de exigencia personal que haga posible pasar de la teoría a la práctica, de los proyectos a las realizaciones. Esto es de vital importancia cuando se habla de educación, pues, como decía Corts Grau, a la juventud con frecuencia se la adula, se la imita, se la seduce, se la tolera…, pero no se la exige, no se la ayuda de verdad, no se la responsabiliza. Quizá es porque no se valora suficientemente su capacidad, y esto lo que ellos perciben, y obran en consecuencia.

    Quererles de verdad supone tener el valor de exigirles, de darles responsabilidad, porque para tener responsabilidad hay que antes haberles dado responsabilidad. Es preciso fomentar la fortaleza, la capacidad de resistir en el bien, de afrontar dificultades con serenidad y temple. Y todo esto va muy unido a la sobriedad, a saber prescindir de lo superfluo, a aprender a valorar más las personas que las cosas.

    En esa decisiva batalla que el hombre debe dar contra la mediocridad, hay dos tipos de lenguajes. Uno es apocalíptico, demoledor, tajante, como si buscara una conversión tempestuosa de emotividad. Es una actitud que fomenta titanismos de autoposesión y voluntarismo, crispaciones estériles que cansan, que suelen resultar inútiles y vacías de significado, cuando no contraproducentes.

    El otro estilo es más humano. Está dirigido al hombre que tiene una amplia experiencia de su limitación y su fragilidad. Al hombre que sabe bien que para conseguir algo no basta con desearlo con intensidad, sino que además tiene que enreciar su voluntad, buscar ayuda, hacer acopio de humildad para superar los momentos bajos, y, sobre todo, poner en su vida referencias suficientemente altas y que merezcan la pena.

  • Constancia y tenacidad

    • La vida fácil
    • Sobreponerse a la adversidad
    • Perfeccionismo: aprender a equivocarse
    • Constancia
    • Tenacidad
    • La losa de la desesperanza
    • Mantenerse firme: aprender a decir que no
    • El hombre que plantaba árboles

    La vida fácil «Entiendo lo que dices —comentaba Guillermo, un recién matriculado en la universidad—, pero yo no puedo ser distinto a como soy.

    »Yo siempre he sido un poco despreocupado, algo informal, no me gusta tomarme demasiado en serio las cosas. Quiero disfrutar un poco de la vida, aprovechar un poco estos años, que apenas tengo diecinueve y no estoy en edad de pensar tanto.

    »Tengo muchos proyectos en la vida, pero para más adelante. No tengo prisa. Yo no aguanto muchos días haciendo la misma cosa. Me gusta la variedad. Ya repetí un curso en bachillerato y no me traumatiza. Incluso prefiero hacer la carrera más despacio pero conociendo muchas otras cosas mientras.

    »Y esto me sucede con casi todo; por ejemplo, tengo muchos amigos y amigas, pero me gusta ir variando, conocer gente, pero sin que me líen; he salido con muchas chicas, pero ninguna me ha durado dos meses: no quiero comprometerme ni estar ligado a nadie ni a nada.

    »Yo —concluía— siempre he querido ser práctico. Tengo que aprovechar la juventud, que ya tendré tiempo de hartarme de vida más sosegada. No quiero ser como esos que se pasan sus mejores años debajo de una lámpara, estudiando día y noche como si no hubiera otra cosa en la vida.» Aquel chico no acertaba a comprender que por aprovechar, como él decía, esos cinco o seis años de vida universitaria, probablemente acabaría lamentándolo los cincuenta o sesenta siguientes.

    No quería entender que es preciso esforzarse mucho para abrirse camino profesionalmente. Que no se trata de pasarse la juventud debajo de una lámpara, pero es indudable que de cómo uno se prepare en esos años depende en mucho cómo será luego su vida. Que lo habitual es que una persona perezosa o inconstante a su edad, llegue a los treinta o los cuarenta sin haber cambiado mucho. Igual que si es egoísta, o frívolo, o superficial: pasan los años y el tiempo no les hace mejorar si no se esfuerzan por mejorar.

    «Mira —recuerdo que me decía—, es que no es tan sencillo. Sería una maravilla ser persona con una voluntad firme, y todas esas cosas. Lo desearía para mí, por supuesto. Pero todo eso exige mucho esfuerzo y yo no estoy acostumbrado a esos agobios.

    »¿Es que no hay ningún camino más fácil? ¿No se puede ser feliz sin tanto sacrificio? Yo no soy mala persona, tú lo sabes. Procuro no perjudicar a nadie y al tiempo no complicarme la vida…» Y suelen tener razón en aquello de que no son malas personas, y de que procuran no perjudicar a los demás, y todo eso. Pero pienso que resulta algo pobre y bastante peligroso ese benevolente planteamiento de “no hacer daño a nadie y disfrutar cuanto más se pueda”. Cuando una persona excluye por principio aquello que le supone complicarse la vida, esa actitud puede significar una seria hipoteca para su felicidad.

    No es que complicarse la vida tenga que ser el punto central de la filosofía de la vida de una persona, es cierto. Pero tampoco puede serlo el no complicársela, sobre todo cuando ésa es la única razón que nos frena ante algo digno de mejores actitudes. Hacer el bien supone muchas veces un esfuerzo considerable, y evitar habitualmente lo que supone esfuerzo hace difícil mantenerse dentro de las fronteras de la ética y de la sensatez.

    Cualquier elección, por sencilla que sea, supone renunciar al resto de las opciones, la mayoría de ellas lícitas. Mill decía que de quien nunca se priva de cosa lícita, no se puede esperar que rehuse luego todas las prohibidas.

    También cabe recordar aquella conocida expresión de cortar por lo sano, que sin duda proviene de la sabiduría médica y es tan de sentido común. Si hubiera, por ejemplo, que amputar una pierna o un brazo gangrenados, no se puede cortar justo en el límite entre lo sano y lo enfermo, porque lo más probable entonces es que siempre quede algo de lo enfermo, por pequeño que sea, y el mal continuará extendiéndose. Es preciso cortar un poco más arriba, aun a costa de perder algo de la zona sana.

    Hay personas que son como un manojo de sentimientos vaporosos, personas que sólo quieren aceptar la parte fácil de la vida. Quieren el fin, pero no quieren los medios necesarios para alcanzar ese fin. Quieren ser premios Nobel sin estudiar, enriquecerse sin dar ni golpe, ganarse la amistad de todos sin hacerles un favor, o ingenuidades por el estilo. Y eso no es serio.

    No distinguen entre lo que es propiamente querer algo, con todas sus consecuencias, y lo que es sencillamente una ilusión, un apetecerles, un soñar soltando la imaginación.

    Han de comprender que para la vida real se necesita más esfuerzo que para las novelas fabricadas por la fantasía. Y quizá no se enfrentan con la realidad de la vida porque están enormemente mediatizados por la comodidad.

    Quieren triunfar en la vida, como todo el mundo, pero olvidan el esfuerzo continuado que esto supone: para hacer bien una carrera son precisas muchas jornadas de clases y estudio que no siempre apetecen; para ser un buen atleta hay que perseverar en un entrenamiento muchas veces agotador; para dominar un idioma no bastan unas cuantas clases o unas semanas en el extranjero. Para casi todo hace falta esfuerzo, y no poner ese esfuerzo supone rechazar el fin, no querer de verdad.

    Esta falta de fortaleza de carácter aparece a veces como una auténtica fiebre por cambiar de objetivo, y puede observarse de modo muy gráfico en algunos niños o adolescentes. Pongamos un ejemplo.

    Ve anunciado en la televisión un eficacísimo método de aprendizaje de inglés, que pasa de inmediato a resultar absolutamente imprescindible. Lo compra. La primera decepción es que el método es muy laborioso, hay que ir grabando unos ejercicios en cada lección… De todos modos, comienza…, le cansa, sigue, lo deja; lo retoma, se aburre…, y finalmente lo deja en el olvido…, en la lección 4ª.

    A la semana siguiente comienza a leer una novela interesantísima…, pero enseguida se le hace pesada y queda abandonada en los primeros capítulos.

    Quizá después se propone hacer footing todos los días…, y no pasa de tres o cuatro.

    Al poco fantaseará con ser un insigne virtuoso de aquel instrumento musical, pero pronto le parecerá inútil o imposible.

    Quizá más adelante empiece con otra afición, y será un nuevo hobby que se sumará a la interminable serie de ilusiones que nunca se alcanzan, a ese continuo devaneo presidido por la inconstancia.

    A lo mejor otro día, después de ver una película o de leer un libro en los que se exalta la figura de un personaje, con quien se identifica, se llena de proyectos buenos y de ilusiones sanas…, pero que se desvanecen en cuanto respira el aire de la calle, en cuanto aterriza de su ingenua emotividad.

    El que se mima a sí mismo se vuelve blanducho. El camino de la vida fácil, aunque ameno al principio, se hace cada vez más trabajoso; y al final aguarda un amargo despertar. No es más fácil la vida fácil.

    Sobreponerse a la adversidad La adversidad y el dolor se presentan en la vida de todos. Es una realidad sencilla y patente ante la que caben reacciones muy diversas.

    Unos se crispan, maldicen y patalean. Otros se refugian en la melancolía, pero la melancolía es como una mano engañosa que se tiende hacia nosotros y que nunca logramos alcanzar: es pasajera, volátil, fugitiva.

    La adversidad y el dolor no deben verse como cosas tan terribles. La mayoría de los pensadores que han afrontado seriamente el problema dicen que con ellos viene una enseñanza siempre útil para nuestra vida; que cuando se saben recibir pueden transformarse en algo positivo. Los golpes de la adversidad son amargos, pero nunca estériles.

    En la educación familiar, los padres deben dar ejemplo de serenidad frente a los reveses de la vida, de mantener la alegría, de esos valores que se manifiestan cuando, frente a un golpe de destino, nos sabemos conformar. En la adversidad suele descubrirse al genio, en la prosperidad se oculta, afirmaba Horacio.

    La alegría es una muestra de que va bien todo el entramado de virtudes de una persona. Es como un síntoma claro de que una vida está bien construida, que posee resortes —como decía Cervantes— para echar las penas fuera del alma y ser feliz.

    El dolor y la adversidad constituyen todo un espectro de contrastes en las personas. Unos, con muy poco, se desesperan. Otros, con mucho más, se crecen. El problema no está en que esas adversidades o esos dolores sean muchos o pocos, sino en la riqueza espiritual de las personas que los sufren, en su categoría personal y en el modo en que los asumen. Por eso ha llegado a decirse que la valía de las personas suele ir en función inversa a las facilidades que han tenido en sus vidas.

    Perfeccionismo: aprender a equivocarse Todos hemos conocido chicos y chicas pequeños que acaban siendo personas raras por culpa de una especie de terror a hacerlo mal.

    Ese chico, o esa chica, a lo mejor no quiere jugar al fútbol o al baloncesto en el colegio, porque dice —y no es para tanto— que no juega bien. O jamás sale voluntariamente a la pizarra, porque le aterra la posibilidad de no saber contestar perfectamente. O no quiere participar de un juego que no conoce, porque no quiere arriesgarse a ser el perdedor hasta que haya conseguido dominar bien sus reglas.

    Los perfeccionistas son personas que tienen cosas muy positivas: creen en el trabajo bien hecho, procuran terminar bien las cosas, ponen ilusión en cuidar los detalles.

    Pero tienen también bastantes negativas: viven tensos, sufren mucho cuando ven que no siempre pueden llegar a la suma perfección que tanto anhelan, su minuciosidad les hace ser lentos, y con frecuencia son demasiado exigentes con quienes no son tan perfeccionistas como ellos.

    Una de las cosas más difíciles de aprender es a equivocarse. No me refiero al hecho en sí de fallar, de cometer un error, que eso es muy fácil. Hablo de equivocarse y no venirse abajo, de saber reconocer un error sin sentirse terriblemente humillado. Que no nos suceda como a Guille, el hermanito de Mafalda, aquella vez que su hermana lo encontró llorando desconsoladamente: —¿Qué te pasa, Guille? —Me duelen los pies —responde entre pucheros.

    Mafalda se fija en los pies del crío y le explica: —Claro, Guille, te has puesto los zapatos cambiados de pie, al revés.

    Guille, tras un instante para comprobar el hecho indiscutible, comienza a berrear más fuerte. Mafalda le interrumpe: —¿Y ahora? —¡Ahora me duele mi odgullo! Los fracasos son algo connatural al hombre, le siguen como la sombra al cuerpo. Todos nos equivocamos, y normalmente más de lo que creemos. Por eso, cuando los perfeccionistas se derrumban al comprobar que no son perfectos, demuestran con ello ser personas que cuentan poco con la realidad.

    Debemos aprender a darnos cuenta de que no es una tragedia equivocarse, puesto que la calidad humana no está en no fallar, sino en saber reponerse de esos errores.

    A veces tienen en esto bastante culpa los padres. Son peligrosos los padres que crían a sus hijos en la neurosis perfeccionista. Quizá educan a su hijo para que jamás suspenda o jamás rompa un plato, cuando más bien deberían educarle para que se esmere en ser un buen estudiante y procure que no se le caiga el plato, y —sobre todo— para que sepa sacar fuerza de cada error y sea capaz de volver a estudiar con ilusión o de recoger los pedazos del plato roto.

    Porque errores los cometemos todos. La diferencia es que unos sacan de ellos enseñanza para el futuro y humildad, mientras que otros sólo obtienen amargura y pesimismo. Conviene educar a los chicos de modo que tengan capacidad de superar los tropiezos con deportividad.

    Da pena ver a personas inteligentes venirse abajo y abandonar una carrera o una oposición al primer suspenso; a chicos o chicas jóvenes que fracasan en su primer noviazgo y maldicen contra toda la humanidad; a otros que no pueden soportar un pequeño batacazo en su brillante carrera triunfadora en la amistad, o en lo afectivo, o en lo profesional, y se hunden miserablemente: el mayor de los fracasos suele ser dejar de hacer las cosas por miedo a fracasar.

    Constancia Demóstenes perdió a su padre cuando tenía tan sólo siete años. Sus tutores administraron deslealmente su herencia, y el chico, siendo apenas un adolescente, tuvo ya que litigar para reivindicar su patrimonio.

    En uno de los juicios a los que tuvo que asistir, quedó impresionado por la elocuencia del abogado defensor. Fue entonces cuando decidió dedicarse a la oratoria.

    Soñaba con ser un gran orador, pero la tarea no era fácil. Tenía escasísimas aptitudes, pues padecía dislexia, se sentía incapaz de hacer nada de modo improvisado, era tartamudo y tenía poca voz. Su primer discurso fue un completo fracaso: la risa de los asistentes le obligó a interrumpirlo sin poder llegar al final.

    Cuando, abatido, vagaba por las calles de la ciudad, un anciano le infundió ánimos y le alentó a seguir ejercitándose. “La paciencia te traerá el éxito”, le aseguró.

    Se aplicó con más tenacidad aún a conseguir su propósito. Era blanco de mofas continuas por parte de sus contrarios, pero él no se arredró. Para remediar sus defectos en el habla, se ponía una piedrecilla debajo de la lengua y marchaba hasta la orilla del mar y gritaba con todas sus fuerzas, hasta que su voz se hacía oír clara y fuerte por encima del rumor de las olas. Recitaba casi a gritos discursos y poesías para fortalecer su voz, y cuando tenía que participar en una discusión, repasaba una y otra vez los argumentos de ambas partes, sopesando el valor de cada uno de ellos.

    A los pocos años, aquel pobre niño huérfano y tartamudo había profundizado de tal manera en los secretos de la elocuencia que llegó a ser el más brillante de los oradores griegos, pionero de una oratoria formidable que rompía con los estrechos moldes de las reglas retóricas de sus tiempos, y que todavía hoy, 2.300 años después, constituye un modelo en su género.

    Demóstenes es un ejemplo de entre la multitud de hombres y mujeres que a lo largo de la historia han sabido mostrar cuánto es capaz de hacer una voluntad decidida.

    El mundo avanza a remolque de la gente que es perseverante en su empeño. A veces las personas decimos que queremos, pero en realidad no queremos, porque no llegamos a proponérnoslo seriamente. Si acaso, lo intentamos, pero hay mucha diferencia entre un genérico quisiera y un decidido quiero.

    Muchas personas piensan que les es imposible hacer nada con tantos condicionamientos que tienen.

    Beethoven, por ejemplo, estaba casi completamente sordo cuando compuso su obra más excelsa. Dante escribió La Divina Comedia en el destierro, luchando contra la miseria, y empleó para ello treinta años. Mozart compuso su Requiem en el lecho de muerte, afligido de terribles dolores.

    Tampoco Cristóbal Colón habría descubierto América si se hubiera desalentado después de sus primeras tentativas. Todo el mundo se reía de él cuando iba de un sitio a otro pidiendo ayuda económica para su viaje. Le tenían por aventurero, por visionario, pero él se afirmó resueltamente en su propósito.

    Es cierto que no todo el mundo es como esos genios que han pasado a la Historia, y que no se trata de vivir obsesionados por alcanzar grandes metas. Efectivamente. Sin obsesiones, pero sin abandonarse, que bastante rebaja trae ya consigo la vida. Liszt, aquel gran compositor, decía: “Si no hago mis ejercicios un día, lo noto yo; pero si los omito durante tres días, entonces ya lo nota el público”.

    Muchas veces las cosas no salen una y otra vez. No le iría bien al río, dice el refrán, si de todos los huevos saliesen peces grandes. Ni al jardín, si cada flor diese fruto. Tampoco al hombre, si todas sus empresas fueran coronadas por el éxito. La vida es así y hay que aceptarla como es.

    Es preciso transmitir ese talante en la educación. Que no se engañen diciendo que “la suerte es patrimonio de los tontos”, porque es una excusa de fracasados. Que no piensen que son muy listos pero que la vida no les hace justicia, cuando quizá lo que debieran hacer buscar la verdadera razón de su desgracia. Que se acuerden de ese otro refrán: el que quiera lograr algo en la vida, no haga reproches a la suerte, agarre la ocasión por los pelos y no la suelte.

    Lanzarse y perseverar. Audacia y constancia: dos aspectos inseparables que se complementan. Horacio afirmaba que quien ha emprendido el trabajo, tiene ya hecho la mitad. Y se podría completar con aquello otro de Sócrates: comenzar bien no es poco, pero tampoco es mucho.

    Tenacidad Dicen que la muerte blanca —la muerte por congelación— es una muerte dulce: entra una especie de sopor, lleno de sensaciones agradables en las que uno se encuentra, incluso, optimista… y entre dos sueños se escapa el alma. Aquel hombre, Guillaumet, lo sabía. No le costaba nada dejarse estar, recostado sobre el suelo helado, no levantarse después de una caída, decir ¡ya basta, se acabó!, y no volver a intentarlo de nuevo.

    La historia es de Antoine de Saint-Exupéry, en Terre des hommes, donde narra la aventura de un piloto cuyo avión se había estrellado en los Andes, y que tras una increíble travesía apareció destrozado pero vivo, cuando todo el mundo había perdido la esperanza.

    Aquel hombre tenía un montón de razones para dejar de luchar por salvarse: no conocía el camino, era casi seguro que todo aquel sobrehumano esfuerzo no serviría para nada. Estaba solo, perdido, roto de golpes, de fatiga, de cansancio. Derribado a cada paso por la tormenta, en una zona de la que se decía: «Los Andes en invierno, no devuelve a los hombres».

    «He hecho lo que he podido y ya no tengo esperanzas, ¿por qué obstinarse en este martirio?» Le bastaba cerrar los ojos para borrar del mundo las rocas, los hielos y las nieves. Y ya no habría golpes, ni caídas, ni músculos desgarrados, ni hielos abrasadores, ni ese peso de la vida que tenía que arrastrar tan pesadamente.

    Pero Guillaumet piensa en su mujer, en sus hijos, en sus compañeros. ¿Quién podrá mantener a esa familia que le aguarda en algún lugar de Francia si él se para? No, no les podía fallar. Ellos le querían, le esperaban. ¿Qué pasaría si supieran que estaba vivo? «Si mi mujer cree que vivo, cree que camino. Los compañeros creen que camino. Todos tienen confianza en mí, y soy un canalla si no camino.» Cuando volvía a caerse, repetía esas palabras. Cuando las piernas se negaban a avanzar más; cuando los huesos todos de su cuerpo gemían entumecidos por el frío y el cansancio; cuando después de bajar tenía que volver a subir, como en un carrusel que no acababa nunca, volvía a repetir el mismo estribillo: «si creen que vivo, creen que camino, y soy un canalla si no sigo».

    Cuando lo encontraron, su primera frase fue como resumen de su tenacidad extraordinaria: «Lo que hice, te lo juro, ningún animal lo hubiera hecho». Saint-Exupéry lo comenta así en su obra: Ésta es la frase más noble que conozco, una frase que sitúa al hombre, que le honra, que restablece las jerarquías verdaderas.

    Cuando a Guillaumet está exhausto y le abruma saber que es casi imposible que llegue a encontrar a nadie en aquellas montañas, rechaza la voz del agotamiento, que le incita a tirarse al suelo y renunciar. El animal sólo soporta el agotamiento cuando está espoleado por impulsos básicos, como el miedo; sin embargo el hombre ha multiplicado los motivos para sobreponerse y aguantar: los valores que influyen en su conciencia pueden ser sentidos, como sucede a los animales, pero también pueden ser pensados. Cuando los sentimos, sólo experimentamos su atracción o su repulsión; cuando los pensamos, podemos ver lo valioso aunque casi no sintamos nada.

    Lo innovador del hombre, como señala José Antonio Marina, es que puede regir su comportamiento por valores pensados, y no sólo por valores sentidos. Si sólo pudiéramos acomodar nuestra conducta a lo que sentimos, no podríamos hablar de libertad, porque no podríamos dirigir libremente nuestros sentimientos. A pesar de la angustiosa protesta de sus músculos, y de que sólo siente cansancio, Guillaumet puede pensar en otros valores, o recuperar de su memoria los valores vividos en otras ocasiones, y ajustar a ellos su comportamiento. Una vez más, lo espiritual se introduce en lo corporal, lo amplía y lo enriquece.

    La losa de la desesperanza Victor Frankl cuenta cómo los que estuvieron en campos de concentración durante y después de la Segunda Guerra Mundial recuerdan perfectamente a aquellos hombres que iban de barracón en barracón dando consuelo a los demás, brindándoles su ayuda y, muchas veces, dándoles el último trozo de pan que les quedaba.

    Puede que fueran pocos en número, pero ofrecían pruebas suficientes de que al hombre se le puede arrebatar todo, salvo una cosa que es como la última de sus posesiones: la elección de la actitud personal para decidir el propio camino.

    El mensaje de Frankl es claro y esperanzador: por muchas que sean las desgracias que se abatan sobre una persona, por muy cerrado que se presente el horizonte en un momento dado, siempre queda al hombre la libertad inviolable de actuar conforme a sus principios, siempre queda la esperanza.

    ¿Cómo infundir esperanza en uno mismo, en la familia? Hay muchos detalles que pueden contribuir mucho a lograrlo. Por ejemplo:

  • Transmitir un aliento positivo en todo aquello que hacemos. No dejar hundido a nadie. Decir primero lo que va bien, y de lo que va mal hablar sólo lo imprescindible.
  • Quizá tus hijos, por lo que sea, te ven poco: que insufles oxígeno en el poco rato que te vean.
  • Cuida de no caer en un optimismo simplón, que sería un sustitutivo barato de la esperanza. Los optimistas vacíos se van dando golpes contra la realidad. En cambio, los realistas con esperanza saben afrontar con entereza la realidad, porque la esperanza no es un consuelo para niños ni un narcótico para ingenuos.
  • La gente necesita que le digan de vez en cuando que lo ha hecho bien. Es una pena que algunos parezcan como incapaces de hacer un elogio o un cumplido, cuando es algo más importante de lo que parece.
  • Sé previsor para esquivar los males evitables. La esperanza no es una resignación tonta sumada a un optimismo ingenuo: es para trabajar y transformar la realidad y así evitar en lo posible esos males.
  • Afronta con serenidad las contrariedades, los destrozos, los errores de tus hijos. Piensa que incluso quienes han recibido una esmerada formación pueden cometer a veces errores serios. Un descuido ocasional, por tanto, aunque sea grave, no es motivo para la desesperación. Si tu hijo vuelve una noche borracho a casa después de una fiesta, o si tu hija fuma un día marihuana con un grupo de amigotes, el mundo no se acaba ahí. Por supuesto que es grave y hay que actuar con rapidez y decisión, pero todavía hay remedio.

    A veces parece como si los errores acumulados de mucho tiempo tiñeran de negro el futuro, y piensas que todo va a acabar mal. A veces llega un momento en que no encuentras sentido a casi nada, y no te sientes con fuerzas para pasarte la vida luchando sin ver el final del camino…

    Sería estupendo tener luz para ver claro el camino en todos los momentos, todos los días, toda la vida. Sería mucho más bonito, más tranquilizador, sería maravilloso. Pero no siempre se tiene. A lo mejor tenemos luz en un momento determinado, y unas horas después no. Y unos días sí y otros no. Y puede llegar una temporada especialmente oscura. Pero hay que seguir adelante.

    Algunos abandonan su lucha simplemente porque no pueden lograr sus objetivos al ciento por ciento. Les falta esperanza para construir humildemente cada día aunque sea sólo un dos o un tres por ciento de sus planes.

    Haz ese poquito que puedes y procura que en tu casa haga cada uno ese poquito que puede, y cambiarán mucho las cosas en poco tiempo. Teme menos al futuro y pon más coraje en el presente. Es mala política vivir demasiado mediatizado por el pasado o el futuro, tanto si es por amargura como si lo es por añoranza.

    Si es por amargura, convendría recordar aquel adagio ruso que dice que lamentarse por el pasado es como correr en pos del viento. En vez de dar vueltas y más vueltas a ideas recurrentes, en vez de decir que el mundo es un asco, o que todos los hombres son unos egoístas, o que cada uno sólo se preocupa de lo suyo; en vez de eso, vamos a ver si cada uno mejora un poco su propia vida y la de los cuatro o cinco, o quince, o veinte, que tiene a su lado. Menos preguntas, menos quejas y más trabajo.

    Y si es por añoranza, habría que pensar si ese recuerdo del pasado sirve para iluminar el presente o es un torpe refugio sentimental para no hacer frente al día de hoy.

    Otros se desaniman porque ven muy negro su futuro profesional o afectivo. Las cosas no están nada fáciles hoy día… Ante la sombra del no hay futuro, es fácil caer en la tentación de rehuir el esfuerzo cotidiano, de buscar el refugio en unos ratos de disfrute engañosos que siempre se hacen breves, en el embaucamiento de aguantar el paso del tiempo soñando con esos momentos de fuga.

    Así, un estudiante puede pasarse clases enteras pensando en lo que hará el fin de semana, y semanas enteras pensando en la llegada del verano, y años enteros soñando con que la felicidad vendrá con la vida universitaria, o con el comienzo del ejercicio profesional, o con el matrimonio…, o con la jubilación. Y no comprende que el futuro está en el presente.

    Mantenerse firme: aprender a decir que no «Yo quiero mucho a mi hija pequeña —explicaba una mujer bastante sensata en una conversación con otros matrimonios amigos—; y procuro manifestarlo de modo concreto cada día. Pero hay veces en que realmente mi hija se porta mal.

    »Tengo amigas que me dicen que a esa edad nadie se porta mal, sino que hace inocentemente algo que todavía no ha aprendido a saber que está mal. Pero yo no estoy de acuerdo. Aunque sea pequeña, he visto a mi hija comportarse mal y saberlo.

    »Es verdad que son cosas pequeñas, que es malicia sencilla, a su nivel, pero es malicia al fin y al cabo. Son cosas que a nosotros nos parecen de poca entidad, pero que para ella sí tienen importancia. Y por su bien y por el mío tengo que actuar con firmeza, tengo que decirle no, un no bien claro, para que lo comprenda y obedezca enseguida.

    »No tiene por qué suceder con frecuencia, pero cuando sucede hay que hacerle ver que de ninguna manera debe hacer eso. Y que ahí estoy yo dispuesta a mantenerme bien firme. Y si no le gusta lo que hago lo sentiré mucho, y podrá llorar y llorar, y yo pasaré también un mal rato, pero no cederé, porque creo que eso está mal, y hay veces en que hay que trazar una raya en la arena y ella ha de comprender que no debe traspasar esa raya. Y así hasta que por sí misma oiga en su interior la palabra no, y no sólo la que yo le digo.» —¿Y cuando los hijos son ya más mayores?, —preguntó uno de los presentes.

    «Es un poco distinto, pero también hay que aprender a decir que no. ¿Qué hago? Me siento y hablo con él, o con ella. No le doy voces ni le grito. Pero le digo en qué creo y por qué, y no tengo pelos en la lengua. Intento ir al grano. Y yo también escucho con atención, porque a veces con sus razones me han hecho cambiar de opinión. No tengo ningún miedo a cambiar de opinión si me convencen, pero tampoco tengo miedo a emplear la palabra bien y la palabra mal.» —Pero hay temas difíciles, y edades difíciles. Por ejemplo, ¿qué haces para que te escuche en cuestión de sexo? —todos escuchaban con atención, y ella no necesitó mucho tiempo para recoger sus pensamientos y contestar: «Hablo a solas con él, o con ella, y siempre me escucha. No siempre está de acuerdo conmigo, sobre todo al principio, pero al final logramos entendernos casi totalmente. Hay algunas veces en que no lo entiende del todo, pero por lo menos sabe bien que yo deseo que esté de acuerdo conmigo, aunque no lo entienda del todo, es decir, que quiero que confíe en lo que le digo, porque soy su madre y quiero lo mejor para ellos. Y se lo digo así. Lo hago pocas veces, pero a veces lo hago. Le pido que me obedezca en ese asunto concreto, incluso aunque al principio no lo entienda del todo, y aunque sepa que probablemente yo no voy a poder controlarle. Sé que esto parecerá extraño a mucha gente, pero yo le digo a mi hijos adolescentes que hasta que se casen no deben tener relaciones sexuales en ninguna circunstancia, con nadie en absoluto.

    »Mi teoría consiste en hablar con cada hijo, escucharle, intentar persuadirle, pero también a veces —sencillamente— decirle que no. Y no tengo miedo de emplear valores morales, que en la familia hemos tenido siempre.» Escuchando esa conversación, me venían a la memoria, por contraste, unas palabras de la protagonista de aquella novela de Susanna Tamaro: «El remordimiento más grande es el de no haber tenido nunca la valentía de plantarle cara, el de no haberle dicho nunca: “Hija mía, estás equivocada”. Sentía que en sus palabras había unos eslóganes peligrosísimos, cosas que, por su bien, yo hubiera tenido que cortar de cuajo inmediatamente; y, sin embargo, me abstenía de intervenir. Los asuntos de que hablábamos eran esenciales. Lo que me hacía actuar —mejor dicho, no actuar— era la idea de que para ser amada tenía que eludir el choque, simular que era lo que no era.

    »Mi hija era dominante por naturaleza, tenía más carácter que yo, y yo temía el enfrentamiento abierto, tenía miedo de oponerme. Si la hubiese amado verdaderamente habría tenido que indignarme, incluso tratarla a veces con dureza; habría tenido que obligarla a hacer determinadas cosas o a no hacerlas en absoluto. Tal vez era justamente eso lo que ella quería, lo que necesitaba. ¡A saber por qué las verdades elementales son las más difíciles de entender! Si en aquella circunstancia yo hubiese comprendido que la primera cualidad del amor es la fuerza, probablemente los sucesos se habrían desarrollado de otra manera.» El hombre que plantaba árboles Jean Giono escribió hace tiempo un magnífico relato sobre un curioso personaje que conoció en 1913 en un abandonado y desértico rincón de la Provenza. Se trataba de un pastor de 55 años llamado Elzéard Bouffier. Vivía en un lugar donde toda la tierra aparecía estéril y reseca. A su alrededor se extendía un paraje desolado donde vivían algunas familias bajo un riguroso clima, en medio de la pobreza y de los conflictos provocados por el continuo deseo de escapar de allí.

    Aquel hombre se había propuesto regenerar aquella tierra yerma. Y quería hacerlo por un sistema sencillo y a la vez sorprendente: plantar árboles, todos los que pudiera. Había sembrado ya 100.000, de los que habían germinado unos 20.000. De esos, esperaba perder la mitad a causa de los roedores y el mal clima, pero aún así quedarían 10.000 robles donde antes no había nada.

    Diez años después de aquel primer encuentro, aquellos robles eran más altos que un hombre y formaban un bosque de once kilómetros de largo por tres de ancho. Aquel perseverante y concienzudo pastor había proseguido su plan con otras especies vegetales, y así lo confirmaban las hayas, que se encontraban esparcidas tan lejos como la vista podía abarcar. También había plantado abedules en todos los valles donde encontró suficiente humedad. La transformación había sido tan gradual, que había llegado a ser parte del conjunto sin provocar mayor asombro. Algunos cazadores que subían hasta aquel lugar lo habían notado, pero lo atribuían a algún capricho de la naturaleza.

    En 1935, las lomas estaban cubiertas con árboles de más de siete metros de altura. Cuando aquel hombre falleció, en 1947, había vivido 89 años y realmente esos parajes habían cambiado mucho. Todo era distinto, incluso el aire. En vez de los vientos secos y ásperos, soplaba una suave brisa cargada de aromas del bosque. Se habían restaurado las casas. Había matrimonios jóvenes. Aquel lugar se había convertido en un sitio donde era agradable vivir. En las faldas de las montañas había campos de cebada y centeno. Al fondo del angosto valle, las praderas comenzaban a reverdecer. En lugar de las ruinas ahora se extendían campos esmeradamente cuidados. La gente de las tierras bajas, donde el suelo es caro, se había instalado allí, trayendo juventud, movimiento y espíritu de aventura.

    “Cuando pienso –concluía el escritor francés– que un hombre solo, armado únicamente con sus recursos físicos y espirituales, fue capaz de hacer brotar esta tierra de Canáan en el desierto, me convenzo de que, a pesar de todo, la humanidad es admirable; y cuando valoro la inagotable grandeza de espíritu y la benevolente tenacidad que implicó obtener este resultado, me lleno de inmenso respeto hacia ese campesino viejo e iletrado, que fue capaz de realizar un trabajo digno de Dios”.

    Un hombre planta árboles y toda una región cambia. Todos conocemos personas como este hombre, que pasan inadvertidas pero que allá donde están, las cosas tienden a mejorar. Su presencia infunde optimismo y ganas de trabajar. Se sobreponen a contratiempos y dificultades que a otros los desalientan. Poseen una rebeldía constructiva, y sus pequeños o grandes esfuerzos hacen rectificar el rumbo de las vidas de los hombres.

    Como ha escrito Alejandro Llano, hay cosas que no tienen arreglo, y nos cuesta aceptarlas. Y hay otras que sí que tienen arreglo, pero nos hemos convencido de que no lo tienen. Por eso, una de las razones por las que nos cuesta tanto cambiar las cosas que no van bien es porque creemos que no podemos cambiarlas.

    Es preciso tener fe en que el hombre puede transformarse y cambiar, tanto él mismo como el entorno que le rodea. Cada uno debe sembrar con constancia lo que él pueda aportar: su buen humor, su paciencia, su laboriosidad, su capacidad de escuchar y de querer. Podrá parecer poca cosa, pero son elementos que acaban por hacer fértiles los terrenos más áridos.

  • Sobreponerse a la dificultad

    • Los golpes de la vida
    • Aprender a fracasar
    • La prueba del dolor
    • Rehuir el esfuerzo
    • La esclavitud de la pereza
    • Éxitos y fracasos
    • El espejo de los deseos
    • Reacciones inteligentes

    Los golpes de la vida William Shakespeare dejó escrito que no hay otro camino para la madurez que aprender a soportar los golpes de la vida.

    Porque la vida de cualquier hombre, lo quiera o no, trae siempre golpes. Vemos que hay egoísmo, maldad, mentiras, desagradecimiento. Observamos con asombro el misterio del dolor y de la muerte. Constatamos defectos y limitaciones en los demás, y lo constatamos igualmente cada día en nosotros mismos.

    Toda esa dolorosa experiencia es algo que, si lo sabemos asumir, puede ir haciendo crecer nuestra madurez interior. La clave es saber aprovechar esos golpes, saber sacar todo el oculto valor que encierra aquello que nos contraría, lograr que nos mejore aquello que a otros les desalienta y les hunde.

    ¿Y por qué lo que a unos les hunde a otros les madura y les hace crecerse? Depende de cómo se reciban esos reveses. Si no se medita sobre ellos, o se medita pero sin acierto, sin saber abordarlo bien, se pierden excelentes ocasiones para madurar, o incluso se produce el efecto contrario. La falta de conocimiento propio, la irreflexión, el victimismo, la rebeldía inútil, hacen que esos golpes duelan más, que nos llenen de malas experiencias y de muy pocas enseñanzas.

    La experiencia de la vida sirve de bien poco si no se sabe aprovechar. El simple transcurso de los años no siempre aporta, por sí solo, madurez a una persona. Es cierto que la madurez se va formando de modo casi imperceptible en una persona, pero la madurez es algo que se alcanza siempre gracias a un proceso de educación —y de autoeducación—, que debe saber abordarse.

    La educación que se recibe en la familia, por ejemplo, es sin duda decisiva para madurar. Los padres no pueden estar siempre detrás de lo que hacen sus hijos, protegiéndoles o aconsejándoles a cada minuto. Han de estar cercanos, es cierto, pero el hijo ha de aprender a enfrentarse a solas con la realidad, ha de aprender a darse cuenta de que hay cosas como la frustración de un deseo intenso, la deslealtad de un amigo, la tristeza ante las limitaciones o defectos propios o ajenos…, son realidades que cada uno ha de aprender poco a poco a superar por sí mismo. Por mucho que alguien te ayude, al final siempre es uno mismo quien ha de asumir el dolor que siente, y poner el esfuerzo necesario para superar esa frustración.

    Una manifestación de inmadurez es el ansia descompensada de ser querido. La persona que ansía intensamente recibir demostraciones de afecto, y que hace de ese afán vehemente de sentirse querido una permanente y angustiosa inquietud en su vida, establece unas dependencias psicológicas que le alejan del verdadero sentido del afecto y de la amistad. Una persona así está tan subordinada a quienes le dan el afecto que necesita, que acaba por vaciar y hasta perder el sentido de su libertad.

    Saber encajar los golpes de la vida no significa ser insensible. Tiene que ver más con aprender a no pedir a la vida más de lo que puede dar, aunque sin caer en un conformismo mediocre y gris; con aprender a respetar y estimar lo que a otros les diferencia de nosotros, pero manteniendo unas convicciones y unos principios claros; con ser pacientes y saber ceder, pero sin hacer dejación de derechos ni abdicar de la propia personalidad.

    Hemos de aprender a tener paciencia. A vivir sabiendo que todo lo grande es fruto de un esfuerzo continuado, que siempre cuesta y necesita tiempo. A tener paciencia con nosotros mismos, que es decisivo para la propia maduración, y a tener paciencia con todos (sobre todo con los tenemos más cerca).

    Y podría hablarse, por último, de otro tipo de paciencia, no poco importante: la paciencia con la terquedad de la realidad que nos rodea. Porque si queremos mejorar nuestro entorno necesitamos armarnos de paciencia, prepararnos para soportar contratiempos sin caer en la amargura. Por la paciencia el hombre se hace dueño de sí mismo, aprende a robustecerse en medio de las adversidades. La paciencia otorga paz y serenidad interior. Hace al hombre capaz de ver la realidad con visión de futuro, sin quedarse enredado en lo inmediato. Le hace mirar por sobreelevación los acontecimientos, que toman así una nueva perspectiva. Son valores que quizá cobran fuerza en nuestro horizonte personal a medida que la vida avanza: cada vez valoramos más la paciencia, ese saber encajar los golpes de la vida, mantener la esperanza y la alegría en medio de las dificultades.

    Aprender a fracasar El éxito es aprender a ir de fracaso en fracaso sin desesperarse, decía el conocido estadista e historiador británico Winston Churchill.

    Nadie puede decir que no fracasa nunca, o que fracasa pocas veces. El fracaso es algo que va ligado a la limitación de la condición humana, y lo normal es que todos los hombres lo constaten con frecuencia cada día. Por eso, los que puede decirse que triunfan en la vida no es porque no fracasen nunca, o lo hagan muy pocas veces: si triunfan es porque han aprendido a superar esos pequeños y constantes fracasos que van surgiendo, se quiera o no, en la vida de todo hombre normal. Los que, por el contrario, fracasan en la vida son aquellos que con cada pequeño fracaso, en vez de sacar experiencia, se van hundiendo un poco más.

    Triunfar es aprender a fracasar. El éxito en la vida viene de saber afrontar las inevitables faltas de éxito del vivir de cada día. De esta curiosa paradoja depende en mucho el acierto en el vivir. Cada frustración, cada descalabro, cada contrariedad, cada desilusión, lleva consigo el germen de una infinidad de capacidades humanas desconocidas, sobre las que los espíritus pacientes y decididos han sabido ir edificando lo mejor de sus vidas.

    Las dificultades de la vida juegan, en cierta manera, a nuestro favor. El fracaso hace lucir ante uno mismo la propia limitación y, al tiempo, nos brinda la oportunidad de superarnos, de dar lo mejor de nosotros mismos. Es así, en medio de un entorno en el que no todo nos viene dado, como se como se va curtiendo el carácter, como va adquiriendo fuerza y autenticidad.

    Sería una completa ingenuidad dejar que la vida se diluyera en una desesperada búsqueda de algo tan utópico como es el deseo de permanecer en un estado de euforia permanente, o de continuos sentimientos agradables. Quien pensara así, estaría casi siempre triste, se sentiría desgraciado, y los que le rodeen probablemente acabarían estándolo también.

    Como decía G. von Le Fort, “hay una dicha clara y otra oscura, pero el hombre incapaz de saborear la oscura, tampoco es capaz de saborear la clara”. O como decía Quevedo, “el que quiere de esta vida todas las cosas a su gusto, tendrá muchos disgustos”.

    Por eso, en la tarea de educar el propio carácter, o el de los hijos, es muy importante no caer en ninguna especie de neurosis perfeccionista.

    Porque errores los cometemos todos. La diferencia es que unos sacan de ellos enseñanza para el futuro y humildad, mientras que otros sólo obtienen amargura y pesimismo. El éxito, volvemos a repetir, está en la capacidad de superar los tropiezos con deportividad.

    Da pena ver a personas inteligentes venirse abajo y abandonar una carrera o una oposición al primer suspenso; a chicos o chicas jóvenes que fracasan en su primer noviazgo y maldicen contra toda la humanidad; a aquellos otros que no pueden soportar un pequeño batacazo en su brillante carrera triunfadora en la amistad, o en lo afectivo, o en lo profesional, y se hunden miserablemente: el mayor de los fracasos suele ser dejar de hacer las cosas por miedo a fracasar.

    La prueba del dolor «Yo siempre he sido considerado en mi ambiente profesional —me decía no hace mucho un viejo amigo— como una persona muy exigente. Me he exigido siempre mucho a mí mismo y he exigido también siempre mucho a los demás.

    »Me costaba mucho comprender que había gente a la que no le era posible seguir mi ritmo, y a veces, tengo que reconocerlo, los maltrataba. Y en casa me pasaba un poco igual. Echaba en cara las cosas a mi mujer y a mis hijos con muy poca consideración.

    »Y tuvo que venir la enfermedad, y luego aquellos problemas serios en el trabajo, para que empezara a entender que la vida no era tan simple como yo me la había planteado.

    »La verdad es que he funcionado siempre como un triunfador, rebosante de salud y de éxito profesional, y sin darme casi cuenta menospreciaba a los demás. Pensaba que si ellos no lograban lo que lograba yo, era simplemente porque a ellos no les daba la gana esforzarse como yo lo hacía.

    »Pensaba así hasta que empecé a sentir en mis carnes todo ese sufrimiento, a notar en mi vida el peso de esa carga: fue entonces cuando comencé a reparar en que los demás también sufrían, que en la vida hay mucho sufrimiento de muchas personas. Y comprendí que pasar sin consideración por delante de ese dolor es algo realmente indigno.

    »He empezado a dormir mal, y ahora tengo mucho tiempo para pensar. Al principio me enfadaba, pero pronto me di cuenta de que con pataleos no arreglas nada: ni te duermes, ni resuelves lo que te preocupa. Es curioso, pero antes yo era muy irascible, y ahora en cambio me he vuelto bastante sereno y comprensivo. Creo que esto que me ha pasado ha marcado como una nueva etapa en mi vida.

    »A mí, el dolor me ha curtido el alma, me ha hecho entender un poco mejor a los demás. Antes, yo apenas había tenido problemas serios, y juzgaba a los demás con dureza y frialdad. Ahora, todo lo veo de modo distinto. Ya no grito a mi secretaria ni me peleo con mi mujer o mis hijos.» Recordando el relato de aquel joven y brillante ejecutivo, pensaba en el distinto modo en que reciben las personas el dolor. En cómo a unos les mejora, y a otros, en cambio, les desespera. Y pensaba en la enseñanza que esta persona obtuvo: que hay que comprender mejor a la gente, pues quienes nos rodean son personas que también sufren, y eso siempre es duro; y que hay gente que lo pasa mal —y quizá en parte por culpa nuestra—, y que todo hombre debiera detenerse siempre junto al sufrimiento de otro hombre, y hacer lo posible por remediarlo.

    El dolor es una escuela en donde se forman en la misericordia los corazones de los hombres. Una escuela que nos brinda la oportunidad de curarnos un poco de nuestro egoísmo e inclinarnos un poco más hacia los demás. Nos hace ver la vida de una manera especial, nos muestra un perfil más profundo de las cosas.

    El dolor nos lleva a reflexionar, a preguntarnos por el sentido que tiene todo lo que sucede a nuestro alrededor. El hombre, al recibir la visita del dolor, vive una prueba dentro de sí: es como un pellizco que detiene el curso normal de su vida, como un parón que le invita a reflexionar. Por eso se ha dicho que toda filosofía y toda reflexión profunda adquiere una especial lucidez en la cercanía del dolor y de la muerte.

    El dolor, si se sabe asumir, advierte al hombre del error de las formas de vida superficiales, ayuda al hombre a no alejarse de los demás, a no arrellanarse en su egoísmo. El dolor nos vuelve más comprensivos, más tolerantes, nos va curando de nuestra intransigencia, nos perfecciona. Es, además, una realidad que llega a todo hombre y que por tanto, en cierto sentido —como ha señalado Enrique Rojas—, conduce a una suerte de fraternización universal, ya que iguala a todos por el mismo rasero.

    Lo que hace feliz la vida del hombre no es la ausencia del dolor, entre otras cosas porque se trata de algo imposible. La vida no puede diseñarse desde una filosofía infantil que quisiera permanecer ajena al misterio de la presencia del dolor o del mal en el mundo. Y enfadarse o escandalizarse ante esa realidad no conduce a ninguna parte. Aprender a convivir con el dolor, aprender a tolerar lo malo inevitable, es una sabiduría fundamental para vivir con acierto.

    Rehuir el esfuerzo No hace mucho se hizo pública la noticia de que el famoso internado británico Summerhill, escuela que en los año 60 se convirtió en el modelo de la educación anti-autoritaria, tendrá probablemente que cerrar debido al bajo rendimiento de sus —sólo— 66 alumnos.

    Esta escuela, fundada en 1921 por Alexander Neill, tuvo un espectacular auge en la década de los sesenta, pero después fue perdiendo gradualmente alumnos hasta quedar ahora semidesierta.

    Su método pedagógico es realmente peculiar: no hay exámenes ni calificaciones, la asistencia a clase es voluntaria y la vida del centro se rige en gran medida de modo asambleario por los propios alumnos.

    El caso es que los alumnos de Summerhill no salen bien preparados. La realidad es que apenas van a clase y que su formación —según un reciente informe del Ministerio de Educación británico— presenta asombrosas deficiencias.

    El intento de esta escuela por erradicar el autoritarismo merece todos los elogios, pero sus resultados muestran que su planteamiento ha sido muy ingenuo. Cualquier persona ha de esforzarse seriamente para conseguir cualquier objetivo valioso en su vida, y para esforzarse seriamente en algo, resulta muy práctico —sobre todo en esas primeras etapas en las que se va conformando el carácter— procurar sujetarse a un plan exigente. Libremente, pero sujetarse.

    Hacer lo que uno entiende que debe hacer supone muchas veces un esfuerzo considerable. Y una educación responsable ha de llevar a plantear y plantearse un alto nivel de exigencia personal.

    Hay personas que son como un manojo de sentimientos, que sólo quieren aceptar la parte fácil de la vida. Quieren el fin, pero no los medios necesarios para alcanzar ese fin. Quieren ser premios Nobel sin estudiar, enriquecerse sin dar ni golpe, ganarse la amistad de todos sin hacerles un favor, o ingenuidades por el estilo. Y eso no es serio. No se enfrentan con la realidad de la vida porque están enormemente mediatizados por la comodidad.

    No distinguen entre lo que es querer seriamente lograr algo, con todas sus consecuencias y poniendo los medios necesarios, y lo que es sencillamente una ilusión, un apetecerles, un soñar soltando la imaginación. Para el trabajo se necesita más esfuerzo que para las novelas fabricadas por la fantasía.

    Son personas que quieren triunfar en la vida, como todo el mundo, pero olvidan el esfuerzo continuado que esto supone: para hacer bien una carrera son precisas muchas jornadas de clases y estudio que no siempre apetecen; para ser un buen atleta hay que perseverar en un entrenamiento muchas veces agotador; para dominar un idioma no bastan cuatro clases o unas semanas en el extranjero. Para casi todo hace falta esfuerzo y, si éste se rechaza, supone rechazar el fin, no querer de verdad.

    La esclavitud de la pereza Todos habremos visto a un albañil subido a un andamio cantando alegremente mientras ponía ladrillos y, junto a él, a otro amargado y con mala cara, realizando ambos la misma tarea.

    O un conductor de autobús que hace su trabajo con satisfacción y procurando agradar a los viajeros, y, en su misma ocupación y condiciones, a otro que trabajando de mala gana y despotricando de todo.

    Y lo mismo al acercarse a una ventanilla, a la barra de un bar, al mostrador de una tienda, o al ir a la peluquería.

    Y lo mismo en las aulas. Y lo mismo en la familia. Hay padres y madres que se recrean en las tareas del hogar y en la educación de sus hijos, y padres y madres que parece que sólo saben quejarse del trabajo y los quebraderos de cabeza que les dan sus hijos, que dicen que no pueden más, que les agota, que se les hace pesado, que no hay quien lo aguante.

    Muchas veces, la raíz de su tristeza y su desgana está en la pereza. En que son personas que se pasan la vida en una lucha —agotadora lucha, por otra parte— para rehuir el esfuerzo, para encontrar el modo de hacer menos y que sea otro quien haga las cosas.

    El trabajo, las tareas del hogar, la educación de los hijos… cualquier persona emplea la mayor parte del día en esas tareas, ¿por qué entonces hacerlas de mala gana?: eso equivaldría a pasarse amargado la mayor parte de la vida.

    Es verdad que a veces hay problemas, y problemas serios, y se hace todo muy pesado, y no apetece hacer nada. Pero también es cierto que, con un nivel de motivos de tristeza bastante parecido, hay gente habitualmente contenta y gente habitualmente descontenta. Quizá la diferencia esté en la filosofía con que cada uno se toma la vida. Se trata de:

  • en vez de trabajar con desgana, procurar poner ganas, y ya acabarán apareciendo satisfacciones en ese trabajo;
  • en vez de ver y de hacer ver el trabajo como una carga pesada, descubrir en él —entre otras cosas— una forma de realizarse, un motivo de satisfacción y una oportunidad de servir a los demás (Einstein decía que sólo una vida vivida por los demás merece la pena ser vivida);
  • en vez de estar pensando en la hora de acabar, procurar esmerarse en lo que se está haciendo en cada momento;
  • en vez de quejarse continuamente y crear un clima negativo, procurar poner ilusión y crear alrededor un clima positivo; etcétera.

    Muchos padres dicen que sus hijos son muy perezosos. Perezosos, dicen, para levantarse, para estudiar, para llevar a cabo cualquier actividad que no implique diversión, y a veces incluso hasta para eso. Que todo les cansa, todo les aburre, que no saben pasarlo bien más que un rato. Que una simple contrariedad les conduce al abatimiento. Que les resulta difícil hacer frente al ocio, incluso mantener una afición o un hobby. Que no logran hacer lo que se proponen y eso les hace sentirse frustrados y estar tristes.

    La pereza y, en general, la falta de una adecuada educación de la voluntad, constituyen una de las más dolorosas formas de pobreza: porque impiden a quienes la padecen disfrutar de la vida y recrear su espíritu al nivel que a nuestra naturaleza humana corresponde.

    Éxitos y fracasos Hubo una vez un rey que dijo a los sabios de la corte: “Me están haciendo un precioso anillo, con un diamante extraordinario, y quiero guardar dentro de él un mensaje muy breve, un pensamiento que pueda ayudarme en los momentos más difíciles, y que ayude a mis herederos, y a los herederos de mis herederos, para siempre.” Aquellos sabios podrían haber escrito grandes tratados sobre muchos temas, pero escribir un mensaje de sólo dos o tres palabras era bastante más complicado. Pensaron, buscaron en sus libros, pero no encontraban nada. El rey lo consultó entonces con un anciano sirviente por el que sentía un gran respeto. Aquel hombre le dijo: “Hace muchos años, estuve unos días al servicio de un gran amigo de tu padre. Cuando se iba, como gesto de agradecimiento, me entregó este diminuto papel doblado. Me insistió en que no lo leyera antes de necesitarlo de verdad, cuando todo lo demás hubiera fracasado.” Aquel momento no tardó en llegar. El país fue invadido y el rey perdió su reino. Estaba huyendo en su caballo para salvar la vida y sus enemigos le perseguían. Llegó a un lugar donde el camino se acababa. No había salida. Frente a él había un precipicio. Tampoco podía volver, porque el enemigo le cerraba el paso. Ya escuchaba el trotar de los caballos de sus perseguidores. Cuando iba a rendirse, se acordó del anillo. Lo abrió, sacó el papel y leyó el misterioso mensaje. Tenía sólo tres palabras: “Esto también pasará”.

    Tuvo fuerzas entonces para resistir un poco más. Sus enemigos debieron perderse en el bosque, pues poco a poco dejó de escucharse el trote de los caballos. El rey recobró el ánimo, reunió a sus ejércitos y reconquistó el reino. Hubo una gran celebración, con banquete, música y bailes. Se sentía muy orgulloso de su triunfo. El anciano estaba sentado a su lado, en un lugar preferente, y le dijo: “Ahora también es un buen momento para leer el mensaje”. “¿Qué quieres decir?”, preguntó el rey. “Ese mensaje no es sólo para cuando eres el último; también es para cuando eres el primero”.

    El rey volvió a leerlo, y nuevamente sintió la misma paz, el mismo silencio, en medio de la muchedumbre que celebraba y bailaba, pero su orgullo, su altivez, su egolatría, habían desaparecido. Comprendió que todo pasa, que ningún éxito o fracaso son permanentes. Como el día y la noche, hay momentos de alegría y momentos de tristeza, y hay que aceptarlos como parte de la dualidad de la naturaleza, porque pertenecen a la misma esencia de las cosas.

    Este viejo relato nos invita a pensar en esos momentos de abatimiento o de exaltación por los que todos pasamos, a veces con muy poca diferencia de tiempo. Entonces, lo positivo o lo negativo parece ocupar por completo nuestra cabeza. La memoria resalta los fracasos o los éxitos, según el caso, y podemos sentirnos llamados alternativamente al desastre o a la gloria. Y probablemente nos falte objetividad en ambos casos. Por eso, aquel mensaje del “esto también pasará” es una llamada y una invitación a pensar con ecuanimidad, a levantar la mirada más allá del éxito o el fracaso de ahora, para pensar en el largo plazo de la vida, en qué esperamos de ella, en qué es lo que le da sentido.

    Entonces, enseguida vemos que el éxito se disipa en un desengaño si no se ha alcanzado como un ideal de servicio. Sólo encontramos sentido a una vida que esté volcada en los demás. Sólo se mantiene la ilusión si se apunta hacia ideales altos, porque, como dijo el poeta, “si quieres que el surco te salga derecho, ata a tu arado una estrella”.

    Los grandes logros han de saber asumirse y mantenerse. Muchas veces, cuesta más mantener que crear. Cuesta más mantenerse sobre una ola que subirse a ella, pero, en cualquier caso, la ola nunca será eterna.

    Demostramos inteligencia cuando sabemos aprender de los fracasos y no nos envanecemos tontamente con los triunfos. Por eso se ha dicho que un hombre inteligente se recupera enseguida de un fracaso, pero un hombre mediocre jamás se recupera de un triunfo.

    El espejo de los deseos ¿A quién no se le ha escapado la imaginación pensando ser el protagonista de una aventura espectacular, en la que resaltan con luz propia las cualidades que más deseamos tener? Es verdad que sin deseos no hay proyectos, y que sin proyectos no hay logros. Los deseos expanden nuestro mundo interior, lo trascienden, le dan vida. Son importantes, evidentemente. Pero debemos cuidar que no se hipertrofien y acaben siendo un mecanismo de evasión, porque soltar la imaginación de los deseos es para muchas personas una auténtica droga de diseño que les sumerge una triste dependencia.

    Lo refleja bien un diálogo entre Harry Potter y el sabio mago Dumbledore. Harry ha descubierto un espejo sorprendente, el espejo de Oesed (la palabra “OESED”, puesta ante un espejo, se lee “DESEO”). Cuando Harry se mira en ese espejo, se ve acompañado de sus padres, a los que nunca llegó a conocer.

    Harry llega por tercer día consecutivo a la habitación del espejo. Dumbledore le explica que ese espejo muestra el más profundo y desesperado deseo de nuestro corazón: “Para ti, que nunca conociste a tu familia, verlos rodeándote (…). Sin embargo, Harry, este espejo no nos dará conocimiento o verdad. Hay hombres que se han consumido ante esto, fascinados por lo que han visto. O han enloquecido, al no saber si lo que muestra es real o siquiera posible.” Toda persona vive situaciones que desea prolongar o de las que anhela liberarse. Hay muchas cosas que nos invitan a refugiarnos en ese mundo ideal de nuestra imaginación. Es verdad que evadirse en ensueños proporciona un cierto alivio, pero sabemos que no es duradero, y al toparnos de nuevo con la terca realidad advertimos enseguida que no era una buena solución. Encerrarse en un mundo imaginario es tarea fácil, porque ninguna legalidad física pone trabas a nuestra imaginación, y nos sentimos completamente libres, pero es una libertad ficticia, un espejismo que retrocede según avanzamos, una maravillosa argucia que nos mantiene un tiempo en vuelo pero que no sabemos donde nos dejará caer.

    Todos disponemos de entradas gratis a esa vida de fantasía, llena de colorido pero irreal. Escaparse a ella, huir de la realidad, no nos da conocimiento ni verdad, sino una mayor frustración. Por eso Dumbledore da un último consejo a Harry: “Y si alguna vez te cruzas con el espejo, deberás estar preparado. No es bueno dejarse arrastrar por los sueños y olvidarse de vivir, recuérdalo.” Cuando las personas se dejan arrastrar por los sueños, su imaginación se convierte en un torrente de deseos e ideas con las que intentan evadirse de una realidad que les disgusta. De vez en cuando abren los ojos y ven que el esfuerzo se interpone en el camino hacia cualquier logro, y eso les desazona y les hace volver al cálido refugio de su mundo interior. Se hacen personas pasivas, de voluntad dormida y mirada dispersa.

    Las paz y el dinamismo no son fruto espontáneo, sino fruto del esfuerzo por vencer el desorden interior que siempre nos amenaza, fruto de poner orden en nuestra cabeza y nuestro corazón, y eso no es algo que viene después de la lucha, sino que más bien proviene de estar en esa lucha, de esmerarse de modo habitual por no dejarse engullir por tantas ocasiones de autoengañarnos que se nos presentan a diario.

    No hay que olvidarse de vivir la vida real. El mundo es una sucesión de oportunidades que desfilan ante los ojos de hombres cansados. Una vida que se llena de ilusión y de sentido en la medida que descubrimos lo importante que podemos ser para los demás, lo que podemos ayudarles, la ilusión que podemos aportar a su vida, a su vida real.

    Reacciones inteligentes Un día, el burro de un aldeano se cayó a un pozo. El pobre animal estuvo rebuznando con amargura durante horas, mientras su dueño buscaba inútilmente una solución. Pasaron un par de días, y al final, desesperado el hombre al no encontrar remedio para aquella desgracia, pensó que como el pozo estaba casi seco, y el burro era ya muy viejo, realmente no valía la pena sacarlo, sino que era mejor enterrarlo allí. Pidió a unos vecinos que vinieran a ayudarle. Cada uno agarró una pala y empezaron a echar tierra al pozo, en medio de una gran desolación. El burro advirtió enseguida lo que estaba pasando y rebuznó entonces con mayor amargura.

    Al cabo de un rato, dejaron de escucharse sus lastimeros quejidos. Los labriegos pensaron que el pobre burro debía estar ya asfixiado y cubierto de tierra. Entonces el dueño se asomó al pozo, con una mirada triste y temerosa, y vio algo que le dejó asombrado. Con cada palada, el burro hacía algo muy inteligente: se sacudía la tierra y pisaba sobre ella. Había subido ya más de dos metros y estaba bastante arriba. Lo hacía todo en completo silencio y absorto en su tarea. Los labriegos se llenaron de ánimo y siguieron echando tierra, hasta que el burro llegó a la superficie, dio un salto y salió trotando pacíficamente.

    Llevar una vida difícil, o tener contratiempos más o menos serios, es algo que a cualquiera puede suceder. La vida a veces parece que nos aprisiona como en el fondo de un pozo, y que incluso nos echa tierra encima. Ante eso, hay modos de reaccionar inteligentes, como el de aquel burro, que de lo que parecía su condena supo hacer su tabla de salvación; y otros estilos que son más bien lo contrario, propios de personas que no saben sacar partido a sus propios recursos, y que en cambio dominan lo que podría llamarse el arte de amargarse la vida.

    Hay quienes se han acostumbrado a dejar divagar su mente por el pasado hasta convertirlo en una inagotable fuente de amargura. Ven su juventud como una edad de oro perdida para siempre, lo que les proporciona una reserva inagotable frustración, y sobre todo les hace pensar poco en el presente. Sus suposiciones sobre el futuro son igualmente tristes y sombrías, y eso les facilita encontrar motivos para abandonar la mayoría de los esfuerzos razonables por mejorar las cosas. Son bastante dados al victimismo, a echar la culpa a los demás, o a la sociedad, que malogra todos sus esfuerzos, o a sus amigos o parientes, o a lo que sea, pero casi siempre la solución a sus problemas parece estar fuera de su alcance. Piensan mal de los demás, y se conducen como si leyeran con gran clarividencia los pensamientos ajenos, cuando en realidad aciertan pocas veces (aun así, seguirán considerando ingenuos a los que tengan una visión más positiva de las personas o las situaciones). También muestran una sorprendente capacidad para ver cumplidas sus negras profecías (hacen bastante para que así sea), y en el trato personal son susceptibles e impredecibles, de esos que te dicen algo y es difícil saber si van en broma o en serio, pero lo que es seguro es que después te reprocharán que te tomas en broma las cosas serias o que no tienes ningún sentido del humor.

    Todos tenemos contratiempos, todos los días. La clave es cómo reaccionamos ante ellos. De eso depende en buena parte nuestra calidad de vida, y la de quienes nos rodean.

  • El carácter y la mejora personal

    • La puerta del cambio
    • Un nuevo modo de ver las cosas
    • Saber usar los propios recursos
    • Dos modos de plantear las cosas
    • El atractivo de la virtud y del bien
    • El riesgo de la lentitud
    • La fuerza de la educación

    La puerta del cambio Aquel chico tenía catorce años y se puede decir que era un auténtico desastre. Tenía un carácter muy difícil y una apatía impresionante. Apenas atendía en clase, y luego en su casa estudiaba menos aún. Parecía no tener ilusión por nada, suspendía habitualmente un montón de asignaturas, y sus padres estaban desesperados.

    Recuerdo que sus profesores comentábamos con preocupación el caso, sin duda el más problemático del curso: apenas escuchaba los consejos que se le daban, nadie sabía bien qué hacer con él. Todo parecía indicar que aquel chico estaba destinado al más negro de los futuros.

    El caso es que acabó el curso, y las vueltas de la vida hicieron que durante mucho tiempo apenas volviéramos a tener noticias el uno del otro, hasta que siete años después coincidimos una lluviosa tarde de septiembre en una cafetería.

    Me alegró verle sonriente, con sus flamantes veintiún años recién cumplidos y sus casi dos palmos más de altura. Fue una coincidencia casual y, como procuro hacer siempre con quienes fueron mis alumnos en aquellos años que dediqué a la enseñanza, quedamos después para charlar un rato. Cuando nos sentamos, le pregunté cómo iba su vida.

    Mi primera sorpresa fue que estaba en cuarto curso de una carrera bastante difícil. Además, no sólo no había perdido ningún año, sino que llevaba esos estudios con unos resultados brillantes. Mientras me lo contaba, venían a mi memoria aquellas reuniones de profesores, cuando analizábamos la marcha del curso, donde varias veces se llegó a decir —quizá alguna vez yo mismo— que aquel chico, salvo un milagro, no llegaría a terminar el bachillerato.

    El caso es que el milagro se había producido. Su vida había cambiado. No es que hubiera cambiado un poco, podía decirse que había cambiado por completo y en casi todo. Es como si fuera otra persona. Como si de aquellos viejos tiempos conservara poco más que su nombre y sus apellidos.

    Yo estaba intrigado por el cambio. «Oye —le dije—, tienes que explicarme qué ha pasado contigo para que hayas cambiado de esa manera. Me tienes asombrado.» La pregunta le sorprendió un poco. Calló por unos instantes, como queriendo ordenar sus ideas, se puso un poco más serio, y finalmente empezó su relato, despacio pero con soltura: «Mira. Fue un día concreto. A lo mejor te parece un poco raro, y quizá lo sea, pero fue un día concreto, un día por la mañana. Llevaba unas semanas fatal. Mejor dicho, unos años. Llevaba años oyendo siempre lo mismo. De mis padres, de mis profesores, de todos. Siempre lo mismo. Que yo era un desastre, que estaba hipotecando mi vida, que iba a ser un desgraciado si seguía por ese camino, que me estaba buscando la ruina, que nunca sería un hombre de provecho, y todo eso que dicen las personas mayores.» Le interrumpí un instante, con un poco de curiosidad, para preguntarle qué pensaba él entonces, cuando escuchaba esas cosas.

    «Bueno, no sé cómo decirte, todo aquello me entraba por un oído y me salía inmediatamente por el otro. Me parecía que era el rollo de siempre, y estaba cansado de escuchar todos los días los mismos consejos.

    »No es que no entendiera las razones que me daban, es que ni siquiera les prestaba atención. Me habían dicho ya mil veces lo mismo, y cuando veía que me venían con ésas, desconectaba y ya está. Tenía como echada una barrera mental sobre todas esas cosas, prefería no pensar, y todos esos sabios consejos me resbalaban por completo.

    »Bueno, lo que te decía, fue un día concreto, me acuerdo perfectamente. Estaba en plena época de exámenes, y esos días no teníamos clase, para poder estudiar. Pero estudiar no me apetecía absolutamente nada. Estaba con la angustia de los exámenes, y al tiempo con la angustia de que no había dado ni golpe y me iban a suspender otra vez.

    »Tenía un sueño tremendo, y estaba tentado de volverme sin más de nuevo a dormir, pero llevaba mal el curso, como siempre. Si me volvía a la cama, iba a ser muy difícil que aprobara, y las cosas se iban a poner más feas que de costumbre.

    »Me había despertado temprano, y desde ese momento no había parado de darle vueltas en la cabeza a una idea: Oye, tío…, ¿qué es esto? ¿Voy a estar toda la vida así? ¿Cincuenta o sesenta años más así? Esto no funciona. Algo tiene que cambiar. No puedo seguir así el resto de mis días.

    »Debí tener un momento de especial lucidez, supongo, porque vi como algo angustioso continuar el resto de mi vida con el mismo plan que llevaba hasta entonces. Y me aventuré a pensar en cosas serias, en cosas que hasta entonces casi nunca me había planteado.

    »No encontraba ilusión en casi nada. Me veía dominado por la pereza de una forma terrible. Es algo bastante angustioso, de verdad. No sabía a qué podía conducirme todo aquello. Era como estar deslizándose por una pendiente oscura, cada vez más rápido y con más descontrol, y te das cuenta de que no sabes dónde puedes acabar.

    »Pensaba en el fracaso de mi vida, en todo eso que me había dicho tantas veces tanta gente. Pero aquella vez fue distinto. No me dijo nada nadie. Aquella vez me lo dije todo yo a mí mismo. Y cambié. Eso es todo.

    Levantó la mirada, como dudando si hacer o no una glosa personal de todo aquello, y finalmente concluyó: »Desde entonces, tengo una idea bien clara: los buenos consejos te dan oportunidades de mejorar, pero nada más. Si no los asumes, si no te los propones seriamente, como cosa tuya, no sirven de nada, por muy buenos que sean; es más, para lo único que sirven entonces es para que cada vez los valores menos, para que se produzca una especie de inflación de los consejos que recibes.

    »Oír una cosa es muy distinto de hacerla propia. Y para mejorar realmente, la única manera es ser capaz de decirse a uno mismo las cosas, ser capaz de cantarte las cuarenta a ti mismo.» Mientras le escuchaba, me acordaba de otros casos en cierto modo parecidos. Pensé en esos chicos y chicas jóvenes que a veces vemos ir como arrastrándose por la vida, y les hablamos de tantas cosas que deberían hacer, de tantas cosas que habrían de cumplir, y nos desespera ver su apatía y su indolencia, y sin embargo quizá no hemos advertido la raíz de su verdadero problema, que es algo mucho más de fondo: aún no se han decidido a tomar realmente las riendas de su vida.

    Las causas de esa actitud pueden ser muy diversas: quizá han recibido una educación muy pasiva, o hiperprotectora, que no les ha ayudado a madurar; o tienen una fuerte tendencia a alejarse de la realidad, consecuencia de una vida muy cómoda, o demasiado sentimental; o no han aprendido a alzar un poco la mirada y aspirar a valores e ideales más altos; o, por los motivos que sean, apenas sienten responsabilidad sobre sí mismos, y olvidan, en la práctica, que son fundamentalmente ellos quienes se están jugando —y no es poco— su acierto en el vivir.

    Aquel antiguo alumno mío había espabilado gracias a una sana inquietud por su futuro. Me recordó algo que había leído tiempo antes a Zubiri, que aseguraba con gran fuerza que la pregunta ¿Qué va a ser de mí? resulta siempre decisiva en la vida ética de cualquier persona.

    Me parecía muy interesante su relato, pero le interrumpí de nuevo un momento. Quería preguntarle si le había costado mucho cambiar después de aquella decisión de esa mañana tan provechosa.

    «¿Que si me costó? Una barbaridad. Me costó muchísimo, como es natural. Pero lo había visto bien claro, y eso es lo importante. Ya estaba harto de seguir deslizándome por la cuesta abajo de la vida, y además, como estaba ya muy abajo, no podía perder ni un minuto más. Así que acabé por cambiar. Y me costó muchísimo, pero aquello fue como entrar en una nueva dimensión de la vida.

    »Parece mentira, pero es tremendo lo que se puede sufrir cuando uno opta por la vida fácil. Cuando estás en ella, lo otro te parece insufrible, pero en realidad es al revés. Ahora veo con claridad meridiana que aquella vida era un infierno. Lo que pasa es que entonces no conocía otra, y no encontraba sentido a esforzarme más. Tengo la impresión de que para encontrar sentido a las cosas, antes hay que luchar un poco por ellas. Pero, desde luego, lo peor es dejarse llevar, porque vas como dando bandazos, pegándote golpes con todo, como cuando pierdes el equilibrio y no sabes bien dónde puedes acabar estrellándote.» Aquella narración, tan sincera y tan cargada de realidad, me hizo pensar bastante en el fenómeno del cambio. Pensaba en que hay decisiones que son fundamentales en la vida, y no siempre están unidas a acontecimientos externos señalados, sino que son fruto simplemente de la lucidez de un pensamiento, y a veces tiene día y hora concretos.

    Salvando las distancias, me recordó aquella otra reflexión de Víctor Frankl en el minúsculo calabozo del lager nazi: en nuestra vida podemos realmente elevarnos bastante por encima de esos condicionamientos en que estamos inmersos y que a veces parecen marcarnos un destino inexorable.

    Cada persona custodia en su intimidad una puerta del cambio, una puerta que sólo puede abrirse desde dentro. Cambiar es algo asequible a todos. Lo decisivo es tratarlo seriamente con uno mismo. El consejo viene de Epícteto: nadie tiene tanto poder para persuadirte a ti como el que tienes tú mismo.

    Un nuevo modo de ver las cosas Hasta que se llegó a conocer con suficiente profundidad la acción patógena de los microbios, allá por la segunda mitad del siglo XIX, había entre los investigadores médicos una enorme preocupación ante el serio problema planteado por las frecuentes infecciones hospitalarias.

    Las complicaciones sépticas tras cualquier tipo de intervención quirúrgica eran casi inevitables y de consecuencias muy graves. También era habitual que tras pequeñas heridas se produjeran importantes supuraciones o septicemias, y un elevado porcentaje de mujeres morían como consecuencia de infecciones originadas por la asistencia al parto. Pero nadie entendía bien por qué sucedía todo aquello.

    Tras sus importantes descubrimientos bacteriológicos en el campo de la fermentación, Louis Pasteur anuncia en 1859 su idea de que los procesos infecciosos son consecuencia de la acción de un germen. Pero, ¿de dónde vienen esos microorganismos? Hasta entonces, quienes se habían planteado en esa posibilidad pensaban que surgían por generación espontánea. Sin embargo, Pasteur va hallando microbios específicos de diferentes enfermedades, y observa que son seres vivos que van pasando de un cuerpo a otro.

    Poco después, el cirujano inglés Jospeh Lister descubre que aplicando enérgicas medidas antisépticas se frenan drásticamente las infecciones: por ejemplo, en el caso de las fracturas abiertas, logra reducir la mortalidad desde el 50% a cifras inferiores al 15%, gracias al empleo de fenoles como producto antiséptico.

    Más adelante, Pasteur descubre que esos gérmenes causantes de la enfermedad pueden ser aislados y cultivados, y que si se amortiguan y se inoculan en pequeñas dosis en cuerpos sanos —a ese hallazgo se le puso el nombre de vacuna—, tienen un efecto inmunizador.

    En cuanto se desarrolló la teoría microbiana, se implantó un nuevo modo de entender la atención hospitalaria, y en general de toda la medicina. Comprender mejor lo que sucedía hizo posible un avance extraordinario. Un pequeño cambio de enfoque hizo ver las cosas muy distintas y generó poderosas transformaciones.

    De manera análoga, muchas personas experimentan un notable cambio en su pensamiento en determinados momentos de su vida. Descubren una nueva faceta de la realidad, y esto provoca un cambio en las claves con las que estaban interpretando esa realidad: un descubrimiento nos hace sustituir viejas claves por otras más acertadas.

    Sucede, por ejemplo, cuando una persona sufre un accidente grave, o afronta una crisis que amenaza cambiar seriamente su vida, o pasa por la prueba de la enfermedad y del dolor, y de pronto ve sus prioridades bajo una luz diferente. O cuando comienza a ejercer determinadas responsabilidades, o asume un nuevo papel en su vida, como el de esposo o esposa, padre o madre, y entonces se produce un cambio de su modo de ver las cosas.

    Si en nuestra vida queremos realizar pequeños cambios, puede que nos baste con esforzarnos un poco más en mejorar nuestra conducta y luchar contra nuestros defectos, pero si aspiramos a un cambio importante, es preciso cambiar nuestro modo de ver las cosas.

    Un ejemplo. Piensa por un momento —recomienda Stephen Covey— en tus bodas de plata, o en tus bodas de oro. Piensa en la despedida en tu trabajo cuando llegue tu jubilación. Visualízalo con riqueza de detalles. Piensa en los sentimientos y emociones que te embargarán en ese momento. ¿Cuál será tu balance de todos esos años de matrimonio o de trabajo? ¿Cuál quieres ahora que sea el balance que hagas entonces? Otro ejemplo. Piensa en que te enteras ahora mismo de que te quedan sólo tres meses de vida. Visualiza mentalmente qué harías. Es probable que, de pronto, todo aparezca con una perspectiva diferente. Es probable que afloren a la superficie ciertos valores que quizá antes apenas habías tenido en cuenta.

    Quizá veas entonces de modo distinto la relación con tus padres o con tus hijos, o plantees de modo distinto el matrimonio, o la relación con tus compañeros de trabajo. Quizá te parezcan fútiles cosas que hace un momento considerabas muy importantes.

    Está claro que la vida no puede plantearse cada día como si te quedaran tres meses de vida, por supuesto. Pero ese ejercicio mental nos puede ayudar a pensar en cosas en las que habitualmente no pensamos, a reflexionar sobre los principios que rigen nuestra vida, a identificar mejor lo que realmente importa.

    La vida nos va cargando día a día de rutinas, de adherencias que van entorpeciendo nuestra marcha. A veces hay que pararse y ver qué es lo que queremos, no dar por bueno sin más nuestro status quo, no seguir sumisamente la inercia de todo lo que hemos hecho hasta entonces, repensar las cosas a fondo. No podemos olvidar que esos valores y principios son la trama que da consistencia al tejido de nuestra vida y, por tanto, son nuestro mayor tesoro (además, casi lo único que tenemos a salvo de robos, incendios, quiebras o descensos bursátiles).

    Saber usar los propios recursos Hay personas que achacan sus defectos a razones de tipo genético. Son los que con un qué le vamos a hacer, he nacido así, alejan rápidamente de su cabeza la posibilidad de esforzarse en serio por erradicar un determinado defecto.

    Algunos llegan incluso a hablar del mal genio de su abuelo (o de toda una rama de la familia) para justificar, por ejemplo, que tienen un carácter violento o imprevisible. Están convencidos de que su herencia de irascibilidad viene inexorablemente determinada en su carga genética y que, por tanto, nada pueden hacer por luchar contra su propio ADN.

    Otros parecen tranquilizarse echando las culpas a la educación que recibieron de sus padres. Son los que con un cortés y lacónico me han educado así, dejan también de lado cualquier pensamiento sobre su mejora personal.

    Otros cifran casi todo en cuestiones del ambiente en que han vivido, de su condición social, del modo de ser propio de su región o su país de origen, del estilo educativo del lugar donde estudiaron, o de lo que sea…, pero siempre hay algo o alguien fuera de él que es el verdadero responsable de que él sea así. Siempre piensan que el problema está fuera de ellos, y precisamente ese pensamiento es su gran problema.

    Este peligroso planteamiento de la vida admite, como es lógico, diversos grados. En algunos casos, por ejemplo, admiten humildemente que quizá la solución está en ellos mismos, y se muestran teóricamente dispuestos a afrontarlo positivamente, pero luego no llegan a tomar la iniciativa o no dan los pasos necesarios para llevar a la práctica esas soluciones. Veamos unos ejemplos, tristemente frecuentes, tomados del ámbito escolar:

  • «En casa no hay quien estudie. Tendría que ir a una biblioteca, pero la de mi barrio está llena desde primera hora de la mañana y no tengo ni la menor idea de dónde habrá otra…» (Ni se plantea madrugar un poco más, ni espabilar un poco para enterarse de donde hay otra biblioteca).
  • «No sé qué carrera estudiar. Tendría que enterarme bien, pero no sé a quién preguntar para informarme de esto. Nadie quiere ayudarme.» (No ha preguntado a nadie, y ya piensa que nadie le quiere ayudar; desde luego, será difícil que alguien se brinde espontáneamente a orientarle sobre un problema que él ni ha manifestado).
  • «Sé que no tengo un buen método de estudio. Intento aprenderme todo de memoria, y veo que eso no es solución, pero no sé hacerlo de otra manera.» (Está claro que con un afán investigador como el suyo, la ciencia estaría aún como en el neolítico).

    Otros tienen un talante que queda bien retratado en aquellas famosas 6 normas para no prosperar que se difundieron tanto hace unos años: 1. Espere sentado su oportunidad.

    2. Comente su mala suerte con los demás.

    3. No se esfuerce por mejorar su preparación.

    4. Laméntese de que los tiempos están muy difíciles.

    5. Obstínese en que sin recomendaciones no se logra nada.

    6. Confíe y aguarde a que vengan tiempos mejores.

    Son personas pasivas, que siempre están como esperando a que suceda algo exterior que les fuerce a cambiar; o a que alguien se haga cargo de ellas y las empuje a decidirse a afrontar y resolver sus problemas. Su principal problema son ellas mismas, no tienen una actitud ante la vida que les lleve a usar sus recursos y su iniciativa. Tienen como entumecidos los músculos de la responsabilidad. Pero esos músculos siguen siendo suyos y están ahí: lo que tienen que hacer es ejercitarlos.

    Dos modos de plantear las cosas Podríamos dividir nuestros pensamientos y preocupaciones habituales en dos grandes grupos: los que están centrados en cuestiones sobre las que no tenemos ninguna o casi ninguna posibilidad de influencia, y los que, por el contrario, se refieren a cuestiones sobre las que sí podemos influir.

    Quienes centran su cabeza sobre ese primer conjunto de pensamientos, es decir, sobre cuestiones que les vienen ya dadas y sobre las que no pueden hacer nada o casi nada, suelen ser personas pasivas, negativas e ineficaces. Dedican gran cantidad de tiempo y energías a pensar en los defectos de los demás (casi nunca en los propios, ni en ayudar a los demás a corregirse) y a lamentarse de las injusticias que la sociedad tiene con ellos (nunca en cómo ellos pueden contribuir a mejorarla). Se quejan continuamente de los males que la salud, el clima o la situación política traen a su desgraciada existencia. Piensan en muchas cosas, pero todas tienen en común que ellos poco o nada pueden hacer por cambiarlas.

    Por el contrario, las personas sensatas procuran centrarse en el segundo conjunto de pensamientos a que nos referíamos, es decir, se dedican fundamentalmente a cuestiones con respecto a las cuales pueden hacer algo, aunque no sea de modo inmediato. Y gracias a que hacen algo, logran que con el tiempo ese conjunto de ocupaciones —podríamos llamarlo círculo de influencia— vaya creciendo, pues cada vez son más eficaces, avanzan más e influyen sobre más cosas.

    ¿Y reducirse a pensar solamente en lo que uno tiene al alcance de su influencia, no supone un cierto empequeñecimiento mental? Es cierto que hay muchas cosas —por ejemplo, la información sobre la actualidad nacional e internacional, la historia, etc.— sobre las que poco o nada podemos influir, y sin embargo resulta importante y positivo conocerlas, e ir formando una opinión sobre ellas.

    Por eso, cuando hablo de centrarse en el propio círculo de influencia me refiero fundamentalmente a la actitud general que uno toma ante los problemas que tiene: si los sitúa dentro de su alcance y los acomete, o si, por el contrario, tiende a despejarlos fuera para luego lamentarse de no poder resolverlos.

    Lo sensato es saber centrar nuestros esfuerzos en lo que está a nuestro alcance, no perder nuestras energías en lamentaciones utópicas. De lo contrario, caeríamos en una especie de absurda autofrustración, un estilo de vida por el que las personas se autocastigan al pesimismo, la queja y el enterramiento de sus propios talentos. Recordando aquella vieja sentencia, podríamos decir que se trata de tener:

  • coraje para cambiar lo que se puede cambiar,
  • serenidad para aceptar lo que no se puede cambiar,
  • y sabiduría para distinguir lo uno de lo otro.

    Hay quizá demasiadas ocasiones en que ponemos tontamente en cosas ajenas a nosotros la capacidad de decidir sobre nuestra vida. Por ejemplo, si uno se lamenta de no tener una casa o un coche mejor, o de no haber llegado a una determinada posición profesional, o de no haber tenido una familia distinta a la que tiene, puede plantearlo básicamente de dos maneras.

    La primera es quejarse de que los condicionantes de su vida le impiden lograrlo, y que sólo cuando cambien podrá salir de su triste situación.

    La segunda es radicalmente distinta: ver qué es lo que podría cambiar en él, en su actitud, en su conducta, para que esos condicionantes externos a su vez cambien: cómo puede mejorar él, cómo puede ser más ingenioso y más diligente para facilitar así que las cosas vayan cambiando. La diferencia es sencilla: acometer resueltamente los problemas, en vez de limitarse a protestar.

    Como se cuenta de aquella multinacional del calzado que envió un delegado comercial a un país subdesarrollado que aún vivía en régimen tribal. Al poco de llegar, el delegado envió un telegrama a la Dirección General de la empresa diciendo: «Negocio imposible, todos van descalzos». Lo cesaron y enviaron a otro, más resolutivo, y a los pocos días recibieron otro telegrama, bien diferente: «Negocio redondo, todos van descalzos. Envíen una remesa de quince mil pares.» Se trata de cambiar el enfoque con el que se ven los problemas. Es algo que resulta de vital importancia para aquellas personas que se han habituado a refugiarse en actitudes de continua queja, de culpar de sus problemas siempre a otros, o de responsabilizar de sus frustraciones a la sociedad.

    Por ejemplo, si tu matrimonio no va bien, o no te llevas bien con tu hijo, o con tu padre, o con tu jefe, poco puedes arreglar repitiendo una vez y otra sus defectos, considerándote una víctima impotente de su pésima actitud. Piensa en qué cosas son las que te enfadan y examínalas con objetividad: seguro que bastantes responden en buena parte a tu susceptibilidad, o a que te has obsesionado un poco con una serie de detalles que valoras excesivamente; o quizá es que eres bastante menos tolerante con los defectos de los demás que con los tuyos; o a lo mejor estás dentro de una espiral de agravios mutuos que difícilmente se romperá si tú no tomas la iniciativa. En cualquier caso, si de verdad quieres mejorar la situación, debes empezar por actuar sobre lo que tienes más control, que eres tú mismo: actuar primero sobre tus propios defectos, centrarte en tu esfuerzo por ser un mejor esposo o esposa, mejor hijo o mejor padre, mejor jefe o mejor empleado, mejor amigo. De este modo, es más probable que la otra persona capte tu buena disposición y te responda de la misma manera.

    ¿Y si la otra persona no respondiera así, sino que siguiera con su actitud negativa, como antes? Puede suceder, claro está, y de hecho sucede. Pero en cualquier caso, el modo de actuar más positivo que tienes (no el único) sigue siendo ése. Actuando así, mejorarás como persona, y de la otra manera sólo conseguirás reducir tu capacidad de recomponer la situación y aumentar seriamente las posibilidades de amargarte la existencia.

    El atractivo de la virtud y del bien A veces uno tiende equivocadamente en su interior a etiquetar como desagradables, por ejemplo, determinadas personas, o determinadas tareas, o determinados aspectos relacionados con la mejora del carácter, y no se da cuenta de hasta qué punto le perjudican esos vínculos mentales que se han ido estableciendo en su mente, de manera más o menos consciente.

    Ante posibles puntos concretos de mejora personal que advertimos en nuestra vida (vemos, por ejemplo, que deberíamos ser más pacientes, o menos egoístas, más ordenados, menos irascibles, o lo que sea), es frecuente que tendamos a ver esos objetivos como metas muy lejanas, o como algo poco asequible a nuestras fuerzas. Lo vemos quizá como avances apetecibles, sí, pero que alcanzarlos requeriría tal esfuerzo que sólo pensarlo nos produce ya un notable rechazo. Lo percibimos como algo fatigoso y agotador, o que nos llevaría a un estilo de vida de demasiada tensión.

    Sin embargo, la mejora personal no supone ni exige eso. Al menos, de modo ordinario no tiene por qué plantearse así. El avance en el camino de la mejora personal ha de entenderse y abordarse más bien como un proceso de liberación. Un progreso gradual en el que vamos soltando día a día el lastre de nuestros defectos. No una extenuante subida a un puerto de montaña, sino un progresivo alivio de la carga de nuestros errores, un desahogo paulatino de la causa de nuestros principales problemas. Por eso, aunque siempre habrá también retrocesos, pequeños o grandes, si logramos en conjunto mejorar, nos encontraremos cada vez con más autonomía, avanzaremos con más soltura y sentiremos más satisfacción. Cada hombre debe adquirir el dominio de sí mismo, y ése es el camino de lo que Aristóteles empezó a llamar virtud: la alegría y la felicidad vendrán como fruto de una vida conforme a la virtud.

    Si nos fijamos más, por ejemplo, en lo positivo de una determinada persona, o en el reto que supone tener ordenado el armario o el despacho, o incluso en lo apasionante que puede llegar a ser, tanto para un hombre como para una mujer, cocinar, mantener limpia la casa, o educar a los hijos…, si nos esforzamos por verlo así, el camino se hace mucho más andadero.

    Podría objetarse que eso no es difícil de hacer… durante unos minutos, o unos días. Pero, ¿cómo impedir que al poco tiempo se vuelva a lo de antes? Puedo esforzarme, por ejemplo, por variar mi humor durante un rato, que no es poco, pero… ¿cómo mantenerme así y llegar a ser una persona bienhumorada? Un camino es esforzarse en cambiar la imagen que se nos presenta en la mente al pensar en esas cosas. Por ejemplo, en vez de representar en la imaginación lo apetitoso que resulta lo que no deberías comer o beber o hacer, procura pensar en lo atractivo y liberador que resulta ser una persona sana y honesta, y logra que esas representaciones tomen en tu interior una mayor cuota de pantalla.

    O si te invaden pensamientos relacionados con el egoísmo, la pereza o el la mentira, procura suscitar la imagen de ser una persona generosa, diligente, sincera y leal, y recréate en la contemplación de esos valores y esas virtudes que has de desear ver en tu vida. Incluso, si quieres, recréate también en lo desagradable que resultaría convertirse poco a poco en una persona egoísta, perezosa o desleal, y compara una imagen con otra.

    ¿Es importante esto? Pienso que sí. Si una persona logra formarse una idea atractiva de las virtudes que desea adquirir, y procura tener esas ideas bien presentes, es mucho más fácil que llegue a poseer esas virtudes. Así logrará, además, que ese camino sea menos penoso y más satisfactorio. Por el contrario, si piensa constantemente en el atractivo de los vicios que desea evitar (un atractivo pobre y rastrero, pero que siempre existe, y cuya fuerza nunca debe menospreciarse), lo más probable es que el innegable encanto que siempre tienen esos errores haga que difícilmente logre despegarse de ellos.

    Por eso, profundizar en el atractivo del bien, representarlo en nuestro interior como algo atractivo, alegre y motivador, es algo mucho más importante de lo que parece. Muchas veces, los procesos de mejora se malogran simplemente porque la imagen de lo que uno se ha propuesto llegar no es lo bastante sugestiva o deseable.

    El riesgo de la lentitud Hay gente que un día le salen diez cosas bien y sólo una mal, y llega a su casa en estado de desánimo total. ¿Por qué? Porque permite que esa pequeña cosa que resultó mal deje flotando en su memoria una imagen negativa que llena casi por completo la “pantalla” de su mente. Ha pasado ese día por muchas cosas positivas, pero tiene la habilidad —la desgracia— de no considerarlo apenas. Es como si todo lo positivo quedara de inmediato arrinconado en su memoria. Sólo lo negativo queda bien grabado. Lo demás, pasa sin pena ni gloria, y en poco tiempo queda reducido a imágenes borrosas, grises, lejanas, como viejas fotos desvaídas.

    A veces, por ejemplo, se deteriora una amistad, o un matrimonio, o una relación profesional, simplemente porque uno tiende a recordar y almacenar experiencias desagradables sufridas en la relación con esa persona, mientras que las agradables enseguida pierden relieve en la memoria.

    ¿Cómo sucede esto? Quizá hay algo que produce un desagrado muy vivo, aunque sea una tontería. Por ejemplo, la forma que tiene de comer, o que deja desordenado lo que usa, o pierde las cosas, o habla en un tono que nos resulta desagradable. O que a lo mejor ha dejado de tener determinada deferencia con nosotros. O nos repite algo que dijimos en un momento de enfado y estamos hartos de que nos lo recuerden otra vez más. O quizá sucede al revés, y somos nosotros los que recordamos una y otra vez aquella ocasión en la que nos sentimos tan molestos y ofendidos.

    La lista de ejemplos podría ser interminable. Pero aunque todas esas cosas negativas sean ciertas y objetivas —que no suelen serlo demasiado—, ese modo de recordarlas y tenerlas presentes no ayuda en nada a resolver las cosas. Además, sabemos que también podría hacerse otra lista muy larga de ejemplos positivos, de tantas cosas agradables que suelen quedar en el olvido. Todo sería muy distinto si ambos se esforzaran en traerlas a la memoria, y procurar generar las circunstancias necesarias para que se repitan.

    Por eso es bueno preguntarse de vez en cuando: “Si continúo dando vueltas a estas ideas de esta manera…, ¿a dónde me lleva esto? ¿qué voy a conseguir? ¿hacia dónde me conduce? ¿hacia dónde quiero ir?” Una persona ha de ser capaz de tomar de vez en cuando un poco de distancia sobre sí misma, y analizar sus sentimientos como si estuviera contemplando a otra persona, para así actuar sobre ellos. De lo contrario, resultará enormemente vulnerable ante los vaivenes de sus estados emocionales.

    “De acuerdo —podría objetarse—, es preciso no encenagarse en los malos recuerdos, sí… ¿pero cómo?, porque no es tan sencillo, no es fácil cambiar el modo de ser, se necesita mucho tiempo y esfuerzo…” Es verdad, no voy a negarlo. Pero tampoco tiene por qué ser siempre así. Se puede cambiar en poco tiempo. Muchas veces se comprende mejor una cosa en un relámpago de claridad que en años de pedaleo.

    A veces los procesos de mejora personal fracasan porque van tan lentos y perezosos que el cambio apenas se ve llegar, y entonces uno se cansa enseguida. Es como si quisiéramos ver una película contemplando un fotograma ahora, otro dentro de un rato, y un tercero otro rato después.

    De esa manera, es difícil sacar nada en claro. Pero la culpa no sería de la película, porque con ese modo de verla no podemos saber si es buena o mala. Hay que tomarla con su ritmo, y entonces te haces una idea del argumento, y de los personajes, de las emociones que suscita, y entonces capta nuestra atención, y viéndola disfrutamos al tiempo que notamos que nos enriquece. De la misma manera, si en la mejora personal logras un ritmo más rápido, entonces te haces una idea de lo que ganas, y de lo que aún puedes ganar, y te gozas con ello, y eso mismo te anima a seguir adelante en ese empeño.

    La fuerza de la educación “El señor de las moscas” es una magnífica novela de William Golding. Cuenta la historia de una treintena de chicos ingleses que son los únicos supervivientes de un accidente aéreo. Deben organizar su vida ellos solos en una pequeña isla desierta, sin ayuda de ningún adulto. Agrupados en torno a dos jefes, Ralph y Jack, pronto comprueban que convivir no es tarea sencilla. Aparecen los primeros conflictos, difíciles de resolver en aquella situación, y finalmente estalla la violencia, que desemboca en una guerra abierta entre ellos, con trágicas consecuencias.

    La historia de la difícil convivencia de estos jóvenes náufragos está salpicada de multitud detalles que muestran la importancia fundamental de ese aprendizaje y esos valores que el hombre ha acumulado durante siglos y que transmite de una generación a otra mediante la educación. Frente a otras visiones más ingenuas sobre la bondad de los niños, Golding muestra la maldad que anida en el corazón humano, y apunta que la única posibilidad de rescate del hombre ha de venirle desde fuera. Sin ayuda, sin formación, el hombre se encuentra muy indefenso ante el empuje de sus malas tendencias. Es cierto que busca por naturaleza el bien, pero también es cierto que esa naturaleza está herida y que necesita muchos cuidados para funcionar correctamente.

    Cualquier persona con un poco de experiencia de la vida sabe lo que es la maldad del hombre, ha visto ya muchas veces su feo rostro de inhumanidad. Golding desenmascara la simpleza roussoniana de la bondad natural del hombre y su progresiva degradación por la maldad radical de la sociedad y de la cultura. Y cuestiona también el racionalismo arrogante del siglo XIX, que hizo a muchos confiar en que el progreso científico y económico traerían consigo un progreso moral igual de veloz. Los que alimentaban ese ideal pensaban haber dado de una vez por todas con la fórmula definitiva de la eficacia y el bienestar, pero pronto vieron que aquel optimismo era precipitado, que ese avance no significa que los hombres se entiendan mejor entre ellos, ni que haya más respeto mutuo, ni que vivan en paz. Y es que, en definitiva, por mucho progreso económico o científico que se alcance, nunca será fácil educar moralmente al hombre.

    La historia muestra numerosos testimonios bien elocuentes de hasta dónde puede llegar la maldad del hombre. Ni siquiera en sus noches más negras podía soñar hasta qué punto iba a degradarse y envilecerse. Pero tampoco sabía quizá cuánta fuerza permanece escondida en su interior para vencer peligros y superar pruebas.

    Todo hombre, para ser bueno, o para mantenerse en el bien, necesita ayuda para hacer rendir esos talentos latentes que encierra. Es cierto que al final es siempre la propia libertad quien tiene la última palabra, pero sería bastante ingenuo minusvalorar la influencia enorme que tiene la formación. Por eso, educar bien a los hijos en la familia, a los alumnos en la escuela o la universidad, o cualquier otra tarea relacionada con la formación de la nuevas generaciones debería considerarse como uno de los empeños de más trascendencia y responsabilidad en cualquier sociedad que realmente piense en su futuro.

    Transmitir el progreso científico o económico es relativamente fácil, pero transmitir los progresos morales siempre será difícil, pues requieren su asimilación personal y su empleo práctico. Como ha escrito Leonardo Polo, sin hábitos no hay educación, sólo se ilustra. Es imprescindible el esfuerzo personal por adquirir esos hábitos. Y eso resultará costoso siempre, en cualquier lugar o época. Es un progreso personal que nos lleva la vida entera y del que depende en gran parte el acierto en el vivir. Bien merece, por tanto, nuestra atención.

  • Inteligencia emocional

    • Educar los sentimientos
    • Conocimiento propio
    • Sentimientos de insatisfacción
    • Repertorio emocional
    • Control de la preocupación
    • Empatía
    • Capacidad de demorar la gratificación

    Educar los sentimientos He sabido que cada año, sólo en Francia, se fugan de sus casas cien mil adolescentes, y cincuenta mil intentan suicidarse. Los estragos de las drogas —blandas, duras, naturales o de diseño— son conocidos y lamentados por todos. Parece como si las conductas adictivas fueran casi el único refugio a la desolación de muchos jóvenes. La gente mueve la cabeza horrorizada y piensa que casi nada se puede hacer, que son los signos de los tiempos, un destino inexorable y ciego.

    Sin embargo, se pueden hacer muchas cosas. Y una de ellas, muy importante, es educar mejor los sentimientos. El sentimiento no tiene por qué ser un sentimentalismo vaporoso, blandengue y azucarado. El sentimiento es una poderosa realidad humana, que es preciso educar, pues no en vano los sentimientos son los que con más fuerza habitualmente nos impulsan a actuar.

    Los sentimientos nos acompañan siempre, atemperándonos o destemplándonos. Aparecen siempre en el origen de nuestro actuar, en forma de deseos, ilusiones, esperanzas o temores. Nos acompañan luego durante nuestros actos, produciendo placer, disgusto, diversión o aburrimiento. Y surgen también cuando los hemos concluido, haciendo que nos invadan sentimientos de tristeza, satisfacción, ánimo, remordimiento o angustia.

    Sin embargo, este asunto, de vital importancia en educación, en muchos casos abandonado a su suerte. La confusa impresión de que los sentimientos son una realidad innata, inexorable, oscura, misteriosa, irracional y ajena a nuestro control, ha provocado un considerable desinterés por su educación. Pero la realidad es que los sentimientos son influenciables, moldeables, y si la familia y la escuela no empeñan en ello, será el entorno social quien se encargue de hacerlo.

    Todos contamos con la posibilidad de conducir en bastante grado los sentimientos propios o los ajenos. Con ello cuenta quien trata de enamorar a una persona, o de convencerle de algo, o de venderle cualquier cosa. Desde muy pequeños, aprendimos a controlar nuestras emociones y a también un poco las de los demás. El marketing, la publicidad, la retórica, siempre han buscado cambiar los sentimientos del oyente. Todo esto lo sabemos, y aún así seguimos pensando muchas veces que los sentimientos difícilmente pueden educarse. Y decimos que las personas son tímidas o desvergonzadas, generosas o envidiosas, depresivas o exaltadas, cariñosas o frías, optimistas o pesimistas, como si fuera algo que responde casi sólo a una inexorable naturaleza.

    Es cierto que las disposiciones sentimentales tienen una componente innata, cuyo alcance resulta difícil de precisar. Pero sabemos también la importancia de la primera educación infantil, del fuerte influjo de la familia, de la escuela, de la cultura en que se vive. Las disposiciones sentimentales pueden modelarse bastante. Hay malos y buenos sentimientos, y los sentimientos favorecen unas acciones y entorpecen otras, y por tanto favorecen o entorpecen una vida digna, iluminada por una guía moral, coherente con un proyecto personal que nos engrandece. La envidia, el egoísmo, la agresividad, la crueldad, la desidia, son ciertamente carencias de virtud, pero también son carencias de una adecuada educación de los correspondientes sentimientos, y son carencias que quebrantan notablemente las posibilidades de una vida feliz.

    Educar los sentimientos es algo importante, seguramente más que enseñar matemáticas o inglés. ¿Quién se ocupa de hacerlo? Es triste ver tantas vidas arruinadas por la carcoma silenciosa e implacable de la mezquindad afectiva. La pregunta es ¿a qué modelo sentimental debemos aspirar? ¿cómo encontrarlo, comprenderlo, y después educar y educarse en él? Es un asunto importante, cercano, estimulante y complejo.

    Conocimiento propio Tales de Mileto, aquel pensador de la antigua Grecia que es considerado como el primer filósofo conocido de todos los tiempos, escribió hace 2.600 años que la cosa más difícil del mundo es conocernos a nosotros mismos, y la más fácil hablar mal de los demás.

    Y en el templo de Delfos podía leerse aquella famosa inscripción socrática —gnosei seauton: conócete a ti mismo—, que recuerda una idea parecida.

    Conocerse bien a uno mismo representa un primer e importante paso para lograr ser artífice de la propia vida, y quizá por eso se ha planteado como un gran reto para el hombre a lo largo de los siglos.

    Conviene preguntarse con cierta frecuencia (y buscando la objetividad): ¿cómo es mi carácter? Porque es sorprendente lo beneficiados que resultamos en los juicios que hacen nuestros propios ojos. Casi siempre somos absueltos en el tribunal de nuestro propio corazón, aplicando la ley de nuestros puntos de vista, dejando la exigencia para los demás. Incluso en los errores más evidentes encontramos fácilmente multitud de atenuantes, de eximentes, de disculpas, de justificaciones.

    Si somos así, y parecemos ciegos para nuestros propios defectos, ¿cómo se puede mejorar? Mejoraremos procurando conocernos. Mejoraremos escuchando de buen grado la crítica constructiva que nos vayan haciendo con cualquier ocasión. Pero a eso se aprende sólo cuando uno es capaz de decirse a sí mismo las cosas, cuando es capaz de cantarle las verdades a uno mismo. Procura conocer cuáles son tus defectos dominantes. Procura sujetar esa pasión desordenada que sobresale de entre las demás, pues así es más fácil después vencer las restantes.

    Para uno, su vicio capital será la búsqueda permanente de la comodidad, porque huye del trabajo con verdadero terror; para otro, quizá su mal genio o su amor propio exagerado, o su testarudez; para un tercero, a lo mejor su principal problema es la superficialidad o la frivolidad de sus planteamientos. Piénsalo. Cada uno de tus defectos es un foco de deterioro de tu carácter. Si no los vences a tiempo, si no les pones coto, te puede salir mal la partida de la vida.

    Quizá lo que hace más delicada la formación del carácter es precisamente el hecho de que se trata de una tarea que requiere años, decenas de años. Ésa es su principal dificultad.

    Toth comparaba este trabajo a la formación de un cristal a partir de una disolución saturada que se va desecando. Las moléculas van ordenándose lentamente conforme a unas misteriosas leyes, en un proceso que puede durar horas, meses, o muchos años. Los cristales se van haciendo cada vez mayores y constituyendo formas geométricas perfectas, según su naturaleza…, siempre que, claro está, ningún agente externo estorbe la marcha de ese lento y delicado proceso de cristalización. Porque un estorbo puede hacer que acabe, en vez de en un magnífico cristal, en una simple agregación de pequeños cristales contrahechos.

    Puede ser ése el principal error de muchos jóvenes, o quizá de sus padres. Pensar que aquellos reiterados estorbos en el camino de la delicada cristalización de su espíritu eran algo sin importancia. Y cuando advirtieron que habían cuajado en un carácter torcido y contrahecho, poco remedio quedaba ya.

    ¿Hay entonces en el carácter cosas que no tienen remedio? Siempre estamos a tiempo de reconducir cualquier situación. Ninguna, por terrible que fuera, determina un callejón sin salida. Pero no debe ignorarse que hay tropiezos que dejan huella, que suponen todo un trecho equivocado cuesta abajo que hay que desandar penosamente.

    Piensa en esas malas costumbres, en esa terquedad que cuando eras niño resultaba graciosa y ahora se ha vuelto más espinosa y más dura. Piensa en cómo dominas tu genio, en cómo soportas la contrariedad. Piensa si no eres un cardo. Porque cardos surgen en todas las almas y es cuestión de saber eliminarlos cuando aún están tiernos. Esa solicitud y esa lucha continua es la educación.

    Procura ver las cosas buenas de los demás, que siempre hay. Y cuando veas defectos, o algo que te parece a ti que son defectos, piensa si no los hay —esos mismos— también en tu vida. Porque a veces vemos:

  • a un quejica que se queja de que los demás se quejan;
  • a un charlatán agotador que protesta porque otro habla demasiado;
  • a uno que es muy individualista en el fútbol y luego se queja de que no le pasan el balón;
  • que recrimina agriamente los errores a sus compañeros y luego resulta que él falla más que nadie;
  • al típico personaje irascible que se rasga las vestiduras ante el mal genio de los demás.

    ¿Por qué? Quizá sea efectivamente porque —no se sabe en virtud de qué misteriosa tendencia— proyectamos en los demás nuestros propios defectos.

    El conocimiento propio también es muy útil para aprender a tratar a los demás. Hay, por ejemplo, padres impacientes a quienes con frecuencia se les escuchan frases como “le he dicho a esta criatura por lo menos cuarenta veces que…, y no hay manera”. Y cabría preguntarse: bien, pero ¿y tú? ¿No te sucede a ti que te has propuesto también cuarenta veces muchas cosas que luego nunca logras hacer? ¿No podemos entonces exigir nada a los hijos porque nosotros somos peor que ellos…? No, por supuesto. Pero cuando alguien es consciente de sus propios defectos, la tarea de educar se ve muchas veces como una tarea que tiene bastante de compañerismo. Y se celebra el triunfo del otro y se sabe disculpar y disimular la derrota, porque se confía en que le llegarán también tiempos de victoria. Por eso no viene mal tener en la cabeza nuestros fallos y nuestros errores a la hora de corregir, para saber conjugar bien la exigencia con la comprensión.

    Sentimientos de insatisfacción Se dice que los dinosaurios se extinguieron porque evolucionaron por un camino equivocado: mucho cuerpo y poco cerebro, grandes músculos y poco conocimiento.

    Algo parecido amenaza al hombre que desarrolla en exceso su atención hacia el éxito material, mientras su cabeza y su corazón quedan cada vez más vacíos y anquilosados. Quizá gozan de un alto nivel de vida, poseen notables cualidades, y todo parece apuntar a que deberían sentirse muy dichosos; sin embargo, cuando se ahonda en sus verdaderos sentimientos, con frecuencia se descubre que se sienten profundamente insatisfechos. Y la primera paradoja es que ellos mismos muchas veces no saben explicar bien por qué motivo.

    En algunos casos, esa insatisfacción proviene de una dinámica de consumo poco moderado. Llega un momento en que comprueban que el afán por poseer y disfrutar cada día de más cosas sólo se aplaca fugazmente con su logro, y ven cómo de inmediato se presentan nuevas insatisfacciones ante tantas otras cosas que aún no se poseen. Es una especie de tiranía (que ciertas modas y usos sociales facilitan que uno mismo se imponga), y hace falta una buena dosis de sabiduría de la vida para no caer en esa trampa (o para salir de ella), y evitarse así mucho sufrimiento inútil.

    En otras personas, la insatisfacción proviene de la mezquindad de su corazón. Aunque a veces les cueste reconocerlo, se sienten avergonzadas de la vida que llevan, y si profundizan un poco en su interior, descubren muchas cosas que les hacen sentirse a disgusto consigo mismas (y eso les lleva con frecuencia a maltratar a los demás, por aquello de que quien la tiene tomada consigo mismo, la acaba tomando con los demás).

    En cambio, quien ha sabido seguir un camino de honradez y de verdad, desoyendo las mil justificaciones que siempre parecen encubrir cualquier claudicación (“lo hace todo el mundo”, “se trata sólo de una pequeña concesión excepcional”, “no hago daño a nadie”, etc.), quien logra mantener la rectitud y rechazar esas justificaciones, se sentirá habitualmente satisfecho, porque no hay nada más ingrato que convivir con uno mismo cuando se es un ser mezquino.

    Otras veces, la insatisfacción se debe a algún sentimiento de inferioridad. Otras, tiene su origen en la incapacidad para lograr dominarse a uno mismo, como sucede a esas personas que son arrolladas por sus propios impulsos de cólera o agresividad, por la inmoderación en la comida o la bebida, etc., y después, una vez recobrado el control, se asombran, se arrepienten y sienten un profundo rechazo de sí mismas.

    También las manías son una fuente de sentimientos de insatisfacción. Si se deja que arraiguen, pueden llegar a convertirse en auténticas fijaciones que dificultan llevar una vida psicológicamente sana. Además, si no se es capaz de afrontarlas y superarlas, con el tiempo tienden a extenderse y multiplicarse.

    Algo parecido podría decirse de las personas que viven dominadas por sentimientos relacionados con la soledad, de los que suele costar bastante salir, unas veces por una actitud orgullosa (que les impide afrontar el aislamiento que padecen y se resisten a aceptar que estén realmente solas), otras porque no saben adónde acudir para ampliar su entorno de amistades, y otras porque les falta talento para relacionarse.

    Incluso personas con una intensa vida social también pueden sentirse a veces muy solas e insatisfechas: quizá porque su exuberante actividad puede ser superficial y encubrir una soledad mal resuelta; o porque sus contactos y relaciones pueden estar mantenidos casi exclusivamente por interés; o porque son personas de fama o de éxito, y perciben ese trato social como poco personal, o como adulación; etc. Y también puede suceder lo contrario, y una soledad puede ser sólo aparente: hay personas que creen importar poco a los demás, y un buen día sufren algo más extraordinario y se sorprenden de la cantidad de personas que les ofrecen su ayuda (la satisfacción que sienten entonces da una idea de la importancia de estar cerca de quien pasa por un momento de mayor dificultad).

    En cualquier caso, saber de dónde provienen los sentimientos de insatisfacción es decisivo para abordarlos con acierto y así gobernar con eficacia la propia vida afectiva.

    Repertorio emocional Para establecer una relación positiva con los demás, y poder así decirse las cosas de forma fluida y sin acritud, es preciso cultivar toda una serie de capacidades destinadas a combatir la negatividad y a establecer una relación no defensiva con los demás.

    El principal obstáculo es que probablemente en nuestro interior tenemos grabadas unas respuestas emocionales negativas que no es fácil cambiar de la noche a la mañana. Por eso hemos de poner esfuerzo en familiarizarnos con respuestas emocionales más positivas, de modo que, con el tiempo, las vayamos evocando de forma más natural y espontánea, en la medida que las incorporemos más a nuestro repertorio emocional. Algunos ejemplos de esas capacidades emocionales pueden ser los siguientes: Tranquilizarse a uno mismo, pues al enfadamos perdemos bastante de nuestra capacidad de escuchar, pensar y hablar con claridad, y la excitación del enfado tiende a generar un enfado mayor si uno no se da un tiempo muerto hasta lograr tranquilizarse.

    Desintoxicarse de pensamientos negativos hipercríticos, que suelen ser los principales desencadenantes de conflictos. Cuando logramos darnos cuenta de que nos embargan pensamientos de ese tipo, y nos decidimos a hacerles frente, el problema suele estar ya casi resuelto.

    Escuchar y hablar de modo que nuestras palabras no despierten la defensividad del interlocutor, es decir, que no las perciba como críticas u hostiles. De modo análogo, hemos de esforzarnos en escuchar a los demás sin interpretar como un ataque lo que quizá es una simple queja o una observación bienintencionada.

    Detectar temas, momentos o situaciones de hipersensibilidad. Si observamos una actitud de defensividad en una determinada persona, será una manifestación clara de que el tema que se está tratando reviste importancia para ella (y que por tanto conviene andarse con especial tacto), o que en ese momento está alterada por algo, o que hay alguna razón por la que nuestra relación con esa persona se ha dañado, en poco o en mucho. Por ejemplo, si observamos que le ha contrariado que interrumpamos una explicación suya, podemos terciar, sin acritud, diciendo: “perdona, que te he interrumpido; di lo que ibas a decir”.

    Centrarse en los temas, sin enredarse en detalles nimios o en cuestiones colaterales que entorpecen el diálogo.

    No derivar hacia el ataque personal. Siempre es mejor, por ejemplo, decir un “me ha molestado que llegues tarde y no me hayas avisado”, que soltar un “eres un desconsiderado y un egoísta”.

    Disculparnos cuando advirtamos que nos hemos equivocado, y asumir con sencillez la responsabilidad que nos corresponda por nuestros errores.

    Procurar reflejar el estado emocional del interlocutor. Si, por ejemplo, alguien nos expresa una queja o una preocupación que le cuesta manifestar, hemos de procurar reflejar que nos hacemos cargo de lo que siente en ese momento.

    Ser generosos en el reconocimiento de los méritos de los demás, y no escamotear, cuando sea oportuno, los elogios razonables que destaquen y alaben explícitamente las cualidades del otro.

    Control de la preocupación Por lo general, la espiral de la preocupación, y con ella, la de la ansiedad, entorpece de tal modo el funcionamiento intelectual que pueden llegar a disminuir seriamente su rendimiento personal.

    Bastantes estudiantes, por ejemplo, son muy proclives a preocuparse y caer en estados de ansiedad, y esto afecta negativamente a sus resultados académicos.

    Mientras, a otros, el estado de preocupación, por ejemplo ante un examen, estimula su intensidad en el estudio, y gracias a eso logran un rendimiento mucho mayor.

    Ésa es la cuestión que conviene analizar: por qué a unos les estimula y a otros les paraliza.

    Según unos amplios estudios realizados por Richard Alpert, la diferencia entre unos y otros está en la forma de abordar esa sensación de inquietud que les invade ante la inminencia de un examen. A unos, la misma excitación y el interés por hacer bien el examen les lleva a prepararse y a estudiar con más seriedad; en otros casos, sin embargo, cuando se trata de personas ansiosas, sus pensamientos negativos (del estilo de «no seré capaz de aprobar», «se me dan mal este tipo de exámenes», «no sirvo para las matemáticas», etc.) sabotean sus esfuerzos, y la excitación interfiere con el discurso mental necesario para el estudio y enturbia después su claridad también durante la realización del examen.

    Las preocupaciones que tiene una persona mientras hace un examen reducen los recursos mentales disponibles para hacerlo bien. En ese sentido, si estamos demasiado preocupados por suspender, dispondremos de mucha menos atención para discurrir sobre lo que nos han preguntado y expresar una respuesta adecuada. Es así como las preocupaciones acaban convirtiéndose en profecías autocumplidas que conducen al fracaso.

    En cambio, quienes controlan sus emociones pueden utilizar esa ansiedad anticipatoria —ante la cercanía de un examen, o de dar una conferencia, o de acudir a una entrevista importante— para motivarse a sí mismos, prepararse adecuadamente y, en consecuencia, hacerlo mejor.

    Se trata de encontrar un punto medio —volvemos aquí de nuevo a la necesidad de un equilibrio— entre la ansiedad y la apatía, pues el exceso de ansiedad lastra el esfuerzo por hacerlo bien, pero la ausencia completa de ansiedad —en el sentido de indolencia, se entiende— genera apatía y desmotivación.

    Por eso, un cierto entusiasmo —incluso algo de euforia en algunas ocasiones— resulta muy positivo en la mayoría de las tareas humanas, sobre todo para las de tipo más creativo. Pero cuando la euforia crece demasiado o se descontrola, se convierte en un estado en el que la agitación socava toda capacidad de pensar de un modo lo suficientemente coherente como para que las ideas fluyan con acierto y realismo.

    Los estados de ánimo positivos aumentan la capacidad de pensar con flexibilidad y sensatez ante cuestiones complejas, y hacen más fácil encontrar soluciones a los problemas, tanto de tipo especulativo como de relaciones humanas. Por eso, una forma de ayudar a alguien a abordar con acierto sus problemas es procurar que se sienta alegre y optimista. Las personas bienhumoradas gozan de una predisposición que les lleva a pensar de una forma más abierta y positiva, y gracias a eso poseen una capacidad de tomar decisiones notablemente mejor.

    Los estados de ánimo negativos, en cambio, sesgan nuestros recuerdos en una dirección negativa, haciendo más probable que nos retiremos hacia decisiones más apocadas, temerosas y suspicaces.

    Empatía Es la hora del recreo en la guardería y un grupo de niños está corriendo por el patio. Varios tropiezan, y uno de ellos se hace daño en una rodilla y comienza a llorar. Todos los demás siguen con sus juegos, sin prestarle atención…, excepto Roger.

    Roger se detiene junto a él, le observa, espera a que se calme un poco, y después se agacha, frota con la mano su propia rodilla y comenta, con un tono comprensivo y conciliador: “¡vaya, yo también me he hecho daño!” Esta escena es observada por un equipo investigador que dirigen Tomas Hatch y Howard Gardner, en una escuela norteamericana.

    Al parecer, Roger tiene una extraordinaria habilidad para reconocer los sentimientos de sus compañeros de guardería y para establecer un contacto rápido y amable con ellos. Fue el único que se dio cuenta del estado y el sufrimiento de su compañero, y también fue el único que trató de consolarle, aunque sólo pudiera ofrecerle su propio dolor: un gesto que denota una habilidad especial para las relaciones humanas y que, en el caso de un preescolar, augura la presencia de un conjunto de talentos que irán floreciendo a lo largo de su vida.

    Al término de su estudio sobre el comportamiento infantil en la escuela, estos investigadores propusieron una serie de habilidades que reflejan el talento social de una persona:

  • Capacidad de liderazgo, es decir, de movilizar y coordinar los esfuerzos de un grupo de personas. Es una capacidad que se apunta ya en el patio del colegio, cuando en el recreo surge un niño o una niña —siempre los hay— que decide a qué jugarán, y cómo; y que pronto acaba siendo reconocido por todos como líder del grupo.
  • Capacidad de negociar soluciones, o sea, de mediar entre las personas para evitar la aparición de conflictos o para solucionar los ya existentes. Son los niños —también los hay siempre— que suelen resolver las pequeñas disputas que se producen en el patio de recreo.
  • Capacidad de establecer conexiones personales, esto es, de dominar el sutil arte de las relaciones humanas que requieren la amistad, el amor o el trabajo en equipo. Es la habilidad que acabamos de señalar en Roger: son esos niños que saben llevarse bien con todos, que saben reconocer el estado emocional de los demás, y que suelen ser por ello muy queridos por sus compañeros.
  • Capacidad de análisis social, es decir, de detectar e intuir los sentimientos, motivos e intereses de las personas. Son los niños que desde muy pronto se sitúan sobre cómo son los demás compañeros o profesores, y demuestran una intuición muy notable.

    El conjunto de esas habilidades —que, insistimos, son al tiempo innatas y adquiridas— constituye la materia prima de la inteligencia interpersonal, y es el ingrediente fundamental del encanto, del éxito social y del carisma personal. Habilidades que reportan una indudable ventaja en la vida familiar, en la amistad, en el mundo laboral o en muchos otros ámbitos de la existencia.

    Como ha señalado Daniel Goleman, esas personas socialmente inteligentes saben controlar la expresión de sus emociones, conectan más fácilmente con los demás, captan enseguida sus reacciones y sentimientos, y gracias a eso pueden reconducir o resolver los conflictos que aparecen siempre en cualquier interacción humana. Muchos son también líderes naturales, que saben expresar los sentimientos colectivos latentes y guiar a un grupo hacia el logro de sus objetivos. Son, en cualquier caso, el tipo de personas con quienes a los demás les gusta estar porque hacen siempre aportaciones constructivas y transmiten buen humor y sentido positivo.

    Capacidad de demorar la gratificación En la década de los sesenta, Walter Mischel llevó a cabo desde la Universidad de Stanford una investigación con preescolares de cuatro años de edad, a los que planteaba un sencillo dilema: «Ahora debo marcharme y regresaré dentro de veinte minutos. Si quieres, puedes tomarte esta chocolatina, pero si esperas a que yo vuelva, te daré dos.» Aquel dilema resultó ser un auténtico desafío para los chicos de esa edad. Se planteaba en ellos un fuerte debate interior: la lucha entre el impulso a tomarse la chocolatina y el deseo de contenerse para lograr más adelante un objetivo mejor.

    Era una lucha entre el deseo primario y el autocontrol, entre la gratificación y su demora. Una lucha de indudable trascendencia en la vida de cualquier persona, pues no puede olvidarse que tal vez no hay habilidad psicológica más esencial que la capacidad de resistir el impulso. Resistir el impulso es el fundamento de cualquier tipo de autocontrol emocional, puesto que toda emoción supone un deseo de actuar, y es evidente que no siempre ese deseo será oportuno.

    El caso es que Walter Mischel llevó a cabo su estudio, y efectuó un seguimiento de esos mismos chicos durante más de quince años.

    En la primera prueba, comprobó que aproximadamente dos tercios de esos niños de cuatro años de edad fueron capaces de esperar lo que seguramente les pareció una eternidad, hasta que volvió el experimentador. Pero otros, más impulsivos, se abalanzaron sobre la chocolatina a los pocos segundos de quedarse solos en la habitación.

    Además de comprobar lo diferente que era entre unos y otros la capacidad de demorar la gratificación y, por tanto, el autocontrol emocional, una de las cosas que más llamó la atención al equipo de experimentadores fue el modo en que aquellos chicos soportaron la espera: volverse para no ver la chocolatina, cantar o jugar para entretenerse, o incluso intentar dormirse.

    Pero lo más sorprendente vino unos cuantos años después, cuando pudieron comprobar que la mayor parte de los chicos y chicas que en su infancia habían logrado resistir aquella espera, luego en su adolescencia eran notablemente más emprendedores, equilibrados y sociables.

    Aquel estudio comparativo revelaba que —en términos de conjunto— quienes en su momento superaron la prueba de la chocolatina fueron luego, diez o doce años después, personas mucho menos proclives a desmoralizarse, más resistentes a la frustración, y más decididos y constantes.

    Como es natural, no es que el futuro esté ya predeterminado para cada persona desde su nacimiento, entre otras cosas porque no puede olvidarse que a los cuatro años se ha recibido ya mucha educación. Hay, sin duda, toda una herencia genética, un temperamento innato que influye bastante, pero no es ése el factor principal. Un niño de cuatro años puede haber aprendido a ser obediente o desobediente, disciplinado o caprichoso, ordenado o desordenado, como bien puede atestiguar, por ejemplo, cualquier padre o madre de familia, o cualquier persona que trabaje en un preescolar.

    Es indudable que el tipo de educación que había recibido cada uno de esos chicos influyó sin duda decisivamente en el resultado de aquella prueba de las chocolatinas. Por eso, más que alentar oscuros determinismos ya cerrados desde la infancia, o viejas tesis conductistas, lo que aquella investigación vino a resaltar es cómo las aptitudes que despuntan tempranamente en la infancia suelen florecer más adelante, en la adolescencia o en la vida adulta, dando lugar a un amplio abanico de capacidades emocionales: la capacidad de controlar los impulsos y demorar la gratificación, aprendida con naturalidad desde la primera infancia, constituye una facultad fundamental, tanto para cursar una carrera como para ser una persona honrada o tener buenos amigos.

    Es cierto que, en aquella prueba de las chocolatinas, habría sido quizá más acertado proponer una prueba que destacara esa capacidad de demorar la gratificación de un modo más positivo, menos material. En todo caso, sirve para mostrar cómo los chicos de cuatro años poseen ya importantes capacidades emocionales (como percibir la conveniencia de reprimir un impulso, o saber desviar su atención de la tentación presente), y que educarles en esas capacidades será de gran ayuda para su desarrollo futuro.

    La capacidad de resistir los impulsos, demorando o eludiendo una gratificación para alcanzar otras metas —ya sea aprobar un examen, levantar una empresa o mantener unos principios éticos—, constituye una parte esencial del gobierno de uno mismo. Y todo lo que en la tarea de educación —o de autoeducación— pueda hacerse por estimular esa capacidad será de una gran trascendencia.

  • Carácter y autoestima

    • Autoestima y educación
    • Autoestima y estado de ánimo
    • Autoestima y afán por mejorar
    • Sentimientos de inferioridad
    • Perdonarse a uno mismo
    • ¿Falta de dotes naturales?

    Autoestima y educación Como ha escrito Miguel Angel Martí, a veces parece como si sólo existieran dos tipos de personas. Unas que se sobrevaloran, cayendo así en actitudes más o menos engreídas o prepotentes. Y otras —que son quizá las menos—, que se infravaloran, que únicamente son capaces de ver en su personalidad los aspectos negativos y las deficiencias. Y su relación con ellos mismos es intrapunitiva, se sienten culpables de todos sus fracasos, aunque éstos se deban a factores externos, y esto les lleva a una cruel inseguridad, y a valorar siempre más la opinión de los otros que la suya propia. Son personas que, en casos extremos, pueden terminar necesitando ayuda médica para entablar con los demás unas relaciones de igualdad y sentir un mínimo de afecto por ellas mismas.

    La falta de autoestima, además, suele conducir a un círculo vicioso de actitudes mentales negativas. Puede comenzar pensando, por ejemplo, que no será capaz de alcanzar una meta que se ha propuesto, porque tiene la impresión de que rara vez logra lo que se propone. Se encamina hacia ella con talante gris y mortecino, tarde y sin entusiasmo, con más miedo al fracaso que afán de lograr el éxito. Si luego las cosas no salen —y no suelen salir cuando se acometen así—, la experiencia, una vez más, vuelve a reforzar el juicio negativo anterior: de nuevo se ha demostrado que no valgo, que he fallado y que seguiré igual en el futuro.

    Un correcto sentido de autoestima debe estar presente en todo proceso educativo, tanto familiar como escolar, y resulta fundamental para la propia maduración psicológica y para formar el carácter. Cuando la persona aprende a respetarse a sí misma, y a no compararse dañosa e inútilmente con los demás, tiene entonces mayor facilidad para tomar conciencia de su propia singularidad y dignidad. Es decisivo comprender que cada ser humano posee unas virtualidades propias que sólo él mismo —con la ayuda que sea necesaria— puede llegar a hacer rendir, proponiéndose proyectos y metas a las que se siente llamado y que llenarán de contenido su existencia.

    El fomento de la autoestima no debe llevar, bajo ningún concepto, a promover un modelo de personalidad narcisista. La autoestima es un sensato y equilibrado afecto por uno mismo, que no tiene por qué conducir al egoísmo ni a la vanidad. La autoestima es respeto a la propia persona, convicción de que cada uno es portador de una alta dignidad como hombre, comprensión profunda de que cada ser humano es irrepetible, llamado a realizar en el mundo una tarea que dará sentido a su vida y que nadie puede hacer por él.

    ¿Son compatibles autoestima y humildad? Para muchas personas parecen valores difíciles de conciliar, quizá porque en su interior piensan que la humildad es algo tan simple como tener una mala opinión acerca de los propios valores y talentos. Pero la verdadera humildad no es eso, ni es tampoco una absurda simulación de falta de cualidades, pues la humildad no puede violentar la verdad, no está en exaltarse ni en infravalorarse, sino que va unida al conocimiento propio, a la sinceridad, la sencillez y la naturalidad.

    Muchos afirman que las personas de mucho talento tienen más fácil caer en la vanidad o la egolatría. Sin embargo, tengo la impresión de que las actitudes vanidosas o ególatras no son cuestión de mucho o poco talento, sino que son más bien un problema de virtud, de educación, de sentido común. Es más, podría incluso decirse que las actitudes engreídas revelan, en cierta manera, poca cabeza: porque todo ese tórrido presumir de talentos que uno ha recibido sin ningún mérito propio es bastante ridículo y carente de sentido, y quizá venga a demostrar más bien que todo ese supuesto talento es bastante escaso.

    Tal vez el hecho de que en el mundo abunden los ególatras sea la causa de que se insista tan poco desde los distintos ámbitos de la educación en la necesidad que tiene el hombre de ser educado en un sensato principio de autoestima.

    Autoestima y estado de ánimo Cuando alguien se encuentra desanimado, se ve peor a sí mismo, y eso suele llevarle a un menor aprecio hacia sí mismo. Autoestima y estado de ánimo suelen ascender o descender de modo paralelo.

    Una autoestima demasiado baja suele generar actitudes de frecuente desánimo, de no atreverse a casi nada, de desarrollar poco las propias capacidades y ver casi todo como inasequible. Con esa actitud, la derrota viene dada de antemano, antes de entrar en batalla, por esa injustificada infravaloración de uno mismo.

    Cuando esa baja autoestima ha arraigado de modo profundo en una persona, hacerle comprender su error no será tarea fácil. Les cuesta mucho admitir cualquier valoración positiva de uno mismo, y cuando otras personas intentan hacérselo ver, con frecuencia lo interpreta como halagos infundados, simples cumplidos de cortesía, o bien como un ingenuo desconocimiento de la realidad, o incluso un intento de tomarle el pelo.

    ¿Es bueno entonces tener una alta autoestima, cuanta más mejor? Sí, si se enfocan bien las cosas. Pero si tener una alta autoestima lleva a pensar sólo en uno mismo, a valorarse más de lo que se vale, o a un exceso de comprensión con uno mismo, a ser egoísta y engreído, etc., es evidente que eso sería malo. En ese sentido, podría decirse que tanto la baja autoestima como la excesivamente alta son destructivas para la personalidad y psicológicamente insanas.

    Los sentimientos de culpa, o de vergüenza, o de insatisfacción ante algo que hemos hecho o dejado de hacer, no son sentimientos buenos ni malos de por sí. A veces serán muy necesarios, puesto que habrá cosas que haremos mal y de las que es bueno que nos sintamos culpables y avergonzados; otras veces serán inadecuados, porque nos atormentan de modo patológico y tienen un efecto destructivo y contraproducente. Se trata de sentimientos que, como todos, deben tener medida y adecuación a su causa.

    A medida que una persona va madurando y adquiriendo solidez, su nivel de autoestima se irá haciendo más estable, gracias a un mejor conocimiento de sí misma y a poseer criterios más sólidos a la hora de encontrar motivos de propia estimación. Ya no es tan fácil que una opinión favorable o desfavorable, o un sencillo acierto o error, una buena o mala noticia, ocasionen fuertes oscilaciones en su estado de ánimo o su autoestima.

    También es importante aceptar con el modelo de vida a que uno aspira. Por ejemplo, el éxito social o profesional no bastan para garantizar la autoestima; si ciframos el ideal de persona valiosa y respetable en ser capaz de alcanzar grandes resultados económicos o de reconocimiento social, dejando al margen otros criterios más sólidos, es fácil que las cosas no nos vayan bien, tanto si conseguimos esos logros como si no. De hecho, hay una constante comprobación de que si los modelos de éxito se reducen a sólo una parte de la vida y no a su conjunto, al final no se quedan satisfechos de esos éxitos ni siquiera los pocos que llegan a conseguirlos.

    Está claro que tampoco se trata de rebajar los ideales para evitar las decepciones. Sería un camino fácil y equivocado. Es la estrategia del escepticismo vital, en la que se apagan los sentimientos de sana emulación y se enaltece, por el contrario, la falta de ideales y la mediocridad. Rebajar los ideales y decir que todo da igual, o que hoy día todo el mundo va a lo suyo y ya está, son actitudes que no conducen a nada bueno.

    Autoestima y afán por mejorar Es preciso proponerse aspiraciones e ideales altos, pero hay que hacerlo sobre una escala de valores y de expectativas acertada. Y una buena forma de progresar en autoestima es avanzar en la propia mejora personal. El hombre puede y debe aspirar a mejorar cada día a lo largo de su vida. Se trata de una tarea que siempre produce grandes satisfacciones, y que, en cierta manera, llenará de sentido nuestra existencia.

    Nunca se llegará a ser perfecto, es verdad, y por eso no debe confundirse el ideal de buscar la propia mejora con un enfermizo afán perfeccionista. Querer aproximarse lo más posible a un ideal de perfección es muy diferente del perfeccionismo, o de embarcarse en la utópica pretensión de llegar a no tener defecto alguno (o la más peligrosa aún, de querer que los demás tampoco los tengan).

    El hombre ha de enfrentarse a sus defectos de modo inteligente, aprendiendo de cada error, procurando evitar que sucedan de nuevo, conociendo sus limitaciones —sin miedo a mirarlas de frente— para evitar exponerse innecesariamente a ocasiones que superen nuestra resistencia. Así, además, comprenderá mejor los defectos de los demás y sabrá ayudarles de modo eficaz.

    La tarea de mejorarse a uno mismo no debe afrontarse como algo crispado, angustioso o estresante. Ha de ser un empeño continuo, que se aborda en el día a día con ánimo sereno, de modo cordial y con espíritu deportivo, sabiendo las dificultades con las que nos enfrentaremos y la importancia radical de la constancia en ese propósito.

    En las dos o tres últimas décadas, la enseñanza básica de muchos países occidentales se ha esforzado por fortalecer la autoestima de los alumnos prodigando alabanzas incluso cuando los resultados eran desoladores. Se trataba, ante todo, de no desanimar. La idea era que, educando así, esas personas tendrían en el futuro muchos menos problemas, porque su elevada autoestima les impediría tener un comportamiento antisocial.

    Los resultados —la terca realidad— está haciendo que sean cada vez son más los especialistas que dudan seriamente de que ése sea un buen método pedagógico, y piensan que esa falsa autoestima puede causar mucho daño. Si se pone tanto empeño en no culpabilizar a nadie y en defender cualquier opción, el resultado es que esas personas acaban parapetándose tras sus opiniones y sus actos y se hacen impermeables al consejo y a cualquier crítica constructiva, puesto que toda observación que no sea de alabanza se recibe negativamente.

    La conclusión parece clara: el exceso de autoindulgencia, el alabarlo todo, o relativizarlo todo, conduce a más patologías de las que evita. Decir a los hijos o a los alumnos que todo lo que hacen está bien, o que hagan lo que les parezca mientras lo hagan con convicción, o cosas por el estilo, acaba por dejarles en una posición muy vulnerable. Esas personas se sentirán tremendamente defraudadas cuando al final choquen con la dura realidad de la vida.

    Como ha señalado Laura Schlessinger, es mejor basar la autoestima en logros reales. En pensar y servir a los demás, en hacer cosas que les lleven a sentirse útiles. No se trata de hacer cavar zanjas, alabar ese trabajo, y luego volver a taparlas. Se trata de avanzar en el camino de la virtud, dejar de lamentarse tanto de los propios problemas y tomar ocasión de ellos para forjar el propio carácter. Si se enseña a los niños a esforzarse por conseguir virtudes, la autoestima vendrá sola. Y si no se logra, al menos estarán viviendo en el mundo real.

    Sentimientos de inferioridad Como ha señalado Javier de las Heras, el sentimiento de inferioridad se debe a la existencia de un defecto que se vive como algo vergonzoso, humillante, indigno de uno mismo e inaceptable. En no pocos casos, además, se trata sólo de un presunto defecto, ya que, cuando se conoce y se analiza con un mínimo de objetividad, se comprueba que no hay motivos de peso para considerarlo tal, o que, en cualquier caso, se le está dando una importancia subjetiva desmesurada.

    Lo habitual es que todo esto se lleve en el secreto de la propia intimidad, y que tenga una importante carga subjetiva. Son evidencias interiores que muchas veces no resultan nada previsibles ni evidentes desde el exterior, pero que suelen constituir un intenso y profundo motivo de desasosiego y condicionar bastante la personalidad y el comportamiento de quien las sufre.

    Lo sorprendente es que hay gente muy valiosa que también sufre sentimientos de inferioridad. La fuerte carga subjetiva de esos sentimientos hace que, en efecto, se produzcan situaciones bastante sorprendentes. No es extraño, por ejemplo, que una persona que posea unas cualidades muy superiores a la media de quienes le rodean esté fuertemente condicionada por un sentimiento de inferioridad proveniente de cualquier sencilla cuestión de poca importancia.

    Las épocas más proclives para esas impresiones son el final de la infancia y todo el periodo de la adolescencia. Por eso es importante en esas edades ayudarles a ser personas seguras y con confianza en sí mismas.

    Por otra parte, muchos autores aseguran que los sentimientos de superioridad suelen tener su origen en un intento de compensar otros sentimientos de inferioridad firmemente arraigados. Esos procesos suelen provocar actitudes presuntuosas, arrogantes e inflexibles, de personas envanecidas que tienden a tratar a los demás con poca consideración, y que si a veces se muestran más tolerantes o benevolentes, es siempre con un trasfondo paternalista, como si quisieran destacar aún más su poco elegante actitud de superioridad.

    Son personas a las que gusta darse importancia, y que exageran sus méritos y capacidades siempre que pueden; que siempre encuentran el modo de hablar, incluso a veces con aparente modestia, de manera que susciten —eso piensan ellos— admiración y deslumbramiento. Suelen ser bastante sensibles al halago, y por eso son presa fácil de los aduladores. Fingen despreciar las críticas, pero en realidad las analizan atentamente, y esperan rencorosamente la ocasión de vengarse. Están siempre pendientes de su imagen, muchas veces profundamente inauténtica, y con frecuencia recurren a defender ideas excéntricas, o a llevar un aspecto exterior peculiar y extravagante, con objeto de aparecer como persona original o con rasgos de genialidad. Buscan el modo de sorprender, para obtener así en otros algún eco que les confirme en su intento de convencerse de su identidad idealizada: por el camino de la inferioridad, acaban en el narcisismo más frustrante.

    Perdonarse a uno mismo Todos sabemos que, muchas veces, perdonar es difícil. Pero quizá para algunos sea especialmente difícil perdonarse a uno mismo. Y están tristes porque no se perdonan sus propios fracasos, porque alimentan sus errores dándoles vueltas en su memoria, porque parece que se empeñan en mantener abiertas sus propias heridas. Son como cadenas que se ponen a sí mismos, cárceles en las que se encierran voluntariamente.

    A lo mejor están tristes y sienten dentro del corazón como una especie de lanzada que les amarga la existencia, porque cargan con una responsabilidad que no les corresponde, por un fracaso que no es suyo, al menos en su totalidad.

    Sucede a veces, por ejemplo, con la educación de los hijos. Unas veces se falla porque se hace mal, otras porque hay circunstancias ajenas que lo estropean sin culpa de los padres, y otras simplemente porque los hijos son libres. En cualquier caso, la solución nunca es dejarse consumir por la tristeza, sino rectificar en lo posible el rumbo, procurar aprender, intentar recuperar el terreno que se haya perdido, mirar al futuro con esperanza.

    La falta de perdón para uno mismo suele generar tristeza, y una y otra tienen su origen en el orgullo. Y así como el orgullo del que es simplemente vanidoso, o de quien está pagado de sí mismo, es el más corriente y menos peligroso; en cambio, pasarse la vida dando vueltas a los propios errores suele ser señal de un orgullo más refinado y destructivo.

    Es preciso aprender a aceptarse serenamente a uno mismo. Aceptarse, que nada tiene que ver con una claudicación en la inevitable lucha que siempre acompaña a toda vida bien planteada, sino que es encontrar un sensato equilibrio entre exigirse y comprenderse a uno mismo.

    Conociéndose un poco es fácil saber cómo hacer frente a esos desánimos que acompañan a los propios errores y fracasos. Son instantes de hundimiento y de desazón, bajones de ánimo que pretenden ganarnos la partida de la vida.

    Conviene pararse a pensar en las razones que los producen. A veces nos avergonzará ver cómo pueden desanimarnos contratiempos tan tontos; cómo cosas de tan poca importancia pueden hacernos pasar de la euforia al abatimiento, o viceversa, de forma tan rápida. Para superarlos, conviene hacer un esfuerzo de reflexión, un serio intento para ser objetivo, para ver cómo alejar esas sombras de pesimismo que asaltan inadvertidamente a todos y que tantas veces no dejan ver la cara soleada de la vida.

    ¿Falta de dotes naturales? «Veo que lo que yo tardo una tarde entera en estudiar y luego apenas me acuerdo, mi compañera lo estudia en una hora… —decía con pesimismo Alicia, una atribulada estudiante de dieciséis años.

    »Yo me paso encerrada todo el fin de semana estudiando, y ella, en cambio, no da ni golpe y saca luego mejor nota.

    »Y estamos las dos igual de distraídas en clase, nos pregunta la profesora, y ella con dos ideas que recuerda le sale una respuesta convincente, y yo, en cambio, me quedo sin saber qué decir.

    »Cuando pienso en esto y me dedico a compararme, a veces me pongo muy triste al ver que todas me aventajan y que es algo que nunca podré evitar, porque no puedo hacer nada por remediarlo…» Las personas que, como Alicia, sufren con esta preocupación, deben convencerse de que no es verdad que estén en todo en inferioridad de condiciones, ni que lo suyo no tenga remedio. Que la naturaleza suele otorgar sus dones de forma más repartida de lo que parece. Y que otras personas con limitaciones superiores a las suyas han triunfado en la vida y han sido muy felices.

    Para empezar, es probable que se esté lamentando de unas limitaciones que no tienen la trascendencia que ella le da.

    Quizá también se olvida Alicia de otras muchas cualidades que posee, y que quizá no brillen tanto y por eso apenas las ha advertido, pero que probablemente sean más importantes que esas otras que le deslumbran en los demás.

    Ciertamente quizá otros tengan más simpatía, más gracia, más habilidad en lo que sea, mejor aspecto, más medios económicos o —en apariencia— más suerte y éxito en la vida. Pero eso no es lo fundamental. Son más importantes otras cosas que quizá llaman menos la atención. Y tantas veces, además, el que tiene menos talentos pero se esfuerza por hacerlos rendir, aunque le parezcan escasos, acaba finalmente por superar a otros mucho más capacitados.

    No es buena filosofía contemplar la vida en condicional, como lo que habría podido ser si fuéramos de otra manera o tuviéramos otras dotes o hubiéramos actuado de distinto modo. Se puede y se debe vivir la propia vida aceptándola como es.

    Y si nos faltan medios o talentos, habrá que sacar rendimiento a lo que se tiene y dejarse de vivir entre fantasías.

    Un chico o una chica inteligente debe sacar partido a su inteligencia y dejar de lamentarse de no lograr triunfar en los deportes, en las relaciones públicas y en el arte a la vez. Y un chico o una chica un poco feos o no muy listos, difícilmente llegarán a ser muy guapos o muy inteligentes, pero pueden ser simpáticos, agradables, buenos profesionales y hombres o mujeres excelentes. Lo mejor es ser el que somos y procurar ser cada día un poco mejor.

    Orgullo y culpa

    • Perdonar y pedir perdón
    • La fiebre del “no es esto”
    • Admitir la discrepancia
    • Intentos de supremacía
    • Personajes presuntuosos
    • ¿A quién echas las culpas?
    • Susceptibilidad
    • Escapar de uno mismo
    • La espiral del rencor

    Perdonar y pedir perdón Cualquier persona comete errores que producen ofensas en quienes le rodean, y esas ofensas suelen llevar aparejadas un sentido de culpa para su causante.

    Si esa persona pretendiera desentenderse de la realidad de esa ofensa que ha producido, o intentara proyectar sin razón su culpa sobre los demás, entonces se haría daño a sí mismo, porque no pone remedio a su mal —un verdadero y real sentido de culpa—, sino que lo ignora o lo oculta.

    Para vivir feliz, toda persona necesita del perdón. Todos ofendemos a alguien de vez en cuando —quizá con más frecuencia de lo que pensamos—, y para tener la paz necesitamos aceptar la correspondiente culpa, pedir perdón y reparar en lo posible la falta cometida.

    Sentirse culpable puede ser algo positivo si nos lleva a reflexionar y a buscar remedio. Sentirse habitualmente inocente de todo y repercutir la culpabilidad sobre los demás suele ser síntoma de la eficiente acción del orgullo, que suele ser corto de vista para los propios errores y agudísimo para los de los demás.

    Perdonar y pedir perdón son cosas que a veces van muy unidas. A veces, no llegamos a perdonar totalmente a otra persona, y quizá lo que sucede es que tendríamos que pedirle perdón. Porque es verdad que hay ofensas suyas, pero también ofensas nuestras. Porque los agravios suelen entrecruzarse en una maraña que siempre es difícil desliar.

    La vida es demasiado corta para tener atormentado el corazón o con un dolor que ofusque tu memoria. Sentirás la tentación de revivir una y mil veces tu ofensa, pero debes superarlo y perdonar. Además, muchas de las ofensas son imaginarias, y otras están magnificadas. Sea lo que sea, y sea con quien sea, enfréntate a ello. Busca la ocasión de curar esa herida. Coge el teléfono. O escríbele una carta, aprovechando que está fuera. O hazte el encontradizo. Memoriza unas palabras de acercamiento. Pide perdón.

    Para una correcta educación, será siempre necesario promover en la familia toda una dinámica que haga del perdón algo natural, que no necesite explicar a los hijos por qué deben disculpar.

    La facilidad para perdonar es algo que se respira en una casa. Y la resistencia a hacerlo, más todavía. Los hijos lo notan, porque observan a sus padres y hermanos continuamente. El chico aprenderá a perdonar viendo perdonar. Para una correcta educación, insisto, ha de aprender a perdonar. Entre otras razones, porque tendrá que perdonarnos muchas cosas.

    La fiebre del “no es esto” Cuenta la tradición que, en cierta ocasión, un bandido llamado Angulimal fue a matar a Buda. Y Buda le dijo: “Antes de matarme, ayúdame a cumplir un último deseo: corta, por favor, una rama de ese árbol.” Angulimal le miró con asombro, pero resolvió concederle aquel extraño último deseo, y de un tajo hizo lo que Buda le había pedido.

    Pero luego Buda añadió: “Ahora, por favor, vuelve a pegar la rama al árbol, para que siga floreciendo.” “Debes estar loco —contestó Angulimal— si piensas que eso es posible.” “Al contrario —repuso Buda—, el loco eres tú, que piensas que eres poderoso porque puedes herir, matar y destruir. Eso es cosa fácil, de niños. El verdaderamente poderoso es el que sabe crear y curar.” Para destruir, para arrasar, para gritar de forma estéril, para estar diciendo siempre que todo esta mal, que no es esto…; para todo eso no hace falta arte, ni ciencia, ni esfuerzo, ni cualidades.

    Es verdad que siempre es mejor la rebeldía que el conformismo burgués, porque pienso que no estar satisfecho del mundo en el que se vive y querer cambiarlo es algo digno de alabanza. Pero la rebeldía, que es necesaria, debe reunir ciertas condiciones, y quizá la primera sea saber contra qué nos rebelamos. Y es bueno, lógicamente, rebelarse contra el mal, contra la injusticia, contra la mediocridad…, sí, pero primero contra el mal, la injusticia y la mediocridad que haya en uno mismo. No podemos ser como esos rebeldes de pacotilla que ni estudian, ni dan ni golpe, ni pueden ponerse a nadie como ejemplo de nada. Lo suyo más que rebeldía son ganas de incordiar.

    La historia está llena de ejemplos de rebeldes que cuando llegaron al poder se volvieron burgueses. Y de rebeldes que, al fracasar, se convirtieron en resentidos que sólo sabían hacer crítica destructiva. Es muy fácil decir que algo está mal y que hay que cambiarlo. Lo difícil —y lo que hace falta— es aportar ideas positivas y conseguir cambiarlo realmente.

    Admitir la discrepancia Me contaron no hace mucho la historia de un pequeño cacique de una modesta población europea de los años sesenta.

    Se trataba de una persona que era alcalde de esa minúscula ciudad desde hacía muchos años, y nadie se atrevía a presentarse en las sucesivas elecciones municipales. Su dominio era completo. Nadie podía hacerle sombra ni rechistar sus órdenes. Toda decisión, hasta la más pequeña, pasaba por la mesa de su despacho.

    Pasaron los años y un buen día, ante el asombro de todos, apareció otro candidato. Las siguientes elecciones ya no serían la historia de siempre. Se prometían realmente interesantes.

    El eterno alcalde se sintió afrentado. Que alguien tuviera la desfachatez de hacerle la competencia era algo intolerable. No es que simplemente le molestara, es que no lo podía entender.

    El insólito rival lanzó su programa, distribuyó su propaganda, hizo sus promesas, y llegó por fin el momento de que las urnas resolvieran aquella confrontación. La expectación fue grande. Todo era muy distinto que las veces anteriores.

    Al final, por un estrecho margen, el nuevo candidato fue derrotado y el viejo cacique pudo respirar tranquilo. Enseguida hizo unas declaraciones a la prensa local. El recién reelegido alcalde estaba radiante de alegría. Tanto, que haciendo acopio de buenos sentimientos se refirió al vencido contrincante y dijo con voz solemne: “Le perdono”.

    Quizá alguna vez nos puede pasar, a nuestro nivel, algo parecido a lo que sucedió a este singular alcalde. Podemos llegar, curiosamente, a considerar una ofensa que nos lleven la contraria, o que nos hagan legítima competencia, o que piensen de forma distinta a nosotros y lo manifiesten públicamente.

    Detrás de cualquier problema en la educación o la formación hay siempre un principio de soberbia. Son actitudes en las que se manifiesta ese pequeño tirano que todos llevamos dentro. Actitudes que si las viéramos desde fuera de nosotros nos parecerían tan ridículas o más que la de este alcalde a quien tanto costó perdonar al que había osado hacerle legítima competencia en unas elecciones libres.

    Intentos de supremacía «A ella —escribe Miguel Delibes— siempre le sobró habilidad para erigirse en cabeza sin derrocamiento previo. Declinaba la apariencia de autoridad, pero sabía ejercerla. Cabía que yo diese alguna vez una voz más alta que otra pero, en definitiva, era ella la que en cada caso resolvía lo que convenía hacer o dejar de hacer.

    »En toda pareja existe un elemento activo y otro pasivo; uno que ejecuta y otro que se allana. Yo, aunque otra cosa pareciese, me plegaba a su buen criterio, aceptaba su autoridad. A sus amigas solía aconsejarlas evitar los encuentros frontales, un sabio consejo.

    »El aspecto formal de la lucha por el poder durante los primeros meses del matrimonio se le antojaba grotesco, por no decir de mal gusto. Creía que el hombre cuida la fachada, y declina la dirección; pero entendía que algunas mujeres ponían, por encima de la autoridad, el placer de proclamarlo, esto es, aceptaban el poder, pero sin ocultar cierto resentimiento.

    »Por supuesto, ella era de otra pasta. Y si entre nosotros no hubo un explícito reparto de papeles, tampoco hubo fricciones; nos movimos de acuerdo con las circunstancias.» Es una magnífica glosa sobre la autoridad en el matrimonio, qué puede servir también para pensar en el carácter de los hijos, pues se trata de algo que abarca a todo el conjunto de la familia. En toda familia hay que encontrar esa particular y personalísima síntesis entre exigencia y cordialidad, autoridad e indulgencia, respeto y cercanía.

    “Esta hija mía no me obedece, es un desastre”, se oye decir a veces. Pero quizá seas tú el que ejerces la autoridad de una forma desastrosa, se podría responder también. Las personas que componen la familia son de una determinada manera y hay que aceptarlas como son, ayudándoles a mejorar y sin dejar a nadie por imposible.

    Hay muchos detalles que refuerzan ese natural fluir de la autoridad de los esposos. Detalles que crean un ambiente propicio para la formación del carácter de los hijos. Veamos algunos ejemplos:

  • procurar someterse ambos a una cierta colegialidad en las decisiones de alguna importancia;
  • acostumbrarse a dar cuenta de dónde estamos y de las cosas que hacemos, y no molestarse si nos lo preguntan;
  • tener en mucho el juicio ajeno (y quizá en algo menos el propio);
  • fomentar las iniciativas de los demás sin poner pegas sistemáticamente; las frases como “eso que dices no puede salir bien”, “déjame a mí”, “tú de esto no entiendes”, etc., repetidas con frecuencia, son muy mala señal;
  • saber ceder; y si luego falla lo que el otro decía, no pasarse el resto de la vida recordándoselo.

    Personajes presuntuosos A comienzos del siglo XX se construyeron para el tráfico transoceánico los mayores buques de pasajeros del mundo de entonces.

    En 1907, Inglaterra pone en servicio el Mauretania, de más de 30.000 toneladas, y su gemelo Lusitania.

    En 1911 les siguen los gigantescos Olimpic y Titanic, ya de 46.000 toneladas cada uno.

    En abril de 1912 inicia su primer viaje este último, un gran transatlántico de lujo, dotado de casco de doble fondo para máxima seguridad, y en cuya posibilidad de naufragio ya nadie piensa. En su frontal alguien ha escrito unas palabras de auténtica presunción: “Esto no lo hunde ni Dios”. Todo un símbolo de una mentalidad que creía ciegamente en su poder y desafiaba con orgullo a la furia de las aguas.

    Durante la noche del 14 de abril, en el Atlántico Norte, choca contra un iceberg y se hunde en menos de tres horas: 1517 personas hallan la muerte en aquellas heladas aguas del mar de Terranova, infestadas de tiburones.

    Ha habido a lo largo del siglo XX catástrofes mucho mayores, de las que sin embargo apenas se ha hablado y que al poco tiempo apenas nadie recordaba. Sin embargo, la del Titanic conmocionó al mundo y ha tomado un lugar señalado en la historia de su siglo. Quizá haya sido así debido al trágico ridículo de unos personajes presuntuosos.

    Resulta también triste y ridícula —aunque por fortuna menos trágica— la actitud del chico o la chica presuntuosos, a quienes la vanidad lleva a adoptar un absurdo aire de superioridad, y aparecen como personas engreídas, que repiten constantemente frases en primera persona: “Porque yo…, porque a mí…, porque como yo digo…, porque yo estuve en…, porque mi moto…, porque mi padre…, porque yo una vez…”.

    Se las arreglan, además, para mencionar varias veces cada detalle de disimulada —o no tan disimulada— autoalabanza. Gadda afirmaba que en estos casos es difícil decir si es más grande el orgullo o la estupidez.

    A veces uno llega a pensar: ¿y no tendrá esta pobre criatura un amigo o una amiga que le diga al oído que esos aires son de un ridículo espantoso? Es interesante analizar nuestras actitudes para ver si también nosotros caemos en ellas, porque:

  • A lo mejor una persona que está siempre presumiendo cree que queda muy bien, cuando en realidad resulta muy antipática.
  • va avasallando, pretendiendo humillar a los demás, y a lo mejor también cree que despierta admiración por su ironía, y en realidad sólo logra ganarse enemistades.
  • nunca cede, porque piensa que siempre tiene razón, y aparece a los ojos de los demás como un pobre mediocre que tiene la desdicha de creerse superior a todos.
  • viste como un figurín de revista de moda y no se da cuenta de que va haciendo el ridículo.
  • cuando habla parece que está dando una conferencia, dándoselas de elevado, y no es más que un pedante que no sabe hablar sin afectación.
  • jamás admite tener culpa de nada y, a base de no querer oír hablar de sus defectos, acaba llegando a creer que no los tiene. Addison decía que la más grave falta es no tener conciencia de ninguna.
  • es de esos, prepotentes y arrogantes, que no saben ganar, o ser más hábiles o más inteligentes que otros, sin maltratar a esos menos agraciados (o, mejor dicho, a esos que ellos consideran menos agraciados).

    Sócrates decía que la mayor sabiduría humana es saber que sabemos muy poco. Y Séneca que muchos habrían sido sabios si no hubieran creído demasiado pronto que ya lo eran.

    Se ha dicho también que el mayor negocio del mundo sería comprar a un hombre por lo que vale y venderlo por lo que cree que vale. Hasta tal punto considera la sabiduría popular que tiende el hombre a sobrevalorarse.

    ¿A quién echas las culpas? Hace poco leí algo que me pareció realmente acertado y de gran sentido común. Se trata de una forma de medir a las personas.

    Consiste en observar cómo valoran ellos a quienes les rodean. La gente para la cual todos sus compañeros son estupendos, sus familiares formidables y sus jefes unos buenos tipos, es que ellos mismos son estupendos, formidables y buenos tipos. Y, por el contrario, las personas que no ven más que defectos en todo el que tienen alrededor, generalmente son ellos los que están llenos de defectos.

    También en la familia podemos acabar siempre por echar la culpa de todo a las dificultades del ambiente, a la falta de medios, a las incompatibilidades de carácter…, o a lo que sea, pero siempre a cosas externas a nosotros. Y eso es mala señal, pues es indudable que habrá también fallos y defectos nuestros —probablemente más de los que pensamos—, y hemos de tener la valentía necesaria para enfrentarnos a ellos y así mejorar.

    Sé sincero contigo mismo, y sé crítico con tus propias excusas. No te fabriques versiones apañadas a tu propio interés, no eches siempre las culpas fuera. No se trata tampoco de cargar con absurdos complejos de culpabilidad, ni de ir por la vida haciendo ostentación de autoculpismo. Se trata, por ejemplo, de preguntarse ante los errores de los hijos:

  • ¿Por qué ha hecho esto hoy este hijo mío?
  • ¿Qué error he cometido yo en su formación para que ahora haya actuado así?
  • ¿Cómo puedo remediarlo en lo sucesivo? No se trata de echarse a uno mismo la culpa de todo. Pero es importante hacer una llamada a la sinceridad total con uno mismo a la hora de analizar los problemas de la familia y ver honradamente cómo mejorar.

    Hace poco me decía un padre de familia hablando sobre su hijo: “Es que es igual que yo…; yo quisiera que fuera distinto, pero tiene un carácter idéntico al mío…”.

    Y ciertamente el carácter de los hijos es en gran parte una réplica del de los padres. Por eso te recomiendo que tengas el valor de pensar si a veces no eres tú mismo tu mayor enemigo a la hora de educar. Examínate con sinceridad. No te ampares en coartadas fáciles. Cambia aquello que no vaya bien en tu vida. Procura aprender cada día un poco sobre tu oficio de educador. No olvides que quien tiene el privilegio de enseñar no puede olvidar el deber de aprender.

    Susceptibilidad Las personas susceptibles acarrean una pesada desgracia: la de ser retorcidos. Complican lo sencillo y agotan al más paciente. Viven siempre con la guardia en alto, a pesar de lo cansado que resulta.

    Son capaces de encontrar secretas intenciones, conjuras o malévolos planteamientos en las cosas más sencillas. Imaginan en los ojos de los demás miradas llenas de censura. Una pregunta cualquiera es interpretada como una indirecta o una condena, como una alusión a un posible defecto personal. Con ellos hay que medir bien las palabras y andarse con pies de plomo para no herirles.

    La susceptibilidad tiene su raíz en el egocentrismo y la complicación interior. “Que si no me tratan como merezco…, que si ése qué se ha creído…, que no me tienen consideración…, que no se preocupan de mí…, que no se dan cuenta…”, y así ahogan la confianza y hacen realmente difícil la convivencia con ellos.

    Veamos algunos ejemplos de ideas para alejar ese peligro:

  • guardarse de la continua sospecha, que es un fuerte veneno contra la amistad y las buenas relaciones familiares;
  • no querer ver segundas intenciones en todo lo que hacen o dicen los demás;
  • no ser tan ácidos, tan críticos, tan cáusticos, tan demoledores: no se puede ir por la vida dando manotazos a diestro y siniestro;
  • salvar siempre la buena intención de los demás: no tolerar en la casa críticas sobre familiares, vecinos, compñeros o profesores de los hijos;
  • confiar en que todas las personas son buenas mientras no se demuestre lo contrario: cualquier ser humano, visto suficientemente de cerca y con buenos ojos, terminará por parecernos, en el fondo, una persona encantadora (Plotino decía que todo es bello para el que tiene el alma bella); es cuestión de verle con buenos ojos, de no etiquetarle por detalles de poca importancia ni juzgarle por la primera impresión externa;
  • no hurgar en heridas antiguas, resucitando viejos agravios o alimentando ansias de desquite;
  • ser leal y hacer llegar nuestra crítica antes al interesado: darle la oportunidad de rectificar antes de condenarle, y no justificarnos con un simple “si ya se lo dije y no hace ni caso…”, porque muchas veces no es verdad.
  • soportarse a uno mismo, porque muchos que parecen resentidos contra las personas que le rodean, lo que en verdad les sucede es que no consiguen luchar con deportividad contra sus propios defectos.

    Escapar de uno mismo “El Caballero de la Armadura Oxidada” es un sorprendente best-seller de Robert Fisher que se vende por millones en Estados Unidos y que en España lleva ya más de cuarenta ediciones. Es un relato de fantasía adulta, cuyo protagonista es un ejemplar caballero medieval que “cuando no estaba luchando en una batalla, matando dragones o rescatando damiselas, estaba ocupado probándose su armadura y admirando su brillo”. El éxito del libro está en que simboliza nuestra ascensión por la montaña de la vida y hace certeras observaciones sobre la conducta humana.

    Nuestro caballero se había enamorado hasta tal punto de su armadura que se la empezó a poner para cenar, y a menudo para dormir. Después de un tiempo, ya no se tomaba la molestia de quitársela para nada. Su mujer estaba cada vez más harta de no poder ver el rostro de su marido, y de dormir mal por culpa del ruido metálico de la armadura.

    La situación llega a ser tan insostenible para la desdichada familia que nuestro caballero decide finalmente quitarse la armadura. Es entonces cuando descubre que, después de tanto tiempo encerrado en ella, está totalmente atascada y no puede quitársela. Marcha entonces en busca del mago Merlín, que le muestra un sendero estrecho y empinado como la única solución liberarse de aquel curioso encierro. Se trata del sendero de la verdad, y decide tomarlo de inmediato, pues se da cuenta de que si no se lanza puede cambiar pronto de opinión.

    Tiene que superar diversas pruebas. En una de ellas comprueba que apenas se había ganado el afecto de su hijo, y eso le hace llorar amargamente. La sorpresa llega a la mañana siguiente, cuando ve que la armadura se ha oxidado como consecuencia de las lágrimas, y parte de ella se ha desencajado y caído. Su llanto había comenzado a liberarle.

    Más adelante, con ocasión de otras pruebas, advierte que durante años no había querido admitir las cosas que hacía mal. Había preferido culpar siempre a los demás. Se había comportado de manera ingrata con su mujer y su hijo. Había sido muy injusto. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas cada vez con más profusión. Había necesitado a su mujer y a su hijo, pero apenas los había amado. En el fondo, se consideraba en poco a sí mismo, y eso le hacía comportarse de una forma poco natural, con idea de ganarse así la consideración de los demás, y por eso resultaba orgulloso y altivo. Había puesto una armadura invisible entre él y su verdadero modo de ser, y le estaba aprisionando. Una armadura que “ha estado ahí durante tanto tiempo —le decía Merlín—, que al final se ha hecho visible y permanente”.

    Recordó todas las cosas de su vida de las que había culpado a su madre, a su padre, a sus profesores, a su mujer, a su hijo, a sus amigos y a todos los demás. Por primera vez en muchos años, contempló su vida con claridad, sin juzgar y sin excusarse. En ese instante, aceptó toda su responsabilidad. A partir de ese momento, nunca más culparía a nada ni a nadie de sus propios errores. El reconocimiento de que él era la causa de sus problemas, y no la víctima, le dio una nueva sensación de poder. Ya no tenía miedo. Le sobrevino una desconocida sensación de calma. “Casi muero por las lágrimas que no derramé”, pensó.

    Todos solemos poner en nuestra vida barreras ante los demás, y un día nos damos cuenta de que estamos atrapados tras esas barreras y nos resulta difícil salir. Por eso, la sabiduría de vivir está, en buena medida, en conocerse lo suficiente a uno mismo como para saber cuándo y cómo ha quedado uno atrapado. De lo contrario, la voluntad se hará cada día más débil, y la habilidad para engañarse, cada día más fuerte. Buscaremos la culpa en los demás, alimentando un orgullo que poco podrá ayudarnos, y quizás luchemos contra todos para no luchar contra nosotros mismos.

    Nuestro caballero tenía que quitarse la armadura para enfrentarse a la verdad sobre su vida. Se lo habían dicho muchas veces, pero siempre había rechazado esa idea como una ofensa, tomando la verdad como un insulto. Y hasta que no reconoció sus errores y lloró por ellos, no consiguió liberarse del encerramiento al que a sí mismo se había sometido.

    Encontrar escapatorias cuando no se quiere mirar dentro de uno mismo es la cosa más fácil del mundo. Siempre hay culpas exteriores, y hace falta mucha valentía para aceptar que la responsabilidad es nuestra. Pero esa es la única manera de avanzar, aunque sea un recorrido siempre cuesta arriba. Como decía la protagonista de aquella novela de Susanna Tamaro, “cada vez que, al crecer, tengas ganas de convertir las cosas equivocadas en cosas justas, recuerda que la primera revolución que hay que realizar es dentro de uno mismo, la primera y la más importante. Luchar por una idea sin tener una idea de uno mismo es una de las cosas más peligrosas que se pueden hacer.” La espiral del rencor Stefan Zweig cuenta en su biografía la triste y fugaz historia de Ernst Lissauer, un escritor alemán de los tiempos de la Primera Guerra Mundial.

    Lissauer era un hombre de enorme erudición. Nadie dominaba la lírica alemana mejor que él. También era un profundo conocedor de la música y poseía un gran talento para el arte. Cuando estalló la guerra, quiso alistarse como voluntario pero no fue admitido por su edad y su falta de salud. En medio de aquel fervor patriótico contra los países que ahora eran enemigos, pronto se vio arrastrado por el ambiente de exaltación bélica propiciado desde la maquinaria de propaganda de la Wilhelmstrasse de Berlín. El sentimiento de que los ingleses eran los principales culpables de aquella guerra lo plasmó Lissauer en el famoso “Canto de odio a Inglaterra”, un poema en catorce versos duros, concisos y expresivos que elevaban el odio hacia ese país a la condición de un juramento de animadversión eterna. Aquellos versos cayeron como una bomba en un depósito de municiones. Pronto se hizo evidente lo fácil que resulta encrespar y azuzar con el odio a todo un país. El poema recorrió Alemania de boca en boca, el emperador concedió a Lissauer la cruz del Águila Roja, todos los periódicos lo publicaron, se representó en los teatros, los maestros lo leían a los niños en las escuelas, los oficiales mandaban formar a los soldados y se lo recitaban, hasta que todo el mundo acabó por aprenderse de memoria aquella letanía del odio. De la noche a la mañana, Ernst Lissauer conoció la fama más ardiente que ningún poeta consiguiera en aquella época. Una fama que, por cierto, acabó por quemarle como la túnica de Neso, porque en cuanto terminó la guerra todos se esforzaron por desembarazarse de la culpa que les correspondía en esa enemistad y señalaron a Lissauer como el gran promotor de aquella insensata histeria de odio que en 1914 todos habían compartido. Fue desterrado, todos le volvieron la espalda y murió en el olvido, como trágica víctima de aquella marejada de sinrazón que lo había encumbrado primero para hundirlo luego todavía más.

    Esta historia es un buen ejemplo de lo que sucede cuando se hace redoblar el tambor del odio. El rencor genera más rencor, y si no se está en guardia contra él pronto se convierte en una ola imparable que hace retumbar los oídos más imparciales y estremece los corazones más equilibrados. En aquella ocasión hubo unos pocos que tuvieron fuerzas y lucidez suficientes para escapar de ese círculo vicioso de odio y agresión que parecía querer absorberlo todo. Fueron personas que no se dejaron llevar por la credulidad propia del rencor, y que lograron superar la torpe y simple idea de que la verdad y la justicia están siempre del propio lado. Y fueron pocos porque, por desgracia, soplar a favor de lo que desune suele ser más fácil y tentador que lo contrario.

    Nietzsche consideraba la misericordia y el perdón como la escapatoria de los débiles. Sin embargo, se necesita más empeño y más fortaleza para perdonar que para dejarse llevar por el rencor y los deseos de venganza. Hace falta más talla moral y más inteligencia para descubrir lo bueno que hay en los demás que para obsesionarse con lo que no nos gusta. Es mejor y más meritorio tirar de lo bueno que hay en cada uno en vez exasperarles con nuestra arrogancia. La historia de la humanidad manifiesta de forma trágica los frutos amargos de todas aquellas ocasiones en que se fomentaron y exaltaron los sentimientos de violencia, intolerancia, soberbia e insolidaridad entre los hombres.

    El resentimiento lleva a las personas a sentirse dolidas y a no olvidar. Muchas veces ese resentimiento llega a ser enfermizo y se convierte en una hipersensibilidad para sentirse maltratado, y esa convicción es reactivada una y otra vez por la imaginación, como las vueltas que da una lavadora, impidiendo olvidar, deformando la realidad y conduciendo a la obsesión. Otras veces son explosiones momentáneas que enseguida dejan el amargo sabor del hastío de las propias palabras, en cuanto se evapora el aguardiente del primer entusiasmo.

    Hay personas que, allá donde están, los conflictos -sean grandes o pequeños- tienden a relajarse, y se acaban superando o resolviendo. Pero hay muchos otros que los exacerban y cronifican. Frente al resentimiento está el perdón y el esfuerzo por superar los agravios. Acostumbrarse a ser persona conciliadora requiere unos resortes psicológicos de más empaque, pero están al alcance de cualquiera, y merece la pena esforzarse por adquirirlos.

  • Orgullo y egocentrismo

    • El orgullo
    • Reparto de culpas
    • Una aclaración sobre la humildad
    • ¿Soportarlo todo?
    • Nuestra verdad
    • El mal genio
    • El control de la ira
    • ¿Soberbia yo?

    El orgullo El orgullo adopta muy diferentes disfraces. Si lo buscas dentro de ti, lo hallarás por todas partes. Sin embargo, cuida de no utilizar esos descubrimientos para desalentarte.

    El orgullo te afecta en tu propia casa. Una mirada autocrítica a tu vida familiar revelará muchas áreas en que el orgullo la ha empobrecido y te ha llevado por un camino equivocado. Pongamos ejemplos:

  • Marido que interrumpe a su esposa —o viceversa— y no escucha lo que le dice, como si sus propias opiniones fueran las únicas que merecen ser tenidas en cuenta.
  • Madre que no quiere corregir a su hijo por temor a perder el afecto del niño.
  • Marido que llega tarde a cenar y no avisa porque es él quien manda.
  • Hijo consentido que casi nunca ayuda en nada y se queja constantemente de todo.

    Más ejemplos en la vida diaria fuera del hogar:

  • Estás dando vueltas en busca de aparcamiento en el centro de la ciudad, cuando alguien te corta el paso y ocupa el espacio libre que tenías delante. Te pones furioso, le increpas, te embarga una ira desproporcionada.
  • Llegas a la oficina y entregas a tu secretaria el trabajo bruscamente y le das órdenes de forma desconsiderada y altiva, sin dar las gracias ni mostrarte amable.
  • Eres médico o abogado, y un cliente acude a ti con un problema, y resulta ser un poco premioso, y te impacientas con él y le apabullas con la jerga médica o jurídica.
  • Estás en la cola, a la espera de hacer una compra, y a una anciana que tienes delante le resulta difícil contar el dinero; te mueves con impaciencia y suspiras sonoramente con exasperación.

    En la medida en que tú erradiques el orgullo de tu vida, desaparecerá de la familia y tendrá menos arraigo en tu hijo adolescente. Piensa que en una gran parte de esos ejemplos los hijos son espectadores, y es entonces cuando van formando sus criterios de conducta.

    No te estoy hablando simplemente de cuidar los modales. Piensa en cuál es tu forma de pensar acerca de ti y de los demás:

  • Cada vez que actúas con superioridad o humillante condescendencia para con los demás, has caído en el orgullo.
  • Cuando increpas a un conductor un poco torpe, criticas a tu cónyuge o tratas a un camarero como si fuera un esclavo, agredes la dignidad de alguien que la merece toda.
  • Cuando parece que disfrutas diciendo que no, porque así te das aires de mucho mando, o cuando produces actitudes serviles ante ti, degradas a esas personas y te degradas a ti mismo.
  • Cuando —quizá incluso siendo pacifista— te olvidas de la paz en tu vida cotidiana, y resulta que eres peleón y encizañador en tu trabajo, intolerante con tu marido o tu mujer, excesivamente duro con tus hijos, despectivo con tu suegra, o áspero con tu portero y tus vecinos, entonces demuestras que ninguna de tus teorías para la paz del mundo tiene sitio en tu propia casa.

    Son agresiones que demuestran egocentrismo, y los hijos lo ven, y lo asumen casi sin darse cuenta. Uno a uno, cada uno de estos episodios no significan gran cosa. Pero cuando el orgullo se hace fuerte en esos detalles que empiezan a acumularse, puede convertirte en un gran deseducador en la familia.

    Reparto de culpas «Salí un día de viaje muy enfadado con mi mujer, después de una pequeña trifulca. Como siempre, por una bobada. Pero una bobada que me ofendió, y bastante.

    »Yo era de carácter bastante difícil, ahora sí me doy cuenta, pero entonces no lo veía así. Y con ese resentimiento profundo me fui al aeropuerto dando un portazo.

    »No era la primera vez que me pasaba y sin embargo aquella vez fue todo distinto, todavía no sé casi por qué.

    »El caso es que salí de casa ofendido y esperando a que a la vuelta mi mujer me pidiera perdón para ofrecérselo yo a regañadientes. Pero las cosas en mí empezaron a cambiar, gracias a que tuve la suerte de coincidir en el viaje con un antiguo compañero, muy amigo mío, y empezamos a hablar, y al final acabé contándole mi vida.

    »La verdad es que me hizo pensar. Curiosamente, empezaron a asaltarme dudas sobre mi actitud. Al principio, de forma tímida; luego, con más claridad. Al final, la duda se había transformado ya en una certeza: quizá tenía razones para pensar que la culpa no era mía, pero estaba seguro de que no tenía razón.» Aquel hombre entendió que su actitud con su mujer y sus hijos estaba siendo arrogante y orgullosa, y que, aunque pudiera ser cierto que en esa ocasión concreta su mujer no lo hizo bien, en el fondo la culpa era suya por comportarse tan incorrectamente de modo habitual.

    Empezó a sentir la necesidad de pedir perdón, y era algo que le resultaba casi novedoso. Entendió que su actitud a lo largo de esos años había sido mucho peor que la pequeña ofensa de su mujer en aquella sobremesa, o que mil como ésa.

    Que durante años se había visto cegado por disquisiciones tontas sobre quien tenía la culpa. Porque siempre pensaba que la culpa era de su mujer, o de su hijo, o de su hija, y ellos pensaban lo contrario, y todos quedaban a la espera de que les pidieran perdón. Era un círculo vicioso del que no lograban salir.

    Su conclusión después de aquello fue clara: una de las dificultades grandes de la convivencia familiar es dar demasiada importancia al “quién tiene la razón”.

    «Quererse, estar en paz, convivir alegremente, es mucho más importante que saber quién tiene razón. ¿Qué más dará saber quién tiene la culpa? Casi siempre nos la repartiremos entre los dos, en mayor o menor proporción cada uno. Además, hay muy pocos culpables o inocentes absolutos.

    »De cada diez veces que veo discutir a dos personas y una de ellas insiste con vehemencia en que tiene la razón, nueve de ellas pienso que no la tiene, y que lo que está haciendo es imponer su punto de vista con una falta de objetividad asombrosa.» Lo que importa es que vuelva a reinar la paz. Ya se verá más adelante, una vez vuelta la calma, si es preciso o no tomar alguna medida. Actuando así, además, al final casi siempre ya da igual saber quién tenía razón, porque si la familia funciona bien, ambos se habrán considerado culpables y habrán pedido perdón.

    Una aclaración sobre la humildad Son muchas las personas —explicaba con gracia C.S.Lewis— que piensan que humildad equivale a mujeres bonitas tratando de creer que son feas, o personas inteligentes tratando de creer que son tontas.

    Y como consecuencia de este malentendido se pasan la vida intentando creerse algo manifiestamente absurdo y, gracias a eso, jamás logran ganar en humildad. No debe confundirse la humildad con algo tan simple y ridículo como tener una mala opinión acerca de los propios talentos. La humildad nada tiene que ver con una absurda simulación de falta de cualidades.

    Se trata de un error bastante extendido, a pesar de que durante siglos se han alzando contra él muchas voces sensatas que venían a recordar cómo la humildad no puede violentar la verdad, y que la sinceridad y la humildad son dos formas de designar una realidad única. La humildad no está en exaltarse ni en infravalorarse, sino que va unida a la verdad y a la naturalidad.

    Quizá por eso, para aclarar conceptos, podemos empezar por dejar claro primero lo que no es humildad:

  • No se logra la humildad en la familia humillando a los demás (así, suele conseguirse habitualmente lo contrario).
  • Ni regateando los legítimos y prudentes elogios a las buenas acciones de los hijos o del cónyuge, con la excusa de evitar que se envanezcan.
  • Tampoco conviene a la humildad la continua comparación con otras personas, puesto que a una persona no le viene la justa medida por su relación con otras, sino, ante todo, por lo que de natural debiera ser.
  • Ni consiste tampoco en echarse encima toneladas de basura. Porque, además, esas personas autoculpistas no suelen creerse lo que dicen. Se pasan la vida diciendo que tienen muy mala memoria, que son un desastre, que no dan una a derechas…; pero suelen decirlo de modo genérico, y no les gusta que sea otro quien lo dé a entender, y menos si se desciende a lo concreto: cuando van conduciendo, por ejemplo, la culpa casualmente será de otro conductor, el problema será del coche, o de la carretera, o de que le han distraído; o en el deporte, resultará que le han dado mal el pase, o que el balón o el terreno no estaban bien; etc.
  • Tampoco es humildad esa triste y victimista actitud de quien dice “es que soy así” y se abandona a sus propios defectos sin molestarse en luchar por mejorar. Eso puede ser comodonería o inconstancia, pero nunca humildad.

    ¿Soportarlo todo? «Es una cosa que ha ido empeorando en casa de día en día desde hace ya tiempo —se lamentaba con amargura una chica de diecisiete años.

    »Antes, mi madre tenía más autoridad, pero ahora está como arrinconada y apenas le obedece nadie en nada de lo que dice.

    »La casa se ha convertido en una especie de pensión donde la gente sólo aparece para comer, dormir y pedir dinero. Cada uno vive a su aire, es frecuente que lleguemos tarde a casa sin avisar, y es raro el día que no discutimos.

    »Mis dos hermanos pequeños han perdido el respeto a mi madre. Le llevan siempre la contraria, y alguna vez, en medio de esos enfados, han llegado a insultarla. Me duele ver cómo la tratan, pero no me atrevo a decirles nada, porque la verdad es que tengo que reconocer que yo a veces también he actuado bastante mal y no estoy en condiciones de echarles en cara nada.

    »Mi padre está siempre fuera, desde que cambió de trabajo, y cuando llega a casa no está para nada. Además, como tiene un genio fatal, mi madre prefiere no decirle nada de los disgustos que le damos, y hace bien, porque creo que sería casi peor.

    »Ella sufre mucho y soporta todo con una paciencia y una humildad admirables.» Parece claro que es un error consentir esas actitudes a los hijos. Y parece claro también que, estando ya tan consolidadas, no es nada fácil reconducirlas. Tendría que servir este ejemplo como experiencia para plantear bien las cosas desde el principio, porque la actitud de esa madre ni es paciencia ni es humildad, como pensaba su hija. No puede ser virtud dejarse avasallar de esa manera. En la familia, como en todos sitios, hay que empezar por exigir que a uno le traten con respeto, y eso no es orgullo ni vanidad.

    Hay veces en que a una persona le toca sufrir un drama familiar muy doloroso, y a lo mejor casi lo único que puede hacer es soportarlo todo pacientemente. Pero lo normal es que todos tengamos que dejar las cosas claras todas las veces que haga falta hasta conseguir que se nos respete.

    Quien insulta, sobre todo si es con frecuencia, se descalifica a sí mismo. Y quien lo soporta habitualmente con gesto de víctima puede ser admirable o heroico, pero a veces resulta que es, más bien, simplemente un poco tonto o un poco tonta. Hay que poner la energía precisa para defender los propios derechos, y esto es compatible con la humildad.

    Habrá que buscar una solución concreta a cada caso, pero raramente la postura ideal será soportarlo todo y callarse eternamente.

    Nuestra verdad Siempre me ha parecido bastante ilustrativo participar en conversaciones informales con gente joven, con niños incluso muy pequeños. Ayuda mucho a conocer su mentalidad, y con lo que se aprende puede uno ahorrarse muchos errores en la educación.

    A veces en los transportes públicos nos vemos obligados a enriquecernos con esas conversaciones, aunque sólo sea como oyentes, pues la gente joven suele tener buena voz y hace generoso uso de ella sin preocuparse mucho de que en todo el autobús o todo el vagón casi no se oiga otra cosa.

    No hace mucho coincidí en un viaje en tren con un grupo de alumnos de un colegio. Hablaban muy animadamente, lejos en ese momento del cuidado del profesor que iba con ellos.

    Al principio tenía bastante gracia y resultaba incluso divertido. Cada uno de los contendientes iba aguzando su ingenio, tratando de aprovecharse de los fallos dialécticos del contrario y de ironizar sobre sus razones. Pero al cabo de media hora todos los viajeros presentes estábamos rendidos. Y acabamos rendidos porque: Era como si a ninguno le importara en absoluto lo que el otro dijera. Mientras uno habla, el otro prepara su respuesta. Y si se le ocurre algo antes de que termine, le interrumpe sin contemplaciones.

    Según avanza la discusión, las posturas se van alejando más, en vez de converger.

    Las afirmaciones son cada vez más radicales. A veces, da la impresión de que incluso van más allá de lo que piensan, pero lo hacen para forzar su imposición dialéctica.

    Cuando uno se ve un poco acorralado o se le acaban los argumentos, no duda en recurrir a ataques personales o a hacer descalificaciones demagógicas sin molestarse en razonarlas. Cualquier cosa, antes que dar la impresión de que uno pierde terreno, se deja convencer o cede un poco en sus afirmaciones.

    Lo más triste es que las ideas de unos y otros no parecían estar muy lejanas. Podrían haberse puesto de acuerdo. No era un problema de fondo, sino de forma. Sus posturas serían fácilmente conciliables si las hablaran de otra manera, si aprendieran a dialogar, a intercambiar impresiones y puntos de vista, en vez de discutir acaloradamente.

    Si examinamos nuestra vida, es algo que nos puede estar sucediéndonos a nosotros mismos y casi no nos damos cuenta. Muchas veces parece que tenemos nuestra verdad y nos cuesta dar entrada en ella a cualquier idea que venga de fuera. Como si tuviéramos una oposición permanente a todo lo ajeno, una tendencia a condenar, a discutirlo todo.

    Es cierto que hay cosas que pertenecen a lo sustancial de nuestras convicciones y en las que no se debe ceder. Pero hay que pensar que esas convicciones básicas, aunque sean muy importantes, también suelen ser pocas. Y sobre todo, que lo habitual es que las peleas y discusiones sean por otras cosas mucho más secundarias.

    Sería muy interesante que pasáramos por el tamiz de nuestra propia ironía las razones que nos llevan a discutir. Con frecuencia nos parecerían ridículas. Descubriríamos que la amargura que deja toda polémica desabrida es un sabor que no vale la pena probar. Y descubriríamos que habitualmente resultará más grato y más enriquecedor buscar las cosas que unen, en vez de las que separan.

    Y que cuando haya que contrastar ideas lo hagamos con elegancia, sin olvidar aquello que decía Séneca de que la verdad se pierde en las discusiones prolongadas.

    Además, pensando en el hijo adolescente, si no siempre es fácil conseguir que acepte los consejos que sus padres le dan de forma razonada y respetuosa con su libertad, ¿cómo podemos pretender que los acepte —sobre todo a partir de cierta edad— si los damos en forma de imposiciones poco razonadas en medio de una discusión? El mal genio Algunas personas parece como si se rodearan de alambre de espino, como si se convirtieran en un cactus, que se encierra en sí mismo y pincha.

    Y luego, sorprendentemente, se lamentan de no tener compañía, o de que les falta el afecto de sus hijos, o de sus padres, o de sus conocidos.

    La verdad es que todos, cuando pasa el tiempo, casi siempre acabamos por lamentar no haber tratado mejor a las personas con las que hemos convivido: Dickens decía que en cuanto se deja atrás un lugar, empieza uno a perdonarlo.

    Cuando nos enfadamos se nos ocurren muchos argumentos, pero muchos de ellos nos parecerían ridículos si los pudiéramos contemplar unos días o unas horas más tarde, grabados en una cinta de vídeo.

    Algunos piensan que más vale dar unas voces y desahogarse de vez en cuando, que ir cargándose de resentimiento reprimido. Quizá no se dan cuenta de que la cólera es muy peligrosa, porque en un momento de enfado podemos producir heridas que tardan luego mucho en cicatrizar.

    Hay personas que viven heridas por un comentario sarcástico o burlón, o por una simpleza estúpida que a uno se le escapó en un momento de enfado, casi sin darse cuenta de lo que hacía, y que quizá mil veces se ha lamentado de haber dicho.

    Los enfados suelen ser contraproducentes y pueden acabar en espectáculos lamentables, porque cuando un hombre está irritado casi siempre sus razones le abandonan. Y de cómo sus efectos suelen ser más graves que sus causas nos da la historia un claro testimonio.

    ¿Entonces, no hay que enfadarse nunca? Fuller decía que hay dos tipos de cosas por las que un hombre nunca se debe enfadar: por las que tienen remedio y por las que no lo tienen. Con las que se pueden remediar, es mejor dedicarse a buscar ese remedio sin enfadarse; y con las que no, más vale no discutir si son inevitables.

    A veces, enfadarse puede ser incluso formativo, por ejemplo para remarcar a los hijos que algo que han hecho está mal, pero serán muy poco frecuentes. Hace falta un gran dominio propio para hacerlo bien.

    El mal genio deteriora la unidad de la familia. Y cuando uno se inhibe o se desentiende hace daño, pero cuando desune hace quizá más.

    Muchas veces, además, carga con el mal genio el menos culpable, el que más cerca está, incluso el propio mensajero de la mala noticia. Y es terriblemente injusto. “Voy a decirle cuatro verdades…”, ¿y por qué han de ser cuatro? Sólo con eso ya veo que estás enojado.

    Es verdad que el ánimo tiene sus tiempos atmosféricos. Que un día te inunda el buen humor como la luz del sol, y otro, sin saber tú mismo bien por qué, te agobia una niebla pesada y basta un chubasco, el más leve contratiempo, un malestar pasajero, para ponerte de mal humor. Pero debemos hacer todo lo posible para adueñarnos de nuestro humor y no dejarnos llevar a su merced.

    El control de la ira Cuando alguien recibe un agravio, o algo que le parece un agravio, si es persona poco capaz de controlarse, es fácil que eso le parezca cada más ofensivo, porque su memoria y su imaginación avivan dentro de él un gran fuego gracias a que da vueltas y más vueltas a lo que ha sucedido.

    La pasión de la ira tiene una enorme fuerza destructora. La ira es causa de muchas tragedias irreparables. Son muchas las personas que por un instante de cólera han arruinado un proyecto, una amistad, una familia. Por eso conviene que antes de que el incendio tome cuerpo, extingamos las brasas de la irritación sin dar tiempo a que se propague el fuego.

    La ira es como un animal impetuoso que hemos de tener bien asido de las bridas. Si cada uno recordamos alguna ocasión en que, sintiendo un impulso de cólera, nos hayamos refrenado, y otro momento en que nos hayamos dejado arrastrar por ella, comparando ambos episodios podremos fácilmente sacar conclusiones interesantes. Basta pensar en cómo nos hemos sentido después de haber dominado la ira y cómo nos hemos sentido si nos ha dominado ella. Cuando sucede esto último, experimentamos enseguida pesadumbre y vergüenza, aunque nadie nos dirija ningún reproche.

    Basta contemplar serenamente en otros un arrebato de ira para captar un poco de la torpeza que supone. Una persona dominada por el enfado está como obcecada y ebria por el furor. Cuando la ira se revuelve y se agita a un hombre, es difícil que sus actos estén previamente orientados por la razón. Y cuando esa persona vuelve en sí, se atormenta de nuevo recordando lo que hizo, el daño que produjo, el espectáculo que dio. Piensa en quiénes estuvieron presentes, en esas personas en cuya presencia entonces quizá no reparaba, pero que ahora le inquieta recordar. Y tanto si eran gente amiga o menos amiga, se siente ante ellos profundamente avergonzado.

    La ira suele tener como desencadenante una frustración provocada por el bloqueo de deseos o expectativas, que son defraudados por la acción de otra persona, cuya actitud percibimos como agresiva. Es cierto que podemos irritarnos por cualquier cosa, pero la verdadera ira se siente ante acciones en las que apreciamos una hostilidad voluntaria de otra persona.

    Como ha señalado José Antonio Marina, el estado físico y afectivo en que nos encontremos influye en esto de forma importante. Es bien conocido cómo el alcohol predispone a la furia, igual que el cansancio, o cualquier tipo de excitación. También los ruidos fuertes o continuos, la prisa, las situaciones muy repetitivas, pueden producir enfado, ira o furia. En casos de furia por acumulación de diversos sumandos, uno puede estar furioso y no saber bien por qué.

    ¿Y por qué unas personas son tan sociables, y ríen y bromean, y otras son malhumoradas, hurañas y tristes; y unas son irritables, violentas e iracundas, mientras que otras son indolentes, irresolutas y apocadas? Sin duda hay razones biológicas, pero que han sido completadas, aumentadas o amortiguadas por la educación y el aprendizaje personal: también la ira o la calma se aprenden.

    Muchas personas mantienen una conducta o una actitud agresiva porque les parece encontrar en ella una fuente de orgullo personal. En las culturas agresivas, los individuos suelen estar orgullosos de sus estallidos de violencia, pues piensan que les proporcionan autoridad y reconocimiento. Es una lástima que en algunos ambientes se valoren tanto esos modelos agresivos, que confunden la capacidad para superar obstáculos con la absurda necesidad de maltratar a los demás.

    Las conductas agresivas se aprenden a veces por recompensa. Lamentablemente, en muchos casos sucede que las conductas agresivas resultan premiadas. Por ejemplo, un niño advierte enseguida si llorar, patalear o enfadarse son medios eficaces para conseguir lo que se propone; y si eso se repite de modo habitual, es indudable que para esa chica o ese chico será realmente difícil el aprendizaje del dominio de la ira, y que, educándole así, se le hace un daño grande.

    ¿Soberbia yo? Un escritor va paseando por la calle y se encuentra con un amigo. Se saludan y comienzan a charlar. Durante más de media hora el escritor le habla de sí mismo, sin parar ni un instante. De pronto se detiene un momento, hace una pausa, y dice: “Bueno, ya hemos hablado bastante de mí. Ahora hablemos de ti: ¿qué te ha parecido mi última novela?”.

    Es un ejemplo gracioso de actitud vanidosa, de una vanidad bastante simple. De hecho, la mayoría de los vicios son también bastante simples. Pero en cambio la soberbia suele manifestarse bajo formas más complejas que las de aquel fatuo escritor. La soberbia tiende a presentarse de forma más retorcida, se cuela por los resquicios más sorprendentes de la vida del hombre, bajo apariencias sumamente diversas. La soberbia sabe bien que si enseña la cara, su aspecto es repulsivo, y por eso una de sus estrategias más habituales es esconderse, ocultar su rostro, disfrazarse. Se mete de tapadillo dentro de otra actitud aparentemente positiva, que siempre queda contaminada.

    Unas veces se disfraza de sabiduría, de lo que podríamos llamar una soberbia intelectual que se empina sobre una apariencia de rigor que no es otra cosa que orgullo altivo.

    Otras veces se disfraza de coherencia, y hace a las personas cambiar sus principios en vez de atreverse a cambiar su conducta inmoral. Como no viven como piensan, lo resuelven pensando como viven. La soberbia les impide ver que la coherencia en el error nunca puede transformar lo malo en bueno.

    También puede disfrazarse de un apasionado afán de hacer justicia, cuando en el fondo lo que les mueve es un sentimiento de despecho y revanchismo. Se les ha metido el odio dentro, y en vez de esforzarse en perdonar, pretenden calmar su ansiedad con venganza y resentimiento.

    Hay ocasiones en que la soberbia se disfraza de afán de defender la verdad, de una ortodoxia altiva y crispada, que avasalla a los demás; o de un afán de precisarlo todo, de juzgarlo todo, de querer tener opinión firme sobre todo. Todas esas actitudes suelen tener su origen en ese orgullo tonto y simple de quien se cree siempre poseedor exclusivo de la verdad. En vez de servir a la verdad, se sirven de ella –de una sombra de ella–, y acaban siendo marionetas de su propia vanidad, de su afán de llevar la contraria o de quedar por encima.

    A veces se disfraza de un aparente espíritu de servicio, que parece a primera vista muy abnegado, y que incluso quizá lo es, pero que esconde un curioso victimismo resentido. Son esos que hacen las cosas, pero con aire de víctima (“soy el único que hace algo”), o lamentándose de lo que hacen los demás (“mira éstos en cambio…”).

    Puede disfrazarse también de generosidad, de esa generosidad ostentosa que ayuda humillando, mirando a los demás por encima del hombro, menospreciando.

    O se disfraza de afán de enseñar o aconsejar, propio de personas llenas de suficiencia, que ponen a sí mismas como ejemplo, que hablan en tono paternalista, mirando por encima del hombro, con aire de superioridad.

    O de aires de dignidad, cuando no es otra cosa que susceptibilidad, sentirse ofendido por tonterías, por sospechas irreales o por celos infundados.

    ¿Es que entonces la soberbia está detrás de todo? Por lo menos sabemos que lo intentará. Igual que no existe la salud total y perfecta, tampoco podemos acabar por completo con la soberbia. Pero podemos detectarla, y ganarle terreno.

    ¿Y cómo detectarla, si se esconde bajo tantas apariencias? La soberbia muchas veces nos engañará, y no veremos su cara, oculta de diversas maneras, pero los demás sí lo suelen ver. Si somos capaces de ser receptivos, de escuchar la crítica constructiva, nos será mucho más fácil desenmascararla.

    El problema es que hace falta ser humilde para aceptar la crítica. La soberbia suele blindarse a sí misma en un círculo vicioso de egocentrismo satisfecho que no deja que nadie lo llame por su nombre. Cuando se hace fuerte así, la indefensión es tal que van creciendo las manifestaciones más simples y primarias de la soberbia: la susceptibilidad enfermiza, el continuo hablar de uno mismo, las actitudes prepotentes y engreídas, la vanidad y afectación en los gestos y el modo de hablar, el decaimiento profundo al percibir la propia debilidad, etc.

    Hay que romper ese círculo vicioso. Ganar terreno a la soberbia es clave para tener una psicología sana, para mantener un trato cordial con las personas, para no sentirse ofendido por tonterías, para no herir a los demás…, para casi todo. Por eso hay que tener miedo a la soberbia, y luchar seriamente contra ella. Es una lucha que toma el impulso del reconocimiento del error. Un conocimiento siempre difícil, porque el error se enmascara de mil maneras, e incluso saca fuerzas de sus aparentes derrotas, pero un conocimiento posible, si hay empeño por nuestra parte y buscamos un poco de ayuda en los demás.

  • El riesgo del victimismo

  • Madurez interior
  • Aprender a conocerse
  • La espiral de la queja
  • La carcoma de la envidia
  • El confort de la derrota
  • Una vieja especie: el opinador
  • La retórica victimista
  • Madurez interior Todo hombre es un ser social, abierto a los demás. Para cualquier persona, los otros son una parte importante de su vida. Su realización plena como persona está indefectiblemente ligada a otros, pues todos sabemos que la felicidad depende en mucho de la calidad de nuestra relación con quienes componen nuestro ámbito familiar, laboral, social, etc.

    Sin embargo, no puede olvidarse que el hombre no sólo se relaciona con los demás, sino también consigo mismo: mantiene una frecuente conversación en su propia interioridad, un diálogo que se produce de forma espontánea con ocasión de las diversas vivencias o reflexiones personales que todo hombre se hace de continuo.

    Y ese diálogo interior puede ser estéril o fecundo, destructivo o constructivo, obsesivo o sereno. Dependerá de cómo se plantee, de la clase de persona que se sea. Si uno tiene un mundo interior sano y bien cultivado, ese diálogo será alumbrador, porque proporcionará luz para interpretar la realidad y será ocasión de consideraciones muy valiosas. Si una persona, por el contrario, posee un mundo interior oscuro y empobrecido, el diálogo que establecerá consigo mismo se convertirá, con frecuencia, en una obsesiva repetición de problemas, referidos a pequeñas incidencias perturbadoras de la vida cotidiana: en esos casos, como ha escrito Miguel Angel Martí, el mundo interior deja de ser un laboratorio donde se integran los datos que llegan a él, y se convierte en un disco rayado que repite obsesivamente lo que con más intensidad ha arañado últimamente nuestra afectividad.

    La relación con uno mismo mejora al ritmo del grado de madurez alcanzado por cada persona. Las valoraciones que hace una persona madura —tanto sobre su propia realidad como sobre la ajena— suelen ser valoraciones realistas, porque ha aprendido a no caer fácilmente en esas idealizaciones ingenuas que luego, al no cumplirse, producen desencanto. El hombre maduro sabe no dramatizar ante los obstáculos que encuentra al llevar a cabo cualquiera de los proyectos que se propone. Su diálogo interior suele ser sereno y objetivo, de modo que ni él mismo ni los demás suelen depararles sorpresas capaces de desconcertarle. Mantiene una relación consigo mismo que es a un tiempo cordial y exigente. Raramente se crea conflictos interiores, porque sabe zanjar sus preocupaciones buscando la solución adecuada. Tiene confianza en sí mismo, y si alguna vez se equivoca no se hunde ni pierde su equilibrio interior.

    En las personas inmaduras, en cambio, ese diálogo interior de que hablamos suele convertirse en una fuente de problemas: al no valorar las cosas en su justa medida —a él mismo, a los demás, a toda la realidad que le rodea—, con frecuencia sus pensamientos le crean falsas expectativas que, al no cumplirse, provocan conflictos interiores y dificultades de relación con los demás.

    Una persona madura y equilibrada tiende a mirar siempre con afecto la propia vida y la de los otros. Contempla toda la realidad que le rodea con deseo de enriquecimiento interior, porque quien ve con cariño descubre siempre algo bueno en el objeto de su visión. El hombre que dilata y enriquece su interior de esa manera, dilata y enriquece su amor y su conocimiento, se hace más optimista, más alegre, más humano, más cercano a la realidad, tanto a la de los hombres como a la de las cosas.

    Aprender a conocerse Mientras lees esto, trata por un momento de tomar distancia sobre ti mismo. ¿Puedes mirarte a ti mismo como si fueras otra persona? ¿Puedes definir, por ejemplo, el estado de ánimo en que te encuentras, tu carácter, tus principales defectos o cualidades? Piensa en cómo ha trabajado tu mente ante esas preguntas. Su capacidad de hacer eso que acaba de hacer es específicamente humana. Los animales no la poseen. Esa autoconciencia nos permite evaluar y aprender de nuestros propios procesos de pensamiento. Gracias a ella, también podemos crear, reforzar o rechazar nuestros hábitos personales, nuestro carácter, nuestro modo de reaccionar ante las cosas.

    Usar con acierto de este privilegio humano nos permite examinar las claves de nuestra vida: conocerse a uno mismo permite al hombre a convertirse en el artífice de su propia vida. Le hace posible vivir en clave de autenticidad. Pone a su alcance esa posibilidad, tan decisiva, de ser fiel a lo mejor de uno mismo, de vivir la propia vida como protagonista y no como un mero espectador.

    Por eso la psicología y la filosofía han tratado con profusión sobre el conocimiento propio, subrayando siempre la dificultad que encierra profundizar en él. Si ya a veces es difícil incluso reconocer la propia voz en una grabación, o la propia figura en una fotografía o un vídeo en el que se nos ve de espaldas, resulta siempre mucho más complejo reconocerse a uno mismo en las diversas facetas de la propia personalidad.

    El autoconocimiento supone siempre una labor ardua y que, en cierta forma, no acaba nunca. Nunca acabaremos de conocernos del todo: el hombre tiene algo de misterio, siempre hay algo de él que se le escapa, que va más lejos de su propia inteligencia. El hombre cuando dirige su mirada hacia sí mismo, muchas veces tiene que dejarse llevar por suposiciones. Intuye la dirección por donde debe dirigirse a la meta, pero con frecuencia desconoce la realidad misma de la meta. Podríamos decir que tiene de sí mismo un conocimiento progresivo. Porque tampoco sería cierto hablar de desconocimiento. Quien se esfuerza por conocerse, lo logra.

    Y son precisamente las circunstancias de dificultad, si se saben afrontar juiciosamente, las que puede dar lugar a marcos de referencia nuevos, a cambios fecundos en el modo de entender la propia vida, cambios a través de los cuales podemos ver al mundo, a los demás y a uno mismo de un modo mucho más humano.

    Saber sacar de la dificultad una enseñanza responde siempre a una gran sabiduría. Y esto es aplicable a la vida personal, a la vida familiar, a la profesional o a la de relación. La historia apenas conoce casos de grandeza, de esplendor, o de verdadera creación, que hayan tenido su origen en la comodidad o la vida fácil. “En la adversa fortuna suele descubrirse al genio, en la prosperidad se oculta”, afirmaba Horacio.

    La espiral de la queja A menudo quizá nos descubrimos quejándonos de pequeños rechazos, de faltas de consideración o de descuidos de los demás. Observamos en nuestro interior ese murmullo, ese gemido, ese lamento que crece y crece aunque no lo queramos. Y vemos que cuanto más nos refugiamos en él, peor nos sentimos; cuanto más lo analizamos, más razones aparecen para seguir quejándonos; cuanto más profundamente entramos en esas razones, más complicadas se vuelven.

    Es la queja de un corazón que siente que nunca recibe lo que le corresponde. Una queja expresada de mil maneras, pero que siempre termina creando un fondo de amargura y de decepción.

    Hay un enorme y oscuro poder en esa vehemente queja interior. Cada vez que una persona se deja seducir por esas ideas, se enreda un poco más en una espiral de rechazo interminable. La condena a otros, y la condena a uno mismo, crecen más y más. Se adentra en el laberinto de su propio descontento, hasta que al final puede sentirse la persona más incomprendida, rechazada y despreciada del mundo.

    Además, quejarse es muchas veces contraproducente. Cuando nos lamentamos de algo con la esperanza de inspirar pena y así recibir una satisfacción, el resultado es con frecuencia lo contrario de lo que intentamos conseguir. La queja habitual conduce a más rechazo, pues es agotador convivir con alguien que tiende al victimismo, o que en todo ve desaires o menosprecios, o que espera de los demás —o de la vida en general— lo que de ordinario no se puede exigir. La raíz de esa frustración está no pocas veces en que esa persona se ve autodefraudada, y es difícil dar respuesta a sus quejas porque en el fondo a quien rechaza es a sí misma.

    Una vez que la queja se hace fuerte en alguien —en su interior, o en su actitud exterior—, esa persona pierde la espontaneidad hasta el punto de que la alegría que observa en otros tiende a evocar en ella un sentimiento de tristeza, e incluso de rencor. Ante la alegría de los demás, enseguida empieza a sospechar. Alegría y resentimiento no puede coexistir: cuando hay resentimiento, la alegría, en vez de invitar a la alegría, origina un mayor rechazo.

    Esa actitud de queja es aún más grave cuando va asociada a una referencia constante a la propia virtud, al supuesto propio buen hacer: “Yo hago esto, y lo otro, y estoy aquí trabajando, preocupándome de aquello, intentando eso otro… y en cambio él, o ella, mientras, se despreocupan, hacen el vago, van a lo suyo, son así o asá…”.

    Como ha escrito Henri J.M.Nouwen, son quejas y susceptibilidades que parecen estar misteriosamente ligadas a elogiables actitudes en uno mismo. Todo un estilo patológico de pensamiento que desespera enormemente a quien lo sufre. Justo en el momento en que quiere hablar o actuar desde la actitud más altruista y más digna, se encuentra atrapado por sentimientos de ira o de rencor. Cuanto más desinteresado pretende ser, más se obsesiona en que se valore lo que él hace. Cuanto más se esmera en hacer todo lo posible, más se pregunta por qué los demás no hacen lo mismo que él. Cuanto más generoso quiere mostrarse, más envidia siente por quienes se abandonan en el egoísmo.

    Cuando se cae en esa espiral de crítica y de reproche, todo pierde su espontaneidad. El resentimiento bloquea la percepción, manifiesta envidia, se indigna constantemente porque no se le da lo que, según él, merece. Todo se convierte en sospechoso, calculado, lleno de segundas intenciones. El más mínimo movimiento reclama un contramovimiento. El más mínimo comentario debe ser analizado, el gesto más insignificante debe ser evaluado. La vida se convierte en una estrategia de agravios y reivindicaciones. En el fondo de todo aparece constantemente un yo resentido y quejoso.

    ¿Cuál es la solución a esto? Quizá lo mejor sea esforzarse en dar más entrada en uno mismo a la confianza y a la gratitud. Sabemos que gratitud y resentimiento no pueden coexistir. La disciplina de la gratitud es un esfuerzo explícito por recibir con alegría y serenidad lo que nos sucede. La gratitud implica una elección constante. Puedo elegir ser agradecido aunque mis emociones y sentimientos primarios estén impregnados de dolor. Es sorprendente la cantidad de veces en que podemos optar por la gratitud en vez de por la queja. Hay un dicho estonio que dice: “Quien no es agradecido en lo poco, tampoco lo será en lo mucho”. Los pequeños actos de gratitud le hacen a uno agradecido. Sobre todo porque, poco a poco, nos hacen a uno ver que, si miramos las cosas con perspectiva, al final nos damos cuenta de que todo resulta ser para bien.

    La carcoma de la envidia Cervantes llamó a la envidia “carcoma de todas las virtudes y raíz de infinitos males. Todos los vicios —añadía— tienen un no sé qué deleite consigo, pero el de la envidia no trae sino disgustos, rencores y rabia”.

    La envidia no es la admiración que sentimos hacia algunas personas, ni la codicia por los bienes ajenos, ni el desear tener las dotes o cualidades de otro. Es otra cosa.

    La envidia es entristecerse por el bien ajeno. Es quizá uno de los vicios más estériles y que más cuesta comprender y, al tiempo, también probablemente de los más extendidos, aunque nadie presuma de ello (de otros vicios sí que presumen muchos).

    La envidia va destruyendo —como una carcoma— al envidioso. No le deja ser feliz, no le deja disfrutar de casi nada, pensando en ese otro que quizá disfrute más. Y el pobre envidioso sufre mientras se ahoga en el entristecimiento más inútil y el más amargo: el provocado por la felicidad ajena.

    El envidioso procura aquietar su dolor disminuyendo en su interior los éxitos de los demás. Cuando ve que otros son más alabados, piensa que la gloria que se tributa a los demás se la están robando a él, e intenta compensarlo despreciando sus cualidades, desprestigiando a quienes sabe que triunfan y sobresalen. A veces por eso los pesimistas son propensos a la envidia.

    Wilde decía que “cualquiera es capaz de compadecer los sufrimientos de un amigo, pero que hace falta un alma verdaderamente noble para alegrarse con los éxitos de un amigo”. La envidia nace de un corazón torcido, y para enderezarlo se precisa de una profunda cirugía, y hecha a tiempo.

    Para superar la envidia, es preciso esforzarse por captar lo que de positivo hay en quienes nos rodean: proponerse seriamente despertar la capacidad de admiración por la gente a la que conocemos.

    Hay muchas cosas que admirar en las personas que nos rodean. Lo que no tiene sentido es entristecerse porque son mejores, entre otras cosas porque entonces estaríamos abocados a una tristeza permanente, pues es evidente que no podemos ser nosotros los mejores en todos los aspectos.

    La envidia lleva también a pensar mal de los demás sin fundamento suficiente, y a interpretar las cosas aparentemente positivas de otras personas siempre en clave de crítica. Así, el envidioso llamará ladrón y sinvergüenza a cualquiera que triunfe en los negocios; o interesado y adulador a aquél que le está tratando con corrección; o, como muestra de envidia más refinada, al hablar de ése que es un deportista brillante, reconocido por todos, dirá: “ese imbécil, ¡qué bien juega!”.

    Admirarse de las dotes o cualidades de los demás es un sentimiento natural que los envidiosos ahogan en la estrechez de su corazón.

    El confort de la derrota El victimista suele ser un modelo humano mezquino, de poca vitalidad, dominado por su afición a renegar de sí mismo, a retirarse un poco de la vida. Una mentalidad que —como ha señalado Pascal Bruckner— hace que todas las dificultades del vivir del hombre, hasta las más ordinarias, se vuelvan materia de pleito. El victimista se autocontempla con una blanda y consentidora indulgencia, tiende a escapar de su verdadera responsabilidad, y suele acabar pagando un elevado precio por representar su papel de maltratado habitual.

    El victimista difunde con enorme intensidad algo que podríamos llamar cultura de la queja, una mentalidad que —de modo más o menos directo— intenta convencernos de que somos unos desgraciados que, en nuestra ingenuidad, no tenemos conciencia de hasta qué punto nos están tomando el pelo.

    El éxito del discurso victimista procede de su carácter incomprobable: no es fácil confirmarlo, pero tampoco desmentirlo. Es una actitud que induce a un morboso afán por descubrir agravios nimios, por sentirse discriminado o maltratado, por achacar a instancias exteriores todo malo que nos sucede o nos pueda suceder.

    Y como esta mentalidad no siempre logra alcanzar los objetivos que tanto ansía, conduce a su vez con facilidad a la desesperación, al lloriqueo, al vano conformismo ante el infortunio. Y en vez de luchar por mejorar las cosas, en vez de poner entusiasmo, esas personas compiten en la exhibición de sus desdichas, en describir con horror los sufrimientos que soportan.

    La cultura de la queja tiende a engrandecer la más mínima adversidad y a transformarla en alguna forma de victimismo. Surge una extraña pasión por aparecer como víctima, por denunciar como perversa la conducta de los demás. Para las personas que caen en esta actitud, todo lo que les hacen a ellos es intolerable, mientras que sus propios errores o defectos son sólo simples futilezas sin importancia que sería una falta de tacto señalar.

    Hay básicamente dos maneras de tratar un fracaso profesional, familiar, afectivo, o del tipo que sea. La primera es asumir la propia culpa y sacar las conclusiones que puedan llevarnos a aprender de ese tropiezo. La segunda es afanarse en culpar a otros, buscar denodadamente responsables de nuestra desgracia. De la primera forma, podemos adquirir experiencia para superar ese fracaso; de la segunda, nos disponemos a volver a caer fácilmente en él, volviendo a culpar a otros y eludiendo un sano examen de nuestras responsabilidades.

    Cuando una persona tiende a pensar que casi nunca es culpable de sus fracasos, entra en una espiral de difícil salida. Una espiral que anula esa capacidad de superación que siempre ha engrandecido al hombre y le ha permitido luchar para domesticar sus defectos; un círculo vicioso que le sumerge en el conformismo de la queja recurrente, en la que se encierra a cal y canto. La victimización es el recurso del atemorizado que prefiere convertirse en objeto de compasión en vez de afrontar con decisión lo que le atemoriza.

    Una vieja especie: el opinador El opinador es un personaje que acostumbra a opinar sobre cualquier cuestión, y con una soltura olímpica. No es que sepa mucho de muchas cosas, pero habla de todas ellas con un aplomo que llama la atención. Nada escapa del perspicaz análisis que hace desde la atalaya de su genialidad.

    ¿Es que acaso no tengo libertad para opinar?, dirá nuestro personaje. Y darán ganas de responderle: libertad sí que tienes, lo que te falta es cabeza; porque la libertad, sin más, no asegura el acierto.

    Pertenecer al sector crítico y contestatario es para esas personas la mismísima cima de la objetividad.

    Es cierto, indudablemente, que la crítica puede hacer grandes servicios a la objetividad. Pero la crítica, para ser positiva, ha de atenerse a ciertas pautas. Detrás de una actitud de crítica sistemática suelen esconderse la ignorancia y la cerrazón. Si hay algo difícil en la vida es el arte de valorar las cosas y hacer una crítica. No se puede juzgar a la ligera, sobre indicios o habladurías, o sobre valoraciones precipitadas de las personas o los problemas.

    La crítica debe analizar lo bueno y lo malo, no sólo subrayar y engrandecer lo negativo. Un crítico no es un acusador, alguien que se opone sistemáticamente a todo. Para eso no hacer falta pensar mucho, bastaría con defender sin más lo contrario a lo que se oye, y eso lo puede hacer cualquiera sin demasiadas luces. Además, también es muy cómodo, como hacen muchos, atacar a todo y a todos sin tener que defender ellos ninguna posición, sin molestarse en ofrecer una alternativa razonable —no utópica— a lo que se censura o se ataca.

    Además, quienes están todo el día hablando mal de los demás, tienen que amargarse ellos también un poco la vida. Parece como si vivieran proyectando su amargura alrededor. Como si de su desencanto interior sobrenadaran vaharadas de crispación que les envuelven por completo. Les disgusta el mundo que les rodea, pero quizá sobre todo les disgusta el que tienen dentro. Y como son demasiado orgullosos para reconocer culpas dentro de ellos, necesitan buscar culpables y los encuentran enseguida.

    La retórica victimista Tratar de eliminar el sufrimiento a toda costa significa casi siempre agravarlo, pues a medida que se huye de él nos va ganando terreno. Hay un curioso fatalismo en esa obsesiva alergia al más mínimo dolor (no muy distinto al de la resignación pasiva y tonta ante la desgracia), pues, aun siendo lógico y sensato evitar el sufrimiento inútil, hay una dificultad vital inherente a nuestra condición de hombres, una dosis de riesgo y de dureza sin los que la existencia humana no puede desarrollarse con plenitud.

    Quiero con esto decir que nuestros reveses, nuestros pequeños naufragios, hasta nuestros peores enemigos, nos ayudan a curtirnos, nos obligan a activar en nuestro interior yacimientos de dinamismo, de coraje, de habilidades insospechadas. La fortaleza del carácter de una persona, su valía, tiene bastante relación con la cantidad de dificultades que esa persona sabe encajar sin sucumbir. Los obstáculos y las contrariedades le invitan a superarse, le impulsan a elevarse por encima del temor y la pusilanimidad.

    Una vida pródiga en dificultades suele producir personalidades más ricas que las que han sido formadas en la comodidad o la abundancia. No es que haya que desear la miseria o la contrariedad, pero es peligroso llevar una vida demasiado cómoda, o ablandarse demasiado ante las propias penas, o encerrarse en el papel de víctima.

    Decir que uno sufre mucho cuando objetivamente apenas se está sufriendo, es quedar desarmado antes de entrar en batalla, hacerse a uno mismo incapaz de afrontar un sufrimiento verdadero. Quienes tienden a pensar así necesitan salir de ese error alimentando pensamientos que estimulen su energía interior, que generen alegría y entusiasmo. Tienen necesidad de cultivar la vivacidad, el dinamismo, una valentía serena.

    A la retórica victimista, que tiende a agotarse con sólo explicarse a sí misma, hay que responder buscando soluciones razonables, alternativas viables. Y para eso hay que empezar por expresar las dificultades en términos que admitan la propia superación. Porque uno de los primeros efectos de la tediosa machaconería sobre los propios problemas es que nos impide distinguir bien entre lo nosotros podemos cambiar y lo que está fuera de nuestro alcance: en la obsesión victimista todas las adversidades se viven como una sentencia inapelable de un negro destino.

    El hombre se hace grande cuando no permanece encastillado dentro de sí, sino que se empeña en algo que le lleva a superarse. Cuando se rinde ante los efluvios del conformismo, se rebaja; cuando se refugia en el egoísmo, se rebaja también. Si se obsesiona por protegerse hasta de la más mínima contrariedad, se acabará encontrando de bruces con una fragilidad vital que ahoga y abruma.

    Hay otro estilo victimista mucho más hostil, que en nombre de las desgracias del pasado, de todo lo que está sufriendo o ha sufrido con anterioridad, se arroga una especie de patente de inmunidad con la que justifican una actitud agresiva, o incluso violenta.

    Para esas personas, invocar el recuerdo de las desgracias pasadas es como una inmensa caja de caudales sin fondo de donde extraen un flujo inagotable de resentimientos, o incluso de ira, odio y deseo de venganza. Y si alguien reprocha su actitud, a lo mejor admite que lo suyo no es muy ejemplar, pero enseguida replica que sus padecimientos pasados le han ganado el derecho a esa leve incorrección, o al menos la disculpan.

    Su susceptibilidad les lleva a reaccionar con crispación ante la más mínima crítica. El menor reparo que se ponga a sus acciones es inmediatamente elevado a la consideración de gran ofensa. Enseguida ven malas intenciones en las personas que están a su alrededor y, progresivamente, en todo el mundo. Por doquier intuyen complots y hostilidad. Están persuadidos de ser objeto de desprecios y vejaciones sin tregua ni descanso. En los casos más extremos, piensan que el mundo entero los sataniza (he ahí la curiosa paradoja del satanizador satanizado) y, aquejados de una sorprendente megalomanía, tienen constantemente presente el pensamiento de la conspiración.

    El síndrome del complot suele designar un culpable, y origina dos posibles actitudes. De renuncia y pasividad (para qué hacer nada si una fuerza tan poderosa está tramando tales cosas contra nosotros), o bien de agresividad contra el supuesto culpable.

    Lo peor es cuando estos síndromes de persecución se traducen en airadas acusaciones contra los supuestos ofensores, pues suelen ser como el aviso de comienzo de una jugada maestra: acusar de una ofensa —ficticia—, sencillamente para anticipar la que —bien real— pretenden ellos llevar a cabo. A partir de ahí, envuelven su agresión con un manto de candidez: lo único que hacen es defenderse.

    Uno de los peores inconvenientes de todo esto es que la idea de la conspiración es difícilmente refutable, pues resulta muy fácil dar la vuelta a cualquier argumento transformándolo en prueba de la omnipotencia o sutileza de los conspiradores. Además, sentirse víctima de una conspiración es una tentadora y sugerente manera de eludir la crítica, y para algunos supone un curioso consuelo añadido: creerse suficientemente importantes como para que unos malvados pretendan arruinar su vida.

    Otro nefasto efecto de este fenómeno del victimismo agresivo está en que, al suscitar una mentalidad de venganza, cuando ésta se lleva a cabo induce con facilidad reacciones similares en el otro, que se siente también —y casi siempre con más razón— víctima inocente de una agresión. De esta manera, el veneno del victimismo se inocula en el otro con la pelea, y va extendiéndose en cada nuevo escalón del resentimiento: cuánta razón teníamos en sospechar que era un sinvergüenza, fíjate lo que nos ha hecho. Se produce así un mimetismo victimista, que confiere a las dos partes enfrentadas la misma impresión de ser personas eterna e injustamente maltratadas.

    Cuando se invocan padecimientos pasados para justificar actitudes que, por mucho que se adornen, respiran el hedor del resentimiento y el deseo de vengarse, lo más sensato es desconfiar de esas personas: lo más probable es que busquen cargarse de argumentos para repetir, en cuanto puedan, las mismas acciones que lamentan haber sufrido.

    Tener presente los dolores del pasado es, en principio, algo enriquecedor. Pero esa memoria puede pervertirse si se deja impregnar de rencor o enemistad. Cuando el recuerdo nos lleva de forma obsesiva a reavivar viejos sufrimientos, a reabrir heridas del pasado buscando legitimar un oscuro deseo de resarcimiento, entonces la memoria se vuelve esclava del agravio, y se convierte en una potencia que reaviva tensiones, exacerba la animosidad, e incluso reconstruye el pasado o lo reescribe acumulando supuestos motivos a su favor.

    Si las personas o las familias o los pueblos se dedican a rumiar sus dolencias respectivas, será difícil que vivan en paz y concordia. Cuando se hurga morbosamente en el pasado, siempre se encuentran perjuicios que alegar, razones por las que desenterrar el hacha de guerra de la violencia, el desprecio o la falta de solidaridad.

    Siempre se pueden encontrar motivos por los que sentirse incapaces de superar las desavenencias recíprocas. Para vivir en buena sintonía con los demás, debemos trazar una raya sobre nuestras disensiones de antaño, dejar que el pasado entierre los odios y sus pendencias. No se trata simplemente de olvidar, sino de perdonar y de aprender a evitar que se repitan esos errores, de oponerse con firmeza a ellos. El perdón es lo que deja paso al presente y al futuro, a quienes no desean cargar sobre sus hombres con el terrible peso de los antiguos resentimientos.