Dispuestos a recibir un tiro

Cuentan que durante la guerra de los “cristeros”, cuando la Revolución Mexicana persiguió a muerte a la Iglesia, las misas se hacían clandestinamente y los vecinos se pasaban la voz cada vez que llegaba un sacerdote vestido de paisano al pueblo. En un pueblo, en algún lugar rural de México, esperaban al sacerdote que llegaría ese fin de semana de un pueblo vecino. Los catequistas clandestinos tenían preparados bautizos y otros sacramentos y para tal ocasión consiguieron un viejo granero, lo suficientemente amplio para albergar unos cientos de fieles. Aquel domingo por la mañana el viejo granero estaba totalmente lleno con una cantidad de fieles de alrededor. Las 600 personas que estaban reunidas esperando el inicio de la celebración se sobrecogieron al ver dos hombres entrar vestidos con uniforme militar y armados. Uno de los hombres dijo: “El que se atreva a recibir un tiro por Cristo, quédese donde está. Las puertas estarán abiertas sólo cinco minutos”. Inmediatamente el coro se levantó y se fue. Los diáconos también se fueron, y gran parte de la feligresía. De las 600 personas solo quedaron 20. El militar que había hablado, miró al sacerdote y le dijo: “OK, padre, yo también soy cristiano y ya me deshice de los hipócritas. Continúe con su celebración”.

Estar al lado de un amigo

Lo más importante que he hecho en la vida tuvo lugar el 8 de octubre de 1990. Mi madre cumplía 65 anos, y yo había viajado a casa de mis padres en Massachusetts, para celebrarlo con la familia. Comencé el día jugando con un antiguo compañero de clase y amigo mío, al que no había visto en mucho tiempo. Entre jugada y jugada conversamos acerca de lo que estaba pasando en la vida de cada cual. Me contó que su esposa y el acababan de tener un bebé encantador. Mientras jugábamos, un coche se acercó a toda velocidad, se bajó un hombre que, consternado, le dijo que su bebé había dejado de respirar y lo habían llevado de urgencia al hospital. En un instante mi amigo subió al auto y se marchó dejando tras de sí una nube de polvo. Por un momento me quedé donde estaba, sin acertar a moverme, pero luego traté de pensar qué debía hacer: ¿Seguir a mi amigo al hospital? Mi presencia allí, me dije, no iba a servir de nada, pues la criatura seguramente estaría al cuidado de médicos y enfermeras, y nada de lo que yo hiciera o dijera iba a cambiar las cosas. ¿Brindarle mi apoyo moral? Bueno, quizás. Pero tanto él como su esposa provenían de familia numerosas y sin duda estarían rodeados de parientes que les ofrecerían consuelo y el apoyo necesario pasara lo que pasara. Lo único que haría sería estorbar. Además había planeado dedicar todo mi tiempo a mi familia, que estaba aguardando mi regreso. Así que decidí reunirme con ellos e ir más tarde a ver a mi amigo. Al poner en marcha el auto que había alquilado, me percaté que mi amigo había dejado su furgoneta, con las llaves puestas, estacionada junto a las canchas. Me vi entonces ante otro dilema: no podía dejar así el vehículo, pero si lo cerraba y me llevaba las llaves, ¿qué iba a hacer con ellas? Decidí pues ir al hospital y entregarle las llaves. Cuando llegué, me indicaron en qué sala estaban mi amigo y su esposa, como supuse, el recinto estaba lleno de familiares que trataban de consolarlos. Entré sin hacer ruido y me quedé junto a la puerta, tratando de decidir qué hacer. No tardó en presentarse un médico, que se acercó a la pareja y, en voz baja les comunicó que su hijo había fallecido, víctima del síndrome conocido como “muerte en la cuna”. Durante lo que pareció una eternidad estuvieron abrazados, llorando, mientras todos los demás los rodeamos en medio del silencio y el dolor. Cuando se recuperaron un poco, el médico les preguntó si deseaban estar un momento con su hijo. Mi amigo y su esposa se pusieron de pie caminaron resignadamente hacia la puerta. Al verme allí, en un rincón, los dos se acercaron, y mi amigo me dio un abrazo y comenzó a llorar. “Gracias por estar aquí”, me dijo. Durante el resto de la mañana, permanecí sentado en la sala de urgencias del hospital, viendo a mi amigo y a su esposa sostener en brazos a su hijo sin vida.

Aquella experiencia me dejo tres enseñanzas. La primera es que aquello ocurrió cuando no había absolutamente nada que yo pudiera hacer. Nada de lo que aprendí en la universidad, ni los seis años que llevaba ejerciendo mi profesión, me sirvió en tales circunstancias. A dos personas a las que yo estimaba les sobrevino una desgracia, y yo era impotente para remediarla. Lo único que pude hacer fue acompañarlos y esperar el desenlace. Pero estar allí en esos momentos en que alguien me necesitaba era lo principal. Lo que hice estuvo a punto de no ocurrir, debido a las cosas que aprendí en la Universidad y en mi vida profesional. En la facultad de Derecho me enseñaron a tomar los datos, analizarlos y organizarlos y después evaluar esta información sin apasionamiento. Esa habilidad es vital en los abogados. Cuando la gente acude a nosotros en busca de ayuda, suele estar angustiada y necesita que su abogado piense con lógica. Pero al aprender a pensar, casi me olvide de sentir. Hoy, no tengo duda alguna que debí haber subido al coche sin titubear y seguir a mi amigo al hospital. La tercera cosa que aprendí es que la vida puede cambiar en un instante. Intelectualmente, todos sabemos esto, pero creemos que las desdichas les pasan a otros. Así hacemos planes y concebimos nuestro futuro como algo tan real que pareciera que ya ocurrió. Pero dejamos de advertir todos los presentes que pasan junto a nosotros, y olvidamos que perder el empleo, sufrir una enfermedad grave, toparse con un conductor ebrio y miles de cosas más pueden alterar ese futuro en un abrir y cerrar de ojos. En ocasiones a uno le hace falta vivir una tragedia para volver a poner las cosas en perspectiva.

Donando sangre

Hace unos años, cuando trabajaba como voluntario en un hospital de Stanford, conocí a una niñita llamada Liz, que sufría de una extraña enfermedad. Su única chance de recuperarse era aparentemente una transfusión de sangre de su hermano de 5 años, que había sobrevivido milagrosamente a la misma enfermedad y había desarrollado los anticuerpos necesarios para combatirla. El doctor explicó la situación al hermano de la niña, y le preguntó si estaba dispuesto a dar su sangre a su hermana. Lo vi dudar por sólo un momento antes de tomar un gran suspiro y decir: -Sí, yo lo haré, si eso salva a Liz.

Mientras la transfusión continuaba, él estaba acostado en una cama al lado de la de su hermana, y sonriente mientras nosotros los asistíamos, viendo retornar el color a las mejillas de la niña. Entonces la cara del niño se puso pálida y su sonrisa desapareció. El niño miró al doctor y le preguntó con voz temblorosa: – Doctor… ¿cuándo voy a empezar a morirme? El pequeño no había comprendido bien al doctor; pensaba que le daría toda su sangre a su hermana. Y aún así estaba dispuesto a darla…

Hay un hoyo en mi acera

CAPÍTULO UNO. Bajo por una calle y hay un hoyo grande. Yo no lo veo y caigo en él. Es profundo y oscuro. Tardo mucho tiempo en lograr salir. No es mi defecto.

CAPÍTULO DOS. Bajo por la misma calle. Hay un hoyo grande y lo veo, pero caigo de nuevo en él. Es profundo y oscuro. Tardo mucho tiempo en lograr salir. Todavía no es mi defecto.

CAPÍTULO TRES. Bajo por una calle. Hay un hoyo grande, y lo veo, pero todavía caigo de nuevo en él. Ha llegado a ser un hábito. Pero ya voy aprendiendo a salir rápidamente del hoyo. Reconozco mi defecto.

CAPÍTULO CUATRO. Bajo por una calle. Hay un hoyo grande. Lo rodeo.

CAPÍTULO CINCO. Bajo por una calle diferente.

¿Dónde está el buen Dios?

“Los SS parecían más preocupados, más inquietos que de costumbre. Colgar a un chaval delante de miles de espectadores no era un asunto sin importancia. El jefe del campo leyó el veredicto. Todas las miradas estaban puestas sobre el niño. Estaba lívido, casi tranquilo, mordisqueándose los labios. La sombra de la horca le recubría.

El jefe del campo se negó en esta ocasión a hacer de verdugo. Le sustituyeron tres SS.

Los tres condenados subieron a la vez a sus sillas. Los tres cuellos fueron introducidos al mismo tiempo en los nudos corredizos.

-¡Viva la libertad! -gritaron los dos adultos.

El pequeño se cayó.

-¿Dónde está el buen Dios, dónde? -preguntó alguien detrás de mí.

A una señal del jefe del campo, las tres sillas cayeron. Un silencio absoluto descendió sobre todo el campo. El sol se ponía en el horizonte.

-¡Descubríos! -rugió el jefe del campo.

Su voz sonó ronca. Nosotros llorábamos.

-¡Cubríos! Después comenzó el desfile. Los dos adultos habían dejado de vivir. Su lengua pendía, hinchada, azulada. Pero la tercera cuerda no estaba inmóvil; de tan ligero que era, el niño seguía vivo…

Permaneció así más de media hora, luchando entre la vida y la muerte, agonizando bajo nuestra mirada. Y tuvimos que mirarle a la cara. Cuando pasé frente a él seguía todavía vivo. Su lengua seguía roja, y su mirada no se había extinguido. Escuché al mismo hombre detrás de mí: -¿Dónde está Dios? Y en mi interior escuche una voz que respondía: “¿Dónde está? Pues aquí, aquí colgado, en esta horca…” (Élie Wiesel, La Nuit, pp.103-105).

Imaginación en momento crítico

Cuenta una antigua leyenda que, en la Edad Media, un hombre muy virtuoso fue injustamente acusado de haber asesinado a una mujer. En realidad, el verdadero autor era una persona muy influyente en el reino y, por eso, desde el primer momento se procuró un “chivo expiatorio”, para encubrir al culpable.

El hombre fue llevado a juicio ya sabiendo que tendría escasas o nulas posibilidades de escapar a la horca. El juez, también implicado en la infamia, cuidó no obstante de dar todo el aspecto de un juicio justo. Siguieno una práctica de entonces, dijo al acusado: – “Conociendo tu fama de hombre justo y devoto de Dios, vamos a dejar en manos de Él tu destino: vamos a escribir en dos papeles separados las palabras “culpable” e “inocente”. Tú escogerás y será la mano de Dios la que decida tu destino”.

Por supuesto, el mal funcionario había preparado dos papeles con la misma leyenda: “CULPABLE”. La pobre víctima se daba cuenta de que el sistema propuesto era una trampa. No había escapatoria. El juez conminó al hombre a tomar uno de los papeles doblados. Éste respiró profundamente, quedó en silencio unos cuantos segundos con los ojos cerrados y, cuando la sala comenzaba ya a impacientarse, abrió los ojos y, con una extraña sonrisa, tomó uno de los papeles y llevándolo a su boca lo engulló rápidamente. Sorprendidos e indignados los presentes le reprocharon airadamente… – “Pero ¡¿qué hizo…?! Y ¿ahora…? ¿Cómo vamos a saber el veredicto…?!” – “Es muy sencillo, respondió el hombre: – “Es cuestión de leer el papel que queda, y sabremos lo que decía el que me tragué.” Y no les quedó más remedio que liberar al acusado.

El agricultor

“No, yo no puedo aceptar una recompensa por lo que hice”, respondió un agricultor a un noble inglés. En ese momento el propio hijo del agricultor salió a la puerta de la casa de la familia. “¿Es ese su hijo?” preguntó el noble inglés. “Sí,” respondió el agricultor lleno de orgullo. “Le voy a proponer un trato. Déjeme llevarme a su hijo y ofrecerle una buena educación. Si él es parecido a su padre crecerá hasta convertirse en un hombre del cual usted estará muy orgulloso.” El agricultor aceptó. Con el paso del tiempo, el hijo de Fleming el agricultor se graduó de la Escuela de Medicina de St. Mary’s Hospital en Londres, y se convirtió en un personaje conocido a través del mundo, el famoso Sir Alexander Fleming, el descubridor de la penicilina. Algunos años después, el hijo del noble inglés, cayó enfermo de pulmonía. ¿Que le salvó? La penicilina. ¿El nombre del noble inglés? Randolph Churchill. ¿El nombre de su hijo? Sir Winston Churchill. Alguien dijo una vez: Siempre recibimos a cambio lo mismo que ofrecemos. Trabaja como si no necesitaras el dinero. Ama como si nunca te hubieran herido. Baila como si nadie te estuviera mirando.

Jerry, el optimista

Jerry siempre estaba de buen humor, y siempre tenía algo positivo que decir. Cuando alguien le preguntaba cómo le iba, el respondía: -Si pudiera estar mejor, sería gemelos. Era gerente de un restaurante, y era un gerente único porque tenía varias meseras que lo habían seguido de restaurante en restaurante. La razón por la que las meseras seguían a Jerry era por su actitud: él era un motivador natural. Si un empleado tenía un mal día, Jerry estaba ahí para decirle al empleado cómo ver el lado positivo de la situación.

Este estilo realmente me causó curiosidad, así que un día fui a buscar a Jerry y le pregunté: – No lo entiendo… no es posible ser una persona positiva todo el tiempo, ¿cómo lo haces? Jerry respondió: – Cada mañana me despierto y me digo a mí mismo: “Jerry, tienes dos opciones hoy. Puedes escoger estar de buen humor o estar de mal humor”. Escojo estar de buen humor. Cada vez que sucede algo malo, puedo escoger entre ser una víctima o aprender de ello. Escojo aprender de ello. Cada vez que alguien viene a mí para quejarse, puedo aceptar su queja o puedo señalarle el lado positivo de la vida. Escojo señalarle el lado positivo de la vida. – Sí, claro… pero no es tan fácil – protesté. – Sí lo es – dijo Jerry -. Todo en la vida es acerca de elecciones. Cuando quitas todo lo demás, cada situación es una elección. Tú eliges como reaccionas ante cada situación. Tú eliges como la gente afectará tu estado de ánimo. Tú eliges estar de buen humor o mal humor. En resumen: ¡tú eliges cómo vivir la vida! Reflexioné en lo que Jerry me dijo. Poco tiempo después, dejé la industria de restaurantes para iniciar mi propio negocio. Perdimos contacto, pero con frecuencia pensaba en Jerry cuando tenía que hacer una elección en la vida. Varios años más tarde, me enteré que Jerry hizo algo que nunca debe hacerse en un restaurante. Dejó la puerta de atrás abierta una mañana, y fue asaltado por tres ladrones armados. Mientras trataba de abrir la caja fuerte, su mano, temblando por el nerviosismo, resbaló de la combinación. Los asaltantes sintieron pánico y le dispararon. Con mucha suerte, Jerry fue encontrado relativamente pronto y llevado de emergencia a una clínica. Después de 18 horas de cirugía y varias semanas de terapia intensiva, Jerry fue dado de alta aún con fragmentos de bala en su cuerpo.

Me encontré con Jerry seis meses después del accidente y, cuando le pregunté cómo estaba, me respondió: – Si pudiera estar mejor, tendría un gemelo. Le pregunté que pasó por su mente en el momento del asalto. Contestó: – Lo primero que vino a mi mente fue que debí haber cerrado con llave la puerta de atrás. Cuando estaba tirado en el piso, recordé que tenía dos opciones. Podía elegir vivir o podía elegir morir. Y elegí vivir. – ¿No sentiste miedo? – le pregunté. Jerry continuó: – Los médicos fueron geniales. No dejaban de decirme que iba a estar bien, pero cuando me llevaron al quirófano y vi las expresiones en sus caras y en las de las enfermeras, realmente me asusté… podía leer en sus ojos que era hombre muerto. Supe entonces que debía tomar acción… – ¿Y qué hiciste? – pregunté. – Bueno… uno de los médicos me preguntó si era alérgico a algo y, respirando profundo, grité: “¡Sí, a las balas!”. Mientras reían, les dije: “Estoy escogiendo vivir… opérenme como si estuviera vivo, no muerto”. Jerry vivió por la maestría de los médicos, pero sobre todo por su actitud.

El árbol de los problemas

El carpintero que había contratado para ayudarme a reparar una vieja granja, acababa de finalizar un duro primer día de trabajo. Su cortadora eléctrica se dañó y lo hizo perder una hora de trabajo y ahora su antiguo camión se negaba a arrancar. Mientras le llevaba a su casa, se sentó en silencio. Cuando llegamos, me invitó a conocer a su familia. Mientras nos dirigíamos a la puerta de su casa, se detuvo brevemente frente a un pequeño árbol, tocando las puntas de las ramas con ambas manos. Cuando se abrió la puerta, el rostro de aquel hombre se transformó, sonrió, abrazó a sus dos pequeños hijos y le dio un beso a su esposa. Luego me acompañó hasta el coche. Cuando pasamos cerca del árbol, sentí curiosidad y le pregunte por lo que lo había hecho un rato antes. “Oh, ese es mi árbol de problemas”, contestó. “Sé que no puedo evitar tener problemas en el trabajo, pero una cosa es segura: los problemas no pertenecen a la casa, ni a mi esposa, ni a mis hijos. Así que simplemente los cuelgo en el árbol cada noche cuando llego a casa. Luego, a la mañana siguiente, los recojo otra vez. Lo bueno es -concluyó sonriendo- que cuando salgo por la mañana a recogerlos, no hay tantos como los que recuerdo haber colgado la noche anterior”.

La importancia de un elogio

Yo enseñaba en el tercer año de primaria de la escuela Saint Mary’s, en Morris, Minn. Mis 34 estudiantes eran queridos para mí, pero Mark Eklund era uno en un millón. Tenía muy buena presencia, y esa actitud “feliz-de-estar-vivo” que hasta hacía sus ocasionales mal comportamientos deliciosos. Mark hablaba incesantemente. Yo tenía que recordarle una y otra vez que hablar sin permiso no era aceptable. Sin embargo, lo que me impresionaba era su respuesta sincera cada vez que tenía que corregirlo por no portarse bien.

Al principio no sabía como comportarme, pero después de poco tiempo me acostumbré a escucharlo muchas veces al día. Una mañana en la que Mark hablaba demasiado, empecé a impacientarme y cometí un error de maestra novata. Miré a Mark y le dije: – Si dices una sola palabra más, te pondré cinta en la boca. No habrían pasado diez segundos cuando Chuck dijo: – Mark está hablando de nuevo. Yo no le había pedido a ningún alumno que me ayudara, pero como había anunciado el castigo frente a toda la clase, tenía que aplicarlo. Recuerdo la escena como si hubiese ocurrido esta mañana. Caminé hacia mi escritorio y abrí cada uno de los cajones hasta encontrar la cinta adhesiva. Sin decir una palabra, me acerqué al escritorio de Mark, corté dos piezas de cinta e hice una gran X sobre su boca. Despues regresé al frente del salón. Apenas miré de reojo a Mark, él me guiñó un ojo. ¡Con eso tuve suficiente…! Comencé a reír. La clase vitoreaba mientras yo caminaba hacia el escritorio de Mark. Le saqué la cinta y me encogí de hombros. Sus primeras palabras fueron: – ¡Gracias, hermana! A fin de año me pidieron que enseñara matemáticas en tercer año de la secundaria. Los años volaron y, antes de que me diera cuenta, Mark estaba en mi clase de nuevo. Estaba más guapo que nunca e igual de educado. Pero debido a que tenía que escuchar atentamente mis instrucciones sobre la “nueva matemática”, no habló tanto en 3° de secundaria como en 3° de primaria.

Un viernes, las cosas simplemente no se sentían bien. Habíamos estado trabajando en un nuevo concepto toda la semana, y yo sentía que los estudiantes no lo estaban entendiendo, frustrados consigo mismos y tensos uno con el otro. Tenía que detener eso antes de que se me fuera de las manos, así que le pedí a cada uno que hiciera una lista de los nombres de los otros estudiantes del salón en dos hojas de papel, dejando un espacio en blanco entre cada nombre. Después les dije que pensaran en la cosa más bonita que pudieran decir de cada uno de sus compañeros, y que la escribieran en los espacios correspondientes. Les tomó el resto de la clase cumplir con la consigna. Cuando se estaban yendo, me entregaron los papeles. Charlie sonrió, y Mark dijo: – Gracias, hermana. Que tenga un buen fin de semana.

Ese sábado escribí el nombre de cada uno de los alumnos en distintas hojas de papel, y listé lo que cada uno había dicho de ese individuo. El lunes le di a cada alumno su lista. Muy pronto todos los alumnos estaban sonriendo. – ¿De verdad? – escuché que susurraban. – No sabía que eso significaba algo para alguien. – No sabía que le agradaba tanto a los demás… Nunca nadie mencionó esos papeles en clase otra vez. Yo nunca supe si los discutieron después de clase o con sus padres, pero no importaba. La actividad había cumplido su propósito. Los estudiantes estaban contentos consigo mismos y con los demás de nuevo. Ese grupo de estudiantes siguió adelante con sus estudios.

Varios años más tarde, después de regresar de mis vacaciones, mis padres me encontraron en el aeropuerto. Mientras íbamos de regreso a casa, mamá me hizo las preguntas usuales acerca de mi viaje: el clima, mi experiencia en general. Hubo una pausa en la conversación. Mamá cruzó una mirada con papá y simplemente dijo: – ¿Papá? Mi padre se aclaró la garganta, como siempre lo hace antes de decir algo importante. – Los Eklund llamaron ayer en la noche – empezó. – ¿De veras? – dije. – ¡No he sabido nada de ellos en años! Me pregunto como estará Mark.

Papá respondió calladamente. – Mark murió en Vietnam. El funeral es mañana, y a sus padres les gustaría que fueras. Hasta este día aún puedo recordar exactamente el letrero I-494, donde papá me dijo lo de Mark. Yo nunca antes había visto a un soldado en un ataúd militar. Mark se veía tan guapo, tan maduro… todo lo que podía pensar en ese momento era: – Mark… yo daría toda la cinta adhesiva del mundo si tan sólo pudieras hablarme. La iglesia estaba llena, estaban todos los amigos de Mark. La hermana de Chuck cantó el himno de batalla de la República. ¿Por qué tenía que llover el día del funeral? Ya era suficientemente difícil con la grava. El pastor dijo las oraciones habituales y se tocó música. Uno por uno, los que amaron a Mark se acercaron al ataúd y lo rociaron con agua bendita. Yo fui la última en bendecir el ataúd.

Mientras estaba parada ahí, uno de los soldados se me acercó. – ¿Era usted la maestra de matemáticas de Mark? – me preguntó. Yo asentí, mientras continuaba mirando fijamente el ataúd. – Mark hablaba mucho de usted – me dijo. Después del funeral, la mayoría de los antiguos compañeros de clase de Mark fueron a la granja de Chuck, para almorzar.

Los padres de Mark estaban ahí, obviamente esperándome. – Queremos enseñarle algo – dijo su padre, sacando una billetera de su bolsillo. – Le encontraron esto a Mark cuando murió, pensamos que a lo mejor lo reconocería. Abriendo la billetera, sacó cuidadosamente dos piezas de una libreta que obviamente había sido sacada, pegada y doblada muchas veces. Yo sabía, sin mirar, que los papeles eran aquellos en los que yo había listado todas las cosas buenas que cada uno de los compañeros de Mark había dicho de él. – Muchas gracias por haber hecho eso – dijo la mama de Mark. – Como puede ver, Mark lo valoraba.

Los compañeros de Mark se empezaban a reunir alrededor de nosotros. Charlie sonrió, y dijo: – Yo todavía tengo mi lista. Está en el cajón de arriba, en el escritorio de mi casa. La esposa de Chuck dijo: – Chuck me pidió que pusiera la suya en nuestro álbum de bodas. – Yo también tengo la mía – dijo Marilyn. – Está en mi diario. Entonces Vicki, otra compañera, sacó la billetera de su cartera y mostró su ya vieja lista al grupo. – Siempre cargo con esto – dijo Vicki. – Creo que todos aún tenemos nuestras listas. Ahí fue cuando yo finalmente me senté y lloré. Lloré por Mark y por todos sus amigos, que nunca lo verían de nuevo. Algunas veces la cosa mas pequeña puede significar mucho para otra persona.