El carácter y la mejora personal

  • La puerta del cambio
  • Un nuevo modo de ver las cosas
  • Saber usar los propios recursos
  • Dos modos de plantear las cosas
  • El atractivo de la virtud y del bien
  • El riesgo de la lentitud
  • La fuerza de la educación

La puerta del cambio Aquel chico tenía catorce años y se puede decir que era un auténtico desastre. Tenía un carácter muy difícil y una apatía impresionante. Apenas atendía en clase, y luego en su casa estudiaba menos aún. Parecía no tener ilusión por nada, suspendía habitualmente un montón de asignaturas, y sus padres estaban desesperados.

Recuerdo que sus profesores comentábamos con preocupación el caso, sin duda el más problemático del curso: apenas escuchaba los consejos que se le daban, nadie sabía bien qué hacer con él. Todo parecía indicar que aquel chico estaba destinado al más negro de los futuros.

El caso es que acabó el curso, y las vueltas de la vida hicieron que durante mucho tiempo apenas volviéramos a tener noticias el uno del otro, hasta que siete años después coincidimos una lluviosa tarde de septiembre en una cafetería.

Me alegró verle sonriente, con sus flamantes veintiún años recién cumplidos y sus casi dos palmos más de altura. Fue una coincidencia casual y, como procuro hacer siempre con quienes fueron mis alumnos en aquellos años que dediqué a la enseñanza, quedamos después para charlar un rato. Cuando nos sentamos, le pregunté cómo iba su vida.

Mi primera sorpresa fue que estaba en cuarto curso de una carrera bastante difícil. Además, no sólo no había perdido ningún año, sino que llevaba esos estudios con unos resultados brillantes. Mientras me lo contaba, venían a mi memoria aquellas reuniones de profesores, cuando analizábamos la marcha del curso, donde varias veces se llegó a decir —quizá alguna vez yo mismo— que aquel chico, salvo un milagro, no llegaría a terminar el bachillerato.

El caso es que el milagro se había producido. Su vida había cambiado. No es que hubiera cambiado un poco, podía decirse que había cambiado por completo y en casi todo. Es como si fuera otra persona. Como si de aquellos viejos tiempos conservara poco más que su nombre y sus apellidos.

Yo estaba intrigado por el cambio. «Oye —le dije—, tienes que explicarme qué ha pasado contigo para que hayas cambiado de esa manera. Me tienes asombrado.» La pregunta le sorprendió un poco. Calló por unos instantes, como queriendo ordenar sus ideas, se puso un poco más serio, y finalmente empezó su relato, despacio pero con soltura: «Mira. Fue un día concreto. A lo mejor te parece un poco raro, y quizá lo sea, pero fue un día concreto, un día por la mañana. Llevaba unas semanas fatal. Mejor dicho, unos años. Llevaba años oyendo siempre lo mismo. De mis padres, de mis profesores, de todos. Siempre lo mismo. Que yo era un desastre, que estaba hipotecando mi vida, que iba a ser un desgraciado si seguía por ese camino, que me estaba buscando la ruina, que nunca sería un hombre de provecho, y todo eso que dicen las personas mayores.» Le interrumpí un instante, con un poco de curiosidad, para preguntarle qué pensaba él entonces, cuando escuchaba esas cosas.

«Bueno, no sé cómo decirte, todo aquello me entraba por un oído y me salía inmediatamente por el otro. Me parecía que era el rollo de siempre, y estaba cansado de escuchar todos los días los mismos consejos.

»No es que no entendiera las razones que me daban, es que ni siquiera les prestaba atención. Me habían dicho ya mil veces lo mismo, y cuando veía que me venían con ésas, desconectaba y ya está. Tenía como echada una barrera mental sobre todas esas cosas, prefería no pensar, y todos esos sabios consejos me resbalaban por completo.

»Bueno, lo que te decía, fue un día concreto, me acuerdo perfectamente. Estaba en plena época de exámenes, y esos días no teníamos clase, para poder estudiar. Pero estudiar no me apetecía absolutamente nada. Estaba con la angustia de los exámenes, y al tiempo con la angustia de que no había dado ni golpe y me iban a suspender otra vez.

»Tenía un sueño tremendo, y estaba tentado de volverme sin más de nuevo a dormir, pero llevaba mal el curso, como siempre. Si me volvía a la cama, iba a ser muy difícil que aprobara, y las cosas se iban a poner más feas que de costumbre.

»Me había despertado temprano, y desde ese momento no había parado de darle vueltas en la cabeza a una idea: Oye, tío…, ¿qué es esto? ¿Voy a estar toda la vida así? ¿Cincuenta o sesenta años más así? Esto no funciona. Algo tiene que cambiar. No puedo seguir así el resto de mis días.

»Debí tener un momento de especial lucidez, supongo, porque vi como algo angustioso continuar el resto de mi vida con el mismo plan que llevaba hasta entonces. Y me aventuré a pensar en cosas serias, en cosas que hasta entonces casi nunca me había planteado.

»No encontraba ilusión en casi nada. Me veía dominado por la pereza de una forma terrible. Es algo bastante angustioso, de verdad. No sabía a qué podía conducirme todo aquello. Era como estar deslizándose por una pendiente oscura, cada vez más rápido y con más descontrol, y te das cuenta de que no sabes dónde puedes acabar.

»Pensaba en el fracaso de mi vida, en todo eso que me había dicho tantas veces tanta gente. Pero aquella vez fue distinto. No me dijo nada nadie. Aquella vez me lo dije todo yo a mí mismo. Y cambié. Eso es todo.

Levantó la mirada, como dudando si hacer o no una glosa personal de todo aquello, y finalmente concluyó: »Desde entonces, tengo una idea bien clara: los buenos consejos te dan oportunidades de mejorar, pero nada más. Si no los asumes, si no te los propones seriamente, como cosa tuya, no sirven de nada, por muy buenos que sean; es más, para lo único que sirven entonces es para que cada vez los valores menos, para que se produzca una especie de inflación de los consejos que recibes.

»Oír una cosa es muy distinto de hacerla propia. Y para mejorar realmente, la única manera es ser capaz de decirse a uno mismo las cosas, ser capaz de cantarte las cuarenta a ti mismo.» Mientras le escuchaba, me acordaba de otros casos en cierto modo parecidos. Pensé en esos chicos y chicas jóvenes que a veces vemos ir como arrastrándose por la vida, y les hablamos de tantas cosas que deberían hacer, de tantas cosas que habrían de cumplir, y nos desespera ver su apatía y su indolencia, y sin embargo quizá no hemos advertido la raíz de su verdadero problema, que es algo mucho más de fondo: aún no se han decidido a tomar realmente las riendas de su vida.

Las causas de esa actitud pueden ser muy diversas: quizá han recibido una educación muy pasiva, o hiperprotectora, que no les ha ayudado a madurar; o tienen una fuerte tendencia a alejarse de la realidad, consecuencia de una vida muy cómoda, o demasiado sentimental; o no han aprendido a alzar un poco la mirada y aspirar a valores e ideales más altos; o, por los motivos que sean, apenas sienten responsabilidad sobre sí mismos, y olvidan, en la práctica, que son fundamentalmente ellos quienes se están jugando —y no es poco— su acierto en el vivir.

Aquel antiguo alumno mío había espabilado gracias a una sana inquietud por su futuro. Me recordó algo que había leído tiempo antes a Zubiri, que aseguraba con gran fuerza que la pregunta ¿Qué va a ser de mí? resulta siempre decisiva en la vida ética de cualquier persona.

Me parecía muy interesante su relato, pero le interrumpí de nuevo un momento. Quería preguntarle si le había costado mucho cambiar después de aquella decisión de esa mañana tan provechosa.

«¿Que si me costó? Una barbaridad. Me costó muchísimo, como es natural. Pero lo había visto bien claro, y eso es lo importante. Ya estaba harto de seguir deslizándome por la cuesta abajo de la vida, y además, como estaba ya muy abajo, no podía perder ni un minuto más. Así que acabé por cambiar. Y me costó muchísimo, pero aquello fue como entrar en una nueva dimensión de la vida.

»Parece mentira, pero es tremendo lo que se puede sufrir cuando uno opta por la vida fácil. Cuando estás en ella, lo otro te parece insufrible, pero en realidad es al revés. Ahora veo con claridad meridiana que aquella vida era un infierno. Lo que pasa es que entonces no conocía otra, y no encontraba sentido a esforzarme más. Tengo la impresión de que para encontrar sentido a las cosas, antes hay que luchar un poco por ellas. Pero, desde luego, lo peor es dejarse llevar, porque vas como dando bandazos, pegándote golpes con todo, como cuando pierdes el equilibrio y no sabes bien dónde puedes acabar estrellándote.» Aquella narración, tan sincera y tan cargada de realidad, me hizo pensar bastante en el fenómeno del cambio. Pensaba en que hay decisiones que son fundamentales en la vida, y no siempre están unidas a acontecimientos externos señalados, sino que son fruto simplemente de la lucidez de un pensamiento, y a veces tiene día y hora concretos.

Salvando las distancias, me recordó aquella otra reflexión de Víctor Frankl en el minúsculo calabozo del lager nazi: en nuestra vida podemos realmente elevarnos bastante por encima de esos condicionamientos en que estamos inmersos y que a veces parecen marcarnos un destino inexorable.

Cada persona custodia en su intimidad una puerta del cambio, una puerta que sólo puede abrirse desde dentro. Cambiar es algo asequible a todos. Lo decisivo es tratarlo seriamente con uno mismo. El consejo viene de Epícteto: nadie tiene tanto poder para persuadirte a ti como el que tienes tú mismo.

Un nuevo modo de ver las cosas Hasta que se llegó a conocer con suficiente profundidad la acción patógena de los microbios, allá por la segunda mitad del siglo XIX, había entre los investigadores médicos una enorme preocupación ante el serio problema planteado por las frecuentes infecciones hospitalarias.

Las complicaciones sépticas tras cualquier tipo de intervención quirúrgica eran casi inevitables y de consecuencias muy graves. También era habitual que tras pequeñas heridas se produjeran importantes supuraciones o septicemias, y un elevado porcentaje de mujeres morían como consecuencia de infecciones originadas por la asistencia al parto. Pero nadie entendía bien por qué sucedía todo aquello.

Tras sus importantes descubrimientos bacteriológicos en el campo de la fermentación, Louis Pasteur anuncia en 1859 su idea de que los procesos infecciosos son consecuencia de la acción de un germen. Pero, ¿de dónde vienen esos microorganismos? Hasta entonces, quienes se habían planteado en esa posibilidad pensaban que surgían por generación espontánea. Sin embargo, Pasteur va hallando microbios específicos de diferentes enfermedades, y observa que son seres vivos que van pasando de un cuerpo a otro.

Poco después, el cirujano inglés Jospeh Lister descubre que aplicando enérgicas medidas antisépticas se frenan drásticamente las infecciones: por ejemplo, en el caso de las fracturas abiertas, logra reducir la mortalidad desde el 50% a cifras inferiores al 15%, gracias al empleo de fenoles como producto antiséptico.

Más adelante, Pasteur descubre que esos gérmenes causantes de la enfermedad pueden ser aislados y cultivados, y que si se amortiguan y se inoculan en pequeñas dosis en cuerpos sanos —a ese hallazgo se le puso el nombre de vacuna—, tienen un efecto inmunizador.

En cuanto se desarrolló la teoría microbiana, se implantó un nuevo modo de entender la atención hospitalaria, y en general de toda la medicina. Comprender mejor lo que sucedía hizo posible un avance extraordinario. Un pequeño cambio de enfoque hizo ver las cosas muy distintas y generó poderosas transformaciones.

De manera análoga, muchas personas experimentan un notable cambio en su pensamiento en determinados momentos de su vida. Descubren una nueva faceta de la realidad, y esto provoca un cambio en las claves con las que estaban interpretando esa realidad: un descubrimiento nos hace sustituir viejas claves por otras más acertadas.

Sucede, por ejemplo, cuando una persona sufre un accidente grave, o afronta una crisis que amenaza cambiar seriamente su vida, o pasa por la prueba de la enfermedad y del dolor, y de pronto ve sus prioridades bajo una luz diferente. O cuando comienza a ejercer determinadas responsabilidades, o asume un nuevo papel en su vida, como el de esposo o esposa, padre o madre, y entonces se produce un cambio de su modo de ver las cosas.

Si en nuestra vida queremos realizar pequeños cambios, puede que nos baste con esforzarnos un poco más en mejorar nuestra conducta y luchar contra nuestros defectos, pero si aspiramos a un cambio importante, es preciso cambiar nuestro modo de ver las cosas.

Un ejemplo. Piensa por un momento —recomienda Stephen Covey— en tus bodas de plata, o en tus bodas de oro. Piensa en la despedida en tu trabajo cuando llegue tu jubilación. Visualízalo con riqueza de detalles. Piensa en los sentimientos y emociones que te embargarán en ese momento. ¿Cuál será tu balance de todos esos años de matrimonio o de trabajo? ¿Cuál quieres ahora que sea el balance que hagas entonces? Otro ejemplo. Piensa en que te enteras ahora mismo de que te quedan sólo tres meses de vida. Visualiza mentalmente qué harías. Es probable que, de pronto, todo aparezca con una perspectiva diferente. Es probable que afloren a la superficie ciertos valores que quizá antes apenas habías tenido en cuenta.

Quizá veas entonces de modo distinto la relación con tus padres o con tus hijos, o plantees de modo distinto el matrimonio, o la relación con tus compañeros de trabajo. Quizá te parezcan fútiles cosas que hace un momento considerabas muy importantes.

Está claro que la vida no puede plantearse cada día como si te quedaran tres meses de vida, por supuesto. Pero ese ejercicio mental nos puede ayudar a pensar en cosas en las que habitualmente no pensamos, a reflexionar sobre los principios que rigen nuestra vida, a identificar mejor lo que realmente importa.

La vida nos va cargando día a día de rutinas, de adherencias que van entorpeciendo nuestra marcha. A veces hay que pararse y ver qué es lo que queremos, no dar por bueno sin más nuestro status quo, no seguir sumisamente la inercia de todo lo que hemos hecho hasta entonces, repensar las cosas a fondo. No podemos olvidar que esos valores y principios son la trama que da consistencia al tejido de nuestra vida y, por tanto, son nuestro mayor tesoro (además, casi lo único que tenemos a salvo de robos, incendios, quiebras o descensos bursátiles).

Saber usar los propios recursos Hay personas que achacan sus defectos a razones de tipo genético. Son los que con un qué le vamos a hacer, he nacido así, alejan rápidamente de su cabeza la posibilidad de esforzarse en serio por erradicar un determinado defecto.

Algunos llegan incluso a hablar del mal genio de su abuelo (o de toda una rama de la familia) para justificar, por ejemplo, que tienen un carácter violento o imprevisible. Están convencidos de que su herencia de irascibilidad viene inexorablemente determinada en su carga genética y que, por tanto, nada pueden hacer por luchar contra su propio ADN.

Otros parecen tranquilizarse echando las culpas a la educación que recibieron de sus padres. Son los que con un cortés y lacónico me han educado así, dejan también de lado cualquier pensamiento sobre su mejora personal.

Otros cifran casi todo en cuestiones del ambiente en que han vivido, de su condición social, del modo de ser propio de su región o su país de origen, del estilo educativo del lugar donde estudiaron, o de lo que sea…, pero siempre hay algo o alguien fuera de él que es el verdadero responsable de que él sea así. Siempre piensan que el problema está fuera de ellos, y precisamente ese pensamiento es su gran problema.

Este peligroso planteamiento de la vida admite, como es lógico, diversos grados. En algunos casos, por ejemplo, admiten humildemente que quizá la solución está en ellos mismos, y se muestran teóricamente dispuestos a afrontarlo positivamente, pero luego no llegan a tomar la iniciativa o no dan los pasos necesarios para llevar a la práctica esas soluciones. Veamos unos ejemplos, tristemente frecuentes, tomados del ámbito escolar:

  • «En casa no hay quien estudie. Tendría que ir a una biblioteca, pero la de mi barrio está llena desde primera hora de la mañana y no tengo ni la menor idea de dónde habrá otra…» (Ni se plantea madrugar un poco más, ni espabilar un poco para enterarse de donde hay otra biblioteca).
  • «No sé qué carrera estudiar. Tendría que enterarme bien, pero no sé a quién preguntar para informarme de esto. Nadie quiere ayudarme.» (No ha preguntado a nadie, y ya piensa que nadie le quiere ayudar; desde luego, será difícil que alguien se brinde espontáneamente a orientarle sobre un problema que él ni ha manifestado).
  • «Sé que no tengo un buen método de estudio. Intento aprenderme todo de memoria, y veo que eso no es solución, pero no sé hacerlo de otra manera.» (Está claro que con un afán investigador como el suyo, la ciencia estaría aún como en el neolítico).

    Otros tienen un talante que queda bien retratado en aquellas famosas 6 normas para no prosperar que se difundieron tanto hace unos años: 1. Espere sentado su oportunidad.

    2. Comente su mala suerte con los demás.

    3. No se esfuerce por mejorar su preparación.

    4. Laméntese de que los tiempos están muy difíciles.

    5. Obstínese en que sin recomendaciones no se logra nada.

    6. Confíe y aguarde a que vengan tiempos mejores.

    Son personas pasivas, que siempre están como esperando a que suceda algo exterior que les fuerce a cambiar; o a que alguien se haga cargo de ellas y las empuje a decidirse a afrontar y resolver sus problemas. Su principal problema son ellas mismas, no tienen una actitud ante la vida que les lleve a usar sus recursos y su iniciativa. Tienen como entumecidos los músculos de la responsabilidad. Pero esos músculos siguen siendo suyos y están ahí: lo que tienen que hacer es ejercitarlos.

    Dos modos de plantear las cosas Podríamos dividir nuestros pensamientos y preocupaciones habituales en dos grandes grupos: los que están centrados en cuestiones sobre las que no tenemos ninguna o casi ninguna posibilidad de influencia, y los que, por el contrario, se refieren a cuestiones sobre las que sí podemos influir.

    Quienes centran su cabeza sobre ese primer conjunto de pensamientos, es decir, sobre cuestiones que les vienen ya dadas y sobre las que no pueden hacer nada o casi nada, suelen ser personas pasivas, negativas e ineficaces. Dedican gran cantidad de tiempo y energías a pensar en los defectos de los demás (casi nunca en los propios, ni en ayudar a los demás a corregirse) y a lamentarse de las injusticias que la sociedad tiene con ellos (nunca en cómo ellos pueden contribuir a mejorarla). Se quejan continuamente de los males que la salud, el clima o la situación política traen a su desgraciada existencia. Piensan en muchas cosas, pero todas tienen en común que ellos poco o nada pueden hacer por cambiarlas.

    Por el contrario, las personas sensatas procuran centrarse en el segundo conjunto de pensamientos a que nos referíamos, es decir, se dedican fundamentalmente a cuestiones con respecto a las cuales pueden hacer algo, aunque no sea de modo inmediato. Y gracias a que hacen algo, logran que con el tiempo ese conjunto de ocupaciones —podríamos llamarlo círculo de influencia— vaya creciendo, pues cada vez son más eficaces, avanzan más e influyen sobre más cosas.

    ¿Y reducirse a pensar solamente en lo que uno tiene al alcance de su influencia, no supone un cierto empequeñecimiento mental? Es cierto que hay muchas cosas —por ejemplo, la información sobre la actualidad nacional e internacional, la historia, etc.— sobre las que poco o nada podemos influir, y sin embargo resulta importante y positivo conocerlas, e ir formando una opinión sobre ellas.

    Por eso, cuando hablo de centrarse en el propio círculo de influencia me refiero fundamentalmente a la actitud general que uno toma ante los problemas que tiene: si los sitúa dentro de su alcance y los acomete, o si, por el contrario, tiende a despejarlos fuera para luego lamentarse de no poder resolverlos.

    Lo sensato es saber centrar nuestros esfuerzos en lo que está a nuestro alcance, no perder nuestras energías en lamentaciones utópicas. De lo contrario, caeríamos en una especie de absurda autofrustración, un estilo de vida por el que las personas se autocastigan al pesimismo, la queja y el enterramiento de sus propios talentos. Recordando aquella vieja sentencia, podríamos decir que se trata de tener:

  • coraje para cambiar lo que se puede cambiar,
  • serenidad para aceptar lo que no se puede cambiar,
  • y sabiduría para distinguir lo uno de lo otro.

    Hay quizá demasiadas ocasiones en que ponemos tontamente en cosas ajenas a nosotros la capacidad de decidir sobre nuestra vida. Por ejemplo, si uno se lamenta de no tener una casa o un coche mejor, o de no haber llegado a una determinada posición profesional, o de no haber tenido una familia distinta a la que tiene, puede plantearlo básicamente de dos maneras.

    La primera es quejarse de que los condicionantes de su vida le impiden lograrlo, y que sólo cuando cambien podrá salir de su triste situación.

    La segunda es radicalmente distinta: ver qué es lo que podría cambiar en él, en su actitud, en su conducta, para que esos condicionantes externos a su vez cambien: cómo puede mejorar él, cómo puede ser más ingenioso y más diligente para facilitar así que las cosas vayan cambiando. La diferencia es sencilla: acometer resueltamente los problemas, en vez de limitarse a protestar.

    Como se cuenta de aquella multinacional del calzado que envió un delegado comercial a un país subdesarrollado que aún vivía en régimen tribal. Al poco de llegar, el delegado envió un telegrama a la Dirección General de la empresa diciendo: «Negocio imposible, todos van descalzos». Lo cesaron y enviaron a otro, más resolutivo, y a los pocos días recibieron otro telegrama, bien diferente: «Negocio redondo, todos van descalzos. Envíen una remesa de quince mil pares.» Se trata de cambiar el enfoque con el que se ven los problemas. Es algo que resulta de vital importancia para aquellas personas que se han habituado a refugiarse en actitudes de continua queja, de culpar de sus problemas siempre a otros, o de responsabilizar de sus frustraciones a la sociedad.

    Por ejemplo, si tu matrimonio no va bien, o no te llevas bien con tu hijo, o con tu padre, o con tu jefe, poco puedes arreglar repitiendo una vez y otra sus defectos, considerándote una víctima impotente de su pésima actitud. Piensa en qué cosas son las que te enfadan y examínalas con objetividad: seguro que bastantes responden en buena parte a tu susceptibilidad, o a que te has obsesionado un poco con una serie de detalles que valoras excesivamente; o quizá es que eres bastante menos tolerante con los defectos de los demás que con los tuyos; o a lo mejor estás dentro de una espiral de agravios mutuos que difícilmente se romperá si tú no tomas la iniciativa. En cualquier caso, si de verdad quieres mejorar la situación, debes empezar por actuar sobre lo que tienes más control, que eres tú mismo: actuar primero sobre tus propios defectos, centrarte en tu esfuerzo por ser un mejor esposo o esposa, mejor hijo o mejor padre, mejor jefe o mejor empleado, mejor amigo. De este modo, es más probable que la otra persona capte tu buena disposición y te responda de la misma manera.

    ¿Y si la otra persona no respondiera así, sino que siguiera con su actitud negativa, como antes? Puede suceder, claro está, y de hecho sucede. Pero en cualquier caso, el modo de actuar más positivo que tienes (no el único) sigue siendo ése. Actuando así, mejorarás como persona, y de la otra manera sólo conseguirás reducir tu capacidad de recomponer la situación y aumentar seriamente las posibilidades de amargarte la existencia.

    El atractivo de la virtud y del bien A veces uno tiende equivocadamente en su interior a etiquetar como desagradables, por ejemplo, determinadas personas, o determinadas tareas, o determinados aspectos relacionados con la mejora del carácter, y no se da cuenta de hasta qué punto le perjudican esos vínculos mentales que se han ido estableciendo en su mente, de manera más o menos consciente.

    Ante posibles puntos concretos de mejora personal que advertimos en nuestra vida (vemos, por ejemplo, que deberíamos ser más pacientes, o menos egoístas, más ordenados, menos irascibles, o lo que sea), es frecuente que tendamos a ver esos objetivos como metas muy lejanas, o como algo poco asequible a nuestras fuerzas. Lo vemos quizá como avances apetecibles, sí, pero que alcanzarlos requeriría tal esfuerzo que sólo pensarlo nos produce ya un notable rechazo. Lo percibimos como algo fatigoso y agotador, o que nos llevaría a un estilo de vida de demasiada tensión.

    Sin embargo, la mejora personal no supone ni exige eso. Al menos, de modo ordinario no tiene por qué plantearse así. El avance en el camino de la mejora personal ha de entenderse y abordarse más bien como un proceso de liberación. Un progreso gradual en el que vamos soltando día a día el lastre de nuestros defectos. No una extenuante subida a un puerto de montaña, sino un progresivo alivio de la carga de nuestros errores, un desahogo paulatino de la causa de nuestros principales problemas. Por eso, aunque siempre habrá también retrocesos, pequeños o grandes, si logramos en conjunto mejorar, nos encontraremos cada vez con más autonomía, avanzaremos con más soltura y sentiremos más satisfacción. Cada hombre debe adquirir el dominio de sí mismo, y ése es el camino de lo que Aristóteles empezó a llamar virtud: la alegría y la felicidad vendrán como fruto de una vida conforme a la virtud.

    Si nos fijamos más, por ejemplo, en lo positivo de una determinada persona, o en el reto que supone tener ordenado el armario o el despacho, o incluso en lo apasionante que puede llegar a ser, tanto para un hombre como para una mujer, cocinar, mantener limpia la casa, o educar a los hijos…, si nos esforzamos por verlo así, el camino se hace mucho más andadero.

    Podría objetarse que eso no es difícil de hacer… durante unos minutos, o unos días. Pero, ¿cómo impedir que al poco tiempo se vuelva a lo de antes? Puedo esforzarme, por ejemplo, por variar mi humor durante un rato, que no es poco, pero… ¿cómo mantenerme así y llegar a ser una persona bienhumorada? Un camino es esforzarse en cambiar la imagen que se nos presenta en la mente al pensar en esas cosas. Por ejemplo, en vez de representar en la imaginación lo apetitoso que resulta lo que no deberías comer o beber o hacer, procura pensar en lo atractivo y liberador que resulta ser una persona sana y honesta, y logra que esas representaciones tomen en tu interior una mayor cuota de pantalla.

    O si te invaden pensamientos relacionados con el egoísmo, la pereza o el la mentira, procura suscitar la imagen de ser una persona generosa, diligente, sincera y leal, y recréate en la contemplación de esos valores y esas virtudes que has de desear ver en tu vida. Incluso, si quieres, recréate también en lo desagradable que resultaría convertirse poco a poco en una persona egoísta, perezosa o desleal, y compara una imagen con otra.

    ¿Es importante esto? Pienso que sí. Si una persona logra formarse una idea atractiva de las virtudes que desea adquirir, y procura tener esas ideas bien presentes, es mucho más fácil que llegue a poseer esas virtudes. Así logrará, además, que ese camino sea menos penoso y más satisfactorio. Por el contrario, si piensa constantemente en el atractivo de los vicios que desea evitar (un atractivo pobre y rastrero, pero que siempre existe, y cuya fuerza nunca debe menospreciarse), lo más probable es que el innegable encanto que siempre tienen esos errores haga que difícilmente logre despegarse de ellos.

    Por eso, profundizar en el atractivo del bien, representarlo en nuestro interior como algo atractivo, alegre y motivador, es algo mucho más importante de lo que parece. Muchas veces, los procesos de mejora se malogran simplemente porque la imagen de lo que uno se ha propuesto llegar no es lo bastante sugestiva o deseable.

    El riesgo de la lentitud Hay gente que un día le salen diez cosas bien y sólo una mal, y llega a su casa en estado de desánimo total. ¿Por qué? Porque permite que esa pequeña cosa que resultó mal deje flotando en su memoria una imagen negativa que llena casi por completo la “pantalla” de su mente. Ha pasado ese día por muchas cosas positivas, pero tiene la habilidad —la desgracia— de no considerarlo apenas. Es como si todo lo positivo quedara de inmediato arrinconado en su memoria. Sólo lo negativo queda bien grabado. Lo demás, pasa sin pena ni gloria, y en poco tiempo queda reducido a imágenes borrosas, grises, lejanas, como viejas fotos desvaídas.

    A veces, por ejemplo, se deteriora una amistad, o un matrimonio, o una relación profesional, simplemente porque uno tiende a recordar y almacenar experiencias desagradables sufridas en la relación con esa persona, mientras que las agradables enseguida pierden relieve en la memoria.

    ¿Cómo sucede esto? Quizá hay algo que produce un desagrado muy vivo, aunque sea una tontería. Por ejemplo, la forma que tiene de comer, o que deja desordenado lo que usa, o pierde las cosas, o habla en un tono que nos resulta desagradable. O que a lo mejor ha dejado de tener determinada deferencia con nosotros. O nos repite algo que dijimos en un momento de enfado y estamos hartos de que nos lo recuerden otra vez más. O quizá sucede al revés, y somos nosotros los que recordamos una y otra vez aquella ocasión en la que nos sentimos tan molestos y ofendidos.

    La lista de ejemplos podría ser interminable. Pero aunque todas esas cosas negativas sean ciertas y objetivas —que no suelen serlo demasiado—, ese modo de recordarlas y tenerlas presentes no ayuda en nada a resolver las cosas. Además, sabemos que también podría hacerse otra lista muy larga de ejemplos positivos, de tantas cosas agradables que suelen quedar en el olvido. Todo sería muy distinto si ambos se esforzaran en traerlas a la memoria, y procurar generar las circunstancias necesarias para que se repitan.

    Por eso es bueno preguntarse de vez en cuando: “Si continúo dando vueltas a estas ideas de esta manera…, ¿a dónde me lleva esto? ¿qué voy a conseguir? ¿hacia dónde me conduce? ¿hacia dónde quiero ir?” Una persona ha de ser capaz de tomar de vez en cuando un poco de distancia sobre sí misma, y analizar sus sentimientos como si estuviera contemplando a otra persona, para así actuar sobre ellos. De lo contrario, resultará enormemente vulnerable ante los vaivenes de sus estados emocionales.

    “De acuerdo —podría objetarse—, es preciso no encenagarse en los malos recuerdos, sí… ¿pero cómo?, porque no es tan sencillo, no es fácil cambiar el modo de ser, se necesita mucho tiempo y esfuerzo…” Es verdad, no voy a negarlo. Pero tampoco tiene por qué ser siempre así. Se puede cambiar en poco tiempo. Muchas veces se comprende mejor una cosa en un relámpago de claridad que en años de pedaleo.

    A veces los procesos de mejora personal fracasan porque van tan lentos y perezosos que el cambio apenas se ve llegar, y entonces uno se cansa enseguida. Es como si quisiéramos ver una película contemplando un fotograma ahora, otro dentro de un rato, y un tercero otro rato después.

    De esa manera, es difícil sacar nada en claro. Pero la culpa no sería de la película, porque con ese modo de verla no podemos saber si es buena o mala. Hay que tomarla con su ritmo, y entonces te haces una idea del argumento, y de los personajes, de las emociones que suscita, y entonces capta nuestra atención, y viéndola disfrutamos al tiempo que notamos que nos enriquece. De la misma manera, si en la mejora personal logras un ritmo más rápido, entonces te haces una idea de lo que ganas, y de lo que aún puedes ganar, y te gozas con ello, y eso mismo te anima a seguir adelante en ese empeño.

    La fuerza de la educación “El señor de las moscas” es una magnífica novela de William Golding. Cuenta la historia de una treintena de chicos ingleses que son los únicos supervivientes de un accidente aéreo. Deben organizar su vida ellos solos en una pequeña isla desierta, sin ayuda de ningún adulto. Agrupados en torno a dos jefes, Ralph y Jack, pronto comprueban que convivir no es tarea sencilla. Aparecen los primeros conflictos, difíciles de resolver en aquella situación, y finalmente estalla la violencia, que desemboca en una guerra abierta entre ellos, con trágicas consecuencias.

    La historia de la difícil convivencia de estos jóvenes náufragos está salpicada de multitud detalles que muestran la importancia fundamental de ese aprendizaje y esos valores que el hombre ha acumulado durante siglos y que transmite de una generación a otra mediante la educación. Frente a otras visiones más ingenuas sobre la bondad de los niños, Golding muestra la maldad que anida en el corazón humano, y apunta que la única posibilidad de rescate del hombre ha de venirle desde fuera. Sin ayuda, sin formación, el hombre se encuentra muy indefenso ante el empuje de sus malas tendencias. Es cierto que busca por naturaleza el bien, pero también es cierto que esa naturaleza está herida y que necesita muchos cuidados para funcionar correctamente.

    Cualquier persona con un poco de experiencia de la vida sabe lo que es la maldad del hombre, ha visto ya muchas veces su feo rostro de inhumanidad. Golding desenmascara la simpleza roussoniana de la bondad natural del hombre y su progresiva degradación por la maldad radical de la sociedad y de la cultura. Y cuestiona también el racionalismo arrogante del siglo XIX, que hizo a muchos confiar en que el progreso científico y económico traerían consigo un progreso moral igual de veloz. Los que alimentaban ese ideal pensaban haber dado de una vez por todas con la fórmula definitiva de la eficacia y el bienestar, pero pronto vieron que aquel optimismo era precipitado, que ese avance no significa que los hombres se entiendan mejor entre ellos, ni que haya más respeto mutuo, ni que vivan en paz. Y es que, en definitiva, por mucho progreso económico o científico que se alcance, nunca será fácil educar moralmente al hombre.

    La historia muestra numerosos testimonios bien elocuentes de hasta dónde puede llegar la maldad del hombre. Ni siquiera en sus noches más negras podía soñar hasta qué punto iba a degradarse y envilecerse. Pero tampoco sabía quizá cuánta fuerza permanece escondida en su interior para vencer peligros y superar pruebas.

    Todo hombre, para ser bueno, o para mantenerse en el bien, necesita ayuda para hacer rendir esos talentos latentes que encierra. Es cierto que al final es siempre la propia libertad quien tiene la última palabra, pero sería bastante ingenuo minusvalorar la influencia enorme que tiene la formación. Por eso, educar bien a los hijos en la familia, a los alumnos en la escuela o la universidad, o cualquier otra tarea relacionada con la formación de la nuevas generaciones debería considerarse como uno de los empeños de más trascendencia y responsabilidad en cualquier sociedad que realmente piense en su futuro.

    Transmitir el progreso científico o económico es relativamente fácil, pero transmitir los progresos morales siempre será difícil, pues requieren su asimilación personal y su empleo práctico. Como ha escrito Leonardo Polo, sin hábitos no hay educación, sólo se ilustra. Es imprescindible el esfuerzo personal por adquirir esos hábitos. Y eso resultará costoso siempre, en cualquier lugar o época. Es un progreso personal que nos lleva la vida entera y del que depende en gran parte el acierto en el vivir. Bien merece, por tanto, nuestra atención.

  • Inteligencia emocional

    • Educar los sentimientos
    • Conocimiento propio
    • Sentimientos de insatisfacción
    • Repertorio emocional
    • Control de la preocupación
    • Empatía
    • Capacidad de demorar la gratificación

    Educar los sentimientos He sabido que cada año, sólo en Francia, se fugan de sus casas cien mil adolescentes, y cincuenta mil intentan suicidarse. Los estragos de las drogas —blandas, duras, naturales o de diseño— son conocidos y lamentados por todos. Parece como si las conductas adictivas fueran casi el único refugio a la desolación de muchos jóvenes. La gente mueve la cabeza horrorizada y piensa que casi nada se puede hacer, que son los signos de los tiempos, un destino inexorable y ciego.

    Sin embargo, se pueden hacer muchas cosas. Y una de ellas, muy importante, es educar mejor los sentimientos. El sentimiento no tiene por qué ser un sentimentalismo vaporoso, blandengue y azucarado. El sentimiento es una poderosa realidad humana, que es preciso educar, pues no en vano los sentimientos son los que con más fuerza habitualmente nos impulsan a actuar.

    Los sentimientos nos acompañan siempre, atemperándonos o destemplándonos. Aparecen siempre en el origen de nuestro actuar, en forma de deseos, ilusiones, esperanzas o temores. Nos acompañan luego durante nuestros actos, produciendo placer, disgusto, diversión o aburrimiento. Y surgen también cuando los hemos concluido, haciendo que nos invadan sentimientos de tristeza, satisfacción, ánimo, remordimiento o angustia.

    Sin embargo, este asunto, de vital importancia en educación, en muchos casos abandonado a su suerte. La confusa impresión de que los sentimientos son una realidad innata, inexorable, oscura, misteriosa, irracional y ajena a nuestro control, ha provocado un considerable desinterés por su educación. Pero la realidad es que los sentimientos son influenciables, moldeables, y si la familia y la escuela no empeñan en ello, será el entorno social quien se encargue de hacerlo.

    Todos contamos con la posibilidad de conducir en bastante grado los sentimientos propios o los ajenos. Con ello cuenta quien trata de enamorar a una persona, o de convencerle de algo, o de venderle cualquier cosa. Desde muy pequeños, aprendimos a controlar nuestras emociones y a también un poco las de los demás. El marketing, la publicidad, la retórica, siempre han buscado cambiar los sentimientos del oyente. Todo esto lo sabemos, y aún así seguimos pensando muchas veces que los sentimientos difícilmente pueden educarse. Y decimos que las personas son tímidas o desvergonzadas, generosas o envidiosas, depresivas o exaltadas, cariñosas o frías, optimistas o pesimistas, como si fuera algo que responde casi sólo a una inexorable naturaleza.

    Es cierto que las disposiciones sentimentales tienen una componente innata, cuyo alcance resulta difícil de precisar. Pero sabemos también la importancia de la primera educación infantil, del fuerte influjo de la familia, de la escuela, de la cultura en que se vive. Las disposiciones sentimentales pueden modelarse bastante. Hay malos y buenos sentimientos, y los sentimientos favorecen unas acciones y entorpecen otras, y por tanto favorecen o entorpecen una vida digna, iluminada por una guía moral, coherente con un proyecto personal que nos engrandece. La envidia, el egoísmo, la agresividad, la crueldad, la desidia, son ciertamente carencias de virtud, pero también son carencias de una adecuada educación de los correspondientes sentimientos, y son carencias que quebrantan notablemente las posibilidades de una vida feliz.

    Educar los sentimientos es algo importante, seguramente más que enseñar matemáticas o inglés. ¿Quién se ocupa de hacerlo? Es triste ver tantas vidas arruinadas por la carcoma silenciosa e implacable de la mezquindad afectiva. La pregunta es ¿a qué modelo sentimental debemos aspirar? ¿cómo encontrarlo, comprenderlo, y después educar y educarse en él? Es un asunto importante, cercano, estimulante y complejo.

    Conocimiento propio Tales de Mileto, aquel pensador de la antigua Grecia que es considerado como el primer filósofo conocido de todos los tiempos, escribió hace 2.600 años que la cosa más difícil del mundo es conocernos a nosotros mismos, y la más fácil hablar mal de los demás.

    Y en el templo de Delfos podía leerse aquella famosa inscripción socrática —gnosei seauton: conócete a ti mismo—, que recuerda una idea parecida.

    Conocerse bien a uno mismo representa un primer e importante paso para lograr ser artífice de la propia vida, y quizá por eso se ha planteado como un gran reto para el hombre a lo largo de los siglos.

    Conviene preguntarse con cierta frecuencia (y buscando la objetividad): ¿cómo es mi carácter? Porque es sorprendente lo beneficiados que resultamos en los juicios que hacen nuestros propios ojos. Casi siempre somos absueltos en el tribunal de nuestro propio corazón, aplicando la ley de nuestros puntos de vista, dejando la exigencia para los demás. Incluso en los errores más evidentes encontramos fácilmente multitud de atenuantes, de eximentes, de disculpas, de justificaciones.

    Si somos así, y parecemos ciegos para nuestros propios defectos, ¿cómo se puede mejorar? Mejoraremos procurando conocernos. Mejoraremos escuchando de buen grado la crítica constructiva que nos vayan haciendo con cualquier ocasión. Pero a eso se aprende sólo cuando uno es capaz de decirse a sí mismo las cosas, cuando es capaz de cantarle las verdades a uno mismo. Procura conocer cuáles son tus defectos dominantes. Procura sujetar esa pasión desordenada que sobresale de entre las demás, pues así es más fácil después vencer las restantes.

    Para uno, su vicio capital será la búsqueda permanente de la comodidad, porque huye del trabajo con verdadero terror; para otro, quizá su mal genio o su amor propio exagerado, o su testarudez; para un tercero, a lo mejor su principal problema es la superficialidad o la frivolidad de sus planteamientos. Piénsalo. Cada uno de tus defectos es un foco de deterioro de tu carácter. Si no los vences a tiempo, si no les pones coto, te puede salir mal la partida de la vida.

    Quizá lo que hace más delicada la formación del carácter es precisamente el hecho de que se trata de una tarea que requiere años, decenas de años. Ésa es su principal dificultad.

    Toth comparaba este trabajo a la formación de un cristal a partir de una disolución saturada que se va desecando. Las moléculas van ordenándose lentamente conforme a unas misteriosas leyes, en un proceso que puede durar horas, meses, o muchos años. Los cristales se van haciendo cada vez mayores y constituyendo formas geométricas perfectas, según su naturaleza…, siempre que, claro está, ningún agente externo estorbe la marcha de ese lento y delicado proceso de cristalización. Porque un estorbo puede hacer que acabe, en vez de en un magnífico cristal, en una simple agregación de pequeños cristales contrahechos.

    Puede ser ése el principal error de muchos jóvenes, o quizá de sus padres. Pensar que aquellos reiterados estorbos en el camino de la delicada cristalización de su espíritu eran algo sin importancia. Y cuando advirtieron que habían cuajado en un carácter torcido y contrahecho, poco remedio quedaba ya.

    ¿Hay entonces en el carácter cosas que no tienen remedio? Siempre estamos a tiempo de reconducir cualquier situación. Ninguna, por terrible que fuera, determina un callejón sin salida. Pero no debe ignorarse que hay tropiezos que dejan huella, que suponen todo un trecho equivocado cuesta abajo que hay que desandar penosamente.

    Piensa en esas malas costumbres, en esa terquedad que cuando eras niño resultaba graciosa y ahora se ha vuelto más espinosa y más dura. Piensa en cómo dominas tu genio, en cómo soportas la contrariedad. Piensa si no eres un cardo. Porque cardos surgen en todas las almas y es cuestión de saber eliminarlos cuando aún están tiernos. Esa solicitud y esa lucha continua es la educación.

    Procura ver las cosas buenas de los demás, que siempre hay. Y cuando veas defectos, o algo que te parece a ti que son defectos, piensa si no los hay —esos mismos— también en tu vida. Porque a veces vemos:

  • a un quejica que se queja de que los demás se quejan;
  • a un charlatán agotador que protesta porque otro habla demasiado;
  • a uno que es muy individualista en el fútbol y luego se queja de que no le pasan el balón;
  • que recrimina agriamente los errores a sus compañeros y luego resulta que él falla más que nadie;
  • al típico personaje irascible que se rasga las vestiduras ante el mal genio de los demás.

    ¿Por qué? Quizá sea efectivamente porque —no se sabe en virtud de qué misteriosa tendencia— proyectamos en los demás nuestros propios defectos.

    El conocimiento propio también es muy útil para aprender a tratar a los demás. Hay, por ejemplo, padres impacientes a quienes con frecuencia se les escuchan frases como “le he dicho a esta criatura por lo menos cuarenta veces que…, y no hay manera”. Y cabría preguntarse: bien, pero ¿y tú? ¿No te sucede a ti que te has propuesto también cuarenta veces muchas cosas que luego nunca logras hacer? ¿No podemos entonces exigir nada a los hijos porque nosotros somos peor que ellos…? No, por supuesto. Pero cuando alguien es consciente de sus propios defectos, la tarea de educar se ve muchas veces como una tarea que tiene bastante de compañerismo. Y se celebra el triunfo del otro y se sabe disculpar y disimular la derrota, porque se confía en que le llegarán también tiempos de victoria. Por eso no viene mal tener en la cabeza nuestros fallos y nuestros errores a la hora de corregir, para saber conjugar bien la exigencia con la comprensión.

    Sentimientos de insatisfacción Se dice que los dinosaurios se extinguieron porque evolucionaron por un camino equivocado: mucho cuerpo y poco cerebro, grandes músculos y poco conocimiento.

    Algo parecido amenaza al hombre que desarrolla en exceso su atención hacia el éxito material, mientras su cabeza y su corazón quedan cada vez más vacíos y anquilosados. Quizá gozan de un alto nivel de vida, poseen notables cualidades, y todo parece apuntar a que deberían sentirse muy dichosos; sin embargo, cuando se ahonda en sus verdaderos sentimientos, con frecuencia se descubre que se sienten profundamente insatisfechos. Y la primera paradoja es que ellos mismos muchas veces no saben explicar bien por qué motivo.

    En algunos casos, esa insatisfacción proviene de una dinámica de consumo poco moderado. Llega un momento en que comprueban que el afán por poseer y disfrutar cada día de más cosas sólo se aplaca fugazmente con su logro, y ven cómo de inmediato se presentan nuevas insatisfacciones ante tantas otras cosas que aún no se poseen. Es una especie de tiranía (que ciertas modas y usos sociales facilitan que uno mismo se imponga), y hace falta una buena dosis de sabiduría de la vida para no caer en esa trampa (o para salir de ella), y evitarse así mucho sufrimiento inútil.

    En otras personas, la insatisfacción proviene de la mezquindad de su corazón. Aunque a veces les cueste reconocerlo, se sienten avergonzadas de la vida que llevan, y si profundizan un poco en su interior, descubren muchas cosas que les hacen sentirse a disgusto consigo mismas (y eso les lleva con frecuencia a maltratar a los demás, por aquello de que quien la tiene tomada consigo mismo, la acaba tomando con los demás).

    En cambio, quien ha sabido seguir un camino de honradez y de verdad, desoyendo las mil justificaciones que siempre parecen encubrir cualquier claudicación (“lo hace todo el mundo”, “se trata sólo de una pequeña concesión excepcional”, “no hago daño a nadie”, etc.), quien logra mantener la rectitud y rechazar esas justificaciones, se sentirá habitualmente satisfecho, porque no hay nada más ingrato que convivir con uno mismo cuando se es un ser mezquino.

    Otras veces, la insatisfacción se debe a algún sentimiento de inferioridad. Otras, tiene su origen en la incapacidad para lograr dominarse a uno mismo, como sucede a esas personas que son arrolladas por sus propios impulsos de cólera o agresividad, por la inmoderación en la comida o la bebida, etc., y después, una vez recobrado el control, se asombran, se arrepienten y sienten un profundo rechazo de sí mismas.

    También las manías son una fuente de sentimientos de insatisfacción. Si se deja que arraiguen, pueden llegar a convertirse en auténticas fijaciones que dificultan llevar una vida psicológicamente sana. Además, si no se es capaz de afrontarlas y superarlas, con el tiempo tienden a extenderse y multiplicarse.

    Algo parecido podría decirse de las personas que viven dominadas por sentimientos relacionados con la soledad, de los que suele costar bastante salir, unas veces por una actitud orgullosa (que les impide afrontar el aislamiento que padecen y se resisten a aceptar que estén realmente solas), otras porque no saben adónde acudir para ampliar su entorno de amistades, y otras porque les falta talento para relacionarse.

    Incluso personas con una intensa vida social también pueden sentirse a veces muy solas e insatisfechas: quizá porque su exuberante actividad puede ser superficial y encubrir una soledad mal resuelta; o porque sus contactos y relaciones pueden estar mantenidos casi exclusivamente por interés; o porque son personas de fama o de éxito, y perciben ese trato social como poco personal, o como adulación; etc. Y también puede suceder lo contrario, y una soledad puede ser sólo aparente: hay personas que creen importar poco a los demás, y un buen día sufren algo más extraordinario y se sorprenden de la cantidad de personas que les ofrecen su ayuda (la satisfacción que sienten entonces da una idea de la importancia de estar cerca de quien pasa por un momento de mayor dificultad).

    En cualquier caso, saber de dónde provienen los sentimientos de insatisfacción es decisivo para abordarlos con acierto y así gobernar con eficacia la propia vida afectiva.

    Repertorio emocional Para establecer una relación positiva con los demás, y poder así decirse las cosas de forma fluida y sin acritud, es preciso cultivar toda una serie de capacidades destinadas a combatir la negatividad y a establecer una relación no defensiva con los demás.

    El principal obstáculo es que probablemente en nuestro interior tenemos grabadas unas respuestas emocionales negativas que no es fácil cambiar de la noche a la mañana. Por eso hemos de poner esfuerzo en familiarizarnos con respuestas emocionales más positivas, de modo que, con el tiempo, las vayamos evocando de forma más natural y espontánea, en la medida que las incorporemos más a nuestro repertorio emocional. Algunos ejemplos de esas capacidades emocionales pueden ser los siguientes: Tranquilizarse a uno mismo, pues al enfadamos perdemos bastante de nuestra capacidad de escuchar, pensar y hablar con claridad, y la excitación del enfado tiende a generar un enfado mayor si uno no se da un tiempo muerto hasta lograr tranquilizarse.

    Desintoxicarse de pensamientos negativos hipercríticos, que suelen ser los principales desencadenantes de conflictos. Cuando logramos darnos cuenta de que nos embargan pensamientos de ese tipo, y nos decidimos a hacerles frente, el problema suele estar ya casi resuelto.

    Escuchar y hablar de modo que nuestras palabras no despierten la defensividad del interlocutor, es decir, que no las perciba como críticas u hostiles. De modo análogo, hemos de esforzarnos en escuchar a los demás sin interpretar como un ataque lo que quizá es una simple queja o una observación bienintencionada.

    Detectar temas, momentos o situaciones de hipersensibilidad. Si observamos una actitud de defensividad en una determinada persona, será una manifestación clara de que el tema que se está tratando reviste importancia para ella (y que por tanto conviene andarse con especial tacto), o que en ese momento está alterada por algo, o que hay alguna razón por la que nuestra relación con esa persona se ha dañado, en poco o en mucho. Por ejemplo, si observamos que le ha contrariado que interrumpamos una explicación suya, podemos terciar, sin acritud, diciendo: “perdona, que te he interrumpido; di lo que ibas a decir”.

    Centrarse en los temas, sin enredarse en detalles nimios o en cuestiones colaterales que entorpecen el diálogo.

    No derivar hacia el ataque personal. Siempre es mejor, por ejemplo, decir un “me ha molestado que llegues tarde y no me hayas avisado”, que soltar un “eres un desconsiderado y un egoísta”.

    Disculparnos cuando advirtamos que nos hemos equivocado, y asumir con sencillez la responsabilidad que nos corresponda por nuestros errores.

    Procurar reflejar el estado emocional del interlocutor. Si, por ejemplo, alguien nos expresa una queja o una preocupación que le cuesta manifestar, hemos de procurar reflejar que nos hacemos cargo de lo que siente en ese momento.

    Ser generosos en el reconocimiento de los méritos de los demás, y no escamotear, cuando sea oportuno, los elogios razonables que destaquen y alaben explícitamente las cualidades del otro.

    Control de la preocupación Por lo general, la espiral de la preocupación, y con ella, la de la ansiedad, entorpece de tal modo el funcionamiento intelectual que pueden llegar a disminuir seriamente su rendimiento personal.

    Bastantes estudiantes, por ejemplo, son muy proclives a preocuparse y caer en estados de ansiedad, y esto afecta negativamente a sus resultados académicos.

    Mientras, a otros, el estado de preocupación, por ejemplo ante un examen, estimula su intensidad en el estudio, y gracias a eso logran un rendimiento mucho mayor.

    Ésa es la cuestión que conviene analizar: por qué a unos les estimula y a otros les paraliza.

    Según unos amplios estudios realizados por Richard Alpert, la diferencia entre unos y otros está en la forma de abordar esa sensación de inquietud que les invade ante la inminencia de un examen. A unos, la misma excitación y el interés por hacer bien el examen les lleva a prepararse y a estudiar con más seriedad; en otros casos, sin embargo, cuando se trata de personas ansiosas, sus pensamientos negativos (del estilo de «no seré capaz de aprobar», «se me dan mal este tipo de exámenes», «no sirvo para las matemáticas», etc.) sabotean sus esfuerzos, y la excitación interfiere con el discurso mental necesario para el estudio y enturbia después su claridad también durante la realización del examen.

    Las preocupaciones que tiene una persona mientras hace un examen reducen los recursos mentales disponibles para hacerlo bien. En ese sentido, si estamos demasiado preocupados por suspender, dispondremos de mucha menos atención para discurrir sobre lo que nos han preguntado y expresar una respuesta adecuada. Es así como las preocupaciones acaban convirtiéndose en profecías autocumplidas que conducen al fracaso.

    En cambio, quienes controlan sus emociones pueden utilizar esa ansiedad anticipatoria —ante la cercanía de un examen, o de dar una conferencia, o de acudir a una entrevista importante— para motivarse a sí mismos, prepararse adecuadamente y, en consecuencia, hacerlo mejor.

    Se trata de encontrar un punto medio —volvemos aquí de nuevo a la necesidad de un equilibrio— entre la ansiedad y la apatía, pues el exceso de ansiedad lastra el esfuerzo por hacerlo bien, pero la ausencia completa de ansiedad —en el sentido de indolencia, se entiende— genera apatía y desmotivación.

    Por eso, un cierto entusiasmo —incluso algo de euforia en algunas ocasiones— resulta muy positivo en la mayoría de las tareas humanas, sobre todo para las de tipo más creativo. Pero cuando la euforia crece demasiado o se descontrola, se convierte en un estado en el que la agitación socava toda capacidad de pensar de un modo lo suficientemente coherente como para que las ideas fluyan con acierto y realismo.

    Los estados de ánimo positivos aumentan la capacidad de pensar con flexibilidad y sensatez ante cuestiones complejas, y hacen más fácil encontrar soluciones a los problemas, tanto de tipo especulativo como de relaciones humanas. Por eso, una forma de ayudar a alguien a abordar con acierto sus problemas es procurar que se sienta alegre y optimista. Las personas bienhumoradas gozan de una predisposición que les lleva a pensar de una forma más abierta y positiva, y gracias a eso poseen una capacidad de tomar decisiones notablemente mejor.

    Los estados de ánimo negativos, en cambio, sesgan nuestros recuerdos en una dirección negativa, haciendo más probable que nos retiremos hacia decisiones más apocadas, temerosas y suspicaces.

    Empatía Es la hora del recreo en la guardería y un grupo de niños está corriendo por el patio. Varios tropiezan, y uno de ellos se hace daño en una rodilla y comienza a llorar. Todos los demás siguen con sus juegos, sin prestarle atención…, excepto Roger.

    Roger se detiene junto a él, le observa, espera a que se calme un poco, y después se agacha, frota con la mano su propia rodilla y comenta, con un tono comprensivo y conciliador: “¡vaya, yo también me he hecho daño!” Esta escena es observada por un equipo investigador que dirigen Tomas Hatch y Howard Gardner, en una escuela norteamericana.

    Al parecer, Roger tiene una extraordinaria habilidad para reconocer los sentimientos de sus compañeros de guardería y para establecer un contacto rápido y amable con ellos. Fue el único que se dio cuenta del estado y el sufrimiento de su compañero, y también fue el único que trató de consolarle, aunque sólo pudiera ofrecerle su propio dolor: un gesto que denota una habilidad especial para las relaciones humanas y que, en el caso de un preescolar, augura la presencia de un conjunto de talentos que irán floreciendo a lo largo de su vida.

    Al término de su estudio sobre el comportamiento infantil en la escuela, estos investigadores propusieron una serie de habilidades que reflejan el talento social de una persona:

  • Capacidad de liderazgo, es decir, de movilizar y coordinar los esfuerzos de un grupo de personas. Es una capacidad que se apunta ya en el patio del colegio, cuando en el recreo surge un niño o una niña —siempre los hay— que decide a qué jugarán, y cómo; y que pronto acaba siendo reconocido por todos como líder del grupo.
  • Capacidad de negociar soluciones, o sea, de mediar entre las personas para evitar la aparición de conflictos o para solucionar los ya existentes. Son los niños —también los hay siempre— que suelen resolver las pequeñas disputas que se producen en el patio de recreo.
  • Capacidad de establecer conexiones personales, esto es, de dominar el sutil arte de las relaciones humanas que requieren la amistad, el amor o el trabajo en equipo. Es la habilidad que acabamos de señalar en Roger: son esos niños que saben llevarse bien con todos, que saben reconocer el estado emocional de los demás, y que suelen ser por ello muy queridos por sus compañeros.
  • Capacidad de análisis social, es decir, de detectar e intuir los sentimientos, motivos e intereses de las personas. Son los niños que desde muy pronto se sitúan sobre cómo son los demás compañeros o profesores, y demuestran una intuición muy notable.

    El conjunto de esas habilidades —que, insistimos, son al tiempo innatas y adquiridas— constituye la materia prima de la inteligencia interpersonal, y es el ingrediente fundamental del encanto, del éxito social y del carisma personal. Habilidades que reportan una indudable ventaja en la vida familiar, en la amistad, en el mundo laboral o en muchos otros ámbitos de la existencia.

    Como ha señalado Daniel Goleman, esas personas socialmente inteligentes saben controlar la expresión de sus emociones, conectan más fácilmente con los demás, captan enseguida sus reacciones y sentimientos, y gracias a eso pueden reconducir o resolver los conflictos que aparecen siempre en cualquier interacción humana. Muchos son también líderes naturales, que saben expresar los sentimientos colectivos latentes y guiar a un grupo hacia el logro de sus objetivos. Son, en cualquier caso, el tipo de personas con quienes a los demás les gusta estar porque hacen siempre aportaciones constructivas y transmiten buen humor y sentido positivo.

    Capacidad de demorar la gratificación En la década de los sesenta, Walter Mischel llevó a cabo desde la Universidad de Stanford una investigación con preescolares de cuatro años de edad, a los que planteaba un sencillo dilema: «Ahora debo marcharme y regresaré dentro de veinte minutos. Si quieres, puedes tomarte esta chocolatina, pero si esperas a que yo vuelva, te daré dos.» Aquel dilema resultó ser un auténtico desafío para los chicos de esa edad. Se planteaba en ellos un fuerte debate interior: la lucha entre el impulso a tomarse la chocolatina y el deseo de contenerse para lograr más adelante un objetivo mejor.

    Era una lucha entre el deseo primario y el autocontrol, entre la gratificación y su demora. Una lucha de indudable trascendencia en la vida de cualquier persona, pues no puede olvidarse que tal vez no hay habilidad psicológica más esencial que la capacidad de resistir el impulso. Resistir el impulso es el fundamento de cualquier tipo de autocontrol emocional, puesto que toda emoción supone un deseo de actuar, y es evidente que no siempre ese deseo será oportuno.

    El caso es que Walter Mischel llevó a cabo su estudio, y efectuó un seguimiento de esos mismos chicos durante más de quince años.

    En la primera prueba, comprobó que aproximadamente dos tercios de esos niños de cuatro años de edad fueron capaces de esperar lo que seguramente les pareció una eternidad, hasta que volvió el experimentador. Pero otros, más impulsivos, se abalanzaron sobre la chocolatina a los pocos segundos de quedarse solos en la habitación.

    Además de comprobar lo diferente que era entre unos y otros la capacidad de demorar la gratificación y, por tanto, el autocontrol emocional, una de las cosas que más llamó la atención al equipo de experimentadores fue el modo en que aquellos chicos soportaron la espera: volverse para no ver la chocolatina, cantar o jugar para entretenerse, o incluso intentar dormirse.

    Pero lo más sorprendente vino unos cuantos años después, cuando pudieron comprobar que la mayor parte de los chicos y chicas que en su infancia habían logrado resistir aquella espera, luego en su adolescencia eran notablemente más emprendedores, equilibrados y sociables.

    Aquel estudio comparativo revelaba que —en términos de conjunto— quienes en su momento superaron la prueba de la chocolatina fueron luego, diez o doce años después, personas mucho menos proclives a desmoralizarse, más resistentes a la frustración, y más decididos y constantes.

    Como es natural, no es que el futuro esté ya predeterminado para cada persona desde su nacimiento, entre otras cosas porque no puede olvidarse que a los cuatro años se ha recibido ya mucha educación. Hay, sin duda, toda una herencia genética, un temperamento innato que influye bastante, pero no es ése el factor principal. Un niño de cuatro años puede haber aprendido a ser obediente o desobediente, disciplinado o caprichoso, ordenado o desordenado, como bien puede atestiguar, por ejemplo, cualquier padre o madre de familia, o cualquier persona que trabaje en un preescolar.

    Es indudable que el tipo de educación que había recibido cada uno de esos chicos influyó sin duda decisivamente en el resultado de aquella prueba de las chocolatinas. Por eso, más que alentar oscuros determinismos ya cerrados desde la infancia, o viejas tesis conductistas, lo que aquella investigación vino a resaltar es cómo las aptitudes que despuntan tempranamente en la infancia suelen florecer más adelante, en la adolescencia o en la vida adulta, dando lugar a un amplio abanico de capacidades emocionales: la capacidad de controlar los impulsos y demorar la gratificación, aprendida con naturalidad desde la primera infancia, constituye una facultad fundamental, tanto para cursar una carrera como para ser una persona honrada o tener buenos amigos.

    Es cierto que, en aquella prueba de las chocolatinas, habría sido quizá más acertado proponer una prueba que destacara esa capacidad de demorar la gratificación de un modo más positivo, menos material. En todo caso, sirve para mostrar cómo los chicos de cuatro años poseen ya importantes capacidades emocionales (como percibir la conveniencia de reprimir un impulso, o saber desviar su atención de la tentación presente), y que educarles en esas capacidades será de gran ayuda para su desarrollo futuro.

    La capacidad de resistir los impulsos, demorando o eludiendo una gratificación para alcanzar otras metas —ya sea aprobar un examen, levantar una empresa o mantener unos principios éticos—, constituye una parte esencial del gobierno de uno mismo. Y todo lo que en la tarea de educación —o de autoeducación— pueda hacerse por estimular esa capacidad será de una gran trascendencia.

  • Carácter y autoestima

    • Autoestima y educación
    • Autoestima y estado de ánimo
    • Autoestima y afán por mejorar
    • Sentimientos de inferioridad
    • Perdonarse a uno mismo
    • ¿Falta de dotes naturales?

    Autoestima y educación Como ha escrito Miguel Angel Martí, a veces parece como si sólo existieran dos tipos de personas. Unas que se sobrevaloran, cayendo así en actitudes más o menos engreídas o prepotentes. Y otras —que son quizá las menos—, que se infravaloran, que únicamente son capaces de ver en su personalidad los aspectos negativos y las deficiencias. Y su relación con ellos mismos es intrapunitiva, se sienten culpables de todos sus fracasos, aunque éstos se deban a factores externos, y esto les lleva a una cruel inseguridad, y a valorar siempre más la opinión de los otros que la suya propia. Son personas que, en casos extremos, pueden terminar necesitando ayuda médica para entablar con los demás unas relaciones de igualdad y sentir un mínimo de afecto por ellas mismas.

    La falta de autoestima, además, suele conducir a un círculo vicioso de actitudes mentales negativas. Puede comenzar pensando, por ejemplo, que no será capaz de alcanzar una meta que se ha propuesto, porque tiene la impresión de que rara vez logra lo que se propone. Se encamina hacia ella con talante gris y mortecino, tarde y sin entusiasmo, con más miedo al fracaso que afán de lograr el éxito. Si luego las cosas no salen —y no suelen salir cuando se acometen así—, la experiencia, una vez más, vuelve a reforzar el juicio negativo anterior: de nuevo se ha demostrado que no valgo, que he fallado y que seguiré igual en el futuro.

    Un correcto sentido de autoestima debe estar presente en todo proceso educativo, tanto familiar como escolar, y resulta fundamental para la propia maduración psicológica y para formar el carácter. Cuando la persona aprende a respetarse a sí misma, y a no compararse dañosa e inútilmente con los demás, tiene entonces mayor facilidad para tomar conciencia de su propia singularidad y dignidad. Es decisivo comprender que cada ser humano posee unas virtualidades propias que sólo él mismo —con la ayuda que sea necesaria— puede llegar a hacer rendir, proponiéndose proyectos y metas a las que se siente llamado y que llenarán de contenido su existencia.

    El fomento de la autoestima no debe llevar, bajo ningún concepto, a promover un modelo de personalidad narcisista. La autoestima es un sensato y equilibrado afecto por uno mismo, que no tiene por qué conducir al egoísmo ni a la vanidad. La autoestima es respeto a la propia persona, convicción de que cada uno es portador de una alta dignidad como hombre, comprensión profunda de que cada ser humano es irrepetible, llamado a realizar en el mundo una tarea que dará sentido a su vida y que nadie puede hacer por él.

    ¿Son compatibles autoestima y humildad? Para muchas personas parecen valores difíciles de conciliar, quizá porque en su interior piensan que la humildad es algo tan simple como tener una mala opinión acerca de los propios valores y talentos. Pero la verdadera humildad no es eso, ni es tampoco una absurda simulación de falta de cualidades, pues la humildad no puede violentar la verdad, no está en exaltarse ni en infravalorarse, sino que va unida al conocimiento propio, a la sinceridad, la sencillez y la naturalidad.

    Muchos afirman que las personas de mucho talento tienen más fácil caer en la vanidad o la egolatría. Sin embargo, tengo la impresión de que las actitudes vanidosas o ególatras no son cuestión de mucho o poco talento, sino que son más bien un problema de virtud, de educación, de sentido común. Es más, podría incluso decirse que las actitudes engreídas revelan, en cierta manera, poca cabeza: porque todo ese tórrido presumir de talentos que uno ha recibido sin ningún mérito propio es bastante ridículo y carente de sentido, y quizá venga a demostrar más bien que todo ese supuesto talento es bastante escaso.

    Tal vez el hecho de que en el mundo abunden los ególatras sea la causa de que se insista tan poco desde los distintos ámbitos de la educación en la necesidad que tiene el hombre de ser educado en un sensato principio de autoestima.

    Autoestima y estado de ánimo Cuando alguien se encuentra desanimado, se ve peor a sí mismo, y eso suele llevarle a un menor aprecio hacia sí mismo. Autoestima y estado de ánimo suelen ascender o descender de modo paralelo.

    Una autoestima demasiado baja suele generar actitudes de frecuente desánimo, de no atreverse a casi nada, de desarrollar poco las propias capacidades y ver casi todo como inasequible. Con esa actitud, la derrota viene dada de antemano, antes de entrar en batalla, por esa injustificada infravaloración de uno mismo.

    Cuando esa baja autoestima ha arraigado de modo profundo en una persona, hacerle comprender su error no será tarea fácil. Les cuesta mucho admitir cualquier valoración positiva de uno mismo, y cuando otras personas intentan hacérselo ver, con frecuencia lo interpreta como halagos infundados, simples cumplidos de cortesía, o bien como un ingenuo desconocimiento de la realidad, o incluso un intento de tomarle el pelo.

    ¿Es bueno entonces tener una alta autoestima, cuanta más mejor? Sí, si se enfocan bien las cosas. Pero si tener una alta autoestima lleva a pensar sólo en uno mismo, a valorarse más de lo que se vale, o a un exceso de comprensión con uno mismo, a ser egoísta y engreído, etc., es evidente que eso sería malo. En ese sentido, podría decirse que tanto la baja autoestima como la excesivamente alta son destructivas para la personalidad y psicológicamente insanas.

    Los sentimientos de culpa, o de vergüenza, o de insatisfacción ante algo que hemos hecho o dejado de hacer, no son sentimientos buenos ni malos de por sí. A veces serán muy necesarios, puesto que habrá cosas que haremos mal y de las que es bueno que nos sintamos culpables y avergonzados; otras veces serán inadecuados, porque nos atormentan de modo patológico y tienen un efecto destructivo y contraproducente. Se trata de sentimientos que, como todos, deben tener medida y adecuación a su causa.

    A medida que una persona va madurando y adquiriendo solidez, su nivel de autoestima se irá haciendo más estable, gracias a un mejor conocimiento de sí misma y a poseer criterios más sólidos a la hora de encontrar motivos de propia estimación. Ya no es tan fácil que una opinión favorable o desfavorable, o un sencillo acierto o error, una buena o mala noticia, ocasionen fuertes oscilaciones en su estado de ánimo o su autoestima.

    También es importante aceptar con el modelo de vida a que uno aspira. Por ejemplo, el éxito social o profesional no bastan para garantizar la autoestima; si ciframos el ideal de persona valiosa y respetable en ser capaz de alcanzar grandes resultados económicos o de reconocimiento social, dejando al margen otros criterios más sólidos, es fácil que las cosas no nos vayan bien, tanto si conseguimos esos logros como si no. De hecho, hay una constante comprobación de que si los modelos de éxito se reducen a sólo una parte de la vida y no a su conjunto, al final no se quedan satisfechos de esos éxitos ni siquiera los pocos que llegan a conseguirlos.

    Está claro que tampoco se trata de rebajar los ideales para evitar las decepciones. Sería un camino fácil y equivocado. Es la estrategia del escepticismo vital, en la que se apagan los sentimientos de sana emulación y se enaltece, por el contrario, la falta de ideales y la mediocridad. Rebajar los ideales y decir que todo da igual, o que hoy día todo el mundo va a lo suyo y ya está, son actitudes que no conducen a nada bueno.

    Autoestima y afán por mejorar Es preciso proponerse aspiraciones e ideales altos, pero hay que hacerlo sobre una escala de valores y de expectativas acertada. Y una buena forma de progresar en autoestima es avanzar en la propia mejora personal. El hombre puede y debe aspirar a mejorar cada día a lo largo de su vida. Se trata de una tarea que siempre produce grandes satisfacciones, y que, en cierta manera, llenará de sentido nuestra existencia.

    Nunca se llegará a ser perfecto, es verdad, y por eso no debe confundirse el ideal de buscar la propia mejora con un enfermizo afán perfeccionista. Querer aproximarse lo más posible a un ideal de perfección es muy diferente del perfeccionismo, o de embarcarse en la utópica pretensión de llegar a no tener defecto alguno (o la más peligrosa aún, de querer que los demás tampoco los tengan).

    El hombre ha de enfrentarse a sus defectos de modo inteligente, aprendiendo de cada error, procurando evitar que sucedan de nuevo, conociendo sus limitaciones —sin miedo a mirarlas de frente— para evitar exponerse innecesariamente a ocasiones que superen nuestra resistencia. Así, además, comprenderá mejor los defectos de los demás y sabrá ayudarles de modo eficaz.

    La tarea de mejorarse a uno mismo no debe afrontarse como algo crispado, angustioso o estresante. Ha de ser un empeño continuo, que se aborda en el día a día con ánimo sereno, de modo cordial y con espíritu deportivo, sabiendo las dificultades con las que nos enfrentaremos y la importancia radical de la constancia en ese propósito.

    En las dos o tres últimas décadas, la enseñanza básica de muchos países occidentales se ha esforzado por fortalecer la autoestima de los alumnos prodigando alabanzas incluso cuando los resultados eran desoladores. Se trataba, ante todo, de no desanimar. La idea era que, educando así, esas personas tendrían en el futuro muchos menos problemas, porque su elevada autoestima les impediría tener un comportamiento antisocial.

    Los resultados —la terca realidad— está haciendo que sean cada vez son más los especialistas que dudan seriamente de que ése sea un buen método pedagógico, y piensan que esa falsa autoestima puede causar mucho daño. Si se pone tanto empeño en no culpabilizar a nadie y en defender cualquier opción, el resultado es que esas personas acaban parapetándose tras sus opiniones y sus actos y se hacen impermeables al consejo y a cualquier crítica constructiva, puesto que toda observación que no sea de alabanza se recibe negativamente.

    La conclusión parece clara: el exceso de autoindulgencia, el alabarlo todo, o relativizarlo todo, conduce a más patologías de las que evita. Decir a los hijos o a los alumnos que todo lo que hacen está bien, o que hagan lo que les parezca mientras lo hagan con convicción, o cosas por el estilo, acaba por dejarles en una posición muy vulnerable. Esas personas se sentirán tremendamente defraudadas cuando al final choquen con la dura realidad de la vida.

    Como ha señalado Laura Schlessinger, es mejor basar la autoestima en logros reales. En pensar y servir a los demás, en hacer cosas que les lleven a sentirse útiles. No se trata de hacer cavar zanjas, alabar ese trabajo, y luego volver a taparlas. Se trata de avanzar en el camino de la virtud, dejar de lamentarse tanto de los propios problemas y tomar ocasión de ellos para forjar el propio carácter. Si se enseña a los niños a esforzarse por conseguir virtudes, la autoestima vendrá sola. Y si no se logra, al menos estarán viviendo en el mundo real.

    Sentimientos de inferioridad Como ha señalado Javier de las Heras, el sentimiento de inferioridad se debe a la existencia de un defecto que se vive como algo vergonzoso, humillante, indigno de uno mismo e inaceptable. En no pocos casos, además, se trata sólo de un presunto defecto, ya que, cuando se conoce y se analiza con un mínimo de objetividad, se comprueba que no hay motivos de peso para considerarlo tal, o que, en cualquier caso, se le está dando una importancia subjetiva desmesurada.

    Lo habitual es que todo esto se lleve en el secreto de la propia intimidad, y que tenga una importante carga subjetiva. Son evidencias interiores que muchas veces no resultan nada previsibles ni evidentes desde el exterior, pero que suelen constituir un intenso y profundo motivo de desasosiego y condicionar bastante la personalidad y el comportamiento de quien las sufre.

    Lo sorprendente es que hay gente muy valiosa que también sufre sentimientos de inferioridad. La fuerte carga subjetiva de esos sentimientos hace que, en efecto, se produzcan situaciones bastante sorprendentes. No es extraño, por ejemplo, que una persona que posea unas cualidades muy superiores a la media de quienes le rodean esté fuertemente condicionada por un sentimiento de inferioridad proveniente de cualquier sencilla cuestión de poca importancia.

    Las épocas más proclives para esas impresiones son el final de la infancia y todo el periodo de la adolescencia. Por eso es importante en esas edades ayudarles a ser personas seguras y con confianza en sí mismas.

    Por otra parte, muchos autores aseguran que los sentimientos de superioridad suelen tener su origen en un intento de compensar otros sentimientos de inferioridad firmemente arraigados. Esos procesos suelen provocar actitudes presuntuosas, arrogantes e inflexibles, de personas envanecidas que tienden a tratar a los demás con poca consideración, y que si a veces se muestran más tolerantes o benevolentes, es siempre con un trasfondo paternalista, como si quisieran destacar aún más su poco elegante actitud de superioridad.

    Son personas a las que gusta darse importancia, y que exageran sus méritos y capacidades siempre que pueden; que siempre encuentran el modo de hablar, incluso a veces con aparente modestia, de manera que susciten —eso piensan ellos— admiración y deslumbramiento. Suelen ser bastante sensibles al halago, y por eso son presa fácil de los aduladores. Fingen despreciar las críticas, pero en realidad las analizan atentamente, y esperan rencorosamente la ocasión de vengarse. Están siempre pendientes de su imagen, muchas veces profundamente inauténtica, y con frecuencia recurren a defender ideas excéntricas, o a llevar un aspecto exterior peculiar y extravagante, con objeto de aparecer como persona original o con rasgos de genialidad. Buscan el modo de sorprender, para obtener así en otros algún eco que les confirme en su intento de convencerse de su identidad idealizada: por el camino de la inferioridad, acaban en el narcisismo más frustrante.

    Perdonarse a uno mismo Todos sabemos que, muchas veces, perdonar es difícil. Pero quizá para algunos sea especialmente difícil perdonarse a uno mismo. Y están tristes porque no se perdonan sus propios fracasos, porque alimentan sus errores dándoles vueltas en su memoria, porque parece que se empeñan en mantener abiertas sus propias heridas. Son como cadenas que se ponen a sí mismos, cárceles en las que se encierran voluntariamente.

    A lo mejor están tristes y sienten dentro del corazón como una especie de lanzada que les amarga la existencia, porque cargan con una responsabilidad que no les corresponde, por un fracaso que no es suyo, al menos en su totalidad.

    Sucede a veces, por ejemplo, con la educación de los hijos. Unas veces se falla porque se hace mal, otras porque hay circunstancias ajenas que lo estropean sin culpa de los padres, y otras simplemente porque los hijos son libres. En cualquier caso, la solución nunca es dejarse consumir por la tristeza, sino rectificar en lo posible el rumbo, procurar aprender, intentar recuperar el terreno que se haya perdido, mirar al futuro con esperanza.

    La falta de perdón para uno mismo suele generar tristeza, y una y otra tienen su origen en el orgullo. Y así como el orgullo del que es simplemente vanidoso, o de quien está pagado de sí mismo, es el más corriente y menos peligroso; en cambio, pasarse la vida dando vueltas a los propios errores suele ser señal de un orgullo más refinado y destructivo.

    Es preciso aprender a aceptarse serenamente a uno mismo. Aceptarse, que nada tiene que ver con una claudicación en la inevitable lucha que siempre acompaña a toda vida bien planteada, sino que es encontrar un sensato equilibrio entre exigirse y comprenderse a uno mismo.

    Conociéndose un poco es fácil saber cómo hacer frente a esos desánimos que acompañan a los propios errores y fracasos. Son instantes de hundimiento y de desazón, bajones de ánimo que pretenden ganarnos la partida de la vida.

    Conviene pararse a pensar en las razones que los producen. A veces nos avergonzará ver cómo pueden desanimarnos contratiempos tan tontos; cómo cosas de tan poca importancia pueden hacernos pasar de la euforia al abatimiento, o viceversa, de forma tan rápida. Para superarlos, conviene hacer un esfuerzo de reflexión, un serio intento para ser objetivo, para ver cómo alejar esas sombras de pesimismo que asaltan inadvertidamente a todos y que tantas veces no dejan ver la cara soleada de la vida.

    ¿Falta de dotes naturales? «Veo que lo que yo tardo una tarde entera en estudiar y luego apenas me acuerdo, mi compañera lo estudia en una hora… —decía con pesimismo Alicia, una atribulada estudiante de dieciséis años.

    »Yo me paso encerrada todo el fin de semana estudiando, y ella, en cambio, no da ni golpe y saca luego mejor nota.

    »Y estamos las dos igual de distraídas en clase, nos pregunta la profesora, y ella con dos ideas que recuerda le sale una respuesta convincente, y yo, en cambio, me quedo sin saber qué decir.

    »Cuando pienso en esto y me dedico a compararme, a veces me pongo muy triste al ver que todas me aventajan y que es algo que nunca podré evitar, porque no puedo hacer nada por remediarlo…» Las personas que, como Alicia, sufren con esta preocupación, deben convencerse de que no es verdad que estén en todo en inferioridad de condiciones, ni que lo suyo no tenga remedio. Que la naturaleza suele otorgar sus dones de forma más repartida de lo que parece. Y que otras personas con limitaciones superiores a las suyas han triunfado en la vida y han sido muy felices.

    Para empezar, es probable que se esté lamentando de unas limitaciones que no tienen la trascendencia que ella le da.

    Quizá también se olvida Alicia de otras muchas cualidades que posee, y que quizá no brillen tanto y por eso apenas las ha advertido, pero que probablemente sean más importantes que esas otras que le deslumbran en los demás.

    Ciertamente quizá otros tengan más simpatía, más gracia, más habilidad en lo que sea, mejor aspecto, más medios económicos o —en apariencia— más suerte y éxito en la vida. Pero eso no es lo fundamental. Son más importantes otras cosas que quizá llaman menos la atención. Y tantas veces, además, el que tiene menos talentos pero se esfuerza por hacerlos rendir, aunque le parezcan escasos, acaba finalmente por superar a otros mucho más capacitados.

    No es buena filosofía contemplar la vida en condicional, como lo que habría podido ser si fuéramos de otra manera o tuviéramos otras dotes o hubiéramos actuado de distinto modo. Se puede y se debe vivir la propia vida aceptándola como es.

    Y si nos faltan medios o talentos, habrá que sacar rendimiento a lo que se tiene y dejarse de vivir entre fantasías.

    Un chico o una chica inteligente debe sacar partido a su inteligencia y dejar de lamentarse de no lograr triunfar en los deportes, en las relaciones públicas y en el arte a la vez. Y un chico o una chica un poco feos o no muy listos, difícilmente llegarán a ser muy guapos o muy inteligentes, pero pueden ser simpáticos, agradables, buenos profesionales y hombres o mujeres excelentes. Lo mejor es ser el que somos y procurar ser cada día un poco mejor.

    Orgullo y culpa

    • Perdonar y pedir perdón
    • La fiebre del “no es esto”
    • Admitir la discrepancia
    • Intentos de supremacía
    • Personajes presuntuosos
    • ¿A quién echas las culpas?
    • Susceptibilidad
    • Escapar de uno mismo
    • La espiral del rencor

    Perdonar y pedir perdón Cualquier persona comete errores que producen ofensas en quienes le rodean, y esas ofensas suelen llevar aparejadas un sentido de culpa para su causante.

    Si esa persona pretendiera desentenderse de la realidad de esa ofensa que ha producido, o intentara proyectar sin razón su culpa sobre los demás, entonces se haría daño a sí mismo, porque no pone remedio a su mal —un verdadero y real sentido de culpa—, sino que lo ignora o lo oculta.

    Para vivir feliz, toda persona necesita del perdón. Todos ofendemos a alguien de vez en cuando —quizá con más frecuencia de lo que pensamos—, y para tener la paz necesitamos aceptar la correspondiente culpa, pedir perdón y reparar en lo posible la falta cometida.

    Sentirse culpable puede ser algo positivo si nos lleva a reflexionar y a buscar remedio. Sentirse habitualmente inocente de todo y repercutir la culpabilidad sobre los demás suele ser síntoma de la eficiente acción del orgullo, que suele ser corto de vista para los propios errores y agudísimo para los de los demás.

    Perdonar y pedir perdón son cosas que a veces van muy unidas. A veces, no llegamos a perdonar totalmente a otra persona, y quizá lo que sucede es que tendríamos que pedirle perdón. Porque es verdad que hay ofensas suyas, pero también ofensas nuestras. Porque los agravios suelen entrecruzarse en una maraña que siempre es difícil desliar.

    La vida es demasiado corta para tener atormentado el corazón o con un dolor que ofusque tu memoria. Sentirás la tentación de revivir una y mil veces tu ofensa, pero debes superarlo y perdonar. Además, muchas de las ofensas son imaginarias, y otras están magnificadas. Sea lo que sea, y sea con quien sea, enfréntate a ello. Busca la ocasión de curar esa herida. Coge el teléfono. O escríbele una carta, aprovechando que está fuera. O hazte el encontradizo. Memoriza unas palabras de acercamiento. Pide perdón.

    Para una correcta educación, será siempre necesario promover en la familia toda una dinámica que haga del perdón algo natural, que no necesite explicar a los hijos por qué deben disculpar.

    La facilidad para perdonar es algo que se respira en una casa. Y la resistencia a hacerlo, más todavía. Los hijos lo notan, porque observan a sus padres y hermanos continuamente. El chico aprenderá a perdonar viendo perdonar. Para una correcta educación, insisto, ha de aprender a perdonar. Entre otras razones, porque tendrá que perdonarnos muchas cosas.

    La fiebre del “no es esto” Cuenta la tradición que, en cierta ocasión, un bandido llamado Angulimal fue a matar a Buda. Y Buda le dijo: “Antes de matarme, ayúdame a cumplir un último deseo: corta, por favor, una rama de ese árbol.” Angulimal le miró con asombro, pero resolvió concederle aquel extraño último deseo, y de un tajo hizo lo que Buda le había pedido.

    Pero luego Buda añadió: “Ahora, por favor, vuelve a pegar la rama al árbol, para que siga floreciendo.” “Debes estar loco —contestó Angulimal— si piensas que eso es posible.” “Al contrario —repuso Buda—, el loco eres tú, que piensas que eres poderoso porque puedes herir, matar y destruir. Eso es cosa fácil, de niños. El verdaderamente poderoso es el que sabe crear y curar.” Para destruir, para arrasar, para gritar de forma estéril, para estar diciendo siempre que todo esta mal, que no es esto…; para todo eso no hace falta arte, ni ciencia, ni esfuerzo, ni cualidades.

    Es verdad que siempre es mejor la rebeldía que el conformismo burgués, porque pienso que no estar satisfecho del mundo en el que se vive y querer cambiarlo es algo digno de alabanza. Pero la rebeldía, que es necesaria, debe reunir ciertas condiciones, y quizá la primera sea saber contra qué nos rebelamos. Y es bueno, lógicamente, rebelarse contra el mal, contra la injusticia, contra la mediocridad…, sí, pero primero contra el mal, la injusticia y la mediocridad que haya en uno mismo. No podemos ser como esos rebeldes de pacotilla que ni estudian, ni dan ni golpe, ni pueden ponerse a nadie como ejemplo de nada. Lo suyo más que rebeldía son ganas de incordiar.

    La historia está llena de ejemplos de rebeldes que cuando llegaron al poder se volvieron burgueses. Y de rebeldes que, al fracasar, se convirtieron en resentidos que sólo sabían hacer crítica destructiva. Es muy fácil decir que algo está mal y que hay que cambiarlo. Lo difícil —y lo que hace falta— es aportar ideas positivas y conseguir cambiarlo realmente.

    Admitir la discrepancia Me contaron no hace mucho la historia de un pequeño cacique de una modesta población europea de los años sesenta.

    Se trataba de una persona que era alcalde de esa minúscula ciudad desde hacía muchos años, y nadie se atrevía a presentarse en las sucesivas elecciones municipales. Su dominio era completo. Nadie podía hacerle sombra ni rechistar sus órdenes. Toda decisión, hasta la más pequeña, pasaba por la mesa de su despacho.

    Pasaron los años y un buen día, ante el asombro de todos, apareció otro candidato. Las siguientes elecciones ya no serían la historia de siempre. Se prometían realmente interesantes.

    El eterno alcalde se sintió afrentado. Que alguien tuviera la desfachatez de hacerle la competencia era algo intolerable. No es que simplemente le molestara, es que no lo podía entender.

    El insólito rival lanzó su programa, distribuyó su propaganda, hizo sus promesas, y llegó por fin el momento de que las urnas resolvieran aquella confrontación. La expectación fue grande. Todo era muy distinto que las veces anteriores.

    Al final, por un estrecho margen, el nuevo candidato fue derrotado y el viejo cacique pudo respirar tranquilo. Enseguida hizo unas declaraciones a la prensa local. El recién reelegido alcalde estaba radiante de alegría. Tanto, que haciendo acopio de buenos sentimientos se refirió al vencido contrincante y dijo con voz solemne: “Le perdono”.

    Quizá alguna vez nos puede pasar, a nuestro nivel, algo parecido a lo que sucedió a este singular alcalde. Podemos llegar, curiosamente, a considerar una ofensa que nos lleven la contraria, o que nos hagan legítima competencia, o que piensen de forma distinta a nosotros y lo manifiesten públicamente.

    Detrás de cualquier problema en la educación o la formación hay siempre un principio de soberbia. Son actitudes en las que se manifiesta ese pequeño tirano que todos llevamos dentro. Actitudes que si las viéramos desde fuera de nosotros nos parecerían tan ridículas o más que la de este alcalde a quien tanto costó perdonar al que había osado hacerle legítima competencia en unas elecciones libres.

    Intentos de supremacía «A ella —escribe Miguel Delibes— siempre le sobró habilidad para erigirse en cabeza sin derrocamiento previo. Declinaba la apariencia de autoridad, pero sabía ejercerla. Cabía que yo diese alguna vez una voz más alta que otra pero, en definitiva, era ella la que en cada caso resolvía lo que convenía hacer o dejar de hacer.

    »En toda pareja existe un elemento activo y otro pasivo; uno que ejecuta y otro que se allana. Yo, aunque otra cosa pareciese, me plegaba a su buen criterio, aceptaba su autoridad. A sus amigas solía aconsejarlas evitar los encuentros frontales, un sabio consejo.

    »El aspecto formal de la lucha por el poder durante los primeros meses del matrimonio se le antojaba grotesco, por no decir de mal gusto. Creía que el hombre cuida la fachada, y declina la dirección; pero entendía que algunas mujeres ponían, por encima de la autoridad, el placer de proclamarlo, esto es, aceptaban el poder, pero sin ocultar cierto resentimiento.

    »Por supuesto, ella era de otra pasta. Y si entre nosotros no hubo un explícito reparto de papeles, tampoco hubo fricciones; nos movimos de acuerdo con las circunstancias.» Es una magnífica glosa sobre la autoridad en el matrimonio, qué puede servir también para pensar en el carácter de los hijos, pues se trata de algo que abarca a todo el conjunto de la familia. En toda familia hay que encontrar esa particular y personalísima síntesis entre exigencia y cordialidad, autoridad e indulgencia, respeto y cercanía.

    “Esta hija mía no me obedece, es un desastre”, se oye decir a veces. Pero quizá seas tú el que ejerces la autoridad de una forma desastrosa, se podría responder también. Las personas que componen la familia son de una determinada manera y hay que aceptarlas como son, ayudándoles a mejorar y sin dejar a nadie por imposible.

    Hay muchos detalles que refuerzan ese natural fluir de la autoridad de los esposos. Detalles que crean un ambiente propicio para la formación del carácter de los hijos. Veamos algunos ejemplos:

  • procurar someterse ambos a una cierta colegialidad en las decisiones de alguna importancia;
  • acostumbrarse a dar cuenta de dónde estamos y de las cosas que hacemos, y no molestarse si nos lo preguntan;
  • tener en mucho el juicio ajeno (y quizá en algo menos el propio);
  • fomentar las iniciativas de los demás sin poner pegas sistemáticamente; las frases como “eso que dices no puede salir bien”, “déjame a mí”, “tú de esto no entiendes”, etc., repetidas con frecuencia, son muy mala señal;
  • saber ceder; y si luego falla lo que el otro decía, no pasarse el resto de la vida recordándoselo.

    Personajes presuntuosos A comienzos del siglo XX se construyeron para el tráfico transoceánico los mayores buques de pasajeros del mundo de entonces.

    En 1907, Inglaterra pone en servicio el Mauretania, de más de 30.000 toneladas, y su gemelo Lusitania.

    En 1911 les siguen los gigantescos Olimpic y Titanic, ya de 46.000 toneladas cada uno.

    En abril de 1912 inicia su primer viaje este último, un gran transatlántico de lujo, dotado de casco de doble fondo para máxima seguridad, y en cuya posibilidad de naufragio ya nadie piensa. En su frontal alguien ha escrito unas palabras de auténtica presunción: “Esto no lo hunde ni Dios”. Todo un símbolo de una mentalidad que creía ciegamente en su poder y desafiaba con orgullo a la furia de las aguas.

    Durante la noche del 14 de abril, en el Atlántico Norte, choca contra un iceberg y se hunde en menos de tres horas: 1517 personas hallan la muerte en aquellas heladas aguas del mar de Terranova, infestadas de tiburones.

    Ha habido a lo largo del siglo XX catástrofes mucho mayores, de las que sin embargo apenas se ha hablado y que al poco tiempo apenas nadie recordaba. Sin embargo, la del Titanic conmocionó al mundo y ha tomado un lugar señalado en la historia de su siglo. Quizá haya sido así debido al trágico ridículo de unos personajes presuntuosos.

    Resulta también triste y ridícula —aunque por fortuna menos trágica— la actitud del chico o la chica presuntuosos, a quienes la vanidad lleva a adoptar un absurdo aire de superioridad, y aparecen como personas engreídas, que repiten constantemente frases en primera persona: “Porque yo…, porque a mí…, porque como yo digo…, porque yo estuve en…, porque mi moto…, porque mi padre…, porque yo una vez…”.

    Se las arreglan, además, para mencionar varias veces cada detalle de disimulada —o no tan disimulada— autoalabanza. Gadda afirmaba que en estos casos es difícil decir si es más grande el orgullo o la estupidez.

    A veces uno llega a pensar: ¿y no tendrá esta pobre criatura un amigo o una amiga que le diga al oído que esos aires son de un ridículo espantoso? Es interesante analizar nuestras actitudes para ver si también nosotros caemos en ellas, porque:

  • A lo mejor una persona que está siempre presumiendo cree que queda muy bien, cuando en realidad resulta muy antipática.
  • va avasallando, pretendiendo humillar a los demás, y a lo mejor también cree que despierta admiración por su ironía, y en realidad sólo logra ganarse enemistades.
  • nunca cede, porque piensa que siempre tiene razón, y aparece a los ojos de los demás como un pobre mediocre que tiene la desdicha de creerse superior a todos.
  • viste como un figurín de revista de moda y no se da cuenta de que va haciendo el ridículo.
  • cuando habla parece que está dando una conferencia, dándoselas de elevado, y no es más que un pedante que no sabe hablar sin afectación.
  • jamás admite tener culpa de nada y, a base de no querer oír hablar de sus defectos, acaba llegando a creer que no los tiene. Addison decía que la más grave falta es no tener conciencia de ninguna.
  • es de esos, prepotentes y arrogantes, que no saben ganar, o ser más hábiles o más inteligentes que otros, sin maltratar a esos menos agraciados (o, mejor dicho, a esos que ellos consideran menos agraciados).

    Sócrates decía que la mayor sabiduría humana es saber que sabemos muy poco. Y Séneca que muchos habrían sido sabios si no hubieran creído demasiado pronto que ya lo eran.

    Se ha dicho también que el mayor negocio del mundo sería comprar a un hombre por lo que vale y venderlo por lo que cree que vale. Hasta tal punto considera la sabiduría popular que tiende el hombre a sobrevalorarse.

    ¿A quién echas las culpas? Hace poco leí algo que me pareció realmente acertado y de gran sentido común. Se trata de una forma de medir a las personas.

    Consiste en observar cómo valoran ellos a quienes les rodean. La gente para la cual todos sus compañeros son estupendos, sus familiares formidables y sus jefes unos buenos tipos, es que ellos mismos son estupendos, formidables y buenos tipos. Y, por el contrario, las personas que no ven más que defectos en todo el que tienen alrededor, generalmente son ellos los que están llenos de defectos.

    También en la familia podemos acabar siempre por echar la culpa de todo a las dificultades del ambiente, a la falta de medios, a las incompatibilidades de carácter…, o a lo que sea, pero siempre a cosas externas a nosotros. Y eso es mala señal, pues es indudable que habrá también fallos y defectos nuestros —probablemente más de los que pensamos—, y hemos de tener la valentía necesaria para enfrentarnos a ellos y así mejorar.

    Sé sincero contigo mismo, y sé crítico con tus propias excusas. No te fabriques versiones apañadas a tu propio interés, no eches siempre las culpas fuera. No se trata tampoco de cargar con absurdos complejos de culpabilidad, ni de ir por la vida haciendo ostentación de autoculpismo. Se trata, por ejemplo, de preguntarse ante los errores de los hijos:

  • ¿Por qué ha hecho esto hoy este hijo mío?
  • ¿Qué error he cometido yo en su formación para que ahora haya actuado así?
  • ¿Cómo puedo remediarlo en lo sucesivo? No se trata de echarse a uno mismo la culpa de todo. Pero es importante hacer una llamada a la sinceridad total con uno mismo a la hora de analizar los problemas de la familia y ver honradamente cómo mejorar.

    Hace poco me decía un padre de familia hablando sobre su hijo: “Es que es igual que yo…; yo quisiera que fuera distinto, pero tiene un carácter idéntico al mío…”.

    Y ciertamente el carácter de los hijos es en gran parte una réplica del de los padres. Por eso te recomiendo que tengas el valor de pensar si a veces no eres tú mismo tu mayor enemigo a la hora de educar. Examínate con sinceridad. No te ampares en coartadas fáciles. Cambia aquello que no vaya bien en tu vida. Procura aprender cada día un poco sobre tu oficio de educador. No olvides que quien tiene el privilegio de enseñar no puede olvidar el deber de aprender.

    Susceptibilidad Las personas susceptibles acarrean una pesada desgracia: la de ser retorcidos. Complican lo sencillo y agotan al más paciente. Viven siempre con la guardia en alto, a pesar de lo cansado que resulta.

    Son capaces de encontrar secretas intenciones, conjuras o malévolos planteamientos en las cosas más sencillas. Imaginan en los ojos de los demás miradas llenas de censura. Una pregunta cualquiera es interpretada como una indirecta o una condena, como una alusión a un posible defecto personal. Con ellos hay que medir bien las palabras y andarse con pies de plomo para no herirles.

    La susceptibilidad tiene su raíz en el egocentrismo y la complicación interior. “Que si no me tratan como merezco…, que si ése qué se ha creído…, que no me tienen consideración…, que no se preocupan de mí…, que no se dan cuenta…”, y así ahogan la confianza y hacen realmente difícil la convivencia con ellos.

    Veamos algunos ejemplos de ideas para alejar ese peligro:

  • guardarse de la continua sospecha, que es un fuerte veneno contra la amistad y las buenas relaciones familiares;
  • no querer ver segundas intenciones en todo lo que hacen o dicen los demás;
  • no ser tan ácidos, tan críticos, tan cáusticos, tan demoledores: no se puede ir por la vida dando manotazos a diestro y siniestro;
  • salvar siempre la buena intención de los demás: no tolerar en la casa críticas sobre familiares, vecinos, compñeros o profesores de los hijos;
  • confiar en que todas las personas son buenas mientras no se demuestre lo contrario: cualquier ser humano, visto suficientemente de cerca y con buenos ojos, terminará por parecernos, en el fondo, una persona encantadora (Plotino decía que todo es bello para el que tiene el alma bella); es cuestión de verle con buenos ojos, de no etiquetarle por detalles de poca importancia ni juzgarle por la primera impresión externa;
  • no hurgar en heridas antiguas, resucitando viejos agravios o alimentando ansias de desquite;
  • ser leal y hacer llegar nuestra crítica antes al interesado: darle la oportunidad de rectificar antes de condenarle, y no justificarnos con un simple “si ya se lo dije y no hace ni caso…”, porque muchas veces no es verdad.
  • soportarse a uno mismo, porque muchos que parecen resentidos contra las personas que le rodean, lo que en verdad les sucede es que no consiguen luchar con deportividad contra sus propios defectos.

    Escapar de uno mismo “El Caballero de la Armadura Oxidada” es un sorprendente best-seller de Robert Fisher que se vende por millones en Estados Unidos y que en España lleva ya más de cuarenta ediciones. Es un relato de fantasía adulta, cuyo protagonista es un ejemplar caballero medieval que “cuando no estaba luchando en una batalla, matando dragones o rescatando damiselas, estaba ocupado probándose su armadura y admirando su brillo”. El éxito del libro está en que simboliza nuestra ascensión por la montaña de la vida y hace certeras observaciones sobre la conducta humana.

    Nuestro caballero se había enamorado hasta tal punto de su armadura que se la empezó a poner para cenar, y a menudo para dormir. Después de un tiempo, ya no se tomaba la molestia de quitársela para nada. Su mujer estaba cada vez más harta de no poder ver el rostro de su marido, y de dormir mal por culpa del ruido metálico de la armadura.

    La situación llega a ser tan insostenible para la desdichada familia que nuestro caballero decide finalmente quitarse la armadura. Es entonces cuando descubre que, después de tanto tiempo encerrado en ella, está totalmente atascada y no puede quitársela. Marcha entonces en busca del mago Merlín, que le muestra un sendero estrecho y empinado como la única solución liberarse de aquel curioso encierro. Se trata del sendero de la verdad, y decide tomarlo de inmediato, pues se da cuenta de que si no se lanza puede cambiar pronto de opinión.

    Tiene que superar diversas pruebas. En una de ellas comprueba que apenas se había ganado el afecto de su hijo, y eso le hace llorar amargamente. La sorpresa llega a la mañana siguiente, cuando ve que la armadura se ha oxidado como consecuencia de las lágrimas, y parte de ella se ha desencajado y caído. Su llanto había comenzado a liberarle.

    Más adelante, con ocasión de otras pruebas, advierte que durante años no había querido admitir las cosas que hacía mal. Había preferido culpar siempre a los demás. Se había comportado de manera ingrata con su mujer y su hijo. Había sido muy injusto. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas cada vez con más profusión. Había necesitado a su mujer y a su hijo, pero apenas los había amado. En el fondo, se consideraba en poco a sí mismo, y eso le hacía comportarse de una forma poco natural, con idea de ganarse así la consideración de los demás, y por eso resultaba orgulloso y altivo. Había puesto una armadura invisible entre él y su verdadero modo de ser, y le estaba aprisionando. Una armadura que “ha estado ahí durante tanto tiempo —le decía Merlín—, que al final se ha hecho visible y permanente”.

    Recordó todas las cosas de su vida de las que había culpado a su madre, a su padre, a sus profesores, a su mujer, a su hijo, a sus amigos y a todos los demás. Por primera vez en muchos años, contempló su vida con claridad, sin juzgar y sin excusarse. En ese instante, aceptó toda su responsabilidad. A partir de ese momento, nunca más culparía a nada ni a nadie de sus propios errores. El reconocimiento de que él era la causa de sus problemas, y no la víctima, le dio una nueva sensación de poder. Ya no tenía miedo. Le sobrevino una desconocida sensación de calma. “Casi muero por las lágrimas que no derramé”, pensó.

    Todos solemos poner en nuestra vida barreras ante los demás, y un día nos damos cuenta de que estamos atrapados tras esas barreras y nos resulta difícil salir. Por eso, la sabiduría de vivir está, en buena medida, en conocerse lo suficiente a uno mismo como para saber cuándo y cómo ha quedado uno atrapado. De lo contrario, la voluntad se hará cada día más débil, y la habilidad para engañarse, cada día más fuerte. Buscaremos la culpa en los demás, alimentando un orgullo que poco podrá ayudarnos, y quizás luchemos contra todos para no luchar contra nosotros mismos.

    Nuestro caballero tenía que quitarse la armadura para enfrentarse a la verdad sobre su vida. Se lo habían dicho muchas veces, pero siempre había rechazado esa idea como una ofensa, tomando la verdad como un insulto. Y hasta que no reconoció sus errores y lloró por ellos, no consiguió liberarse del encerramiento al que a sí mismo se había sometido.

    Encontrar escapatorias cuando no se quiere mirar dentro de uno mismo es la cosa más fácil del mundo. Siempre hay culpas exteriores, y hace falta mucha valentía para aceptar que la responsabilidad es nuestra. Pero esa es la única manera de avanzar, aunque sea un recorrido siempre cuesta arriba. Como decía la protagonista de aquella novela de Susanna Tamaro, “cada vez que, al crecer, tengas ganas de convertir las cosas equivocadas en cosas justas, recuerda que la primera revolución que hay que realizar es dentro de uno mismo, la primera y la más importante. Luchar por una idea sin tener una idea de uno mismo es una de las cosas más peligrosas que se pueden hacer.” La espiral del rencor Stefan Zweig cuenta en su biografía la triste y fugaz historia de Ernst Lissauer, un escritor alemán de los tiempos de la Primera Guerra Mundial.

    Lissauer era un hombre de enorme erudición. Nadie dominaba la lírica alemana mejor que él. También era un profundo conocedor de la música y poseía un gran talento para el arte. Cuando estalló la guerra, quiso alistarse como voluntario pero no fue admitido por su edad y su falta de salud. En medio de aquel fervor patriótico contra los países que ahora eran enemigos, pronto se vio arrastrado por el ambiente de exaltación bélica propiciado desde la maquinaria de propaganda de la Wilhelmstrasse de Berlín. El sentimiento de que los ingleses eran los principales culpables de aquella guerra lo plasmó Lissauer en el famoso “Canto de odio a Inglaterra”, un poema en catorce versos duros, concisos y expresivos que elevaban el odio hacia ese país a la condición de un juramento de animadversión eterna. Aquellos versos cayeron como una bomba en un depósito de municiones. Pronto se hizo evidente lo fácil que resulta encrespar y azuzar con el odio a todo un país. El poema recorrió Alemania de boca en boca, el emperador concedió a Lissauer la cruz del Águila Roja, todos los periódicos lo publicaron, se representó en los teatros, los maestros lo leían a los niños en las escuelas, los oficiales mandaban formar a los soldados y se lo recitaban, hasta que todo el mundo acabó por aprenderse de memoria aquella letanía del odio. De la noche a la mañana, Ernst Lissauer conoció la fama más ardiente que ningún poeta consiguiera en aquella época. Una fama que, por cierto, acabó por quemarle como la túnica de Neso, porque en cuanto terminó la guerra todos se esforzaron por desembarazarse de la culpa que les correspondía en esa enemistad y señalaron a Lissauer como el gran promotor de aquella insensata histeria de odio que en 1914 todos habían compartido. Fue desterrado, todos le volvieron la espalda y murió en el olvido, como trágica víctima de aquella marejada de sinrazón que lo había encumbrado primero para hundirlo luego todavía más.

    Esta historia es un buen ejemplo de lo que sucede cuando se hace redoblar el tambor del odio. El rencor genera más rencor, y si no se está en guardia contra él pronto se convierte en una ola imparable que hace retumbar los oídos más imparciales y estremece los corazones más equilibrados. En aquella ocasión hubo unos pocos que tuvieron fuerzas y lucidez suficientes para escapar de ese círculo vicioso de odio y agresión que parecía querer absorberlo todo. Fueron personas que no se dejaron llevar por la credulidad propia del rencor, y que lograron superar la torpe y simple idea de que la verdad y la justicia están siempre del propio lado. Y fueron pocos porque, por desgracia, soplar a favor de lo que desune suele ser más fácil y tentador que lo contrario.

    Nietzsche consideraba la misericordia y el perdón como la escapatoria de los débiles. Sin embargo, se necesita más empeño y más fortaleza para perdonar que para dejarse llevar por el rencor y los deseos de venganza. Hace falta más talla moral y más inteligencia para descubrir lo bueno que hay en los demás que para obsesionarse con lo que no nos gusta. Es mejor y más meritorio tirar de lo bueno que hay en cada uno en vez exasperarles con nuestra arrogancia. La historia de la humanidad manifiesta de forma trágica los frutos amargos de todas aquellas ocasiones en que se fomentaron y exaltaron los sentimientos de violencia, intolerancia, soberbia e insolidaridad entre los hombres.

    El resentimiento lleva a las personas a sentirse dolidas y a no olvidar. Muchas veces ese resentimiento llega a ser enfermizo y se convierte en una hipersensibilidad para sentirse maltratado, y esa convicción es reactivada una y otra vez por la imaginación, como las vueltas que da una lavadora, impidiendo olvidar, deformando la realidad y conduciendo a la obsesión. Otras veces son explosiones momentáneas que enseguida dejan el amargo sabor del hastío de las propias palabras, en cuanto se evapora el aguardiente del primer entusiasmo.

    Hay personas que, allá donde están, los conflictos -sean grandes o pequeños- tienden a relajarse, y se acaban superando o resolviendo. Pero hay muchos otros que los exacerban y cronifican. Frente al resentimiento está el perdón y el esfuerzo por superar los agravios. Acostumbrarse a ser persona conciliadora requiere unos resortes psicológicos de más empaque, pero están al alcance de cualquiera, y merece la pena esforzarse por adquirirlos.

  • Orgullo y egocentrismo

    • El orgullo
    • Reparto de culpas
    • Una aclaración sobre la humildad
    • ¿Soportarlo todo?
    • Nuestra verdad
    • El mal genio
    • El control de la ira
    • ¿Soberbia yo?

    El orgullo El orgullo adopta muy diferentes disfraces. Si lo buscas dentro de ti, lo hallarás por todas partes. Sin embargo, cuida de no utilizar esos descubrimientos para desalentarte.

    El orgullo te afecta en tu propia casa. Una mirada autocrítica a tu vida familiar revelará muchas áreas en que el orgullo la ha empobrecido y te ha llevado por un camino equivocado. Pongamos ejemplos:

  • Marido que interrumpe a su esposa —o viceversa— y no escucha lo que le dice, como si sus propias opiniones fueran las únicas que merecen ser tenidas en cuenta.
  • Madre que no quiere corregir a su hijo por temor a perder el afecto del niño.
  • Marido que llega tarde a cenar y no avisa porque es él quien manda.
  • Hijo consentido que casi nunca ayuda en nada y se queja constantemente de todo.

    Más ejemplos en la vida diaria fuera del hogar:

  • Estás dando vueltas en busca de aparcamiento en el centro de la ciudad, cuando alguien te corta el paso y ocupa el espacio libre que tenías delante. Te pones furioso, le increpas, te embarga una ira desproporcionada.
  • Llegas a la oficina y entregas a tu secretaria el trabajo bruscamente y le das órdenes de forma desconsiderada y altiva, sin dar las gracias ni mostrarte amable.
  • Eres médico o abogado, y un cliente acude a ti con un problema, y resulta ser un poco premioso, y te impacientas con él y le apabullas con la jerga médica o jurídica.
  • Estás en la cola, a la espera de hacer una compra, y a una anciana que tienes delante le resulta difícil contar el dinero; te mueves con impaciencia y suspiras sonoramente con exasperación.

    En la medida en que tú erradiques el orgullo de tu vida, desaparecerá de la familia y tendrá menos arraigo en tu hijo adolescente. Piensa que en una gran parte de esos ejemplos los hijos son espectadores, y es entonces cuando van formando sus criterios de conducta.

    No te estoy hablando simplemente de cuidar los modales. Piensa en cuál es tu forma de pensar acerca de ti y de los demás:

  • Cada vez que actúas con superioridad o humillante condescendencia para con los demás, has caído en el orgullo.
  • Cuando increpas a un conductor un poco torpe, criticas a tu cónyuge o tratas a un camarero como si fuera un esclavo, agredes la dignidad de alguien que la merece toda.
  • Cuando parece que disfrutas diciendo que no, porque así te das aires de mucho mando, o cuando produces actitudes serviles ante ti, degradas a esas personas y te degradas a ti mismo.
  • Cuando —quizá incluso siendo pacifista— te olvidas de la paz en tu vida cotidiana, y resulta que eres peleón y encizañador en tu trabajo, intolerante con tu marido o tu mujer, excesivamente duro con tus hijos, despectivo con tu suegra, o áspero con tu portero y tus vecinos, entonces demuestras que ninguna de tus teorías para la paz del mundo tiene sitio en tu propia casa.

    Son agresiones que demuestran egocentrismo, y los hijos lo ven, y lo asumen casi sin darse cuenta. Uno a uno, cada uno de estos episodios no significan gran cosa. Pero cuando el orgullo se hace fuerte en esos detalles que empiezan a acumularse, puede convertirte en un gran deseducador en la familia.

    Reparto de culpas «Salí un día de viaje muy enfadado con mi mujer, después de una pequeña trifulca. Como siempre, por una bobada. Pero una bobada que me ofendió, y bastante.

    »Yo era de carácter bastante difícil, ahora sí me doy cuenta, pero entonces no lo veía así. Y con ese resentimiento profundo me fui al aeropuerto dando un portazo.

    »No era la primera vez que me pasaba y sin embargo aquella vez fue todo distinto, todavía no sé casi por qué.

    »El caso es que salí de casa ofendido y esperando a que a la vuelta mi mujer me pidiera perdón para ofrecérselo yo a regañadientes. Pero las cosas en mí empezaron a cambiar, gracias a que tuve la suerte de coincidir en el viaje con un antiguo compañero, muy amigo mío, y empezamos a hablar, y al final acabé contándole mi vida.

    »La verdad es que me hizo pensar. Curiosamente, empezaron a asaltarme dudas sobre mi actitud. Al principio, de forma tímida; luego, con más claridad. Al final, la duda se había transformado ya en una certeza: quizá tenía razones para pensar que la culpa no era mía, pero estaba seguro de que no tenía razón.» Aquel hombre entendió que su actitud con su mujer y sus hijos estaba siendo arrogante y orgullosa, y que, aunque pudiera ser cierto que en esa ocasión concreta su mujer no lo hizo bien, en el fondo la culpa era suya por comportarse tan incorrectamente de modo habitual.

    Empezó a sentir la necesidad de pedir perdón, y era algo que le resultaba casi novedoso. Entendió que su actitud a lo largo de esos años había sido mucho peor que la pequeña ofensa de su mujer en aquella sobremesa, o que mil como ésa.

    Que durante años se había visto cegado por disquisiciones tontas sobre quien tenía la culpa. Porque siempre pensaba que la culpa era de su mujer, o de su hijo, o de su hija, y ellos pensaban lo contrario, y todos quedaban a la espera de que les pidieran perdón. Era un círculo vicioso del que no lograban salir.

    Su conclusión después de aquello fue clara: una de las dificultades grandes de la convivencia familiar es dar demasiada importancia al “quién tiene la razón”.

    «Quererse, estar en paz, convivir alegremente, es mucho más importante que saber quién tiene razón. ¿Qué más dará saber quién tiene la culpa? Casi siempre nos la repartiremos entre los dos, en mayor o menor proporción cada uno. Además, hay muy pocos culpables o inocentes absolutos.

    »De cada diez veces que veo discutir a dos personas y una de ellas insiste con vehemencia en que tiene la razón, nueve de ellas pienso que no la tiene, y que lo que está haciendo es imponer su punto de vista con una falta de objetividad asombrosa.» Lo que importa es que vuelva a reinar la paz. Ya se verá más adelante, una vez vuelta la calma, si es preciso o no tomar alguna medida. Actuando así, además, al final casi siempre ya da igual saber quién tenía razón, porque si la familia funciona bien, ambos se habrán considerado culpables y habrán pedido perdón.

    Una aclaración sobre la humildad Son muchas las personas —explicaba con gracia C.S.Lewis— que piensan que humildad equivale a mujeres bonitas tratando de creer que son feas, o personas inteligentes tratando de creer que son tontas.

    Y como consecuencia de este malentendido se pasan la vida intentando creerse algo manifiestamente absurdo y, gracias a eso, jamás logran ganar en humildad. No debe confundirse la humildad con algo tan simple y ridículo como tener una mala opinión acerca de los propios talentos. La humildad nada tiene que ver con una absurda simulación de falta de cualidades.

    Se trata de un error bastante extendido, a pesar de que durante siglos se han alzando contra él muchas voces sensatas que venían a recordar cómo la humildad no puede violentar la verdad, y que la sinceridad y la humildad son dos formas de designar una realidad única. La humildad no está en exaltarse ni en infravalorarse, sino que va unida a la verdad y a la naturalidad.

    Quizá por eso, para aclarar conceptos, podemos empezar por dejar claro primero lo que no es humildad:

  • No se logra la humildad en la familia humillando a los demás (así, suele conseguirse habitualmente lo contrario).
  • Ni regateando los legítimos y prudentes elogios a las buenas acciones de los hijos o del cónyuge, con la excusa de evitar que se envanezcan.
  • Tampoco conviene a la humildad la continua comparación con otras personas, puesto que a una persona no le viene la justa medida por su relación con otras, sino, ante todo, por lo que de natural debiera ser.
  • Ni consiste tampoco en echarse encima toneladas de basura. Porque, además, esas personas autoculpistas no suelen creerse lo que dicen. Se pasan la vida diciendo que tienen muy mala memoria, que son un desastre, que no dan una a derechas…; pero suelen decirlo de modo genérico, y no les gusta que sea otro quien lo dé a entender, y menos si se desciende a lo concreto: cuando van conduciendo, por ejemplo, la culpa casualmente será de otro conductor, el problema será del coche, o de la carretera, o de que le han distraído; o en el deporte, resultará que le han dado mal el pase, o que el balón o el terreno no estaban bien; etc.
  • Tampoco es humildad esa triste y victimista actitud de quien dice “es que soy así” y se abandona a sus propios defectos sin molestarse en luchar por mejorar. Eso puede ser comodonería o inconstancia, pero nunca humildad.

    ¿Soportarlo todo? «Es una cosa que ha ido empeorando en casa de día en día desde hace ya tiempo —se lamentaba con amargura una chica de diecisiete años.

    »Antes, mi madre tenía más autoridad, pero ahora está como arrinconada y apenas le obedece nadie en nada de lo que dice.

    »La casa se ha convertido en una especie de pensión donde la gente sólo aparece para comer, dormir y pedir dinero. Cada uno vive a su aire, es frecuente que lleguemos tarde a casa sin avisar, y es raro el día que no discutimos.

    »Mis dos hermanos pequeños han perdido el respeto a mi madre. Le llevan siempre la contraria, y alguna vez, en medio de esos enfados, han llegado a insultarla. Me duele ver cómo la tratan, pero no me atrevo a decirles nada, porque la verdad es que tengo que reconocer que yo a veces también he actuado bastante mal y no estoy en condiciones de echarles en cara nada.

    »Mi padre está siempre fuera, desde que cambió de trabajo, y cuando llega a casa no está para nada. Además, como tiene un genio fatal, mi madre prefiere no decirle nada de los disgustos que le damos, y hace bien, porque creo que sería casi peor.

    »Ella sufre mucho y soporta todo con una paciencia y una humildad admirables.» Parece claro que es un error consentir esas actitudes a los hijos. Y parece claro también que, estando ya tan consolidadas, no es nada fácil reconducirlas. Tendría que servir este ejemplo como experiencia para plantear bien las cosas desde el principio, porque la actitud de esa madre ni es paciencia ni es humildad, como pensaba su hija. No puede ser virtud dejarse avasallar de esa manera. En la familia, como en todos sitios, hay que empezar por exigir que a uno le traten con respeto, y eso no es orgullo ni vanidad.

    Hay veces en que a una persona le toca sufrir un drama familiar muy doloroso, y a lo mejor casi lo único que puede hacer es soportarlo todo pacientemente. Pero lo normal es que todos tengamos que dejar las cosas claras todas las veces que haga falta hasta conseguir que se nos respete.

    Quien insulta, sobre todo si es con frecuencia, se descalifica a sí mismo. Y quien lo soporta habitualmente con gesto de víctima puede ser admirable o heroico, pero a veces resulta que es, más bien, simplemente un poco tonto o un poco tonta. Hay que poner la energía precisa para defender los propios derechos, y esto es compatible con la humildad.

    Habrá que buscar una solución concreta a cada caso, pero raramente la postura ideal será soportarlo todo y callarse eternamente.

    Nuestra verdad Siempre me ha parecido bastante ilustrativo participar en conversaciones informales con gente joven, con niños incluso muy pequeños. Ayuda mucho a conocer su mentalidad, y con lo que se aprende puede uno ahorrarse muchos errores en la educación.

    A veces en los transportes públicos nos vemos obligados a enriquecernos con esas conversaciones, aunque sólo sea como oyentes, pues la gente joven suele tener buena voz y hace generoso uso de ella sin preocuparse mucho de que en todo el autobús o todo el vagón casi no se oiga otra cosa.

    No hace mucho coincidí en un viaje en tren con un grupo de alumnos de un colegio. Hablaban muy animadamente, lejos en ese momento del cuidado del profesor que iba con ellos.

    Al principio tenía bastante gracia y resultaba incluso divertido. Cada uno de los contendientes iba aguzando su ingenio, tratando de aprovecharse de los fallos dialécticos del contrario y de ironizar sobre sus razones. Pero al cabo de media hora todos los viajeros presentes estábamos rendidos. Y acabamos rendidos porque: Era como si a ninguno le importara en absoluto lo que el otro dijera. Mientras uno habla, el otro prepara su respuesta. Y si se le ocurre algo antes de que termine, le interrumpe sin contemplaciones.

    Según avanza la discusión, las posturas se van alejando más, en vez de converger.

    Las afirmaciones son cada vez más radicales. A veces, da la impresión de que incluso van más allá de lo que piensan, pero lo hacen para forzar su imposición dialéctica.

    Cuando uno se ve un poco acorralado o se le acaban los argumentos, no duda en recurrir a ataques personales o a hacer descalificaciones demagógicas sin molestarse en razonarlas. Cualquier cosa, antes que dar la impresión de que uno pierde terreno, se deja convencer o cede un poco en sus afirmaciones.

    Lo más triste es que las ideas de unos y otros no parecían estar muy lejanas. Podrían haberse puesto de acuerdo. No era un problema de fondo, sino de forma. Sus posturas serían fácilmente conciliables si las hablaran de otra manera, si aprendieran a dialogar, a intercambiar impresiones y puntos de vista, en vez de discutir acaloradamente.

    Si examinamos nuestra vida, es algo que nos puede estar sucediéndonos a nosotros mismos y casi no nos damos cuenta. Muchas veces parece que tenemos nuestra verdad y nos cuesta dar entrada en ella a cualquier idea que venga de fuera. Como si tuviéramos una oposición permanente a todo lo ajeno, una tendencia a condenar, a discutirlo todo.

    Es cierto que hay cosas que pertenecen a lo sustancial de nuestras convicciones y en las que no se debe ceder. Pero hay que pensar que esas convicciones básicas, aunque sean muy importantes, también suelen ser pocas. Y sobre todo, que lo habitual es que las peleas y discusiones sean por otras cosas mucho más secundarias.

    Sería muy interesante que pasáramos por el tamiz de nuestra propia ironía las razones que nos llevan a discutir. Con frecuencia nos parecerían ridículas. Descubriríamos que la amargura que deja toda polémica desabrida es un sabor que no vale la pena probar. Y descubriríamos que habitualmente resultará más grato y más enriquecedor buscar las cosas que unen, en vez de las que separan.

    Y que cuando haya que contrastar ideas lo hagamos con elegancia, sin olvidar aquello que decía Séneca de que la verdad se pierde en las discusiones prolongadas.

    Además, pensando en el hijo adolescente, si no siempre es fácil conseguir que acepte los consejos que sus padres le dan de forma razonada y respetuosa con su libertad, ¿cómo podemos pretender que los acepte —sobre todo a partir de cierta edad— si los damos en forma de imposiciones poco razonadas en medio de una discusión? El mal genio Algunas personas parece como si se rodearan de alambre de espino, como si se convirtieran en un cactus, que se encierra en sí mismo y pincha.

    Y luego, sorprendentemente, se lamentan de no tener compañía, o de que les falta el afecto de sus hijos, o de sus padres, o de sus conocidos.

    La verdad es que todos, cuando pasa el tiempo, casi siempre acabamos por lamentar no haber tratado mejor a las personas con las que hemos convivido: Dickens decía que en cuanto se deja atrás un lugar, empieza uno a perdonarlo.

    Cuando nos enfadamos se nos ocurren muchos argumentos, pero muchos de ellos nos parecerían ridículos si los pudiéramos contemplar unos días o unas horas más tarde, grabados en una cinta de vídeo.

    Algunos piensan que más vale dar unas voces y desahogarse de vez en cuando, que ir cargándose de resentimiento reprimido. Quizá no se dan cuenta de que la cólera es muy peligrosa, porque en un momento de enfado podemos producir heridas que tardan luego mucho en cicatrizar.

    Hay personas que viven heridas por un comentario sarcástico o burlón, o por una simpleza estúpida que a uno se le escapó en un momento de enfado, casi sin darse cuenta de lo que hacía, y que quizá mil veces se ha lamentado de haber dicho.

    Los enfados suelen ser contraproducentes y pueden acabar en espectáculos lamentables, porque cuando un hombre está irritado casi siempre sus razones le abandonan. Y de cómo sus efectos suelen ser más graves que sus causas nos da la historia un claro testimonio.

    ¿Entonces, no hay que enfadarse nunca? Fuller decía que hay dos tipos de cosas por las que un hombre nunca se debe enfadar: por las que tienen remedio y por las que no lo tienen. Con las que se pueden remediar, es mejor dedicarse a buscar ese remedio sin enfadarse; y con las que no, más vale no discutir si son inevitables.

    A veces, enfadarse puede ser incluso formativo, por ejemplo para remarcar a los hijos que algo que han hecho está mal, pero serán muy poco frecuentes. Hace falta un gran dominio propio para hacerlo bien.

    El mal genio deteriora la unidad de la familia. Y cuando uno se inhibe o se desentiende hace daño, pero cuando desune hace quizá más.

    Muchas veces, además, carga con el mal genio el menos culpable, el que más cerca está, incluso el propio mensajero de la mala noticia. Y es terriblemente injusto. “Voy a decirle cuatro verdades…”, ¿y por qué han de ser cuatro? Sólo con eso ya veo que estás enojado.

    Es verdad que el ánimo tiene sus tiempos atmosféricos. Que un día te inunda el buen humor como la luz del sol, y otro, sin saber tú mismo bien por qué, te agobia una niebla pesada y basta un chubasco, el más leve contratiempo, un malestar pasajero, para ponerte de mal humor. Pero debemos hacer todo lo posible para adueñarnos de nuestro humor y no dejarnos llevar a su merced.

    El control de la ira Cuando alguien recibe un agravio, o algo que le parece un agravio, si es persona poco capaz de controlarse, es fácil que eso le parezca cada más ofensivo, porque su memoria y su imaginación avivan dentro de él un gran fuego gracias a que da vueltas y más vueltas a lo que ha sucedido.

    La pasión de la ira tiene una enorme fuerza destructora. La ira es causa de muchas tragedias irreparables. Son muchas las personas que por un instante de cólera han arruinado un proyecto, una amistad, una familia. Por eso conviene que antes de que el incendio tome cuerpo, extingamos las brasas de la irritación sin dar tiempo a que se propague el fuego.

    La ira es como un animal impetuoso que hemos de tener bien asido de las bridas. Si cada uno recordamos alguna ocasión en que, sintiendo un impulso de cólera, nos hayamos refrenado, y otro momento en que nos hayamos dejado arrastrar por ella, comparando ambos episodios podremos fácilmente sacar conclusiones interesantes. Basta pensar en cómo nos hemos sentido después de haber dominado la ira y cómo nos hemos sentido si nos ha dominado ella. Cuando sucede esto último, experimentamos enseguida pesadumbre y vergüenza, aunque nadie nos dirija ningún reproche.

    Basta contemplar serenamente en otros un arrebato de ira para captar un poco de la torpeza que supone. Una persona dominada por el enfado está como obcecada y ebria por el furor. Cuando la ira se revuelve y se agita a un hombre, es difícil que sus actos estén previamente orientados por la razón. Y cuando esa persona vuelve en sí, se atormenta de nuevo recordando lo que hizo, el daño que produjo, el espectáculo que dio. Piensa en quiénes estuvieron presentes, en esas personas en cuya presencia entonces quizá no reparaba, pero que ahora le inquieta recordar. Y tanto si eran gente amiga o menos amiga, se siente ante ellos profundamente avergonzado.

    La ira suele tener como desencadenante una frustración provocada por el bloqueo de deseos o expectativas, que son defraudados por la acción de otra persona, cuya actitud percibimos como agresiva. Es cierto que podemos irritarnos por cualquier cosa, pero la verdadera ira se siente ante acciones en las que apreciamos una hostilidad voluntaria de otra persona.

    Como ha señalado José Antonio Marina, el estado físico y afectivo en que nos encontremos influye en esto de forma importante. Es bien conocido cómo el alcohol predispone a la furia, igual que el cansancio, o cualquier tipo de excitación. También los ruidos fuertes o continuos, la prisa, las situaciones muy repetitivas, pueden producir enfado, ira o furia. En casos de furia por acumulación de diversos sumandos, uno puede estar furioso y no saber bien por qué.

    ¿Y por qué unas personas son tan sociables, y ríen y bromean, y otras son malhumoradas, hurañas y tristes; y unas son irritables, violentas e iracundas, mientras que otras son indolentes, irresolutas y apocadas? Sin duda hay razones biológicas, pero que han sido completadas, aumentadas o amortiguadas por la educación y el aprendizaje personal: también la ira o la calma se aprenden.

    Muchas personas mantienen una conducta o una actitud agresiva porque les parece encontrar en ella una fuente de orgullo personal. En las culturas agresivas, los individuos suelen estar orgullosos de sus estallidos de violencia, pues piensan que les proporcionan autoridad y reconocimiento. Es una lástima que en algunos ambientes se valoren tanto esos modelos agresivos, que confunden la capacidad para superar obstáculos con la absurda necesidad de maltratar a los demás.

    Las conductas agresivas se aprenden a veces por recompensa. Lamentablemente, en muchos casos sucede que las conductas agresivas resultan premiadas. Por ejemplo, un niño advierte enseguida si llorar, patalear o enfadarse son medios eficaces para conseguir lo que se propone; y si eso se repite de modo habitual, es indudable que para esa chica o ese chico será realmente difícil el aprendizaje del dominio de la ira, y que, educándole así, se le hace un daño grande.

    ¿Soberbia yo? Un escritor va paseando por la calle y se encuentra con un amigo. Se saludan y comienzan a charlar. Durante más de media hora el escritor le habla de sí mismo, sin parar ni un instante. De pronto se detiene un momento, hace una pausa, y dice: “Bueno, ya hemos hablado bastante de mí. Ahora hablemos de ti: ¿qué te ha parecido mi última novela?”.

    Es un ejemplo gracioso de actitud vanidosa, de una vanidad bastante simple. De hecho, la mayoría de los vicios son también bastante simples. Pero en cambio la soberbia suele manifestarse bajo formas más complejas que las de aquel fatuo escritor. La soberbia tiende a presentarse de forma más retorcida, se cuela por los resquicios más sorprendentes de la vida del hombre, bajo apariencias sumamente diversas. La soberbia sabe bien que si enseña la cara, su aspecto es repulsivo, y por eso una de sus estrategias más habituales es esconderse, ocultar su rostro, disfrazarse. Se mete de tapadillo dentro de otra actitud aparentemente positiva, que siempre queda contaminada.

    Unas veces se disfraza de sabiduría, de lo que podríamos llamar una soberbia intelectual que se empina sobre una apariencia de rigor que no es otra cosa que orgullo altivo.

    Otras veces se disfraza de coherencia, y hace a las personas cambiar sus principios en vez de atreverse a cambiar su conducta inmoral. Como no viven como piensan, lo resuelven pensando como viven. La soberbia les impide ver que la coherencia en el error nunca puede transformar lo malo en bueno.

    También puede disfrazarse de un apasionado afán de hacer justicia, cuando en el fondo lo que les mueve es un sentimiento de despecho y revanchismo. Se les ha metido el odio dentro, y en vez de esforzarse en perdonar, pretenden calmar su ansiedad con venganza y resentimiento.

    Hay ocasiones en que la soberbia se disfraza de afán de defender la verdad, de una ortodoxia altiva y crispada, que avasalla a los demás; o de un afán de precisarlo todo, de juzgarlo todo, de querer tener opinión firme sobre todo. Todas esas actitudes suelen tener su origen en ese orgullo tonto y simple de quien se cree siempre poseedor exclusivo de la verdad. En vez de servir a la verdad, se sirven de ella –de una sombra de ella–, y acaban siendo marionetas de su propia vanidad, de su afán de llevar la contraria o de quedar por encima.

    A veces se disfraza de un aparente espíritu de servicio, que parece a primera vista muy abnegado, y que incluso quizá lo es, pero que esconde un curioso victimismo resentido. Son esos que hacen las cosas, pero con aire de víctima (“soy el único que hace algo”), o lamentándose de lo que hacen los demás (“mira éstos en cambio…”).

    Puede disfrazarse también de generosidad, de esa generosidad ostentosa que ayuda humillando, mirando a los demás por encima del hombro, menospreciando.

    O se disfraza de afán de enseñar o aconsejar, propio de personas llenas de suficiencia, que ponen a sí mismas como ejemplo, que hablan en tono paternalista, mirando por encima del hombro, con aire de superioridad.

    O de aires de dignidad, cuando no es otra cosa que susceptibilidad, sentirse ofendido por tonterías, por sospechas irreales o por celos infundados.

    ¿Es que entonces la soberbia está detrás de todo? Por lo menos sabemos que lo intentará. Igual que no existe la salud total y perfecta, tampoco podemos acabar por completo con la soberbia. Pero podemos detectarla, y ganarle terreno.

    ¿Y cómo detectarla, si se esconde bajo tantas apariencias? La soberbia muchas veces nos engañará, y no veremos su cara, oculta de diversas maneras, pero los demás sí lo suelen ver. Si somos capaces de ser receptivos, de escuchar la crítica constructiva, nos será mucho más fácil desenmascararla.

    El problema es que hace falta ser humilde para aceptar la crítica. La soberbia suele blindarse a sí misma en un círculo vicioso de egocentrismo satisfecho que no deja que nadie lo llame por su nombre. Cuando se hace fuerte así, la indefensión es tal que van creciendo las manifestaciones más simples y primarias de la soberbia: la susceptibilidad enfermiza, el continuo hablar de uno mismo, las actitudes prepotentes y engreídas, la vanidad y afectación en los gestos y el modo de hablar, el decaimiento profundo al percibir la propia debilidad, etc.

    Hay que romper ese círculo vicioso. Ganar terreno a la soberbia es clave para tener una psicología sana, para mantener un trato cordial con las personas, para no sentirse ofendido por tonterías, para no herir a los demás…, para casi todo. Por eso hay que tener miedo a la soberbia, y luchar seriamente contra ella. Es una lucha que toma el impulso del reconocimiento del error. Un conocimiento siempre difícil, porque el error se enmascara de mil maneras, e incluso saca fuerzas de sus aparentes derrotas, pero un conocimiento posible, si hay empeño por nuestra parte y buscamos un poco de ayuda en los demás.

  • El riesgo del victimismo

  • Madurez interior
  • Aprender a conocerse
  • La espiral de la queja
  • La carcoma de la envidia
  • El confort de la derrota
  • Una vieja especie: el opinador
  • La retórica victimista
  • Madurez interior Todo hombre es un ser social, abierto a los demás. Para cualquier persona, los otros son una parte importante de su vida. Su realización plena como persona está indefectiblemente ligada a otros, pues todos sabemos que la felicidad depende en mucho de la calidad de nuestra relación con quienes componen nuestro ámbito familiar, laboral, social, etc.

    Sin embargo, no puede olvidarse que el hombre no sólo se relaciona con los demás, sino también consigo mismo: mantiene una frecuente conversación en su propia interioridad, un diálogo que se produce de forma espontánea con ocasión de las diversas vivencias o reflexiones personales que todo hombre se hace de continuo.

    Y ese diálogo interior puede ser estéril o fecundo, destructivo o constructivo, obsesivo o sereno. Dependerá de cómo se plantee, de la clase de persona que se sea. Si uno tiene un mundo interior sano y bien cultivado, ese diálogo será alumbrador, porque proporcionará luz para interpretar la realidad y será ocasión de consideraciones muy valiosas. Si una persona, por el contrario, posee un mundo interior oscuro y empobrecido, el diálogo que establecerá consigo mismo se convertirá, con frecuencia, en una obsesiva repetición de problemas, referidos a pequeñas incidencias perturbadoras de la vida cotidiana: en esos casos, como ha escrito Miguel Angel Martí, el mundo interior deja de ser un laboratorio donde se integran los datos que llegan a él, y se convierte en un disco rayado que repite obsesivamente lo que con más intensidad ha arañado últimamente nuestra afectividad.

    La relación con uno mismo mejora al ritmo del grado de madurez alcanzado por cada persona. Las valoraciones que hace una persona madura —tanto sobre su propia realidad como sobre la ajena— suelen ser valoraciones realistas, porque ha aprendido a no caer fácilmente en esas idealizaciones ingenuas que luego, al no cumplirse, producen desencanto. El hombre maduro sabe no dramatizar ante los obstáculos que encuentra al llevar a cabo cualquiera de los proyectos que se propone. Su diálogo interior suele ser sereno y objetivo, de modo que ni él mismo ni los demás suelen depararles sorpresas capaces de desconcertarle. Mantiene una relación consigo mismo que es a un tiempo cordial y exigente. Raramente se crea conflictos interiores, porque sabe zanjar sus preocupaciones buscando la solución adecuada. Tiene confianza en sí mismo, y si alguna vez se equivoca no se hunde ni pierde su equilibrio interior.

    En las personas inmaduras, en cambio, ese diálogo interior de que hablamos suele convertirse en una fuente de problemas: al no valorar las cosas en su justa medida —a él mismo, a los demás, a toda la realidad que le rodea—, con frecuencia sus pensamientos le crean falsas expectativas que, al no cumplirse, provocan conflictos interiores y dificultades de relación con los demás.

    Una persona madura y equilibrada tiende a mirar siempre con afecto la propia vida y la de los otros. Contempla toda la realidad que le rodea con deseo de enriquecimiento interior, porque quien ve con cariño descubre siempre algo bueno en el objeto de su visión. El hombre que dilata y enriquece su interior de esa manera, dilata y enriquece su amor y su conocimiento, se hace más optimista, más alegre, más humano, más cercano a la realidad, tanto a la de los hombres como a la de las cosas.

    Aprender a conocerse Mientras lees esto, trata por un momento de tomar distancia sobre ti mismo. ¿Puedes mirarte a ti mismo como si fueras otra persona? ¿Puedes definir, por ejemplo, el estado de ánimo en que te encuentras, tu carácter, tus principales defectos o cualidades? Piensa en cómo ha trabajado tu mente ante esas preguntas. Su capacidad de hacer eso que acaba de hacer es específicamente humana. Los animales no la poseen. Esa autoconciencia nos permite evaluar y aprender de nuestros propios procesos de pensamiento. Gracias a ella, también podemos crear, reforzar o rechazar nuestros hábitos personales, nuestro carácter, nuestro modo de reaccionar ante las cosas.

    Usar con acierto de este privilegio humano nos permite examinar las claves de nuestra vida: conocerse a uno mismo permite al hombre a convertirse en el artífice de su propia vida. Le hace posible vivir en clave de autenticidad. Pone a su alcance esa posibilidad, tan decisiva, de ser fiel a lo mejor de uno mismo, de vivir la propia vida como protagonista y no como un mero espectador.

    Por eso la psicología y la filosofía han tratado con profusión sobre el conocimiento propio, subrayando siempre la dificultad que encierra profundizar en él. Si ya a veces es difícil incluso reconocer la propia voz en una grabación, o la propia figura en una fotografía o un vídeo en el que se nos ve de espaldas, resulta siempre mucho más complejo reconocerse a uno mismo en las diversas facetas de la propia personalidad.

    El autoconocimiento supone siempre una labor ardua y que, en cierta forma, no acaba nunca. Nunca acabaremos de conocernos del todo: el hombre tiene algo de misterio, siempre hay algo de él que se le escapa, que va más lejos de su propia inteligencia. El hombre cuando dirige su mirada hacia sí mismo, muchas veces tiene que dejarse llevar por suposiciones. Intuye la dirección por donde debe dirigirse a la meta, pero con frecuencia desconoce la realidad misma de la meta. Podríamos decir que tiene de sí mismo un conocimiento progresivo. Porque tampoco sería cierto hablar de desconocimiento. Quien se esfuerza por conocerse, lo logra.

    Y son precisamente las circunstancias de dificultad, si se saben afrontar juiciosamente, las que puede dar lugar a marcos de referencia nuevos, a cambios fecundos en el modo de entender la propia vida, cambios a través de los cuales podemos ver al mundo, a los demás y a uno mismo de un modo mucho más humano.

    Saber sacar de la dificultad una enseñanza responde siempre a una gran sabiduría. Y esto es aplicable a la vida personal, a la vida familiar, a la profesional o a la de relación. La historia apenas conoce casos de grandeza, de esplendor, o de verdadera creación, que hayan tenido su origen en la comodidad o la vida fácil. “En la adversa fortuna suele descubrirse al genio, en la prosperidad se oculta”, afirmaba Horacio.

    La espiral de la queja A menudo quizá nos descubrimos quejándonos de pequeños rechazos, de faltas de consideración o de descuidos de los demás. Observamos en nuestro interior ese murmullo, ese gemido, ese lamento que crece y crece aunque no lo queramos. Y vemos que cuanto más nos refugiamos en él, peor nos sentimos; cuanto más lo analizamos, más razones aparecen para seguir quejándonos; cuanto más profundamente entramos en esas razones, más complicadas se vuelven.

    Es la queja de un corazón que siente que nunca recibe lo que le corresponde. Una queja expresada de mil maneras, pero que siempre termina creando un fondo de amargura y de decepción.

    Hay un enorme y oscuro poder en esa vehemente queja interior. Cada vez que una persona se deja seducir por esas ideas, se enreda un poco más en una espiral de rechazo interminable. La condena a otros, y la condena a uno mismo, crecen más y más. Se adentra en el laberinto de su propio descontento, hasta que al final puede sentirse la persona más incomprendida, rechazada y despreciada del mundo.

    Además, quejarse es muchas veces contraproducente. Cuando nos lamentamos de algo con la esperanza de inspirar pena y así recibir una satisfacción, el resultado es con frecuencia lo contrario de lo que intentamos conseguir. La queja habitual conduce a más rechazo, pues es agotador convivir con alguien que tiende al victimismo, o que en todo ve desaires o menosprecios, o que espera de los demás —o de la vida en general— lo que de ordinario no se puede exigir. La raíz de esa frustración está no pocas veces en que esa persona se ve autodefraudada, y es difícil dar respuesta a sus quejas porque en el fondo a quien rechaza es a sí misma.

    Una vez que la queja se hace fuerte en alguien —en su interior, o en su actitud exterior—, esa persona pierde la espontaneidad hasta el punto de que la alegría que observa en otros tiende a evocar en ella un sentimiento de tristeza, e incluso de rencor. Ante la alegría de los demás, enseguida empieza a sospechar. Alegría y resentimiento no puede coexistir: cuando hay resentimiento, la alegría, en vez de invitar a la alegría, origina un mayor rechazo.

    Esa actitud de queja es aún más grave cuando va asociada a una referencia constante a la propia virtud, al supuesto propio buen hacer: “Yo hago esto, y lo otro, y estoy aquí trabajando, preocupándome de aquello, intentando eso otro… y en cambio él, o ella, mientras, se despreocupan, hacen el vago, van a lo suyo, son así o asá…”.

    Como ha escrito Henri J.M.Nouwen, son quejas y susceptibilidades que parecen estar misteriosamente ligadas a elogiables actitudes en uno mismo. Todo un estilo patológico de pensamiento que desespera enormemente a quien lo sufre. Justo en el momento en que quiere hablar o actuar desde la actitud más altruista y más digna, se encuentra atrapado por sentimientos de ira o de rencor. Cuanto más desinteresado pretende ser, más se obsesiona en que se valore lo que él hace. Cuanto más se esmera en hacer todo lo posible, más se pregunta por qué los demás no hacen lo mismo que él. Cuanto más generoso quiere mostrarse, más envidia siente por quienes se abandonan en el egoísmo.

    Cuando se cae en esa espiral de crítica y de reproche, todo pierde su espontaneidad. El resentimiento bloquea la percepción, manifiesta envidia, se indigna constantemente porque no se le da lo que, según él, merece. Todo se convierte en sospechoso, calculado, lleno de segundas intenciones. El más mínimo movimiento reclama un contramovimiento. El más mínimo comentario debe ser analizado, el gesto más insignificante debe ser evaluado. La vida se convierte en una estrategia de agravios y reivindicaciones. En el fondo de todo aparece constantemente un yo resentido y quejoso.

    ¿Cuál es la solución a esto? Quizá lo mejor sea esforzarse en dar más entrada en uno mismo a la confianza y a la gratitud. Sabemos que gratitud y resentimiento no pueden coexistir. La disciplina de la gratitud es un esfuerzo explícito por recibir con alegría y serenidad lo que nos sucede. La gratitud implica una elección constante. Puedo elegir ser agradecido aunque mis emociones y sentimientos primarios estén impregnados de dolor. Es sorprendente la cantidad de veces en que podemos optar por la gratitud en vez de por la queja. Hay un dicho estonio que dice: “Quien no es agradecido en lo poco, tampoco lo será en lo mucho”. Los pequeños actos de gratitud le hacen a uno agradecido. Sobre todo porque, poco a poco, nos hacen a uno ver que, si miramos las cosas con perspectiva, al final nos damos cuenta de que todo resulta ser para bien.

    La carcoma de la envidia Cervantes llamó a la envidia “carcoma de todas las virtudes y raíz de infinitos males. Todos los vicios —añadía— tienen un no sé qué deleite consigo, pero el de la envidia no trae sino disgustos, rencores y rabia”.

    La envidia no es la admiración que sentimos hacia algunas personas, ni la codicia por los bienes ajenos, ni el desear tener las dotes o cualidades de otro. Es otra cosa.

    La envidia es entristecerse por el bien ajeno. Es quizá uno de los vicios más estériles y que más cuesta comprender y, al tiempo, también probablemente de los más extendidos, aunque nadie presuma de ello (de otros vicios sí que presumen muchos).

    La envidia va destruyendo —como una carcoma— al envidioso. No le deja ser feliz, no le deja disfrutar de casi nada, pensando en ese otro que quizá disfrute más. Y el pobre envidioso sufre mientras se ahoga en el entristecimiento más inútil y el más amargo: el provocado por la felicidad ajena.

    El envidioso procura aquietar su dolor disminuyendo en su interior los éxitos de los demás. Cuando ve que otros son más alabados, piensa que la gloria que se tributa a los demás se la están robando a él, e intenta compensarlo despreciando sus cualidades, desprestigiando a quienes sabe que triunfan y sobresalen. A veces por eso los pesimistas son propensos a la envidia.

    Wilde decía que “cualquiera es capaz de compadecer los sufrimientos de un amigo, pero que hace falta un alma verdaderamente noble para alegrarse con los éxitos de un amigo”. La envidia nace de un corazón torcido, y para enderezarlo se precisa de una profunda cirugía, y hecha a tiempo.

    Para superar la envidia, es preciso esforzarse por captar lo que de positivo hay en quienes nos rodean: proponerse seriamente despertar la capacidad de admiración por la gente a la que conocemos.

    Hay muchas cosas que admirar en las personas que nos rodean. Lo que no tiene sentido es entristecerse porque son mejores, entre otras cosas porque entonces estaríamos abocados a una tristeza permanente, pues es evidente que no podemos ser nosotros los mejores en todos los aspectos.

    La envidia lleva también a pensar mal de los demás sin fundamento suficiente, y a interpretar las cosas aparentemente positivas de otras personas siempre en clave de crítica. Así, el envidioso llamará ladrón y sinvergüenza a cualquiera que triunfe en los negocios; o interesado y adulador a aquél que le está tratando con corrección; o, como muestra de envidia más refinada, al hablar de ése que es un deportista brillante, reconocido por todos, dirá: “ese imbécil, ¡qué bien juega!”.

    Admirarse de las dotes o cualidades de los demás es un sentimiento natural que los envidiosos ahogan en la estrechez de su corazón.

    El confort de la derrota El victimista suele ser un modelo humano mezquino, de poca vitalidad, dominado por su afición a renegar de sí mismo, a retirarse un poco de la vida. Una mentalidad que —como ha señalado Pascal Bruckner— hace que todas las dificultades del vivir del hombre, hasta las más ordinarias, se vuelvan materia de pleito. El victimista se autocontempla con una blanda y consentidora indulgencia, tiende a escapar de su verdadera responsabilidad, y suele acabar pagando un elevado precio por representar su papel de maltratado habitual.

    El victimista difunde con enorme intensidad algo que podríamos llamar cultura de la queja, una mentalidad que —de modo más o menos directo— intenta convencernos de que somos unos desgraciados que, en nuestra ingenuidad, no tenemos conciencia de hasta qué punto nos están tomando el pelo.

    El éxito del discurso victimista procede de su carácter incomprobable: no es fácil confirmarlo, pero tampoco desmentirlo. Es una actitud que induce a un morboso afán por descubrir agravios nimios, por sentirse discriminado o maltratado, por achacar a instancias exteriores todo malo que nos sucede o nos pueda suceder.

    Y como esta mentalidad no siempre logra alcanzar los objetivos que tanto ansía, conduce a su vez con facilidad a la desesperación, al lloriqueo, al vano conformismo ante el infortunio. Y en vez de luchar por mejorar las cosas, en vez de poner entusiasmo, esas personas compiten en la exhibición de sus desdichas, en describir con horror los sufrimientos que soportan.

    La cultura de la queja tiende a engrandecer la más mínima adversidad y a transformarla en alguna forma de victimismo. Surge una extraña pasión por aparecer como víctima, por denunciar como perversa la conducta de los demás. Para las personas que caen en esta actitud, todo lo que les hacen a ellos es intolerable, mientras que sus propios errores o defectos son sólo simples futilezas sin importancia que sería una falta de tacto señalar.

    Hay básicamente dos maneras de tratar un fracaso profesional, familiar, afectivo, o del tipo que sea. La primera es asumir la propia culpa y sacar las conclusiones que puedan llevarnos a aprender de ese tropiezo. La segunda es afanarse en culpar a otros, buscar denodadamente responsables de nuestra desgracia. De la primera forma, podemos adquirir experiencia para superar ese fracaso; de la segunda, nos disponemos a volver a caer fácilmente en él, volviendo a culpar a otros y eludiendo un sano examen de nuestras responsabilidades.

    Cuando una persona tiende a pensar que casi nunca es culpable de sus fracasos, entra en una espiral de difícil salida. Una espiral que anula esa capacidad de superación que siempre ha engrandecido al hombre y le ha permitido luchar para domesticar sus defectos; un círculo vicioso que le sumerge en el conformismo de la queja recurrente, en la que se encierra a cal y canto. La victimización es el recurso del atemorizado que prefiere convertirse en objeto de compasión en vez de afrontar con decisión lo que le atemoriza.

    Una vieja especie: el opinador El opinador es un personaje que acostumbra a opinar sobre cualquier cuestión, y con una soltura olímpica. No es que sepa mucho de muchas cosas, pero habla de todas ellas con un aplomo que llama la atención. Nada escapa del perspicaz análisis que hace desde la atalaya de su genialidad.

    ¿Es que acaso no tengo libertad para opinar?, dirá nuestro personaje. Y darán ganas de responderle: libertad sí que tienes, lo que te falta es cabeza; porque la libertad, sin más, no asegura el acierto.

    Pertenecer al sector crítico y contestatario es para esas personas la mismísima cima de la objetividad.

    Es cierto, indudablemente, que la crítica puede hacer grandes servicios a la objetividad. Pero la crítica, para ser positiva, ha de atenerse a ciertas pautas. Detrás de una actitud de crítica sistemática suelen esconderse la ignorancia y la cerrazón. Si hay algo difícil en la vida es el arte de valorar las cosas y hacer una crítica. No se puede juzgar a la ligera, sobre indicios o habladurías, o sobre valoraciones precipitadas de las personas o los problemas.

    La crítica debe analizar lo bueno y lo malo, no sólo subrayar y engrandecer lo negativo. Un crítico no es un acusador, alguien que se opone sistemáticamente a todo. Para eso no hacer falta pensar mucho, bastaría con defender sin más lo contrario a lo que se oye, y eso lo puede hacer cualquiera sin demasiadas luces. Además, también es muy cómodo, como hacen muchos, atacar a todo y a todos sin tener que defender ellos ninguna posición, sin molestarse en ofrecer una alternativa razonable —no utópica— a lo que se censura o se ataca.

    Además, quienes están todo el día hablando mal de los demás, tienen que amargarse ellos también un poco la vida. Parece como si vivieran proyectando su amargura alrededor. Como si de su desencanto interior sobrenadaran vaharadas de crispación que les envuelven por completo. Les disgusta el mundo que les rodea, pero quizá sobre todo les disgusta el que tienen dentro. Y como son demasiado orgullosos para reconocer culpas dentro de ellos, necesitan buscar culpables y los encuentran enseguida.

    La retórica victimista Tratar de eliminar el sufrimiento a toda costa significa casi siempre agravarlo, pues a medida que se huye de él nos va ganando terreno. Hay un curioso fatalismo en esa obsesiva alergia al más mínimo dolor (no muy distinto al de la resignación pasiva y tonta ante la desgracia), pues, aun siendo lógico y sensato evitar el sufrimiento inútil, hay una dificultad vital inherente a nuestra condición de hombres, una dosis de riesgo y de dureza sin los que la existencia humana no puede desarrollarse con plenitud.

    Quiero con esto decir que nuestros reveses, nuestros pequeños naufragios, hasta nuestros peores enemigos, nos ayudan a curtirnos, nos obligan a activar en nuestro interior yacimientos de dinamismo, de coraje, de habilidades insospechadas. La fortaleza del carácter de una persona, su valía, tiene bastante relación con la cantidad de dificultades que esa persona sabe encajar sin sucumbir. Los obstáculos y las contrariedades le invitan a superarse, le impulsan a elevarse por encima del temor y la pusilanimidad.

    Una vida pródiga en dificultades suele producir personalidades más ricas que las que han sido formadas en la comodidad o la abundancia. No es que haya que desear la miseria o la contrariedad, pero es peligroso llevar una vida demasiado cómoda, o ablandarse demasiado ante las propias penas, o encerrarse en el papel de víctima.

    Decir que uno sufre mucho cuando objetivamente apenas se está sufriendo, es quedar desarmado antes de entrar en batalla, hacerse a uno mismo incapaz de afrontar un sufrimiento verdadero. Quienes tienden a pensar así necesitan salir de ese error alimentando pensamientos que estimulen su energía interior, que generen alegría y entusiasmo. Tienen necesidad de cultivar la vivacidad, el dinamismo, una valentía serena.

    A la retórica victimista, que tiende a agotarse con sólo explicarse a sí misma, hay que responder buscando soluciones razonables, alternativas viables. Y para eso hay que empezar por expresar las dificultades en términos que admitan la propia superación. Porque uno de los primeros efectos de la tediosa machaconería sobre los propios problemas es que nos impide distinguir bien entre lo nosotros podemos cambiar y lo que está fuera de nuestro alcance: en la obsesión victimista todas las adversidades se viven como una sentencia inapelable de un negro destino.

    El hombre se hace grande cuando no permanece encastillado dentro de sí, sino que se empeña en algo que le lleva a superarse. Cuando se rinde ante los efluvios del conformismo, se rebaja; cuando se refugia en el egoísmo, se rebaja también. Si se obsesiona por protegerse hasta de la más mínima contrariedad, se acabará encontrando de bruces con una fragilidad vital que ahoga y abruma.

    Hay otro estilo victimista mucho más hostil, que en nombre de las desgracias del pasado, de todo lo que está sufriendo o ha sufrido con anterioridad, se arroga una especie de patente de inmunidad con la que justifican una actitud agresiva, o incluso violenta.

    Para esas personas, invocar el recuerdo de las desgracias pasadas es como una inmensa caja de caudales sin fondo de donde extraen un flujo inagotable de resentimientos, o incluso de ira, odio y deseo de venganza. Y si alguien reprocha su actitud, a lo mejor admite que lo suyo no es muy ejemplar, pero enseguida replica que sus padecimientos pasados le han ganado el derecho a esa leve incorrección, o al menos la disculpan.

    Su susceptibilidad les lleva a reaccionar con crispación ante la más mínima crítica. El menor reparo que se ponga a sus acciones es inmediatamente elevado a la consideración de gran ofensa. Enseguida ven malas intenciones en las personas que están a su alrededor y, progresivamente, en todo el mundo. Por doquier intuyen complots y hostilidad. Están persuadidos de ser objeto de desprecios y vejaciones sin tregua ni descanso. En los casos más extremos, piensan que el mundo entero los sataniza (he ahí la curiosa paradoja del satanizador satanizado) y, aquejados de una sorprendente megalomanía, tienen constantemente presente el pensamiento de la conspiración.

    El síndrome del complot suele designar un culpable, y origina dos posibles actitudes. De renuncia y pasividad (para qué hacer nada si una fuerza tan poderosa está tramando tales cosas contra nosotros), o bien de agresividad contra el supuesto culpable.

    Lo peor es cuando estos síndromes de persecución se traducen en airadas acusaciones contra los supuestos ofensores, pues suelen ser como el aviso de comienzo de una jugada maestra: acusar de una ofensa —ficticia—, sencillamente para anticipar la que —bien real— pretenden ellos llevar a cabo. A partir de ahí, envuelven su agresión con un manto de candidez: lo único que hacen es defenderse.

    Uno de los peores inconvenientes de todo esto es que la idea de la conspiración es difícilmente refutable, pues resulta muy fácil dar la vuelta a cualquier argumento transformándolo en prueba de la omnipotencia o sutileza de los conspiradores. Además, sentirse víctima de una conspiración es una tentadora y sugerente manera de eludir la crítica, y para algunos supone un curioso consuelo añadido: creerse suficientemente importantes como para que unos malvados pretendan arruinar su vida.

    Otro nefasto efecto de este fenómeno del victimismo agresivo está en que, al suscitar una mentalidad de venganza, cuando ésta se lleva a cabo induce con facilidad reacciones similares en el otro, que se siente también —y casi siempre con más razón— víctima inocente de una agresión. De esta manera, el veneno del victimismo se inocula en el otro con la pelea, y va extendiéndose en cada nuevo escalón del resentimiento: cuánta razón teníamos en sospechar que era un sinvergüenza, fíjate lo que nos ha hecho. Se produce así un mimetismo victimista, que confiere a las dos partes enfrentadas la misma impresión de ser personas eterna e injustamente maltratadas.

    Cuando se invocan padecimientos pasados para justificar actitudes que, por mucho que se adornen, respiran el hedor del resentimiento y el deseo de vengarse, lo más sensato es desconfiar de esas personas: lo más probable es que busquen cargarse de argumentos para repetir, en cuanto puedan, las mismas acciones que lamentan haber sufrido.

    Tener presente los dolores del pasado es, en principio, algo enriquecedor. Pero esa memoria puede pervertirse si se deja impregnar de rencor o enemistad. Cuando el recuerdo nos lleva de forma obsesiva a reavivar viejos sufrimientos, a reabrir heridas del pasado buscando legitimar un oscuro deseo de resarcimiento, entonces la memoria se vuelve esclava del agravio, y se convierte en una potencia que reaviva tensiones, exacerba la animosidad, e incluso reconstruye el pasado o lo reescribe acumulando supuestos motivos a su favor.

    Si las personas o las familias o los pueblos se dedican a rumiar sus dolencias respectivas, será difícil que vivan en paz y concordia. Cuando se hurga morbosamente en el pasado, siempre se encuentran perjuicios que alegar, razones por las que desenterrar el hacha de guerra de la violencia, el desprecio o la falta de solidaridad.

    Siempre se pueden encontrar motivos por los que sentirse incapaces de superar las desavenencias recíprocas. Para vivir en buena sintonía con los demás, debemos trazar una raya sobre nuestras disensiones de antaño, dejar que el pasado entierre los odios y sus pendencias. No se trata simplemente de olvidar, sino de perdonar y de aprender a evitar que se repitan esos errores, de oponerse con firmeza a ellos. El perdón es lo que deja paso al presente y al futuro, a quienes no desean cargar sobre sus hombres con el terrible peso de los antiguos resentimientos.

    Felicidad y coherencia de vida

    • Coherencia de vida
    • Una vida sin disfraces
    • Balance de la propia vida
    • Aprender a ser feliz
    • Acertar en el estilo de vida
    • El riesgo del autoengaño
    • Educar desde la coherencia

    Coherencia de vida La vida de todo hombre precisa de un norte, de un itinerario, de un argumento. No puede ser una simple sucesión fragmentaria de días sin dirección y sin sentido.

    Cada hombre ha de esforzarse en conocerse a sí mismo y en buscar sentido a su vida proponiéndose proyectos y metas a las que se siente llamado y que llenan de contenido su existencia.

    A partir de cierta edad, todo esto ha de ser ya algo bastante definido, de manera que en cada momento uno pueda saber, con un mínimo de certeza, si lo que hace o se propone hacer le aparta o le acerca de esas metas, le facilita o le dificulta ser fiel a sí mismo.

    Se trata de algo asequible a todos. Lo único que hace falta es —si no se ha hecho— tratarlo seriamente con uno mismo: como decía Epícteto, “enseguida te persuadirás: nadie tiene tanto poder para persuadirte a ti como el que tienes tú mismo”.

    Para que la vida tenga sentido y merezca la pena ser vivida, es preciso reflexionar con frecuencia, de modo que vayamos eliminando en nosotros los detalles de contradicción o de incoherencia que vayamos detectando, que son obstáculos que nos descaminan de ese itinerario que nos hemos trazado. Si con demasiada frecuencia nos proponemos hacer una cosa y luego hacemos otra, es fácil que estén fallando las pautas que conducen nuestra vida. Muchas veces lo justificaremos diciendo que «ya nos gustaría hacer todo lo que nos proponemos», o que siempre «del dicho al hecho hay mucho trecho», o alguna que otra frase lapidaria que nos excuse un poco de corregir el rumbo y esforzarnos seriamente en ser fieles a nuestro proyecto de vida.

    Es un tema difícil, pero tan difícil como importante. A veces la vida parece tan agitada que no nos da tiempo a pensar qué queremos realmente, o por qué, o cómo podemos conseguirlo. Pero hay que pararse a pensar, sin achacar a la complejidad de la vida —como si fuéramos sus víctimas impotentes— lo que muchas veces no es más que una turbia complicidad con la debilidad que hay en nosotros.

    Somos cada uno de nosotros los más interesados en averiguar cuál es el grado de complicidad con todo lo inauténtico que pueda haber en nuestra vida. Si uno aprecia en sí mismo una cierta inconstancia vital, como si anduviera por la vida distraído de sí mismo, como desnortado, sin terminar de tomar las riendas de su existencia —quizá por los problemas que pudiera suponer exigirse coherencia y autenticidad—, parece claro que está en juego su acierto en el vivir y, como consecuencia, una buena parte de la felicidad de quienes le rodean.

    Es verdad que las cosas no son siempre sencillas, y que en ocasiones resulta realmente difícil mantenerse fiel al propio proyecto, pues surgen dificultades serias, y a veces el desánimo se hace presente con toda su paralizante fuerza. Pero hay que mantener la confianza en uno mismo, no decir «no puedo», porque no es verdad, porque casi siempre se puede. No podemos olvidar que hay elecciones que son fundamentales en nuestra vida, y que la dispersión, la frivolidad, la renuncia a aquello que vimos con claridad que debíamos hacer, todo eso, termina afectando al propio hombre, despersonalizándolo.

    Una vida sin disfraces Todos solemos contemplar con admiración a las personas, las familias o las instituciones que están basadas en principios sólidos y hacen bien las cosas. Nos admira su fuerza, su prestigio o su madurez, y habitualmente nos preguntamos: ¿Cómo lo logran? Tendría que aprender a hacerlo así.

    Lo malo es que muchas veces buscamos un consejo que sea una solución rápida y milagrosa a nuestros problemas, como si fuera todo cuestión de una especie de sencilla cosmética de los valores.

    Al calor de ese afán humano por los remedios rápidos, ha surgido en los últimos años una extensa literatura dedicada a la efectividad personal, que a menudo parece ignorar el proceso natural de esfuerzo y desarrollo que la hacen posible. Es el esquema del «hágase rico en una semana», «aprenda inglés sin esfuerzo», «cómo ganar un montón de amigos», «cómo causar buena impresión», etc. Lo habitual es que proporcionen una serie de consejos más o menos eficaces para solucionar problemas superficiales, pero dejen de lado las cuestiones de fondo.

    Sin embargo, desde los filósofos griegos hasta nuestros días, los autores que han estudiado seriamente la búsqueda humana de las claves del vivir con acierto, se han centrado básicamente en los esfuerzos que el hombre hace por integrar profundamente en su naturaleza ciertos principios y valores como la honestidad, la justicia, la generosidad, el esfuerzo, la paciencia, la humildad, la sencillez, la fidelidad, el valor, la mesura, la lealtad, la veracidad, etc. Y no como una cuestión cosmética sino profunda, que busca cambiar por dentro a la persona, constituir hábitos y rasgos que conformen con hondura el propio carácter.

    Podría compararse a las labores del campo. De la misma manera que sería ridículo olvidarse de sembrar en primavera, holgazanear luego durante todo el verano, y pretender al final acudir afanosamente en otoño a recoger la cosecha…, por la misma razón, no se puede pretender cosechar una vida lograda sin haber puesto previamente los medios necesarios.

    El campo, como la vida humana, es un sistema natural. Uno hace el esfuerzo, el proceso natural sigue su curso y —aunque el proceso esté expuesto a incertidumbres— lo normal es que se coseche lo que se siembra. Y, desde luego, si no se siembra, si el campo no se trabaja, lo normal es que no se recojan más que malas hierbas.

    En la mayoría de las interacciones humanas breves, se puede salir del paso mediante técnicas superficiales que dan resultado a corto plazo. En esas estrategias se centran los autores que antes hemos mencionado. Y ciertamente se puede lograr producir una impresión favorable en otras personas mediante el encanto y la habilidad personales, o mediante cualquier técnica de persuasión, pero esos rasgos secundarios no tienen ningún valor en relaciones personales prolongadas.

    Puedes producir de modo ficticio una buena imagen en un encuentro o un trato más o menos ocasional, pero difícilmente podrás mantener esa imagen en una convivencia de años con tus hijos, tu cónyuge, tus compañeros o tus amigos. Si no hay una integridad personal profunda y un carácter bien formado, tarde o temprano los desafíos de la vida sacan a la superficie los verdaderos motivos, y el fracaso de las relaciones humanas acaba imponiéndose sobre el efímero triunfo anterior.

    Hay personas que presentan una imagen exterior de cierta categoría personal, y logran incluso un considerable reconocimiento social de sus supuestos talentos, pero carecen en su vida privada de una verdadera calidad humana. Pienso que antes o después, y de modo inevitable, esa mezquindad personal se traslucirá en su vida social y en todas sus relaciones personales prolongadas.

    Balance de la propia vida Hay vidas llenas de aparente éxito que son profundamente infelices y están dominadas por el desencanto ante ese estilo de vida, quizá espléndido en sus resultados, pero que se percibe como suplantador del que se hubiera debido tomar.

    A muchas personas les cuesta abordar esa pregunta tan sencilla y tan crucial como es ¿por qué y para qué vivo?, ¿qué sentido debe tener mi vida? Tienden a eludir esa cuestión, a aplazarla continuamente, como esperando a que la misma vida se lo acabe descubriendo.

    Lo malo es que, si lo retrasan mucho, corren el riesgo de encontrarse un día con la impresión de haber vivido hasta entonces sin apenas sentido. Y cuanto más tarde sucede esto, más difícil resulta corregir el rumbo. Tanto, que a muchos entonces ese descubrimiento les llena de angustia y lo sepultan bajo la adicción al trabajo, una pose escéptica o un activismo irreflexivo.

    Hay etapas en la vida que propician más esa tendencia a hacer balance de la propia vida: la adolescencia, el término de los estudios, la crisis de madurez de los cuarenta o cuarenta y cinco años, la jubilación, la pérdida de facultades propia de la entrada en la ancianidad, etc.

    En muchos de esos balances existenciales es fácil pensar (en muchas ocasiones con poca objetividad) que se podría haber hecho mucho mejor uso de ese tiempo de vida ya consumido. Y por eso pueden dejar un cierto sabor amargo, de lo que pudo ser y no fue, de tantas limitaciones, de tantos errores y fracasos.

    Pero también esas crisis pueden ayudar a rectificar una vida equivocada. Serán útiles en la medida en que ayuden a tomar conciencia de los errores (y descubrir, por ejemplo, que había bastante mediocridad, o que junto a un cierto éxito exterior se ha llegado a una situación de grave empobrecimiento interior, o que se estaba demasiado centrado en uno mismo, etc.). Podemos sacar provecho, y mucho, en la medida en que ese balance se aborde con ilusión y esperanza de cambiar, sin ignorar las conquistas y aciertos pasados, y sin hacer tabla rasa de todos esos empeños que valieron verdaderamente la pena y que también jalonan nuestra vida.

    Es cierto que los viejos hábitos ejercen sobre nosotros una inercia muy fuerte, y que romper con modos de ser o de hacer muy arraigados puede resultarnos verdaderamente costoso. A veces, no nos bastará con sólo una firme resolución y nuestra propia fuerza de voluntad, sino que necesitaremos de la ayuda de otros. Para superar hábitos negativos, como por ejemplo los relacionados con la pereza, el egoísmo, la insinceridad, la susceptibilidad, el pesimismo, etc., puede resultar decisiva la ayuda de personas que nos aprecian. Si se logra crear un ambiente en el que resulte fácil comprender al otro y al tiempo decirle lo que debe mejorar, todos se sentirán a un tiempo comprendidos y ayudados, y eso es siempre muy eficaz.

    La reflexión sobre la propia vida aleja al hombre de la visión superficial de las cosas y le hace recorrer su propio camino. La vida le presenta numerosos interrogantes, de los que normalmente sólo obtiene respuestas parciales e incompletas, pero con una reflexión frecuente puede lograr que la multitud de preocupaciones, afanes y aspiraciones de la vida diaria no desvíen su atención de lo realmente valioso.

    Por eso es importante que el goteo de pequeños esfuerzos cotidianos no ocupe con tal fuerza el primer plano de nuestra atención que deje sin espacio para las cuestiones de verdadera relevancia.

    Aprender a ser feliz Es curioso cómo muchas personas piensan que la felicidad es algo reservado para otros y muy difícil de darse en sus propias circunstancias. Corremos el peligro de pensar que la felicidad es como una ensoñación que no tiene que ver con el vivir ordinario y concreto. La relacionamos quizá con grandes acontecimientos, con poder disponer de una gran cantidad de dinero, gozar de una salud sin fisuras, tener un triunfo profesional o afectivo deslumbrante, protagonizar grandes logros del tipo que sea. Pero la realidad luego resulta bastante distinta a eso.

    La prueba es que la gente más rica, o más poderosa, o más atractiva, o que mejor dotada está, no coincide con la gente más feliz. Para verlo, basta con echar una ojeada a las revistas del corazón. El dinero y las posesiones son en sí mismas un espejismo de la auténtica felicidad. La fama tampoco aporta demasiado por sí misma; es más, el hombre famoso necesita de una madurez especial para saber asumir bien su encumbramiento, sin que le produzca un desequilibrio emocional (además, es centro de atención de muchas miradas, que le siguen muy de cerca y suelen juzgarle con especial severidad).

    Tampoco parece que disponer de un gran talento o gozar de muy buena salud sean el punto clave. Son cosas que pueden favorecer, que pueden crear un clima propicio para sentirse feliz, pero no siempre es así, pues todos hemos visto muchos ejemplos de personas muy inteligentes que han arruinado completamente sus vidas, o de otros que, por el contrario, con ocasión de la enfermedad han descubierto una nueva dimensión de su vida y han madurado y sido mucho más felices.

    Tampoco es que para ser feliz haya que ser tonto, enfermo o desafortunado. También entre ésos, como entre todos, unos se sentirán felices y otros no. Parece que la felicidad y la infelicidad provienen de otras cosas, de cosas que están más en el interior de la persona, en el talante con que plantea su vida.

    Por ejemplo, muchas veces sufrimos, o nos embarga como un sentimiento de desánimo, o de agobio, o de fatiga interior, y no hay a primera vista una explicación externa clara, porque no hemos tenido ningún contratiempo serio, ni tenemos hambre, ni sed, ni sueño, ni nos faltan la salud o las comodidades que son razonables.

    Son dolores íntimos, y si investigamos un poco llegamos a descubrir que están causados por nosotros mismos: muchas de las quejas que tenemos contra la vida, si nos examinamos con sinceridad y valentía, nos damos cuenta de que provienen de nuestro estado interior, de nuestra pereza, de pequeños egoísmos, envidias, susceptibilidades, etc. En definitiva, de errores personales que nos producen una decepción.

    Sin embargo, hay que pensar que es precisamente esa decepción la que nos brinda la oportunidad de mejorar y ser más felices. Igual que el dolor físico tiene la inestimable utilidad de avisar de que algo en nuestro cuerpo no va bien, esos dolores de que hablamos nos advierten de que algo en nuestro interior debe cambiar. Es positivo —además de natural— que notemos con intensidad el peso de nuestros errores: si no fuera así, sería muy difícil que nos corrigiéramos.

    Quizá el aprendizaje más duro de la vida sea el de la decepción: aceptar que las cosas —empezando por la realidad de nosotros mismos— no son como las queríamos, como las pensábamos, o como nos las habían contado; que las cosas no son tan sencillas, que la vida no es tan fácil. Pero, como ha escrito Enrique Rojas, la conquista de la felicidad no es algo a lo que se llega de modo improvisado o casual; se alcanza tras un largo esfuerzo sobre nosotros mismos, es como una obra de ingeniería personal continuada.

    Acertar en el estilo de vida Vistos retrospectivamente, muchos pequeños objetivos que en un momento de nuestra vida nos parecieron importantes y seductores, ahora, pasado el tiempo, los vemos como algo insustancial y de poco valor.

    La prueba del tiempo nos ha mostrado con nitidez ese contraste. A lo mejor vemos ahora lo equivocado de aquella obsesión por ganar aquel dinero más… ¿para qué sirvió al final? O aquel otro afán por lograr neciamente ese poco de fama o de notoriedad… ¿en qué ha quedado? O aquella otra tonta pasión por experimentar tal o cual placer, que supuso aquellos atropellos… ¿qué nos aportó? ¿en qué quedó al final? Cuando somos engañados y dejamos de lado otros valores seguros para claudicar ante el espejismo del placer, o ante la inercia de la comodidad y el egoísmo, al final siempre acabamos por advertir —si somos sinceros con nosotros mismos— que aquello no nos condujo a nada.

    Son estilos de vida que, en sus comienzos, suelen presentarse ante nosotros con gran esplendor, y son enormemente atractivos y seductores. Pero sus consecuencias, los efectos que producen en el interior de las personas, pocas veces se dan luego a conocer con la crudeza que realmente tienen (a las víctimas de un engaño suele costarles admitirlo).

    Las personas que centran su vida en el placer o el egoísmo acaban por aburrirse de cada uno de los sucesivos niveles que van alcanzando, pues constantemente piensan en uno mayor y más excitante, en una cima más alta. Y esto es algo que sucede no sólo con los placeres propiamente dichos, sino también con la tendencia a rehuir el esfuerzo: cuando el hombre busca siempre el camino de mayor comodidad y menor exigencia, entonces su vida se va erosionando gradualmente: sus capacidades se van adormeciendo, su talento no se desarrolla, su espíritu se aletarga y su corazón se siente cada vez más insatisfecho, desencantado por lo fugaces que finalmente resultan sus efímeros logros.

    Es cierto que la mayoría de la gente procura vivir conforme a unos principios, aunque estén un poco difusos, y que son pocos los que se plantean formalmente vivir centrados en el placer. Pero si esos principios son difusos, es fácil que esas personas acaben un poco a merced de los estados de ánimo, acudiendo a arreglos transitorios para las crisis que se presentan en sus vidas, buscando evadirse mediante gratificaciones fugaces que les hagan olvidar un poco que aquello no va bien. Pero cada vez que sube la tensión en sus vidas, todo aquello que no funciona sale a la superficie, y quizá entonces se muestran hipercríticos, malhumorados, pesimistas, ensimismados, y la levedad de sus valores y principios acaba por llevarles, casi inadvertidamente, a una vida muy centrada en la comodidad y el egoísmo.

    La realidad de la vida es muchas veces dura y dolorosa, y cualquier esfuerzo nuestro por hacerla más habitable es siempre una aportación importante, para nosotros y para los demás. Cada vez que nos sacudimos la inercia y mantenemos el pulso de los valores y principios que nos inspiran, estamos contribuyendo —vayamos a favor o en contra de la corriente— a nuestra felicidad y a la de los demás. Lo que no podemos es abandonarnos en el regazo cálido y adormecedor de las inercias de la vida y luego quejarnos de su amargura.

    El riesgo del autoengaño Cuentan sus biógrafos que, hasta su suicidio bajo la cancillería de Berlín el 30 de abril de 1945, Adolf Hitler fue sufriendo un paulatino proceso de huida de la realidad, una necesidad constante de autoengañarse y de recibir noticias favorables. Sobre todo a partir de la entrada de Estados Unidos en la guerra, Hitler fue entrando cada vez más en un mundo de ficción creado por sí mismo. Es indudable que poseía una portentosa inteligencia, pero prefirió engañarse, y su engaño le llevó a huir de la realidad de una manera sorprendente. De hecho, a mediados de aquel mes de abril de 1945, cuando los tanques del mariscal soviético Zhukov estaban ya a pocos kilómetros de la puerta de Brandenburgo, Hitler repetía a gritos ante su Estado Mayor, dentro de su refugio subterráneo, que los rusos sufrirían una sangrienta derrota ante las puertas de Berlín.

    Historiadores como Hugh Trevor-Roper y Ian Kershaw analizan con detalle cómo fue el proceso por el que Hitler, envenenado por sus triunfos, acabó por abandonar todo signo de diplomacia e inteligencia. No parece posible que el trabajo de la propaganda nazi modificara de tal modo los datos del propio Hitler hasta el extremo de hacerle creer que sus derrotas eran victorias. Pero el hecho incontrovertible es que, cinco días antes de su muerte, rodeado de mapas operativos cada vez más irreales, enumeraba con gran seguridad a sus generales las bazas inverosímiles que le hacían esperar una victoria final.

    La lectura de esos testimonios históricos —han pasado ya más de cincuenta años y hay suficientes documentos bien contrastados que han hecho posible conocer minuto a minuto lo que ocurrió—, nos brinda un ejemplo asombroso y extremo del modo en que un hombre puede llegar a encerrarse en un mundo propio, hasta trasladarse por completo al reino de lo imaginario. Aquel triste y trágico episodio de la historia del siglo XX nació marcado por el autoengaño de negar la existencia de principios morales superiores que limitaran el poder y la persecución de sus inmorales objetivos, y puede servirnos para detenernos un instante y hablar de ese gran peligro del autoengaño, que, en diversa medida, nos acecha a todos en pequeñas cosas del acontecer ordinario de cada día.

    El hombre, al ser batido por la adversidad, se siente con frecuencia tentado a huir. Sin embargo, cualquier vida es difícilmente gobernable si no hay un constante esfuerzo por estar conectado a la realidad, si no se permanece en guardia frente a la mentira, o frente la seducción de la fantasía cuando se presenta como un narcótico para eludir la realidad que nos cuesta aceptar.

    La tentación de lo irreal es constante, y constante ha de ser la lucha contra ella. De lo contrario, a la hora de decidir qué hay que hacer, no nos enfrentaremos con valentía a la realidad de las cosas para calibrar su verdadera conveniencia, sino que caeremos en algún género de escapismo, de huida de la realidad o de nosotros mismos. El escapista busca vías de escape frente a los problemas. No los resuelve, se evade. En el fondo, teme a la realidad. Y si el problema no desaparece, será él quien desaparezca.

    El autoengaño puede presentarse en formas muy variadas. Hay personas, por ejemplo, que caen en él porque necesitan continuas manifestaciones de elogio y aprobación. Su sensibilidad al halago, al continuo “tiene usted razón” sin tenerla, hace desplegar a su alrededor servilismos capaces de idiotizar a cualquiera. Son personas difíciles de desengañar, pues exigen que se les siga la corriente, que se mienta con ellos, y acaban por enredar a los demás en sus propias mentiras. Son presa fácil de los aduladores, que los manejan a su antojo, y aunque a veces adviertan que se trata de una farsa, no suele bastarles para salir de ella.

    La verdad, y en especial la verdad moral, no debe acogerse como una limitación arbitraria al obrar libre de las personas, sino, por el contrario, como una luz liberadora que permite dar una buena orientación a las propias decisiones. Acoger la verdad lleva al hombre a su desarrollo más pleno. En cambio, eludir la verdad o negarse a aceptarla, hace que uno se inflija un daño a sí mismo, y casi siempre también a los demás. La verdad es nuestro mejor y más sabio amigo, siempre dispuesto y deseoso de acudir en nuestra ayuda. Es cierto que a veces la verdad no se manifiesta de forma clara, pero hemos de esforzarnos para que no resulte que esa falta de claridad sólo se da en nuestro pensamiento, al que aún no hemos impulsado lo necesario en búsqueda de la verdad.

    Educar desde la coherencia «Me gustaría que mis padres, y que usted mismo, supieran ponerse más a mi nivel (el que remarcaba esas palabras con seriedad pero con desenvoltura era Daniel, un alumno de diecisiete años resuelto y reflexivo, al comienzo de la primera sesión de tutoría del curso).

    »Me molesta que los adultos hablen siempre con tanta seguridad, que adopten siempre la posición de expertos conocedores de todo. Se lo digo a usted desde el principio, y no para ofender, de verdad. Me gustaría que los adultos se bajaran un poco de su pedestal, que no se dirigieran a la gente joven siempre dando órdenes o consejos.

    »Sólo pido que nos escuchen de vez en cuando, que admitan al menos que también podemos tener ideas inteligentes, que se nos reconozca un plano de cierta igualdad, que nos hablen con más franqueza. Aunque no lo parezca, nos fijamos bastante en ellos, más de lo que se creen. Lo que me gustaría es que sus reflexiones no fueran siempre como consejos encubiertos, y que procuraran hacerse cargo de lo que realmente nos sucede.» Aquella conversación con Daniel me recordaba lo que escribió Romano Guardini: el factor más eficaz para educar es cómo es el educador; el segundo, lo que hace; el tercero, lo que dice. Son importantes los consejos que se dan, o las cosas que se mandan, pero mucho antes está lo que se hace, los modelos que presentan, las cosas se valoran, cómo unos y otros se relacionan entre sí. Y hay personas que en esto son auténticos maestros, mientras que otros, por el contrario, son un verdadero desastre.

    La vida familiar es la primera escuela de aprendizaje emocional. El modo en que los padres tratan a sus hijos (ya sea con una disciplina estricta o con un desorden notable, con exceso de control o con indiferencia, de modo cordial o brusco, confiado o desconfiado, etc.), tiene unas consecuencias profundas y duraderas en la vida emocional de los hijos, que captan con gran agudeza hasta lo más sutil.

    Algunos padres, por ejemplo, ignoran habitualmente los sentimientos de sus hijos, por considerarlos algo de poca importancia, y con esa actitud desaprovechan excelentes oportunidades para educarles.

    Otros padres se dan más cuenta de los sentimientos de sus hijos, pero su interés suele reducirse a lograr, por ejemplo, que su hijo deje de estar triste, o nervioso, o enfadado, y recurren a cualquier medio (incluido el premio material inmerecido o inadecuado, y a veces hasta el engaño o el castigo físico), pero rara vez intervienen de modo inteligente para dar una solución que vaya a la raíz del problema.

    Otro tipo de padres, de carácter más autoritario e impaciente, suelen ser desaprobadores, propensos a elevar el tono de voz ante el menor contratiempo. Son de esos que descalifican rápidamente a sus hijos, y saltan con un «¡No me contestes!» cuando su hijo intenta explicarse. Es difícil que logren el clima de confianza que exige una correcta educación de los sentimientos.

    Hay, por fortuna, muchos otros padres que se toman más en serio los sentimientos de sus hijos, y procuran conocerlos bien, y aprovechar sus problemas emocionales para educarles. Son padres que se esfuerzan por crear un cauce de confianza que facilite la confidencia y el desahogo. Y saben hablar en ese plano de igualdad al que se refería aquel alumno mío: se dan cuenta de que con el simple fluir de las palabras se alivia ya mucho el corazón de quien sufre, pues exteriorizar los sentimientos y hablar sobre ellos con alguien que esté dispuesto a escuchar y a comprender, es siempre de gran valor educativo. Manifestar los propios sentimientos en una conversación confiada es una excelente medicina sentimental.

    Los niños que proceden de hogares demasiado fríos o descuidados desarrollan con más facilidad actitudes derrotistas ante la vida. Si los padres son inmaduros o imprevisibles, crónicamente tristes o enfadados, o simplemente personas distantes o sin apenas objetivos vitales, o con vida caótica, será difícil que conecten con los sentimientos de sus hijos, y el aprendizaje emocional será forzosamente deficiente.

    Padres imprevisibles son aquellos que tratan a sus hijos de manera arbitraria. Quizá cuando están de mal humor los maltratan, pero si están de buen humor les dejan escapar de sus deberes o su responsabilidad en medio del caos; y así está claro que será difícil que logren nada.

    Si el reproche o la aprobación pueden presentarse indistintamente en cualquier momento y lugar, dependiendo de si les duele la cabeza o no, o si esa noche han dormido bien o mal, o si su equipo de fútbol ha ganado o perdido el último partido, de esa manera se crea en el hijo un profundo sentimiento de impotencia, de inutilidad de hacer las cosas bien, puesto que las consecuencias serán difícilmente predecibles. Por eso suelen fracasar aquellos padres que alternan imprevisiblemente el exceso de benignidad con el de severidad.

    Orden y capacidad de organizarse

    • Orden y pereza activa
    • Aprender a organizarse
    • Aprender a decir «no»
    • Equilibrio y flexibilidad
    • Aprender a contar con los demás
    • Confiar en los demás
    • Orden y previsión

    Orden y pereza activa Lee Iacocca, aquel legendario empresario norteamericano que fue primer ejecutivo de la Ford y que años después lograría un espectacular reflotamiento en la Chrysler, explicaba así su experiencia de varias décadas al frente de grandes multinacionales: «No puedo menos que asombrarme ante el gran número de personas que, al parecer, no son dueños de su agenda. A lo largo de estos años se me han acercado muchas veces altos ejecutivos de la empresa para confesarme con un mal disimulado orgullo: “Fíjese, el año pasado tuve tal acumulación de trabajo que no pude ni tomarme unas vacaciones”.

    »Al escucharles, siempre pienso lo mismo. No me parece que eso deba ser en absoluto motivo de presunción. Tengo que contenerme para no contestarles: “¿Serás idiota? Pretendes hacerme creer que puedes asumir la responsabilidad de un proyecto de ochenta millones de dólares si eres incapaz de encontrar dos semanas al año para pasarlas con tu familia y descansar un poco?”.» Imprimir un ritmo ordenado a la vida, ser dueños del propio tiempo y de la agenda, tener un claro orden de prioridades en lo que hemos de hacer…, son premisas básicas para la eficacia en cualquier trabajo.

    ¿También para educar? Pienso que sí, por dos razones. La primera, porque educar exige tiempo y, por tanto, orden para sacar partido al tiempo que tenemos, que es limitado. Y la segunda, porque el orden es una virtud muy importante en la configuración del carácter de los hijos.

    Cuando no hay orden en la cabeza, acabamos siempre por elegir lo que más nos apetece, o aquello que parece urgentísimo pero que resulta que no es lo que tenemos que hacer en ese momento. Muchas veces, los agobios por falta de tiempo son más bien agobios por falta de orden.

    Es evidente que no se puede llegar a hacer en la vida todo lo que uno quisiera, porque no hay tiempo. El problema es por dónde se recorta, y esa decisión no la debe tomar el capricho.

    Hay personas que despliegan una febril actividad, que van y vienen de un lado a otro a toda velocidad, suben, bajan, hablan por teléfono, hacen mil cosas a la vez y no acaban ninguna, sus múltiples y poco claras ocupaciones les hacen llegar tarde a todo y con una gran sensación de prisa. Son auténticos ejecutivos pero que luego no ejecutan casi nada útil.

    Parecen gente esforzada, pero muchas veces no es esfuerzo sino sólo su caricatura. Porque casi siempre casualmente ese desorden les lleva a elegir la tarea que en ese momento menos les cuesta. En el fondo son bastante perezosos.

    La pereza ordinaria es simple apatía y dejadez. Esta otra forma de pereza, que por activa no es menos corriente, resulta en cambio algo más difícil de advertir. Pero hay infinidad de hombres perezosos que no paran de trabajar y de moverse. Hacen cosas constantemente, pero no las que deberían hacer.

    ¿Cómo aplicar esas ideas a la familia? La pereza activa puede hacer estragos en tu hijo estudiante que no termina de comprender que más vale estudiar intensamente tres horas y luego descansar otras tres haciendo deporte, escuchando música o saliendo con sus amigos, en vez de pasarse las seis horas intentando conjugar lo uno y lo otro para al final dejarlo todo a medio hacer y con una clara sensación de descontento (y habiendo sufrido más que si hubiera estado estudiando intensamente todo ese tiempo).

    Es también pereza activa cuando un padre o una madre de familia no cesan de ir de un lado a otro cuando quizá deberían estar en casa con su cónyuge y sus hijos. O cuando se entretienen sin verdadera necesidad en el trabajo y abandonan otras obligaciones que (casualmente de nuevo) le resultan menos agradables. O cuando se lanzan a hacer cualquier cosa que se les cruza por la cabeza sin ponderar su oportunidad.

    Se trata de la común tentación de hacer lo urgente antes que lo importante, lo fácil antes que lo difícil, lo que se termina pronto antes que lo que requiere un esfuerzo continuado.

    El orden es una virtud que depende mucho de la forma de funcionar de la familia y del colegio, y a la que desgraciadamente no siempre se le da la importancia que tiene.

    Los padres y los profesores deben exigir que los chicos sean cumplidores, que tengan orden, un orden razonable. Serva ordinem et ordo te servabit, decían los antiguos: guarda el orden y el orden te guardará a ti.

    Un detalle muy formativo de la virtud del orden, por ejemplo, es la puntualidad: enseñar a los hijos a valorar el tiempo de los demás al menos tanto como el propio; que les preocupe si han hecho perder el tiempo a otros por sus olvidos o su desorden.

    Aprender a organizarse Siguiendo el esquema propuesto por Stephen Covey, pueden distinguirse cuatro fases o generaciones en cuanto al modo de administrar el tiempo.

    Una primera son aquellos que elaboran listas de tareas pendientes. Con ellas toman conciencia de lo que les queda por hacer, lo van abordando cuanto antes pueden, y van tachando, lo que siempre proporciona una sensación gratificante. Esto, no cabe duda, es ya bastante más de lo que son capaces de llegar a hacer muchos. Sin embargo, es aún un esquema de organización muy pobre, puesto que la mayoría de las veces la distribución del tiempo viene impuesta externamente por la mera sucesión de los acontecimientos.

    Pertenecen a la segunda generación aquellos que intentan mirar un poco más adelante, y se programan mediante el uso de la agenda: van anotando acontecimientos, compromisos y proyectos de actividad futura, en la medida en que su tiempo les permite darles cabida. Su anticipación les confiere una mejor organización, pero aún rudimentaria, puesto que así no pueden valorar debidamente las prioridades: son simples distribuidores de tiempo.

    La tercera generación suma a las dos precedentes la idea básica de establecer prioridades. Se centra en la necesidad de fijarse unos objetivos, con sus correspondientes plazos, y de acuerdo con ellos se prepara una planificación diaria que alcance la mayor eficiencia. Este planteamiento supone un gran avance respecto a la segunda generación, pues la clave no es dar prioridad a lo que está en la agenda, sino ordenar la agenda con arreglo a las prioridades.

    Sin embargo, centrarse en la simple eficiencia en la programación y el control del tiempo tiene a menudo efectos contraproducentes. Por ejemplo, es frecuente que dificulte la necesaria liberalidad y espontaneidad en el modo de organizarse, y que en consecuencia se resienta el desarrollo de las relaciones humanas, que son tan importantes y enriquecedoras. Por esa razón, cabe pensar en una cuarta generación, que da aún un paso más: por decirlo de una manera poco académica, en vez de organizar el tiempo, procurar organizarse a uno mismo.

    Hay tareas que, por su naturaleza, necesitan una atención inmediata. Son cosas urgentes que actúan sobre nosotros de forma imperiosa: el timbre del teléfono, por ejemplo, es urgente, reclama una atención inmediata. Suelen ser tareas cercanas, que dan impresión de actividad, entretenidas. Lo malo es que muchas veces carecen de importancia y nos desorganizan. Ante lo urgente, reaccionamos; ante lo importante, no siempre.

    Las cuestiones importantes pero no urgentes requieren más iniciativa, más esfuerzo, más reflexión personal, y es fundamental centrar en ellas la organización personal: hemos de actuar creativamente, no simplemente reaccionar ante lo que ocurre. De lo contrario, nuestra vida se verá desviada con mucha frecuencia hacia lo urgente no importante, pues, curiosamente, las tareas más entretenidas y que más nos reclaman son precisamente ésas, las urgentes pero no importantes.

    Hay también muchas otras tareas que son urgentes e importantes a la vez. Para mayor claridad, las posibles tareas que una persona puede hacer se podrían distribuir en cuatro cuadrantes, según su grado de urgencia e importancia:

    Más urgentes Menos urgentes
    Más importantes I. IMPORTANTES
    Y URGENTES
    II. IMPORTANTES
    NO URGENTES
    Menos importantes III. NO IMPORTANTES
    Y URGENTES
    IV. NO IMPORTANTES
    NI URGENTES

    Está claro que las tareas no se dividen de modo tajante en importantes y no importantes, sino que hay una gradación, pero, para entendernos, podemos considerar ahora que todas pudieran clasificarse dentro de estos cuatro cuadrantes.

    En un día cualquiera de la mayoría de las personas, suele haber bastantes tareas del cuadrante I, o sea, urgentes y que además tienen importancia.

    Parecería que las personas que tengan grandes responsabilidades estarán todo el día atendiendo cosas urgentes e importantes, y aún le quedarán muchas para el día siguiente. Pero si lo analizamos con detalle, veremos que no debería ser así. Precisamente por sus grandes responsabilidades es más importante que se organicen de modo que esas tareas urgentes e importantes no llenen su día por entero.

    Si una persona dedica todo el día solamente a cosas del cuadrante I (urgentes e importantes), nunca dedicará nada de tiempo al II (a lo importante pero no urgente). Y funcionando así, será difícil que organice su vida adecuadamente, porque irá a remolque de los mil pequeños problemas urgentes e importantes que le surgirán cada día y no dispondrá del sosiego necesario para acometer otras muchas cuestiones también importantes pero menos acuciantes, que quedarán habitualmente sin hacer.

    Lo urgente e importante consume y agota la vida de muchas personas: listas interminables de cosas pendientes, constantes crisis menores que sólo ellos pueden atender, frecuentes interrupciones y retrasos que le impiden atender debidamente sus obligaciones, etc. Cuando uno centra su vida en el cuadrante I (en lo urgente e importante), ese cuadrante va creciendo cada vez más, hasta que nos domina por completo.

    Así se genera estrés, sensación de crisis continua, de estar siempre apagando incendios. Es como hacer frente a un oleaje fuerte y prolongado. Llega una ola, un problema importante y urgente, y lo intentamos resolver, y quizá lo logramos, o quizá nos deja tendido en la arena. Se pone uno de nuevo en pie, y llega otra ola, que vuelve a golpearnos, y así una vez y otra, sin que podamos retirarnos un momento para pensar qué queremos hacer, adónde queremos ir, o cómo podemos hacer frente con eficacia a lo no inmediato (porque el problema es que resulta difícil pensar en cualquier cosa que no sea la siguiente ola).

    Además, otro inconveniente es que esos asiduos ocupantes del cuadrante I, que son literalmente vapuleados por los continuos problemas de cada día, con frecuencia buscan alivio huyendo hacia actividades del cuadrante III (urgentes pero no importantes), o incluso —con más facilidad de lo que parece— hacia el cálido y acogedor cuadrante IV, refugiándose en tareas que no son ni urgentes ni importantes.

    Es necesario pensar en cómo nos organizamos: más que orientarse hacia los problemas, es preciso tomar la iniciativa y dirigirse hacia las oportunidades, no dejarse organizar por los problemas. De esta manera, se puede lograr reducir el tamaño del cuadrante I, o sea, disminuir el número de tareas urgentes e importantes de cada día, de modo que éstas puedan atenderse bien, pero dedicando suficientes energías al cuadrante II (el de lo importante no urgente), que ha de ser el espacio más amplio en una persona debidamente organizada.

    Avanzar en el modo organizar del tiempo es efectivamente un reto tan difícil como importante. Y para muchas personas es un terreno tan inexplorado que sólo con tener una cierta preocupación por avanzar en él y reflexionar de vez en cuando sobre qué camino tomar, sólo con eso, podrían lograr mejoras sorprendentes.

    De lo contrario, uno se puede pasar la vida corriendo de un lado a otro, hablando por teléfono compulsivamente, debatiéndose entre cientos de gestiones inaplazables y multitud de reuniones interminables, intentando hacer más cosas de las que razonablemente somos capaces, y, encima, después de tanta fatiga, fracasar estrepitosamente. Y quizá entonces viéramos que podríamos haberlo evitado con sólo hacernos unas cuantas consideraciones básicas sobre el modo de organizarnos.

    En resumen, corremos el grave peligro de dejar de hacer muchas cosas, aun siendo muy importantes para nosotros, por el sencillo hecho de que no reclaman de modo imperioso nuestra atención.

    Aprender a decir «no» Cuando una persona está agobiada por cosas urgentes e importantes, le resulta muy difícil sacar tiempo para esas cosas que no apremian tanto pero que son también importantes. Al principio habrá que seguir atendiendo las numerosas actividades urgentes e importantes del cuadrante I, pues estamos inmersos en ellas y no podemos dejarlas sin más. En esa situación, el tiempo necesario para el cuadrante II se puede obtener sacándolo fundamentalmente de los cuadrantes III y IV.

    Luego, a medida que consigamos tiempo para trabajar en el cuadrante II, estaremos mucho mejor organizados y empezará a disminuir el cuadrante I. Entonces irá aumentando sensiblemente el rendimiento del tiempo, pues le daremos un uso mucho más efectivo.

    Una de las claves está en identificar cuáles son esas tareas no importantes (o sea, los cuadrantes III y IV), para sacar de ahí tiempo. En las personas más perezosas, será el cuadrante IV (aquello que no es ni urgente ni importante) la principal fuente de pérdidas de tiempo. En las personas más activas pero mal organizadas, será el cuadrante III (el de lo urgente no importante) el que más llene sus vidas y en el que habrá que entrar con decisión, y aprender a decir no a esas actividades que nos urgen frecuentemente pero que no debemos acometer.

    Hace algún tiempo, un antiguo compañero mío me contaba, sin disimular su angustia, que en su empresa le habían encomendado una nueva tarea de considerable responsabilidad. Viajaba muchísimo, tenía un horario tremendo y estaba bastante estresado, aunque, eso sí, había aumentado sensiblemente sus ingresos.

    «Lo malo —me decía— es que en realidad yo no deseaba ese nombramiento. Sabía que me supondría unas obligaciones que difícilmente podría atender con el tiempo de que dispongo. Además, me está apartando de la línea de trabajo que me había marcado hace años y, por si fuera poco, no me deja atender bien a mi familia. Cada día tengo más problemas, pero ahora me resulta muy difícil dejarlo, tenía que haberlo pensado antes.

    »Y lo realmente triste es que sabía que esto me iba a pasar. Cuando me lo propusieron, lo pensé, pero me sentía presionado. Puse algunas excusas, me fueron convenciendo, intenté retrasarlo, puse algunas condiciones que estaba seguro que no aceptarían, pero las aceptaron, y al final ya me daba reparo echarme atrás.

    »Lo mío ha sido tan sencillo y tan triste como esto: no supe decir no. Después he sabido que también habían propuesto para este cargo a otro compañero mío, y que en su caso la conversación no duró más allá de un minuto. Les dijo que lo agradecía muchísimo, que se sentía muy honrado por esa elección, pero que tenía serias razones para no aceptarlo.

    »Es curioso, pero no sabía yo los líos en que uno puede meterse por no saber contestar en el momento oportuno con un atento y cortés “lo siento muchísimo, pero NO”. Ha sido un auténtico calvario que podría haber evitado con sólo superar una situación un poco violenta durante unos minutos.» En realidad, toda persona está diciendo constantemente no a algo. Lo malo es que si no lo dice a esas cosas que nos acosan invasivamente pero que no debemos hacer, probablemente lo esté diciendo a cosas mucho más fundamentales pero que no reclaman su atención.

    Habrá personas cuyo problema no sea que les cueste decir no, sino al revés: siempre dicen que no, siempre llevan la contraria, parece como si les costara sangre manifestar acuerdo o asentir a algo. Cada uno tiene que ver por qué lado va su problema (y que en unos ámbitos de su vida puede ser bien distinto que en otros), pues cada día decimos sí o no a muchísimas cosas. La esencia de una buena organización personal está precisamente en saber discernir en cada caso si debemos decir sí o no, y nuestro error puede provenir de establecer mal las prioridades, de prever mal su puesta en práctica o de una falta de suficiente disciplina personal para atenernos a ellas.

    La mayor parte de las personas piensan que su problema suele estar en esa última razón, en que les falta constancia y disciplina para llevar a cabo lo que repetidamente se han propuesto. Sin embargo, si analizaran con más profundidad su caso, es probable que muchos advirtieran que su principal problema no es de autodisciplina, sino que está antes, en que no tienen unas prioridades suficientemente claras y desarrolladas. El modo en que cada uno organiza su tiempo es consecuencia del modo en que cada uno ve sus prioridades. Para decir no al reclamo del entretenido cuadrante III, o al cálido y adormecedor cuadrante IV, hace falta tener las ideas muy claras en la cabeza, no sólo una gran fuerza de voluntad.

    Equilibrio y flexibilidad Aún recuerdo con tristeza el lamento de una persona que a sus treinta y pocos años había logrado coronar una carrera profesional muy brillante, pero que explicaba su difícil situación con una crudeza y un dolor sorprendentes.

    «Gozo de un prestigio y un éxito extraordinarios. Sin embargo, veo con claridad que he sacrificado casi todo en la vida para lograr esa meta. Veo que estoy fracasando en mi matrimonio, que apenas disfruto del afecto de mis hijos, que me siento rodeado de personas que simplemente me adulan y me tratan de forma interesada.

    »Ha llegado un momento en el que no estoy seguro de tener verdaderos amigos. Soy una persona muy ocupada, y apenas encuentro tiempo para pensar con calma, pero no logro alejar una duda que martillea mi cabeza desde hace años: no sé si todo lo que estoy haciendo tendrá algún valor para alguien.

    »A estas alturas casi no sé qué es lo que realmente me importa. Me pregunto con frecuencia: todo esto que he hecho… ¿ha merecido la pena?» Casos como éste, que son tristemente frecuentes, nos invitan a reflexionar sobre nuestro modo de organizarnos, sobre el necesario equilibrio personal entre todos los ámbitos de nuestra vida. Parece claro, por ejemplo, que el éxito profesional no puede compensar el fracaso de un matrimonio roto, la salud perdida, el quebrantamiento ético o la traición a los propios principios.

    ¿Cuáles son esos ámbitos? Está la atención a la familia: el cónyuge, los hijos, los padres, etc. Está el propio trabajo, con sus realizaciones, sus expectativas y su necesidad de atender a la preparación profesional. Está la salud y el descanso, que no conviene menospreciar. Es muy importante la cultura. No hay que olvidar tampoco las prácticas personales que requiera la coherencia con nuestras convicciones religiosas, que son un elemento muy importante en la vida de cualquier persona.

    Para no equivocarse a la hora de diseñar el propio proyecto de vida, es preciso, en primer lugar, identificar los diferentes roles que uno representa, los diversos papeles que cada uno tiene que simultanear en su vida. Por ejemplo, si nos fijamos en el ámbito familiar, uno puede tener su papel como padre o madre, como esposo o esposa, como hijo o hija, como suegro o suegra, como abuelo o abuela o nieto o nieta, etc.

    En cada uno de esos papeles (lo digo en plural porque uno puede ser al tiempo esposa, madre e hija, por ejemplo), hemos de ver qué meta hemos de alcanzar, es decir, qué modelo de familia buscamos, cómo ha de ser la relación entre los componentes de la familia y a qué valores se da especial relevancia.

    Y dentro de ese proyecto, hay que proponerse unos aspectos de mejora personal, y procurar ponerlos en práctica mediante detalles concretos: por ejemplo, ser más generoso en la dedicación de tiempo a tu mujer o a tu marido, atender con más cariño a los hijos, ser más paciente con tu suegro, actuar con mayor fortaleza o mayor comprensión en determinados casos, etc.

    Si nos fijamos en el ámbito laboral, los papeles que nos toque representar pueden ser también muy diversos: como jefe de un equipo de personas y, a la vez, como subordinado y compañero de otras; como vendedor, como comprador o como competidor; como patrono o como trabajador; como profesor o como alumno; etc.

    En cada caso hemos de saber qué esperamos de nuestro trabajo. Por ejemplo, sería muy pobre que lo viéramos sólo como un medio de obtener unos ingresos económicos, o como una simple forma de autoafirmación personal; siendo objetivos legítimos, serían insuficientes si no van unidos a otros más elevados, que nos hagan ver ese trabajo —entre otras cosas— como un servicio a los demás y a la sociedad. A su vez, hemos de procurar concretar esas ideas: crear un mejor ambiente con los compañeros de oficina, fomentar el trabajo en equipo con determinadas personas, ser más puntual, trabajar con más esmero, cuidar más los detalles, adquirir una mayor cultura profesional, etc.

    Estas consideraciones de tipo familiar y laboral se pueden extender a otros ámbitos de la vida, pero el papel más importante será el que representamos simplemente como personas. En ese ámbito podrían incluirse cuestiones más de fondo: ser más sensible a las necesidades de quienes nos rodean, proponerse mejorar seriamente nuestra coherencia ética y religiosa, ver el modo de acrecentar nuestra formación y nuestra cultura, etc.

    De todas formas, al final siempre se acaba por descubrir que todos los ámbitos están muy relacionados, y que muchas veces se mezclan y confunden. Es natural que sea así, por la unidad que posee en sí la vida del hombre, y aunque los hayamos separado por razones de mejor exposición, está claro que se intercomunican y que no pueden tratarse como compartimentos estancos.

    Es decisivo encontrar un equilibrio en el que quepa la atención a todas las áreas de nuestra vida. Un equilibrio entre la utopía del que quiere abarcarlo todo ingenuamente y la simpleza de quien se polariza en un tema y considera incompatible con él todo lo demás. Si no alcanzamos ese equilibrio, es fácil darse cuenta tarde de que nos hemos equivocado en aspectos importantes. Y lo digo en este capítulo dedicado al rendimiento del tiempo porque la forma más lamentable de perder el tiempo es equivocar el camino.

    De todas formas, dentro de tanta organización tendrá que haber bastante flexibilidad. Nuestra planificación, nuestra agenda, nuestras metas, han de ajustarse a nuestro estilo, nuestras necesidades y nuestra forma de ser: es la organización para ti, no tú para la organización. Por más cuidado que uno ponga, siempre surgirán imprevistos que obligarán a subordinar nuestro plan a una necesidad superior, pero eso no debe inquietarnos, puesto que la organización ha de basarse en unos principios, no en sí misma.

    Sería un grave error identificar la constancia y la firmeza propias de una buena organización personal con la idea de volverse rígidos e inflexibles. Además, suele ser más bien al revés, pues la flexibilidad necesita de un recio fondo de firmeza, del mismo modo que la rigidez esconde muchas veces una débil y mal disimulada inseguridad.

    Aprender a contar con los demás Lee Iacocca, aquel legendario primer ejecutivo de la Ford que años después lograría un espectacular reflotamiento en la Chrysler, explicaba así su experiencia de varias décadas al frente de grandes multinacionales: «Son muchos los individuos inteligentes y cualificados que han desfilado ante mis ojos, pero que no sirven para el trabajo en equipo.

    »Parecen reunir todas las condiciones. Son personas emprendedoras, y trabajan con gran empeño, pero luego nunca llegan muy lejos: se quedan donde estaban, o poco menos. Y lo que les impide progresar es precisamente eso: que no logran trabajar y compenetrarse con sus compañeros.

    »Por eso hay una frase que detesto encontrar en la evaluación de las capacidades de un ejecutivo, por mucho talento que posea, y es la siguiente: “tiene dificultades para llevarse bien con otras personas”. A mi modo de ver, esa frase equivale al beso de la muerte en su carrera profesional. Si esa persona es incapaz de trabajar en equipo con sus compañeros, ¿qué beneficio puede reportar su presencia en la empresa?».

    Son muchas las personas que fracasan en su trabajo por motivos que no son estrictamente profesionales, sino más bien de carácter y de relación con los demás. Hay toda una serie de hábitos que son claves para nuestra capacidad de relación con quienes nos rodean: saber trabajar en equipo, contar más con lo que pueden aportar otros, aprender a discrepar constructivamente y sin enconarse, conjugar exigencia y cordialidad, procurar mandar sin humillar y obedecer sin sentirse humillado, evitar tanto la terquedad con la excesiva influenciabilidad, etc.

    Es muy frecuente, por ejemplo, tanto en el ámbito familiar como en el laboral, o en otros, que los repartos de tareas sean tremendamente poco efectivos: unos pueden estar sobrecargados y otros sin saber qué hacer, o bien haciendo tareas que corresponderían más a otros, o para las que otros están mejor preparados.

    Por eso, cuando unos padres delegan en sus hijos buena parte de la organización de la limpieza de la casa o del cuidado del hermano pequeño, o un profesor sabe organizar entre sus alumnos un reparto de tareas de cuidado del aula y de preparación de actividades en beneficio de todos, o un ejecutivo consigue formar equipos humanos que funcionen coordinadamente bajo su dirección, lo habitual es que de esa manera se logren resultados mucho mejores, pues se multiplica la efectividad de nuestro esfuerzo.

    Hacer equipo, saber delegar, repartir juego, alentar la iniciativa de los demás, generar confianza, descubrir cualidades en otras personas…, son ejemplos de capacidades personales importantes en muchos ámbitos de la vida. Hay personas que no saben resistir la tentación de hacerlo todo personalmente, y eso les resta eficacia de una forma dramática. Cuando, además, ocupan un puesto de cierta responsabilidad, es lo que marca el límite de su valía. Así se lo explicaba Iacocca a uno de sus ejecutivos más brillantes: «Quieres hacerlo todo tú. No sabes delegar. Eres quizá el mejor colaborador que he tenido. Hasta es posible que tu trabajo valga por el de dos…, pero olvidas que dependen de ti docenas de personas…».

    Lograr un reparto de tareas realmente efectivo —en la familia o en el trabajo o donde sea— no es algo tan simple como que quienes mandan repitan frases del estilo de «ve a buscar esto y tráeme esto otro», «ve allí y dile eso», «hazme esto y avísame cuando acabes». No se trata de dar órdenes en las que apenas cabe la iniciativa personal, sino de transmitir con claridad lo que se desea conseguir y dejar un amplio margen a la iniciativa y la creatividad de todos.

    También es importante saber transmitir de alguna manera la propia experiencia, de modo que los demás comiencen donde nosotros hemos acabado y no tengan que reinventar la rueda a cada momento. Se trata, en definitiva, de facilitar a cada uno que pueda aprender de los errores de los demás, no sólo de los que vaya a cometer él (aunque de ésos también aprenderá mucho).

    Confiar en los demás Muchas personas apenas logran trabajar en equipo (y por tanto no se benefician de las posibilidades de multiplicar el tiempo que esto lleva consigo), por algo muy sencillo: no se deciden a depositar confianza en los demás.

    Unos lo hacen porque viven bajo una desconfianza general en las personas: no quieren correr riesgos. Otros, por simple desorden: no hay manera de que se paren a pensar en cómo mejorar su rendimiento personal. Otros, simplemente porque no son capaces de descubrir la valía de quienes le rodean, o porque quizá no advierten los grandes efectos que la confianza tiene en la motivación humana: la confianza saca a la luz lo mejor que la gente tiene dentro.

    Otros, por último, no se deciden a depositar más confianza en los demás, y tienden a realizar por sí mismos la mayor parte de su trabajo, simplemente por ahorrarse el esfuerzo que inicialmente supone preparar a esas otras personas hasta que puedan ser eficaces.

    En todos los casos, es probable que multiplicaran su eficacia si comprendieran que hay muchísimas tareas en las que una dinámica de confianza y de cooperación puede resolver todo mucho mejor, en mucho menos tiempo y de modo mucho más gratificante para todos.

    Es sorprendente, por ejemplo, cómo algunas familias de pocos miembros y elevados gastos en personal de servicio no logran alcanzar el nivel de atención que tienen otras que son más numerosas y tienen poca o ninguna ayuda doméstica, pero están mejor organizadas. Parece claro que si se sabe cómo distribuir las tareas entre los miembros de la familia, se puede estructurar el trabajo de modo que se hagan más cosas, en menos tiempo y con más satisfacción para todos.

    Es cierto que el principal problema de la mayoría de las familias no es sólo de organización, sino de disciplina. Porque pueden hacerse planes perfectos sobre el papel, el problema es luego que cada uno quiera cumplirlo. Pero quizá en muchos casos no será tanto cuestión de disciplina —que algo siempre hace falta— como de crear un clima adecuado. Aquí habría que hablar de motivación, y de sinergias, que son temas que trataremos más extensamente en los dos próximos capítulos. De todas formas, mi impresión es que la gente está habitualmente más dispuesta a cooperar de lo que solemos pensar, si se plantean bien las cosas. La gente tiene dentro muchas cosas buenas, lo que nos falta muchas veces es ingenio para saber sacarles brillo.

    Por ejemplo, al principio tú puedes ordenar la habitación mejor y más rápido que tu hijo de siete años. Pero es mucho mejor despertar el interés del niño para que sea él quien lo haga. Eso lleva un mayor tiempo y esfuerzo iniciales, porque hay que enseñarle a hacerlo, y hay que motivarle, pero luego se recupera con creces, en todos los sentidos.

    Lo ideal al delegar o sugerir una tarea es lograr que el encargado de hacerla sea su propio jefe. Con personas menos maduras, hay que especificar más las directrices que han de seguir, estar más pendiente de cómo lo hacen y, en su caso, aplicar de forma más inmediata las posibles consecuencias acordadas según el mejor o peor resultado. Pero lo deseable es que todo eso vaya disminuyendo, de forma que baste con que cada uno sepa lo que debe hacer, esté motivado y sepa aplicar luego su ingenio y su creatividad personal al modo de llevarlo a efecto.

    Orden y previsión La compañía Priority Management of Pittsburgh Inc. publicó hace unos años unos estudios de población francamente originales, todos del estilo más típicamente norteamericano. Uno de los datos estadísticos que aportaba ese estudio era que el ciudadano medio de aquel país pasa aproximadamente un año de su vida buscando cosas que no recordaba dónde había puesto.

    He de confesar que cuando lo leí me llamó bastante la atención, y pensé que era una exageración. Después empecé a hacer unos cálculos: supongamos que un año es una setenta-y-cinco-ava parte de la vida; como el día tiene 24 horas, perder un año entre setenta y cinco es como perder 24/75 horas en un día, es decir, que si fuera cierto ese estudio habitualmente perderíamos del orden de 19 minutos diarios.

    Quizá sea algo exagerado, o quizá no. Es difícil saberlo. En cualquier caso, si en esos 19 minutos diarios se incluyera el tiempo que perdemos cada día como consecuencias de olvidos, desorden y mala organización, me parece que se quedaría bastante corto.

    Y pensaba de nuevo: un año entero buscando cosas perdidas, agobiado por olvidos imperdonables, lamentándonos de no habernos acordado de cosas, o de no haberlas previsto. Además, eso será la media, porque hay gente muy ordenada, a la que corresponderá mucho menos de un año; pero otros, que son un caos, pasarán en su vida esa angustia durante dos, tres, diez años… ¡quién sabe! Francamente, resulta un poco frustrante imaginar tanto tiempo pasado así. Al menos, es una buena razón para pensar un poco en cómo ser algo más ordenados. ¿Cuánto tiempo perderemos cada día por falta de previsión, por no organizarnos mejor, por no hacer lo que tenemos que hacer…? Si te interesa, haz un cálculo estimativo en minutos diarios, multiplica por 0.052 y tendrás el correspondiente número de años de vida perdidos.

    Cuando no hay orden en la cabeza, acabamos siempre por elegir lo que más nos apetece, o lo que más reclama nuestra atención, y es natural que en bastantes ocasiones no coincida con lo que debemos hacer en ese momento. Muchas veces hablamos de agobios por falta de tiempo que quizá son más bien agobios por falta de orden.

    Para ganar en orden, puede resultar útil revisar cada uno de estos puntos:

  • si procuramos detectar los aspectos importantes, concretarlos y después establecer un orden de prioridades adecuado;
  • si lo que hacemos es lo que realmente tenemos que hacer nosotros, porque quizá dedicamos muchas horas a cuestiones que nos gustan mucho pero que deberían estar haciendo otros (o las hacemos nosotros para evitarnos la molestia de hacer que las haga quien tiene que hacerlas);
  • si sabemos cortar a tiempo con esas tareas, para las que siempre falta tiempo, pero que quizá son menos importantes que otras que solemos dejar sistemáticamente;
  • si podemos trasladar algunas ocupaciones menos importantes a horas de menos agobio de tiempo (por ejemplo, a horas que no sean las cruciales para atender a la familia, estudiar o trabajar con serenidad); etc.
  • El riesgo de la adicción

    • Adicciones inadvertidas
    • El escapismo
    • Indecisión
    • Consumismo y temple humano
    • La evitabilidad del desastre
    • Adicciones y amor
    • ¿Por qué esperar?
    • Un error advertido a tiempo
    • El mito de Sísifo

    Adicciones inadvertidas Como ha señalado Pascal Bruckner, quien nunca haya experimentado el irresistible afán de hacer zapping durante horas y horas, a veces tardes enteras, incapaz de sustraerse a la adicción a esa secuencia continua de imágenes, no sabe aún de las seducciones y sortilegios de la pequeña pantalla. En el televisor siempre están ocurriendo cosas, muchas más que en nuestra propia vida, y es tal la hipnosis que puede llegar a producirnos que acabemos quemándonos como insectos alrededor de una bombilla. La televisión no nos libera del agobio ni de la rutina, pero los convierte en una amable tibieza, nos narcotiza.

    Dentro de poco podrán captarse hasta quinientos canales distintos, y con la aparición de los receptores de pulsera o de bolsillo, ver televisión puede acabar siendo —más fácilmente que ahora— una profesión a jornada completa. Su magia nos retiene, despliega auténticos alardes de ingenio para atraer nuestra atención, es como una promesa permanente de diversión, que suplanta todo lo demás, que hace que todo lo que no sea ella se torne inútil, fastidioso.

    Cuando se lleva ya unas cuantas horas de zapping, la mente flota de un objeto a otro, seducida por mil ocurrencias que la captan sin retenerla, en un delicioso mariposeo que nos transforma en vagabundos, de un programa a otro, de un canal a otro. Así es la patología espontánea de la televisión: la miramos porque está ahí, y una vez enganchados a ella somos capaces de tragarnos cualquier cosa con una indulgencia sin límites. Y al despertar de esa lenta hemorragia de uno mismo por los ojos, con la cabeza saturada de ruidos, imágenes e impresiones fugaces y dispersas, se experimenta una curiosa sensación de soledad y estragamiento, junto a una seria dificultad para aceptar la realidad de la que habíamos logrado evadirnos por unas horas.

    Sin embargo, hasta el telespectador más adicto sabe bien que después de la televisión le espera la vida real, y ése es su gran drama. Por eso al consumismo televisivo no le reprochamos sólo su simpleza o su superficialidad, sino sobre todo el incumplimiento de sus promesas, el no hacerse cargo totalmente de nosotros, el dejarnos en la estacada en el último momento.

    Pero por muy errónea y decepcionante que resulte tantas veces, quizá volvemos a ella como a la pendiente más fácil. A pesar del hastío, bien conocido de otras veces, el adicto a la televisión vuelve a ella, incapaz de desengancharse. Por eso, para algunos, ver la televisión sólo exige de él un acto de valor —a veces sobrehumano—, que es apagarla; y para todos, comprender que el mejor uso de la televisión es el autorracionamiento.

    Quizá sea éste un buen ejemplo de las decepcionantes consecuencias del exceso de comodidad o de afán por consumir, de la falta de dominio de uno mismo. Quizá es que pretendemos la cuadratura del círculo: ser personas acomodadas, adormecidas por las comodidades y, al tiempo, personas activas, implicadas, despiertas. No cabe duda de que el desahogo material es un gran progreso de la historia, pero tiene sus efectos perversos contra los que es preciso alertarse; y parece que prevenirse contra el exceso de comodidad es como un tabú que pocos se atreven a tocar. El exceso de confort tiende a arrinconar los ideales y a reducir considerablemente el ámbito de nuestras preocupaciones.

    El peligro del consumismo no es tanto el despilfarro como la voracidad que se apodera del individuo y lo reduce a su merced. Su glotonería tiende a engullir ideales, creencias, ética, cultura, historia… e incluso a su propia crítica: y ésa es la ironía suprema del consumismo, hacernos creer que ha desaparecido cuando no hay ámbito que no contamine.

    ¿La solución? Mantener a raya esa avidez, proteger los espacios que veamos que intenta acaparar en nuestra vida. Y en aquellos otros en que ya nos ha ganado mucho terreno, pensar que nuestra cercanía al abismo de la adicción —sea leve o grave— puede al menos habernos ayudado a advertir sus riesgos y así comprender la necesidad de frenar esa carrera.

    El escapismo La fuerza de voluntad libera a las personas de las cadenas de su propia debilidad. Las hace más libres, porque la libertad exige posesión, es decir, señorío de uno mismo, y quien no logra dominarse a sí mismo no puede ser realmente libre.

    Cuando una persona, haciendo uso de la libertad, elige obrar mal, el vicio correspondiente acabará por atraparle y, entonces, esa libertad no será tal libertad. Las personas libres hacen las cosas porque les da la gana, no simplemente porque les viene en gana.

    La verdadera libertad es aquella que es capaz de elegir dentro del bien. La libertad puede elegir el mal, es cierto, pero dentro de esa mala elección hay siempre una merma en la misma libertad, una autocondena de la libertad que poco a poco se esclaviza al error.

    Algo similar sucede cuando una persona, a la hora de decidir qué va a hacer, no se enfrenta con valentía a la realidad de las cosas, para calibrar su verdadera conveniencia, sino que cae en un oscuro género de escapismo, de engaño y huida de uno mismo, cosa siempre bastante triste.

    El escapista busca vías de escape frente a los problemas, pero no los resuelve. Se evade. Esquiva la incomodidad a toda costa. Teme a la realidad. Ignora sus consecuencias futuras. Si el problema no desaparece, será él quien desaparezca.

    Cuando una persona actúa diciendo cosas como “no sé si está bien o mal, pero me gusta y lo hago”, está maniobrando torpemente para rehuir un compromiso que le resulta difícil de aceptar, pero al final acabará ligada a un compromiso mucho más lacerante y doloroso: su propia flojedad.

    Por cerrar los ojos a la realidad, ésta no va a desaparecer. Cuando una persona comienza a internarse en el tenebroso mundo de la droga, cierra de alguna manera sus ojos a la realidad. Lo mismo sucede cuando un adolescente adquiere una dependencia más o menos seria del alcohol. O, en otro orden de cosas, al estudiante que es víctima de su frivolidad o su pereza, o al enamorado que no lo es tanto y está dominado por la lujuria, o al egoísta que ya no sabe dejar de pensar obsesivamente en sí mismo. Otros están cogidos por el juego, otros por el ansia de trabajo o de dinero, y otros incluso —hay de todo— por la compra compulsiva, los tranquilizantes o las máquinas tragaperras.

    Son diversos ejemplos de adicciones que aguan la fiesta del placer. Ejemplos de personas que —si les queda la necesaria lucidez— no tardan en descubrir que si no se practica la templanza al final puede ser preciso acudir al médico. Es la propia naturaleza quien se encarga de castigarles con esa dura dependencia de su fragilidad.

    Indecisión Las personalidades tímidas, vacilantes, inseguras, suspiran siempre por tener a su lado dictadores, aunque a veces se revistan de la modesta apariencia de consejeros. ¿Qué debo hacer?, preguntan siempre, con la esperanza de que una receta les libre de cualquier decisión personal. No quieren decidir, no quieren arriesgar, se les hace insoportable la responsabilidad.

    Otros son excesivamente razonadores y se ahogan en la perplejidad. Acusan un sorprendente miedo a la realidad. Son individuos que retrasan siempre sus decisiones, porque les paraliza su ansia de seguridad y su terror al riesgo. Siempre les parece que aún no han reflexionado suficientemente.

    Quizá son personas que fueron educadas con excesiva dureza o con excesiva blandura, y que sufrirán mucho en su vida a consecuencia de ese apocamiento de carácter. Es como si hubieran quedado heridas en el núcleo de su personalidad. Y son heridas que sangrarán por mucho tiempo, y que harán difícil asumir el riesgo de sus decisiones personales y superar el desánimo de posibles frustraciones.

    Una buena educación ha de fomentar tanto las decisiones rápidas como la reflexión, la libertad como la responsabilidad, la pasión como el juicio. El verdadero consejero, el verdadero educador, jamás debe dejarse seducir por esa suerte de compasión que le llevaría a limitarse a prescribir acciones, recetar criterios e imponer conductas. Educar exige ayudar al perplejo a reconocer su verdadero problema, dejándole luego la responsabilidad de tomar él mismo sus decisiones.

    Sin embargo, para algunos padres y educadores la gran norma pedagógica parece ser ésta: “en caso de duda, apueste usted por estarse quieto”. Una mentalidad de gran resistencia a complicarse la vida, un talante de desusada exigencia de garantías.

    Tanto temen equivocarse que prefieren esquivar cualquier riesgo, y llegan a vivir como refugiados: se vuelven un poco solemnes y secos, quizá perfectísimos y superprevisores, vivirán con un método y una higiene absolutos, pero quizá eso no sea vivir.

    No se trata de apostar por la irreflexión, la frivolidad o el aventurismo barato. Pero cualquier objetivo medianamente valioso está rodeado de unas tinieblas por las que hay que avanzar en terreno desconocido. Toda empresa, todo camino en la vida, tiene algo de riesgo, de apuesta, de salto en el vacío, y es preciso asumirlo. Si no, más vale quedarse en la cama por el resto de la vida.

    Para no quedarse habitualmente paralizados ante la duda; para no tirar la toalla a la primera dificultad; para no cambiar inmediatamente de objetivo en cuanto éste se presenta costoso; para todo eso es preciso educar y educarse en un ambiente de cierta resolución ante los habituales problemas de la vida. Imponerse el cumplimiento de actos que a uno le cuestan, obligarse a decidir a un plazo determinado, no sustraerse a la realidad, por dura que sea. Así, poco a poco, la voluntad indecisa se irá consolidando.

    Consumismo y temple humano A lo mejor has oído aquel chiste de Eugenio del mudo de nacimiento.

    Iban pasando los años y el muchacho no hablaba. Sus padres lo llevaban de médico en médico, sin resultado, hasta que finalmente dieron el caso por imposible. No encontraban ninguna causa fisiológica de aquel absoluto mutismo.

    Cuando la criatura tenía ya treinta y cuatro años, un buen día su madre le puso el café para desayunar, y el chico, con toda naturalidad, se dirigió a ella diciendo: —Mamá, te olvidaste el azúcar.

    —Pero, hijo mío, ¿cómo es que puedes hablar y llevas treinta y cuatro años sin hacerlo? —Es que hasta ahora todo había estado perfecto —respondió.

    Me imagino que tus hijos no estarán tan mimados como éste, que lo estaba tanto que en treinta y cuatro años no necesitó hacer casi nada por sí mismo, ni siquiera hablar. Pero piensa si no estarán llevando una vida demasiado fácil y demasiado cómoda. Es un error que tiene diversas manifestaciones. Por ejemplo: Cuando los chicos tienen demasiadas cosas. Platón aseguraba que el exceso de bienes materiales produce delicuescencia en el alma, y Schopenhauer decía que es como el agua salada, que cuanto más se bebe, más sed produce.

    Los hijos criados en una atmósfera de sobriedad se forjan en la mejor fragua de virtudes. Hay una sencilla ley psicológica: lo que te ha costado mucho esfuerzo conseguir, lo valoras mucho. Lo que se te entrega por la vía rápida, casi lo desprecias. Muchos chicos tienen de todo pero han perdido capacidad para disfrutar lo que tienen porque apenas les cuesta obtenerlo.

    Cuando permitimos que entren en el juego de la fiebre consumista, del consumir por no ser menos que los demás, por no estar por debajo del promedio estadístico.

    Es triste que haya tantas personas que se centran tanto en el tener en vez de en el ser. En las aulas puede observarse con facilidad lo que puede llegar a sufrir un adolescente por esa angustia de vestir a la moda, o de tener mejor material escolar o de deporte que sus compañeros.

    Es cierto que poco podemos hacer por suprimir esas modas. Pero cuando claudicas ante ellas no haces bien a tus hijos. El culpable del consumismo es quien lo financia. “Mi padre me echa siempre una charla —decía aquella chica— pero al final me lo compra todo y me deja hacer siempre lo que quiero.” Recuerda que la virtud no se adquiere por repetición de charlas, sino por repetición de actos que configuran un modo de ser. Igual que en una clase de gimnasia no bastaría con que el profesor se dedicase todo el tiempo a realizar una exhibición de perfectos movimientos gimnásticos mientras los alumnos miran. No es suficiente con explicar la teoría.

    Cuando no les enseñamos a conocer el valor del dinero y a administrarlo. Muchos chicos y chicas jóvenes parece que tienen las manos horadadas. No saben lo que es tener dinero para comprar algo y no comprarlo: da igual que sean unas zapatillas de deporte que unas chucherías, o agotar todas sus reservas en la barra de un bar. No saben lo que es el ahorro. No les dura nada el dinero en el bolsillo.

    Si no cambian, cuando sean mayores se les escapará el dinero de entre las manos, porque ahora no conocen su valor. Quizá, como decía Wilde, saben el precio de todo pero no conocen el valor de nada.

    Es positivo acostumbrarse a la economía ya en los años de la juventud. “Cuando trabajas para conseguirte el dinero, —me decía uno en cierta ocasión— ya lo gastas de otra manera, te lo piensas.” La economía educa el carácter y aumenta el sentimiento de autonomía, mientras que el exceso de dinero induce a la ligereza. El ahorro —sin caer en extremos anormales— puede ser muy formativo.

    La evitabilidad del desastre Jorge, como casi todos los que han pasado por ese calvario, empezó por curiosidad, para saber qué era eso de la droga, en qué consistía, qué se experimentaba. También porque le parecía necesario para afirmarse ante el grupo de amigos en el que estaba, y porque estaba de moda en el ambiente en que se movía. Procede de una familia desestructurada, se sentía frustrado por muchas cosas. Ansiaba nuevas vivencias, que le hicieran sentirse libre, olvidar tanto dolor.

    El caso es que a Jorge no le faltaba información sobre el destrozo que las drogas hacían en una persona. «¿Pero cómo es posible que cayeras en la droga si sabías que iba a ser tu ruina?», le preguntan ahora sus amigos. Él había tenido mucho tiempo para pensar en ello, durante aquellos meses eternos de rehabilitación, y lo explica con mucha claridad: «Es muy sencillo. Con la droga te evades. La sociedad no te gusta y quieres salirte de ella, o fabricar otra distinta que no sea así, o simplemente escaparte de ella de un modo fantástico.

    »El paso por las drogas es además todo un rito, un misterio, algo que te permite alejar el sufrimiento y el dolor, desterrar momentáneamente los sentimientos de fracaso y de frustración que te tienen hundido.

    »Lo sabes, sabes que es tu ruina, pero cierras los ojos, miras para otro lado. Aunque a otro nivel, es lo mismo que les pasa a todos esos que quieren dejar de fumar y no lo consiguen, o que no son capaces de sujetarse a un régimen de comida, y fracasan una y otra vez, por mucho que sepan que con su debilidad van arruinando su salud.

    »La droga es como un paraíso artificial. Cuando te drogas, piensas: no hay nada que me interese, todo me da igual, todo me deja indiferente. En estado normal veo las cosas tal y como son; una vez drogado, las veo como quisiera que fuesen. Caer en las drogas no es cuestión, normalmente, de falta de información, porque el principal problema no son las drogas en sí mismas, sino el ambiente que te introduce en la droga, la frustración que te lleva a refugiarte en ella. Y esto parece que no acaban de comprenderlo quienes tienen el poder en la sociedad, quienes imponen las modas y los estilos de vida, quienes mandan en los principales medios de comunicación.» Aunque ahora Jorge parece ya una persona serena y sin quebrantos interiores, por dentro pasa por unas luchas tremendas. Es muy duro ver cómo dentro de uno mismo la droga se ha convertido en un dueño fanático y devorador, en un dictador que uno ha creído ya mil veces muerto, pero que se resiste a perder su dominio, que se resiste a devolverte la libertad que te había robado, que no quiere renunciar a la sumisión incondicional que había logrado de ti.

    El impulso a seguir consumiendo ya no es tan irresistible como era antes, pero aún mantiene bastante poder. Aparece siempre, seductor, cada vez que sobrevienen momentos difíciles, situaciones complejas o acontecimientos adversos.

    Jorge es un gran conversador, y una persona a la que estos años de forja en su salida de la droga han convertido en alguien admirable. Lo malo es que la gran mayoría no logran salir. Él es un afortunado, aunque parte de su fortuna es, como siempre, hija de su esfuerzo y su tenacidad. Jorge es un ejemplo de la evitabilidad del desastre, por muy bajo que uno ya se encuentre o se considere. Si la decadencia humana fuera inevitable, no merecería la pena ni hablar de ella, pero lo que interesa es precisamente hablar de su evitabilidad, de la posibilidad de salvarse de esas amenazas inminentes pero que aún no están totalmente cumplidas. Hablar de exigirse uno mismo, de hacer lo que se puede y se debe hacer, y lo mejor posible, aunque sea con recursos modestos. Tengo una fe ilimitada en las personas modestas que hacen todo lo que pueden.

    Adicciones y amor Jorge es una persona a la que cuatro años de forja en su salida de la droga han convertido en alguien admirable. Uno de esos afortunados que han logrado evitar el desastre que parecía inevitable.

    Jorge es ahora hombre profundo, reflexivo. Siempre, explicando su dolorosa experiencia, cuenta cómo llega un momento, muy pronto, en que el toxicómano busca la droga al tiempo que la odia por la adicción que ha creado en él.

    Jorge ha meditado mucho sobre el amor, sobre el deseo, sobre las adicciones. Dice que del fenómeno de la drogadicción se pueden extraer muchas ideas útiles para la vida afectiva de las personas. Me ha parecido interesante. Voy a intentar explicarlo.

    Del amor nacen muchas cosas: deseos, pensamientos, actos. Pero todo esto que del amor nace, no es el amor mismo. Lo que amamos, efectivamente lo deseamos, es verdad. Pero también deseamos muchas cosas que no amamos, cosas que en sí mismas nos resultan indiferentes. Es muy peligroso identificar deseo y amor. Desear un buen vino no es amarlo. Desear la droga no es amarla. Desear sexualmente a una persona no es amarla.

    Jorge piensa también en el origen primario de su problema: una familia rota. Se pregunta sobre el porqué del crecimiento alarmante de las rupturas conyugales, de las grandes crisis de tantas familias, que a su vez suelen producir luego tanto daño en las personas que las sufren. Porque son maravillosos los avances de la sociedad actual, es cierto. Pero qué contrasentido es éste, que tras haber alcanzado tan notable nivel de vida, el hombre haya quedado tan desprovisto de recursos a la hora de hilvanar una vida serena, ordenada, sin rupturas sangrientas en la convivencia diaria. ¿Por qué tantas situaciones de fracaso y tantas cicatrices? ¿Qué es lo que ocurre en el mundo occidental, que fracasan dos de cada tres matrimonios? Es interesante reflexionar sobre la naturaleza del amor. Si el amor fuera simplemente un sentimiento, que va y viene como quiere, que empieza y se acaba sin contar con nuestra libertad, sería tanto como decir que es una simple emoción ciega que se apodera de nosotros y ante la que nada podemos hacer. Pero según ese criterio, el amor sería como una exaltación momentánea que simplemente nos lleva a satisfacer nuestros deseos, como un pasatiempo agradable, centrado y regido primordialmente por lo sexual y lo placentero, y que antes o después se desmorona.

    El amor, junto a un sentimiento, es sobre todo un acto de la voluntad, que es la facultad capacitada para elegir, para rechazar, para modular la propia actividad, para gobernarse a uno mismo, para encaminarse hacia algo determinado, para amar con unas raíces duraderas.

    El amor es compromiso, no un simple deseo ni una simple inclinación natural, aunque ambas cosas estén contenidas en el amor. En las bodegas de nuestra personalidad, como si se tratara de un buen vino, suele ir tomando cuerpo ese sentimiento noble de entrega y de donación de uno mismo que es el amor. Pero una donación que tiene que ser total, pues la unión del amor requiere compartir por entero el proyecto de vida. El amor no puede ser un tránsito puramente epidérmico, centrado sobre sentimientos que en su raíz son más bien egoístas. La clave para entrar y perseverar en el amor conyugal es el sacrificio gustoso por la persona amada. Cuando llega la dificultad, la prueba, que siempre hace su aparición antes o después, el amor, si es verdadero y fiel, une más, ayuda a superar esos escollos, y sale reforzado. La fidelidad pertenece a la condición misma del amor. Sin ella, el amor sería un simple acto sentimental, sometido al bamboleo de las emotividades, y que dura sólo lo que dura la capacidad de soportarse dos personas. Este modo de entenderlo ha traído muchos fracasos conyugales.

    ¿Por qué esperar? «Pienso así desde que tenía 14 años. Por aquel entonces ya había observado adónde llevaba la frivolidad sexual a bastantes de mis compañeros de escuela.

    »Desde mi adolescencia pensé que la libertad sexual que yo más deseaba es la de estar un día felizmente casada. Y pensé que tenía que guardarme para el matrimonio, y nunca he tenido la más mínima duda sobre mi decisión.

    »Y pensé que debía casarme con un hombre que tuviera un concepto suficientemente elevado de su futura esposa como para guardarse íntegro para ella. No es que sea lo único que valoro en un hombre, pero me resulta mucho más fácil confiar en alguien así.» La que hablaba era una joven y brillante abogada británica llamada Angela Ellis-Jones, en el transcurso de un debate televisivo en la BBC. Defendía con llamativa desenvoltura una opinión poco corriente (al menos, en ese programa).

    «Ya entonces —continuaba Ellis-Jones— me resultaba evidente que cuando se separa matrimonio y sexo, se difumina la diferencia entre estar casado y no estarlo, y, sin quererlo, se devalúa en esa persona la misma idea del matrimonio.

    »La castidad antes del matrimonio es una cuestión importante. Cuanto más a la ligera entregue uno su cuerpo, tanto menos valor tendrá el sexo. Quien verdaderamente ama a una persona, desea casarse con ella. Una relación sexual sin matrimonio es necesariamente provisional, induce a pensar que es una prueba que aún está a la espera de si llega alguien mejor, y me valoro demasiado como para permitir que un hombre me trate de esa manera.

    »Tal vez la postura que mantengo parece que me aísla, pero pienso que no es así: creo que el hombre sensato sólo verá en esos principios un motivo de mayor aprecio.» Algunos piensan que lo realista es buscar cuanto antes gratificaciones eróticas, y facilitarlas a otros. Dicen que prefieren ese “pájaro en mano” a un amor ideal que ven como algo muy lejano. Y aunque es comprensible que una persona se deslumbre ante las gratificaciones inmediatas y las prefiera a todo lo que considera como promesas inciertas, parece claro que la tarea de construcción de la propia vida consiste precisamente en abrir horizontes nuevos al deseo, en aprender a valorar lo que todavía no tenemos en la mano pero que, por su valor, nos vemos llamados a alcanzar. Así lo entendía esta joven abogada británica.

    Dejarse fascinar por el afán de saciar nuestros instintos es algo que impide alcanzar lo realmente valioso. La sexualidad fuera de su debido contexto responde a un impulso instintivo, que se inflama súbitamente y se apaga luego enseguida. Es una llamarada tan intensa como fugaz, que apenas deja nada tras de sí, y que con facilidad conduce a un círculo angosto de erotismo que, en su búsqueda siempre insatisfecha, considera que otros conceptos más elevados del amor son una simple ensoñación, cuando no un tabú o algo propio de reprimidos.

    Sócrates hablaba de una voz interior que le hablaba, le aconsejaba, le reprendía, le impulsaba a buscar la verdad. Esa voz es lo más lúcido de nosotros mismos, y nos advierte que no debemos quedarnos en las meras sensaciones, sino buscar la verdad que hay en ellas, su auténtico valor, y no el que está más a mano, sino el más profundo.

    No se trata, por tanto, de controlar al modo estoico las tendencias instintivas. Se trata de desear ardientemente valores más altos. Más que control de los deseos, habría que hablar de recta búsqueda de la plenitud humana. No se trata de reprimir las tendencias, sino de saber orientarlas. Un director de orquesta no reprime a ningún instrumentista, sino que señala a cada uno el camino que debe seguir para realizar su función de modo pleno: en unos momentos habrá de guardar silencio, en otros tendrá que armonizarse con otros instrumentos, y otras veces deberá asumir un papel de mayor protagonismo.

    Cuando alguien descubre la realidad del amor, tiene la certeza de haber descubierto una tierra maravillosa hasta entonces desconocida e insospechada. Se considera feliz y agraciado, y con razón. Es una lástima que por no acomodarse al ritmo natural de maduración del amor, algunos quieran comer la fruta verde y pierdan la meta que podrían haber llegado a alcanzar.

    Un error advertido a tiempo «Toda una oleada de sexo —aseguraba Roberto, con la rotundidad que le daban sus diecinueve años— flota en el aire. Por todas partes. Inevitable. Para quien lo quiera. Anda por la calle, con el mayor atrevimiento. Te lo encuentras por todos lados.

    »Lo gracioso —continuó— es que los padres creo que ni sospechan lo que esto supone para una persona en la adolescencia. A mí, por lo menos, en ese aspecto apenas me han ayudado nada en estos años.

    »A lo mejor es porque han olvidado que ellos, a nuestra edad, cuando tenían a flor de piel la sensibilidad por estas cuestiones, estaban probablemente mucho más protegidos, y ahora que son mayores no tienen los mismos ojos que antes para mirar las cosas.

    »Quizá en sus tiempos debía ser difícil tener acceso a los placeres del sexo en la adolescencia, pero está claro que para el adolescente de hoy lo que puede resultar difícil, más bien, es no sucumbir ante las facilidades que da nuestra sociedad para consumir sexo.» Roberto era un profundo conocedor de esa realidad y se expresaba con una firmeza y una sinceridad sorprendentes.

    «El caso —continuó diciendo— es que al cabo de los años te encuentras con un pesado lastre de errores en la propia educación sexual que influyen luego en tu afectividad, en todos tus sentimientos, en el carácter. Ahora lo comprendo perfectamente.

    »Afecta al modo de entender el noviazgo, a la forma de divertirse, al equilibrio emocional, y en el fondo, a casi todo. Y pensando en estos años pasados, en todos los bandazos que he dado, creo que ahora es cuando empiezo a darme cuenta de lo que ha pasado.

    »Me doy cuenta por ejemplo del papel que juega la pornografía en esos años. Es el carburante ideal para sobrecalentar la imaginación, y sus efectos no se pueden ignorar. Llega un momento en que te parece que todo eso es lo normal, incluso que quizá la otra persona, aunque no lo diga, o diga que no, en realidad desea el acoso sexual.

    »Y un buen día alguien te dice que “no hacemos mal a nadie”, y empiezas pensando que se trata simplemente de probar…, y detrás viene todo.

    »Lo malo —continuó Roberto— es que cuando adviertes que todo eso es un error y que no lleva a ningún sitio, no es fácil dejarlo. Las relaciones sexuales no se abandonan así como así, porque aunque es verdad que llega un momento en que se desmitifican bastante esos placeres, dejarlo es otra cosa.

    »Te dicen que si ya has probado todo, luego estás en mejores condiciones para decidir, pero eso es un engaño, y no sólo con el sexo sino con muchas otras cosas: mira por ejemplo lo que les pasa a los que quieren dejar de fumar y no lo logran, a pesar de que saben bien que un cigarrillo no es ningún placer extraordinario.

    »Yo tuve la fortuna de conocer a Marta, que aunque tenía dos años menos que yo era mucho más sensata, y en cuatro meses me hizo sentar la cabeza. Es una chica fenomenal. He tenido mucha suerte.

    »Creo que para no caer en ese error, o para salir de él, es fundamental reflexionar un poco y tener una visión un poco más elevada de la vida, y eso es lo que logró Marta conmigo. Y creo también que entender y vivir correctamente la sexualidad es decisivo para formar y sacar adelante una familia.

    »Me parece que es muy positivo pensar con frecuencia en el tipo de persona con la que uno desearía compartir su vida. Yo aún soy joven y no es que haya visto mucho mundo, pero no soy ciego, y me asusta el número de fracasos matrimoniales que ya he visto. Y creo que el amor no es algo que pueda perderse como se pierde un llavero. Pienso que quizá en algunos de esos casos más bien el amor no existió nunca, y lo único que han perdido es el intercambio de placer que obtenían entre sí.

    »Es una pena —concluyó Roberto, un poco solemne— que a algunos, como a mí, sólo el paso de los años y las bofetadas de la vida hayan logrado hacer que lo entendamos. Creo que si todos pensáramos un poco más en estas cosas, podríamos evitar muchas situaciones tristes.» Me llamó la atención su claridad de ideas ante la nueva etapa que se abría en su vida, y por eso transcribo lo que recuerdo de aquel relato suyo.

    Es difícil augurar un buen futuro a quien llega al matrimonio sin haber tomado las riendas de su impulso sexual. Con frecuencia vemos cómo todas las razones —los hijos, la estabilidad de la familia, etc.— acaban por abandonar a esas personas de poca voluntad cuando se les presenta una y otra vez —que se les presentará— la tentación de la novedad sexual.

    Urge hacer justicia al amor, rescatar su sentido más genuino, mostrar que un amor apasionado no puede ser otra cosa que una entrega apasionada a buscar el bien de la persona a la que se quiere. Porque muchos, con sus palabras y su actitud, confunden el sexo con el amor. Y sin embargo saber de sexo es muy fácil, pero saber de amor es más difícil. Porque requiere un aprendizaje de la vida entera, porque el amor pugna de continuo contra el egoísmo, y el egoísmo tiene una prodigiosa capacidad de reflorecimiento.

    Cuando el sexo se degrada o se sobrevalora, emerge enseguida en forma de enrarecimiento del carácter y manifestaciones de engreimiento. No en vano proclama el dicho popular aquello de lujuria oculta, soberbia manifiesta, pues la degradación del amor por la lujuria puede arruinar en poco tiempo a una persona. Por eso hemos dedicado a este tema un pequeño epígrafe en este repaso a las diversas dificultades en la etapa adolescente.

    El mito de Sísifo Sísifo es uno de los personajes más interesantes de la mitología griega. Vencedor de la Muerte, amante incondicional de la vida, Sísifo engañó a los dioses para escapar de los Infiernos y por ello fue condenado por Zeus a un castigo cruel por toda la eternidad: debía subir a fuerza de brazos una gran piedra hasta una cumbre del inframundo. Pero cada vez que el desdichado llegaba a la cima, la roca se le escapaba de las manos y rodaba por la ladera hasta abajo. No le quedaba otro remedio que descender y recomenzar su esfuerzo, sabiendo que nunca sería coronado por el éxito.

    Esta lucha indefinidamente recomenzada, en una eterna rotación de pesadilla, simboliza el absurdo de una búsqueda sin esperanza. La figura de Sísifo se ha evocado siempre como paradigma de tarea extenuante y descorazonadora. Albert Camus le dedicó una de sus obras, en la que imagina al hombre como un Sísifo feliz, que en medio de la aridez y la monotonía de su vida vislumbra que su existencia no es ni más ni menos absurda que otras, sino como todas las vidas. Camus propuso la figura de un hombre frío, conocedor de ese supuesto absurdo de la vida y buscador infatigable de placeres que puedan dar algo de dicha a su existencia. Esa figura ejerció una notable fascinación para las generaciones salidas de la Segunda Guerra Mundial, y aún hoy, más de medio siglo después, es una imagen que late dentro del corazón de muchos que buscan con ansiedad en el placer un poco de calor de suba la temperatura de sus vidas.

    Con frecuencia, al ansioso del placer se le ha adornado con una aureola romántica, como si fuera un galán que busca en abrazos sucesivos un difícil encuentro con el amor. Pienso que la realidad es bastante más prosaica. Es, más bien, un hombre triste que ha comprendido la esterilidad de su búsqueda, pero no puede o no quiere cambiar de camino. Sabiendo que no puede saciarse por la “calidad”, se entrega a la “cantidad”, a una cadena de goces rápidos y epidérmicos. Son apegos y pasiones que carecen de lirismo, y hay en ellos una especie de frialdad naturista que casi reduce sus afanes al plano del instinto. Recuerdan el castigo de Sísifo. Recomienzan sin tregua un juego que saben vano, destinado a un constante fracaso. Han pretendido engañar a la naturaleza, como Sísifo lo intentó con los dioses del Olimpo, y el castigo siempre acaba por llegar. Quien ha dejado que la búsqueda ansiosa del placer se establezca en su interior, y permite el quebranto de las exigencias éticas de la naturaleza, tarde o temprano se encuentra, como Sísifo, luchando con denuedo en una tarea extenuante y desesperanzada. Lo que al principio había imaginado como un edén, como una dicha constante basada en el libre y apasionado disfrute de los placeres, ha acabado en una dolorosa decepción. La prometida fiesta resulta un engaño, y aparece implacable la terca realidad, el mal que se ha instalado, que se ha hecho fuerte dentro de uno mismo. Se creía quizá enamorado de muchas cosas, y descubre que satisfacer su egoísmo ha acabado por ser su mayor preocupación.

    El egoísta se encuentra un día, antes o después, con el tormento de no saber amar y de no ser amado. El placer ocupa demasiado su mente, sus intereses. Le lleva a actuar de un modo que, luego, a solas consigo mismo, le avergüenza profundamente. Comprende entonces el engaño que se ha colado en su corazón, escondido tras la sombra de unos placeres que había querido ver como inofensivos e incluso buenos. Algunos buscan entonces refugio en placeres mayores, o que aporten algo de novedad respecto al tedio en que han caído, pero fracasan de nuevo, porque el egoísmo es un animal voraz al que no se puede dejar crecer en nuestro corazón porque entonces nos devora por dentro. En lugar de la inocencia, del paraje delicioso y encantador que nuestros ojos habían visto y deseado, aparece un horizonte como el de Sísifo, falto de esperanza, sórdido, en el que nunca llega a desaparecer una voz que nos dice que nos hemos equivocado.

    A todos nos pasa un poco lo que a Sísifo, en mayor o menor medida, en algún ámbito de nuestra vida: con el afán de poseer, de figurar, o de poder; o con el refugio en la pereza, la lujuria, el alcohol, o lo que sea. Pero hay, por fortuna, una diferencia. Sísifo no podía abandonar su absurda e inacabable repetición. Nosotros, en cambio, podemos abrir los ojos a la verdad y decidirnos a cambiar. Además, podemos pedir ayuda. Y ayuda a Dios, si somos creyentes.

    Carácter y voluntad

    • Fortalecer la voluntad
    • Dominio de uno mismo
    • ¿Qué es ser inteligente?
    • Voluntarismo
    • Enfermedades de la voluntad
    • Vivir mejor con menos
    • Austeridad y templanza
    • La falsa compasión

    Fortalecer la voluntad Todos sabemos de la importancia de la fuerza de voluntad para formar el carácter. El asunto es ¿qué hacen, o qué hacemos, los que hemos nacido con menos voluntad? La voluntad crece con su ejercicio continuado y cuando se va entrenando en direcciones determinadas. Y eso sólo se logra venciendo en la lucha que —queramos o no— vamos librando de día en día.

    Esta consolidación de la voluntad admite una sencilla comparación con la fortaleza física: unos tienen de natural más fuerza de voluntad que otros; pero sobre todo influye la educación que se ha recibido y el entrenamiento que uno haga.

    Una voluntad recia no se consigue de la noche a la mañana. Hay que seguir una tabla de ejercicios para fortalecer los músculos de la voluntad, haciendo ejercicios repetidos, y que supongan esfuerzo. ¿Una tabla? Sí, y si esos ejercicios no suponen esfuerzo son inútiles. Ahora hago esto porque es mi deber; y ahora esto otro, aunque no me apetece, para agradar a esa persona que trabaja conmigo; y en casa cederé en ese capricho o en esa manía, en favor de los gustos de quienes conviven conmigo; y evitaré aquella mala costumbre que no me gustaría ver en los míos; y me propongo luchar contra ese egoísmo de fondo para ocuparme de aquél; y superar la pereza que me lleva a abandonarme en mi preparación profesional, mi formación cultural o mi práctica religiosa.

    Sin dejar esa tabla a la primera de cambio, pensando que no tiene importancia. Ejercítate cada día en vencerte, aunque sea en cosas muy pequeñas. Recuerda aquello de que por un clavo se perdió una herradura, por una herradura un caballo, por un caballo un caballero, por un caballero una batalla, por una batalla un ejército, por un ejército…

    Con constancia y tenacidad, con la mirada en el objetivo que nos lleva a seguir esa tabla. Porque, ¿qué se puede hacer, si no, con una persona cuyo drama sea ya simplemente el hecho de levantarse en punto cada mañana, o estudiar esas pocas horas que se había propuesto? ¿Qué soporte de reciedumbre humana tendrá para cuando haya de tomar decisiones costosas? Y en la educación, los padres y profesores deben alabar más el esfuerzo y elogiar menos las dotes intelectuales, pues lo primero produce estímulo, pero lo segundo sólo vanidad. Además, muchas veces las grandes cabezas, ésas que apenas tuvieron que hacer nada para superar holgadamente sus primeros estudios, acaban luego fracasando porque no aprendieron a esforzarse. Y quizá aquel otro, menos brillante, que se llevaba tantos reproches y que era objeto de odiosas comparaciones con su hermano o su primo o su vecino listo, gracias a su afán de superación acaba haciendo frente con mayor ventaja a las dificultades habituales de la vida.

    Dominio de uno mismo «Ayer comencé, por quinta vez en este año, un nuevo régimen de comidas. Sé que tengo que perder peso, y estoy empeñado en lograrlo. Me leo todo lo que encuentro sobre este tema. Me mentalizo. Pienso que voy a lograrlo. Pero todas las veces me pasa igual. A las pocas semanas me vengo abajo. Me parece imposible mantener mis propósitos siquiera unos meses.» Ideas semejantes a estas atormentan con frecuencia la mente de muchas personas, que sufren la angustia de comprobar que son muy poco dueñas de sí mismas, que apenas logran tomar las riendas de su existencia. Son personalidades un poco flojas, flácidas. Se encuentran enganchadas a la televisión, pesan diez kilos de más, han intentado ya quince veces dejar de fumar, les cuesta una barbaridad levantarse de la cama o de su sillón, apenas prestan atención a nada que exija pensar un poco y, junto a eso, sienten un aburrimiento que les abruma.

    ¿Cómo puede combatirse esa situación? Lo mejor es prevenirla, si es posible, llevando una vida de cierta exigencia. Ya hemos hablado de los males que tienen su origen en la vida fácil: mediocridad, pereza, falta de dominio sobre uno mismo. Uno de los mayores riesgos del exceso de bienestar es que, como la experiencia nos enseña, muchos terminan quedando bastante dominados por él, pues no es difícil que la seducción de una vida excesivamente cómoda haga que los hombres perdamos a veces un poco esa libertad interior, ese necesario señorío sobre nosotros mismos, convirtiéndonos en esclavos de esas comodidades.

    No quiere esto decir que la formación deba conducir a una crispada lucha contra el bienestar, pero las circunstancias reales en que se mueve el hombre hacen necesario insistir en la necesidad de la templanza, en el dominio de uno mismo, en saber poner límites a las desmesuradas exigencias de nuestras apetencias personales. La templanza es muy importante para evitar que el bienestar se revuelva contra el hombre, apartándolo de los valores superiores que está llamado a alcanzar.

    La templanza es señorío sobre uno mismo. Con ella el hombre aprende a prescindir de lo que le produce un daño, y con el tiempo advierte que el sacrificio es sólo aparente: porque al vivir así, con sacrificio, se libra de muchas esclavitudes.

    La lucha y el sufrimiento —como apunta Enrique Monasterio— son peajes inevitables en el camino de nuestra vida, y para ser feliz es indispensable perderles un poco el miedo. La felicidad, o el amor, no son simples fenómenos químicos de escasa duración, sino que exigen siempre un compromiso y un sacrificio mantenidos. Quien pretende ingenuamente eludirlos, sólo logra alejarse de la felicidad, sólo encuentra pequeños placeres, cada día menos intensos y más frustrantes, porque, queramos o no, el paladar —y lo digo en sentido amplio— también se desgasta.

    Como decía Ortega, mientras el tigre no puede dejar de ser tigre, no puede destigrarse, el hombre vive en riesgo permanente de deshumanizarse. Y buena parte de ese riesgo de deshumanización proviene de la pérdida de libertad interior, casi siempre más grave que la privación de la libertad física.

    Y es más grave sobre todo por sus efectos, pero también por la facilidad con que pasan inadvertidos. Los peligros que nos acechan para desposeernos de la libertad interior suelen ser bastante solapados, difíciles de descubrir.

    Se producen —como ha señalado José Antonio Ibáñez-Martín— cuando se impide que la acción pase por el tamiz de la deliberación, de la reflexión, de manera que se insta a actuar de modo instintivo más que racional; cuando una persona queda esclavizada por sus propias pasiones, inmersa en el error o atenazada por la ignorancia.

    Esto es lo que sucede cuando se busca conseguir en las personas unas respuestas determinadas, manipulando para ello las diversas pasiones humanas. Por ejemplo, cuando se busca exacerbar el impulso sexual, o la pasión por el juego, la bebida o la droga, con objeto de desencadenar de modo compulsivo esas fuerzas para provecho de quien lo induce; o cuando se trata al hombre como una mera afectividad a captar, y para ello se le engaña con un inexistente cariño, o mediante la seducción o el miedo; o cuando se fomentan sentimientos de egoísmo, odio, venganza, etc.

    Es importante estar prevenidos ante esos posibles errores. El inmoderado afán de placer y de satisfacción causa una angustiada atención al yo, que destruye precisamente lo que anhela. Kierkegaard decía que la puerta de la felicidad se abre hacia dentro, hay que retirarse un poco para abrirla: si uno la empuja, la cierra cada vez más.

    ¿Qué es ser inteligente? Todos habremos oído alguna vez el clásico comentario, normalmente poco objetivo y casi siempre acompañado de una discreta muestra de orgullo, que la madre del adolescente perezoso, apesadumbrada ante sus deficientes resultados académicos, suele acabar haciendo a su profesor: “sabe usted, si el chico es muy inteligente…; lo que pasa es que es un poco vago…” Cuando oigo comentarios de ese estilo, siempre pienso que, en el fondo, no es así. Que esos chicos no son inteligentes.

    Pienso, como Shakespeare, que fuertes razones hacen fuertes acciones. Que ser inteligente, en el sentido más propio de la palabra, proporciona una lucidez que siempre conduce a un refuerzo de la voluntad.

    No niego que ese chico pueda tener un alto coeficiente de capacidad especulativa del tipo que sea. Pero eso no es ser inteligente. Ser inteligente es algo más que multiplicar muy deprisa, gozar de una elevada capacidad de abstracción o de una buena visión en el espacio, o cosas semejantes. Obtener una puntuación elevada en un test, del tipo que sea, es algo que, por sí sólo, arregla muy pocas cosas en la vida.

    Entre otras cosas, porque si ese chico fuera realmente tan inteligente, como asegura su madre, es seguro que se habría dado cuenta de que, así, con esa pereza y esa falta de voluntad, no va a hacer nada en su vida. Habría visto que si no se esfuerza decididamente por fortalecer su voluntad, toda su supuesta inteligencia quedará absolutamente improductiva. Habría comprendido que lleva camino de ser uno más de los muchos talentos malogrados por usar poco la cabeza. Y hace tiempo que se habría ocupado de cambiar.

    De todas formas, aun admitiendo que ese tipo de personas fueran inteligentes, debieran darse cuenta de que el valor real del hombre no depende de la fuerza de su entendimiento, sino más bien de su voluntad. Que la persona desprovista de voluntad no logra otra cosa que amargarse ante la lamentable esterilidad en que quedan sumidas sus propias dotes intelectuales.

    Quizá las personas más desgraciadas sean las grandes inteligencia huérfanas de voluntad.

    Por eso se equivocan radicalmente los padres que se enorgullecen tanto del talento de sus hijos y en cambio apenas hacen nada por que sean personas esforzadas y trabajadoras. Igual que esos hijos presuntuosos que hacen tanta ostentación de su pereza como de su gran inteligencia, y suelen luego acabar en situaciones personales lamentables. O como aquellos profesores que sólo juzgan los conocimientos, como si la enseñanza no fuera más que una gasolinera donde se administran conocimientos a los alumnos y se comprueba posteriormente su nivel de llenado.

    Por otra parte, la voluntad es una potencialidad humana que crece con su ejercicio continuado, cuando se va entrenando en direcciones determinadas. Esta consolidación de la voluntad admite una sencilla comparación con la fortaleza física: unos tienen de natural más fuerza de voluntad que otros, pero lo decisivo es la educación que se reciba y el entrenamiento que uno haga.

    Voluntarismo El voluntarismo es un error en la educación de la voluntad. No es un exceso de fuerza de voluntad, sino una enfermedad –entre las muchas posibles– de la voluntad.

    Una enfermedad, además, que a todos nos afecta en alguna faceta o en algún momento de nuestra vida. Porque, al pensar en el voluntarismo, quizá imaginamos una persona tensa y agarrotada, y ciertamente las hay, y no pocas, pero eso no quita que el voluntarismo es algo que, de una manera o de otra, en unas circunstancia u otras, nos concierne a todos.

    El voluntarismo lleva a querer resolver las cosas confiando demasiado en el esfuerzo de la voluntad, apretando el paso, crispando los puños, con un fondo de orgullo más o menos velado, ofuscado por una búsqueda de autosatisfacción de haber hecho las cosas por uno mismo, sin contar demasiado con los demás.

    El voluntarismo perturba la lucidez, entre otras cosas porque lleva a escuchar poco, a ser poco receptivo. Lleva a aferrarse en exceso a la propia visión de las cosas. A pensar que las cosas son como las ve uno mismo, sin darnos cuenta de hasta qué punto los demás nos aportan siempre otra perspectiva de las cosas y enriquecen con ello nuestra propia vida.

    El voluntarismo estropea también la espontaneidad, la llaneza, la sencillez. Lleva a querer resolver los problemas interiores también sólo por uno mismo. Al voluntarista le cuesta abrir su corazón a otros. Espera ser él quien, con su tesón y su empeño, salga de esa zanja en la que quizá se ha metido. Lo triste es que a veces no se da cuenta de que ha cavado ya mucho, y que no puede salir de esa zanja sólo por sus propias fuerzas, o que, al menos, es ridículo empeñarse en no pedir ayuda.

    El voluntarista suele ser rígido, por inseguro. Tiende apoyarse demasiado en normas y criterios que respalden su inseguridad, aplicándolos de modo poco equilibrado. La autoridad y la obediencia habituales en las relaciones profesionales, la familia, etc., suele plantearlas de modo intransigente y poco flexible, poco inteligente.

    El voluntarista lleva bastante mal sus propios fracasos. Tras ellos, suele retomar su abnegada lucha habitual, pero también a veces se cansa. Es entonces cuando más se manifiesta la peligrosa fragilidad de la motivación voluntarista. Es fácil que esa persona se hunda, y caiga quizá en una apatía grande, o se refugie en un victimismo o una rebeldía inútiles, o incluso salga por otros registros inesperados y llegue a extremos que sorprenden mucho a quienes no le conocían de verdad.

    El voluntarista se propone a veces metas poco realistas, en su deseo de sobresalir y llegar a más de lo que puede abarcar. Es propicio a los sentimientos de inferioridad, fruto de compararse constantemente con los demás, en un desorbitado afán de destacar frente a otros mejor dotados, lo que genera una continua referencia de frustración.

    El voluntarismo, además de un error en la educación de la voluntad, es también un error en la educación de los sentimientos. Podría decirse que el voluntarista es, curiosamente, bastante sentimental. Es una persona cuya principal motivación afectiva es el sentido del deber. Una persona que tiende demasiado a echar mano de la satisfacción o el alivio que le produce cumplir lo que entiende como su deber, con un rigorismo no bien integrado en una afectividad equilibrada.

    La abnegación y el afán por cumplir con el propio deber no son nada malo, evidentemente. Y las personas voluntaristas suelen ser admirables en su abnegación, en su saber sobreponerse a sus gustos, y todo eso son elementos fundamentales para llevar de modo inteligente las riendas de la propia vida. Pero a esas personas les falta, y la cuestión es esencial, aprender a modular sus gustos, educar sus gustos, formar sus gustos. El sentido del deber es algo muy necesario. Pero una buena educación afectiva ha de buscar en lo posible una síntesis entre la abnegación –pues siempre hay cosas que cuestan– y el gusto: lo que tengo que hacer, no simplemente lo hago a disgusto, porque debo hacerlo, sino que procuro hacerlo a gusto, porque entiendo que me mejora y me satisfará más, aunque me cueste.

    Por eso el gran logro de la educación afectiva es conseguir —en lo posible, insisto— unir el querer y el deber. Así, además, se alcanza un grado de libertad mucho mayor, pues la felicidad no está en hacer lo que uno quiere, sino en querer lo que uno ha de hacer.

    Así, la vida no será un seguir adelante a base de fuerza de voluntad. Nos sentiremos ligados al deber, pero no obligados, ni forzados, ni coaccionados, porque percibiremos el deber como un ideal que nos lleva a la plenitud.

    Enfermedades de la voluntad Hemos hablado de voluntarismo, y ahora seguimos con algunos otros errores en la educación de la voluntad. Todos ellos pueden darse de forma más o menos intensa o permanente en cualquier persona sin llegar a suponer una patología importante.

    La impulsividad se manifiesta en diversos rasgos: tendencia a cambiar demasiado de una actividad a otra; propensión a actuar con frecuencia antes de pensar; dificultad para organizar las tareas pendientes; excesiva necesidad de supervisión de lo que uno hace; dificultad para guardar el turno en la conversación o en cualquier situación de grupo; tendencia a levantar la voz o perder el control ante algo que contraría; etc.

    Las tendencias de estilo compulsivo, por el contrario, suelen ser reflexivas y metódicas, a veces incluso acompañadas de un fuerte debate interior. Por ejemplo, una persona puede sentirse en la necesidad de comprobar tres veces que han quedado las luces apagadas o que está cerrada la llave del gas o la puerta de la calle. O puede sentirse impelida a hacer a su hijo o a su marido varias veces una advertencia que sabe que ya ha reiterado sobradamente, pero que no logra quitarse de la cabeza. O siente envidia, o celos, o animadversión hacia algo o alguien por unos motivos que, cuando los piensa, comprende que son absurdos.

    Esa persona puede llegar a percibir con bastante claridad la falta de sentido de esos hechos o actitudes, e incluso tratar de oponerse, pero al final prefiere ceder para calmar la ansiedad de la duda sobre si ha cerrado bien la puerta, ha olvidado decir o hacer algo, o lo que sea. Ve cómo los pensamientos no deseados se entrometen, y aunque entiende que son inapropiados o estúpidos, la idea obsesiva sigue presente. Son ocurrencias no dirigidas que parecer horadar el pensamiento e instalarse en él: unas personas son absorbidas por un sentido crítico excesivo que les hace ver con malos ojos a los demás; otras sufren un perfeccionismo que les hace seguir interminables rituales con los que pierden eficacia y sentido práctico; otras caen en la rumiación constante de lo que han hecho o van a hacer, y eso les lleva al resentimiento o al escrúpulo; etc.

    Esos pensamientos –preocupaciones, apetencias, autoinculpaciones, quejas, círculos analíticos sin salida, etc.– pueden llegar a ser como un malestar que no se alivia con ninguna distracción, una angustia que impregna todo. Cualquier cosa, por mínima que sea, revoca la decisión que tomamos de no dar más vueltas al asunto y aceptarlo como es. Cuando esas patologías son graves pueden manifestarse en enfermedades serias, como la ludopatía (juego patológico), cleptomanía (robo patológico), piromanía (afán incendiario patológico), prodigalidad (gasto compulsivo), etc.

    En las tendencias impulsivas o compulsivas, a la voluntad le falta capacidad para detener el impulso (unas veces porque no lo advierte a tiempo, otras porque no logra zafarse de sus ocurrencias intempestivas). En cambio, hay muchas otras ocasiones en que el problema es precisamente lo contrario: la incapacidad de la voluntad para decidir y pasar a los hechos.

    Es el caso de las personas prisioneras de la perplejidad, que nunca saben qué opción tomar. O que fluctúan constantemente entre una opción y otra. O que les cuesta mucho mantener las decisiones tomadas, normalmente por falta de resistencia para soportar la frustración ordinaria de la vida. Como es natural, esas capacidades también pueden estar hipertrofiadas, como es el caso de la terquedad, en la que la capacidad para enfrentarse a la dificultad está desorbitada o mal dirigida.

    Muchas de esas carencias relativas a la voluntad tienen bastante que ver con los miedos interiores del hombre. La respuesta a esos estímulos del miedo –afirma José Antonio Marina– no surge de forma mecánica, como en los animales, sino que el estímulo se remansa en el interior del hombre y puede ser combatido o potenciado. La atención puede quedar perturbada, y puede costar trabajo pensar en otra cosa, pues la memoria evoca una y otra vez la situación, u otras pasadas similares, pero siempre cabe poner empeño por educar esos sobresaltos interiores.

    La voluntad de cada persona es el resultado de toda una larga historia de creación y de decisiones personales. No podemos llegar a tener un control directo y pleno sobre ella, pero sí un cierto gobierno desde nuestra inteligencia. Todos somos abordados continuamente por pensamientos o sentimientos espontáneos del género más diverso, pero una de las funciones de nuestra inteligencia es precisamente controlarlos.

    Vivir mejor con menos Muchas veces nos sorprendemos de cómo nuestra casa va poco a poco llenándose de multitud de cosas de utilidad más que dudosa, que hemos ido comprando sin apenas necesidad.

    Quizá en su momento parecía muy necesario. Parece, por ejemplo, que cualquier máquina que reduzca un poco el esfuerzo físico resulta enseguida indispensable. Tomamos el ascensor para subir o bajar uno o dos pisos, o el coche para recorrer sólo unos cientos de metros, y, al tiempo, con frecuencia nos proponemos hacer un poco más de ejercicio o practicar todas las semanas un rato de deporte.

    Para estar a gusto en casa, ¿es necesario pasar a 25 grados en invierno, y el verano a 18? ¿En cuantas casas hay casi que estar en camiseta en pleno invierno, o abrir las ventanas, porque hace un calor sofocante? ¿Y no hemos pasado muchas veces frío, o incluso cogido un buen catarro, a causa de los rigores del aire acondicionado de una cafetería, un salón de actos o un avión? La idea de consumir con un poco más de sensatez y de cabeza, de llevar un estilo de vida un poco más sencillo, o, en definitiva, de vivir mejor con menos, es una idea que por fortuna se está popularizando en la cultura norteamericana con el nombre de downshifting (podría traducirse como desacelerar o simplificar). Partiendo del principio de que el dinero nunca podrá llenar las necesidades afectivas, y de que una vida lograda viene dada más por la calidad de nuestra relación con los demás que por las cosas que poseemos o podamos poseer, esta corriente no trata sólo de reducir el consumo, sino sobre todo de profundizar en nuestra relación con las cosas para descubrir maneras mejores de disfrutar de la vida.

    Hartos ya de la tiranía de las compras a plazos, las hipotecas y la ansiedad por lograr un nivel de vida mayor, muchos hombres y mujeres empiezan a preguntarse si su calidad de vida no mejoraría renunciando a la fiebre del ganar más y más, y procurando en cambio centrarse en gastar un poco menos, o mejor dicho, en gastar mejor. Esta tendencia del downshifting, que se está extendiendo también poco a poco por Europa, incluye también la idea de alargar la vida útil de las cosas, procurar reciclarlas, buscar fórmulas prácticas para compartir el uso de algunas de ellas con parientes o vecinos, etc. En todo caso, hay siempre un punto común: el dinero no garantiza la calidad de vida tan fácilmente como se pensaba.

    En busca de un nuevo concepto de austeridad, los promotores de este estilo de vida buscaron el modo de renunciar a caprichos y gastos superfluos hasta reducir sus gastos en un veinte por ciento. “Lo primero que hay que hacer —suele afirmar Vicki Robin, uno de sus más cualificados representantes— es averiguar el grado de satisfacción que nos producen las cosas, para distinguir una ilusión pasajera de la verdadera satisfacción. Con esta fórmula cada uno puede detectar los valores que le proporcionan bienestar y descubrir de qué puede prescindir, y así alcanzar paso a paso un nuevo equilibrio vital más satisfactorio.” Por ejemplo, en la educación o la vida familiar, es frecuente que los padres, debido a la falta de tiempo para la atención afectiva de sus hijos, cada vez les compren más cosas, motivados a veces por un cierto sentimiento de culpabilidad. Sin embargo, educar bien puede costar dinero —y quizá haya que ahorrarlo de otras cosas menos necesarias—, pero muchas veces es precisamente el dinero mal empleado lo que estropea la educación. Toth decía que son muchos los talentos que se pierden por la falta de recursos, pero muchos más los que se pierden en la blanda comodidad de la abundancia. No son pocos los padres que, de tanto trabajar hasta la extenuación y reducir el número de hijos para poder así gastar más y más en ellos, hacen que ese dinero mal empleado acabe por estropearlos.

    Es preciso prevenir los riesgos del consumismo en la familia. Conseguir que los hijos sepan lo que cuesta ganar el dinero y sepan administrarlo bien. Que no acabe sucediendo aquello de que saben el precio de todo pero no conocen el valor de nada.

    Austeridad y templanza Midas era un rey que tenía más oro que nadie en el mundo, pero nunca le parecía suficiente. Siempre ansiaba tener más. Pasaba las horas contemplando sus tesoros, y los recontaba una y otra vez. Un día se le apareció un personaje desconocido, de reluciente atuendo blanco. Midas se sobresaltó, pero enseguida comenzaron a hablar, y el rey le confió que nunca estaba satisfecho con lo que tenía, y que pensaba constantemente en cómo obtener más aún. “Ojalá todo lo que tocara se transformase en oro”, concluyó. “¿De veras quieres eso, rey Midas?”. “Por supuesto.” “Entonces, se cumplirá tu deseo”, dijo el geniecillo antes de desaparecer.

    El don le fue concedido, pero las cosas no salieron como el viejo monarca había soñado. Todo lo que tocaba se convertía en oro, incluso la comida y bebida que intentaba llevarse a la boca. Asustado, tomó en brazos a su hija pequeña, y al momento se transformó en una estatua dorada. Sus criados huían de él para no correr la misma suerte.

    Viéndose así, convertido en el hombre más rico del mundo y, al tiempo, en el más desgraciado y pobre, consumido por el hambre y la sed, condenado a morir amargamente, comprendió su necedad y rompió a llorar. “¿Eres feliz, rey Midas?”, se oyó una voz. Al volverse, vio de nuevo al geniecillo, y Midas repuso: “¡Soy el hombre más desgraciado del mundo!”. “Pero si tienes lo que más querías”, replicó el genio. “Sí, pero he perdido lo que en realidad tenía más valor.” El genio se apiadó del pobre monarca y le mandó sumergirse en las aguas de un río, para purificarse de su maleficio. Así lo hizo, y todo volvió a la normalidad. A partir de entonces, nunca más se dejó seducir por la codicia y el afán de riquezas.

    La vieja historia del rey Midas se ha interpretado siempre como una aleccionadora invitación a la templanza. Sólo el que vive con una cierta austeridad, sin esclavizarse por los deseos de poseer y atesorar, es capaz de disfrutar realmente las cosas y alcanzar una felicidad duradera.

    La familia es quizá el mejor ámbito para cultivar la sobriedad y la templanza. Educar en esos valores impulsa al hombre por encima de las apetencias materiales, le hace más lúcido, más apto para entender otras realidades. En cambio, la destemplanza ata al hombre a su propia debilidad. Por eso, quienes educan a sus hijos en un torpe afán de satisfacerles todos sus deseos, les hacen un daño grande. Es una condescendencia que puede nacer del cariño, pero que también –y quizá más frecuentemente– nace del egoísmo, del deseo de ahorrarse el esfuerzo que supone educar bien. Como la dinámica del consumismo es de por sí insaciable, lleva a las personas a modos de ser caprichosos y antojadizos, y les introduce en una espiral de búsqueda constante de comodidad. Se les evitan los sufrimientos normales de la vida, y se encuentran luego débiles y mal acostumbrados, con una de las hipotecas vitales más dolorosas que se pueden sufrir, pues siempre harán poco, y además ese poco les costará mucho. Por eso me atrevería a decir que una educación excesivamente indulgente, que facilita la pereza y la destemplanza –suelen ir unidas–, es una de las formas más tristes de arruinar la vida de una persona.

    Por eso siempre veo con tristeza los signos de ostentación y de exceso de comodidad. Sufro viendo cómo pierden esa libertad que desaparece en el momento en que comienza el exceso de bienes. El afán por el lujo lleva consigo un despojamiento, una apuesta equivocada por lo material que deja a las personas sin defensas ante los desafíos de la vida. Por eso la tragedia del rey Midas es plenamente actual en la existencia de muchos. Cuando se centra la atención en lo material, se trata con menos consideración a las personas y se cae en una rueda de añoranzas y desasosiegos que incitan al consumo y perturban el equilibrio del espíritu. Cuanto más tienen, más desean, y en vez de llenarse, abren en ellos un vacío. Midas supo admitir su error y salió de él. En esto sí podemos imitarle.

    La falsa compasión “La piedad peligrosa” es una interesante novela de Stefan Zweig. Un joven teniente austríaco es invitado a una fiesta. Durante la celebración invita a bailar a la hija del dueño de la mansión, sin saber que la joven está impedida. Al día siguiente le envía unas flores para pedir disculpas por el incidente y, a raíz de ese detalle, la chica piensa que el teniente se ha enamorado de ella.

    El protagonista parte de una noble y buena sensibilidad ante el dolor ajeno. Es un hombre que se propone ayudar hasta donde puede a todos. Cualquier indefensión reclama su interés. Sin embargo, esa buena disposición se encuentra de pronto con un difícil escollo. Su deseo de no hacer sufrir, de no incomodar, de evitar el dolor ajeno, le lleva a un prolongar el pequeño malentendido que se ha producido en la fiesta. Por no entristecer a aquella ilusionada y caprichosa chica inválida, retrasa una y otra vez la necesaria aclaración sobre su supuesto amor por ella, y se ve envuelto poco a poco en un inmenso absurdo que tiene consecuencias cada vez más trágicas para él y para aquellos a quienes quería evitar cualquier daño.

    Todo empezó por un mero y piadoso no decir la verdad, sin voluntad o incluso contra su voluntad. Al principio no fue un engaño consciente, pero enseguida se vio enredado, y por empezar con una primera mentira por compasión, vio que ahora tenía que mentir con gesto impenetrable, con voz convencida, como un consumado delincuente que planea cada detalle de su acción y su defensa. Por primera vez empezaba a entender que lo peor de este mundo no viene provocado por la maldad, sino casi siempre por la debilidad.

    Hay dos clases de compasión. Una, la débil, la sentimental, que no es más que la impaciencia del corazón por librarse lo antes posible de la embarazosa conmoción que se padece ante la desgracia ajena; esa compasión no es propiamente compasión, es tan solo un apartar instintivamente el dolor ajeno, que es causa de nuestra propia ansiedad. La otra, la verdadera compasión, está decidida a resistir, a ser paciente, a sufrir y a hacer sufrir si es necesario para ayudar de verdad a las personas.

    Aquel hombre tenía que decir y hacer algo que le resultaba difícil, y lo retrasó una y otra vez. Prolongó aquella situación absurda, entre otras cosas porque estaba halagado por la vanidad, y la vanidad es uno de los impulsos más fuertes en las naturalezas débiles, que sucumben fácilmente a la tentación de lo que visto desde fuera parece admirable o valeroso.

    Por falsa compasión muchas veces se miente, se engaña, se elude la verdad costosa, las realidades incómodas, las responsabilidades molestas. Se miente para no contrariar, para evitar un daño que luego vuelve multiplicado; se elude la verdad difícil de decir pero apremiante, aunque sabemos que no desaparecerá por ignorarla; por falsa compasión se consienten prácticas o situaciones reprobables en la empresa o la familia, que no se afrontan por no perjudicar a algunos, aun sabiendo que tolerarlo es un daño mucho mayor.

    La falsa compasión hizo de aquel joven teniente un hombre mísero que dañaba infame con su debilidad, que perturbaba y destruía con su compasión. Como él, todos deberíamos esforzarnos en distinguir si la compasión que en determinado momento sentimos no encubre egoísmo o debilidad. Debemos reconocer sinceramente que consentir y mimar a los hijos, malacostumbrar a los que están bajo nuestra responsabilidad, no exigir el respeto que merecen los derechos de los ausentes (la falsa compasión suele inclinarse contra los que no nos ven), son ocasiones en que nos compadecemos equivocadamente y cerramos los ojos a la realidad.

    Vivir responsablemente exige a veces incomodar a otros. Por ejemplo, educar, formar, supone siempre una cierta constricción, contrariar, negar consuelos que podríamos dar pero que no debemos dar. Es cierto que debemos ser flexibles, pero ceder a la falsa compasión es hacer daño. Un daño que quizá a primera vista no parece tal, pero que tarde o temprano vuelve, con terquedad, y más crecido, más real, menos evitable.