La muñeca y la rosa blanca

De prisa, entré a la tienda por departamentos a comprar unos regalos de Navidad a última hora. Miré a mi alrededor toda la gente que allí había y me molesté un poco. Estaré aquí una eternidad, con tanto que tengo que hacer, pensé. La Navidad se había convertido ya casi en una molestia. Estaba deseando dormirme por todo el tiempo que durara la Navidad. Pero me apresuré lo más que pude por entre la gente en la tienda. Entré en el departamento de juguetes. Otra vez más me encontré murmurando para mí misma, sobre los precios de aquellos juguetes. Me pregunté si mis nietos jugarían realmente con ellos. De pronto, me encontré en la sección de muñecas. En una esquina, me encontré un niñito, como de cinco años, sosteniendo una preciosa muñeca. Estaba tocándole el cabello y la sostenía muy tiernamente. No me pude aguantar, me quedé mirándolo fijamente y preguntándome para quién sería la muñeca, cuando de pronto se le acercó una mujer, a la cual llamó tía. El niño le preguntó: “¿Estás segura que no tengo dinero suficiente?” Y la mujer le contestó, con un tono impaciente: “Tú sabes que no tienes suficiente dinero para comprarla.” La mujer le dijo al niño que se quedara allí donde estaba mientras ella buscaba otras cosas que le faltaban. El niño continuó sosteniendo la muñeca.

Después de un ratito, me le acerqué y le pregunté al niño para quién era la muñeca. El me contestó: “Esta muñeca es la que mi hermanita quería tanto para Navidad. Ella estaba segura que Santa Claus se la iba a traer.” Yo le dije que lo más seguro era que Santa Claus se la traería. Pero él me contestó: “No, no puede ir donde mi hermanita está. Yo le tengo que dar la muñeca a mi mamá para que ella se la lleve a mi hermanita.” Yo le pregunté dónde estaba su hermana. El niño, con una cara muy triste me contestó: “Ella se ha ido con Jesús. Mi papá dice que mamá se va a ir con ella también.” Mi corazón casi deja de latir. Volví a mirar al niño una y otra vez. El continuó: “Le dije a papá que le dijera a mamá que no se fuera todavía. Le dije que le dijera a ella que esperara un poco hasta que yo regresara de la tienda.” El niño me preguntó si quería ver su foto y le dije que me encantaría. Entonces, el sacó unas fotografías que tenía en su bolsillo y que había tomado al frente de la tienda y me dijo: “Le dije a papá que le llevara estas fotos a mi mamá para que ella nunca se olvide de mí. Quiero mucho a mi mamá y no quisiera que ella se fuera. Pero papá dice que ella se tiene que ir con mi hermanita.” Me dí cuenta que el niño había bajado la cabeza y se había quedado muy callado. Mientras él no miraba, metí la mano en mi cartera y saqué unos billetes. Le dije al niño que contáramos el dinero una y otra vez. El niño se entusiasmó mucho y comentó: “Yo sé que es suficiente.” Y comenzó a contar el dinero otra vez. El dinero ahora era suficiente para pagar la muñeca. El niño, en una voz muy suave, comentó: “Gracias Jesús por darme suficiente dinero.” El niño entonces comentó: “Yo le acabo de pedir a Jesús que me diera suficiente dinero para comprar esta muñeca, para que así mi mamá se la pueda llevar a mi hermanita. Y Él oyó mi oración. Yo le quería pedir dinero suficiente para comprarle a mi mamá una rosa blanca también, pero no lo hice. Pero Él me acaba de dar suficiente para comprar la muñeca y la rosa para mi mamá. A ella le gustan mucho las rosas. Le gustan mucho las rosas blancas.” En unos minutos la tía regresó y yo desapercibidamente me fuí. Mientras terminaba mis compras, con un espíritu muy diferente al que tenía al comenzar, no podía dejar de pensar en el niño. Seguí pensando en una historia que había leído en el periódico unos días antes, acerca de un accidente causado por un conductor ebrio, el cual había causado un accidente donde había perecido una niñita y su mamá estaba en estado de gravedad. La familia estaba deliberando en si mantener o no a la mujer con vida artificial y máquinas. Me di cuenta de inmediato que este niño pertenecía a esa familia. Dos días más tarde leí en el periódico que la mujer del accidente había sido removida de la maquinaria que la mantenía viva y había muerto. No me podía quitar de la mente al niño. Más tarde ese día, fui y compré un ramo de rosas blancas y las llevé a la funeraria donde estaba el cuerpo de la mujer. Y allí estaba, la mujer del periódico, con una rosa blanca en su mano, una hermosa muñeca, y la foto del niño en la tienda. Me fui llorando … mi vida había cambiado para siempre. El amor de aquel niño por su madre y su hermanita era enorme. En un segundo, un conductor ebrio le había destrozado la vida en pedazos a aquel niñito.

Ahora tú tienes la opción, tú puedes: 1) cambiar de actitud y ser más sensible ante la necesidad de los demás, pudiendo convertirte en instrumento de Dios para ayudar a otros y reenviar esto a tus amigos; o 2) borrarlo y actuar como si no te hubiera tocado el corazón.

Arreglar al hombre

Un científico, que vivía preocupado con los problemas del mundo, estaba resuelto a encontrar los medios para aminorarlos. Pasaba días en su laboratorio en busca de respuestas para sus dudas. Cierto día, su hijo de siete años invadió su santuario decidido a ayudarlo a trabajar. El científico, nervioso por la interrupción, le pidió al niño que fuese a jugar a otro lugar. Viendo que era imposible que se fuera, pensó en algo que pudiese darle para distraer su atención. Vio una revista en donde venía el mapa del mundo, ¡justo lo que precisaba! Con unas tijeras recortó el mapa en varios pedazos y junto con un rollo de cinta se lo entregó a su hijo diciendo: “Como te gustan los rompecabezas, te voy a dar el mundo todo roto, para que lo repares sin ayuda de nadie”. Calculó que al pequeño le llevaría días componer el mapa, pero no fue así. Pasados unos minutos, escuchó la voz del niño: “Papá, papá, ya lo he acabado”. Al principio no dio crédito a las palabras del niño. Pensó que sería imposible que, a su edad, hubiera conseguido recomponer un mapa que jamás había visto antes. Desconfiado, el científico levantó la vista de sus anotaciones con la certeza de que vería el trabajo propio de un niño. Para su sorpresa, el mapa estaba completo. Todos los pedazos habían sido colocados en sus debidos lugares. ¿Cómo era posible? ¿Cómo el niño había sido capaz? Le dijo: “Hijo mío, tú no sabías cómo era el mundo, ¿cómo lograste recomponerlo?”. “Papá, yo no sabía cómo era el mundo, pero cuando sacaste el mapa de la revista para recortarlo, vi que del otro lado estaba la figura de un hombre. Así que di vuelta a los recortes y comencé a recomponer al hombre, que sí sabía como era. Cuando conseguí arreglar al hombre, di vuelta la hoja y vi que había arreglado al mundo.”

El equilibrista

En Nueva York se han construido dos rascacielos impresionantemente altos, a treinta metros de distancia uno del otro. Un famoso equilibrista tendió una cuerda en lo más alto de estos edificios gemelos con el fin de pasar caminando sobre ella. Antes dijo a la multitud expectante: -“Me subiré y cruzaré sobre la cuerda, pero necesito que ustedes crean en mí y tengan confianza en que lo voy a lograr”…

– “Claro que sí” – , respondieron todos al mismo tiempo. Subió por el elevador y ayudándose de una vara de equilibrio comenzó a atravesar de un edificio a otro sobre la cuerda floja. Habiendo logrado la hazaña bajó y dijo a la multitud que le aplaudía emocionada: -“Ahora voy a pasar por segunda ocasión, pero sin la ayuda de la vara. Por tanto, más que antes, necesito su confianza y su fe en mí”. El equilibrista subió por el elevador y luego comenzó a cruzar lentamente de un edificio hasta el otro. La gente estaba muda de asombro y aplaudía. Entonces el equilibrista bajó y en medio de las ovaciones por tercera vez dijo: – “Ahora pasaré por última vez, pero será llevando una carretilla sobre la cuerda… Necesito, más que nunca, que crean y confíen en mí”. La multitud guardaba un tenso silencio. Nadie se atrevía a creer que esto fuera posible… -“Basta que una sola persona confíe en mí y lo haré”-, afirmó el equilibrista. Entonces uno de los que estaba atrás gritó: -“Sí, sí, yo creo en ti; tú puedes. Yo confío en ti…”.

El equilibrista, para certificar su confianza, le retó: -“Si de veras confías en mí, vente conmigo y súbete a la carretilla…”.

Ayuda desinteresada

Casi no la había visto. Era una señora anciana con el coche parado en el camino. El día estaba frió, lluvioso y gris. Alberto se pudo dar cuenta que la anciana necesitaba ayuda. Estacionó su coche delante del de la anciana. Aún estaba tosiendo cuando se le acercó. Aunque con una sonrisa nerviosa en el rostro, se dio cuenta de que la anciana estaba preocupada. Nadie se había detenido desde hacía más de una hora, cuando se detuvo en aquella transitada carretera. Realmente, para la anciana, ese hombre que se aproximaba no tenía muy buen aspecto, podría tratarse de un delincuente. Más no había nada por hacer, estaba a su merced. Se veía pobre y hambriento. Alberto pudo percibir cómo se sentía. Su rostro reflejaba cierto temor. Así que se adelantó a tomar la iniciativa en el diálogo: “Aquí vengo para ayudarla, señora. Entre a su vehículo que estará protegida de la lluvia. Mi nombre es Alberto”. Gracias a Dios solo se trataba de un neumático pinchado, pero para la anciana se trataba de una situación difícil. Alberto se metió bajo el coche buscando un lugar donde poner el gato y en la maniobra se lastimó varias veces los nudillos. Estaba apretando las últimas tuercas, cuando la señora bajó la ventana y comenzó a hablar con él. Le contó de donde venía; que tan sólo estaba de paso por allí, y que no sabía cómo agradecerle. Alberto sonreía mientras cerraba el coche guardando las herramientas. Le preguntó cuanto le debía, pues cualquier suma sería correcta dadas las circunstancias, pues pensaba las cosas terribles que le hubiese pasado de no haber contado con la gentileza de Alberto. Él no había pensado en dinero. Esto no se trataba de ningún trabajo para él. Ayudar a alguien en necesidad era la mejor forma de pagar por las veces que a él, a su vez, lo habían ayudado cuando se encontraba en situaciones similares. Alberto estaba acostumbrado a vivir así. Le dijo a la anciana que si quería pagarle, la mejor forma de hacerlo sería que la próxima vez que viera a alguien en necesidad, y estuviera a su alcance el poder asistirla, lo hiciera de manera desinteresada, y que entonces… – “tan solo piense en mí”-, agregó despidiéndose. Alberto esperó hasta que al auto se fuera. Había sido un día frió, gris y depresivo, pero se sintió bien en terminarlo de esa forma, estas eran las cosas que más satisfacción le traían. Entró en su coche y se fue. Unos kilómetros más adelante la señora divisó una pequeña cafetería. Pensó que sería muy bueno quitarse el frió con una taza de café caliente antes de continuar el último tramo de su viaje. Se trataba de un pequeño lugar un poco desvencijado. Por fuera había dos bombas viejas de gasolina que no se habían usado por años. Al entrar se fijó en la escena del interior. La caja registradora se parecía a aquellas de cuerda que había usado en su juventud. Una cortés camarera se le acercó y le extendió una toalla de papel para que se secara el cabello, mojado por la lluvia. Tenía un rostro agradable con una hermosa sonrisa. Aquel tipo de sonrisa que no se borra aunque estuviera muchas horas de pie. La anciana notó que la camarera estaría de ocho meses de dulce espera. Y sin embargo esto no le hacia cambiar su simpática actitud. Pensó en como gente que tiene tan poco pueda ser tan generosa con los extraños. Entonces se acordó de Alberto… Después de terminar su café caliente y su comida, le alcanzó a la camarera el precio de la cuenta con un billete de cien dólares. Cuando la muchacha regresó con el cambio constató que la señora se había ido. Pretendió alcanzarla. Al correr hacia la puerta vio en la mesa algo escrito en una servilleta de papel al lado de 4 billetes de $100. Los ojos se le llenaron de lágrimas cuando leyó la nota: “No me debes nada, yo estuve una vez donde tú estás. Alguien me ayudo como hoy te estoy ayudando a ti. Si quieres pagarme, esto es lo que puedes hacer: No dejes de ayudar a otros como hoy lo hago contigo. Continúa dando tu alegría y tu sonrisa y no permitas que esta cadena se rompa. Aunque había mesas que limpiar y azucareras que llenar, aquél día se le pasó volando. Esa noche, ya en su casa, mientras la camarera entraba sigilosamente en su cama, para no despertar a su agotado esposo que debía levantarse muy temprano, pensó en lo que la anciana había hecho con ella. ¿Cómo sabría ella las necesidades que tenían con su esposo, los problemas económicos que estaban pasando, máxime ahora con la llegada del bebé. Era consciente de cuan preocupado estaba su esposo por todo esto. Acercándose suavemente hacia él, para no despertarlo, mientras lo besaba tiernamente, le susurró al oído: “Todo va a salir bien, Alberto”.

El helado de vainilla

La historia comienza cuando en una división de coche de la Pontiac de GM de los EUA recibió una curiosa reclamación de un cliente. Y esto es lo que él escribió: “Esta es la segunda vez que les envío una carta y no los culpo por no responder. Puedo parecerles un loco, mas el hecho es que tenemos una tradición en nuestra familia que es el de tomar helado después de cenar. Repetimos este hábito todas las noches, variando apenas el sabor del helado; y yo soy el encargado de ir a comprarlos. Recientemente compre un nuevo Pontiac y desde entonces las idas a la heladería se han transformado en un problema. Siempre que compro helado de vainilla, cuando me dispongo a regresar a casa, el coche no funciona. Si compro cualquier otro sabor, el coche funciona normalmente. Pensarán que estoy realmente loco y no importa que tan tonta pueda parecer mi reclamación, el hecho es que estoy muy molesto con mi Pontiac modelo 99”.

La carta generó tanta gracia entre el personal de Pontiac que el presidente de la compañía acabó recibiendo una copia de la reclamación. Él decidió tomarlo en serio y mando a un ingeniero a entrevistarse con el autor de la carta. El empleado y el “demandante” fueron juntos a la heladería en el infeliz Pontiac. El ingeniero sugirió sabor vainilla para verificar la reclamación; y el coche efectivamente no funcionó. Un empleado de GM volvió en los días siguientes, a la misma hora, he hizo el mismo trayecto, y solo varió el sabor del helado. Nuevamente el auto solo funcionaba de regreso cuando el sabor elegido no era vainilla. El problema acabó volviéndose una obsesión para el ingeniero, que acabo haciendo experiencias diarias anotando todos los detalles posibles, y después de dos semanas llegó al primer gran descubrimiento: cuando escogía vainilla el comprador gastaba menos tiempo porque ese tipo de helado estaba bien enfrente. Examinando el coche, el ingeniero hace un nuevo descubrimiento: como el tiempo de compra era muy reducido en caso de la vainilla en comparación con el tiempo de otros sabores, el motor no llegaba a enfriar. Con eso, los vapores del combustible no se disipaban, impidiendo que un nuevo arranque del motor fuese instantáneo. A partir de ese episodio, el Pontiac cambió el sistema de alimentación de combustible e introdujo una alteración en todos los modelos a partir de la línea 99. El autor de la reclamación obtuvo un coche nuevo, además del arreglo del que no funcionaba con el helado de vainilla. La GM distribuyó un comunicado interno, exigiendo que sus empleados lleven en serio hasta las reclamaciones mas extrañas, “porque puede ser que una gran innovación, este por detrás de un helado de vainilla”, decía el comunicado de GM.

Escoger entre diversas causas

Estaba charlando con mi capitán durante el servicio militar. Salieron diversos recuerdos de épocas anteriores. Me contó que hace unos años tuvo que ir al médico porque se encontraba fatal. El doctor le explicó enseguida las causas, que se referían a la vida que llevaba: “Esto es lo propio del estilo de vida que usted está llevando: el tabaco, el estrés, la responsabilidad…, en fin lo propio de la vida intelectual…”. “En fin -concluyó el capitán, al final de su relato-, que tuve que dejarlo”. “¿El qué, el tabaco?, pregunté. “No, lo intelectual”.

Constancia e inteligencia

Un día Matt y yo habíamos visto a una pequeña araña que intentaba sacar una cachipolla tres veces más grande que ella de un hoyo que había en la arena. La arena estaba seca, y cada vez que la araña remontaba la pendiente, los bordes del hoyo cedían y la araña volvía a caer al fondo. Lo intentaba una y otra vez, sin cambiar nunca de ruta ni aflojar el ritmo. Matt me dijo: “La pregunta es la siguiente, Kate: ¿es muy tozuda o tiene tan poca memoria que olvida lo que ha pasado hace dos segundos y siempre cree que lo está intentando por primera vez?”. Estuvimos observándola casi media hora y, al final, para gran alivio nuestro, lo consiguió, así que decidimos que no sólo era muy tozuda, sino también muy lista (Tomado de Mary Lawson, “A orillas del lago”, Salamandra, Barcelona 2002, pág 65).

Explicaciones tontas y arriesgadas

Un día una niña estaba sentada observando a su mamá lavar los platos en la cocina. De repente notó que su mamá tenía varios cabellos blancos que sobresalían entre su cabellera oscura. Miró a su madre y le preguntó inquisitivamente, “Porqué tienes algunos cabellos blancos, mamá?”. Ella le contestó: “Bueno, cada vez que haces algo malo y me haces llorar o me pones triste, uno de mis cabellos se pone blanco.” La niña se quedó pensativa unos instantes, y luego dijo: “Mamá, entonces…, ¿por qué TODOS los cabellos de la abuelita están blancos?

El humor de Juan Pablo II

Durante el Sínodo de obispos de Roma, el cardenal de Cracovia, después Juan Pablo II, propuso a varios cardenales ir a esquiar al Terminillo.

—¿A esquiar? —Sí, claro. En Italia, ¿no esquían los cardenales? —Pues… francamente, no.

—En Polonia, en cambio, el 40% de los cardenales esquían.

—¿40%? Si en Polonia solo hay dos cardenales.

—Claro, pero no me negarán que Wyszynski vale por lo menos el 60%.

Si no hay viento…

Un turista ve a un chico recostado bajo un olivo y se acerca para charlar. “Oye, aquí…, ¿cómo recogéis la aceituna?”. “Pues extendemos una lona debajo, y luego viene el viento y las tira, y yo las recojo y las vendo”. “¿Y si no hay viento…?”. “Pues mal año”.