Huellas en la arena

Una noche tuve un sueño. Soñé que estaba caminando por la playa con el Señor y, a través del cielo, pasaban escenas de mi vida. Por cada escena que pasaba, percibí que quedaban dos pares de pisadas en la arena: unas eran las mías y las otras del Señor. Cuando la última escena pasó delante de nosotros, miré hacia atrás, hacia las pisadas en la arena, y noté que muchas veces en el camino de mi vida quedaban sólo un par de pisadas en la arena. Noté también que eso sucedía en los momentos más difíciles de mi vida. Eso realmente me perturbó y pregunté entonces al Señor: “Señor, Tú me dijiste, cuando resolví seguirte, que andarías conmigo, a lo largo del camino, pero durante los peores momentos de mi vida, había en la arena sólo un par de pisadas. No comprendo porque Tú me dejaste en las horas en que yo más te necesitaba”. Entonces, Él, clavando en mi su mirada infinita me contestó: “Mi querido hijo. Yo te he amado y jamás te abandonaría en los momentos más difíciles. Cuando viste en la arena sólo un par de pisadas fue justamente allí donde te cargué en mis brazos”.

Huir del destino

Su padre era marino. Un día, cuando no era más que un niño, el padre le invita a dar un paseo en barco. De repente descubre a lo lejos un enorme pez, de aspecto terrible, que sigue al barco. Se lo comunica a su padre, pero su padre no ve nada; cree que son figuraciones de su hijo. En un segundo viaje vuelve a ocurrir lo mismo; pero esta vez el padre lo entiende todo, palidece de susto y le explica a su hijo: “Ahora temo por ti. Eso que has visto es un Colombre. Es el pez que los marineros temen más que a ningún otro en todos los mares del mundo, un animal terrible y misterioso, más astuto que el hombre. Por motivos que nunca nadie sabrá escoge a su víctima y le sigue años y años, la vida entera, hasta que consigue devorarla. Y lo más curioso es esto: que nadie puede verlo si no es la propia víctima”. “¿Y no es una leyenda?”, pregunta el hijo. “No -le dice su padre-. Yo nunca lo he visto, pero lo han descrito: hocico fiero, dientes espantosos… No hay duda hijo mío: el Colombre te ha elegido, y mientras andes por el mar no te dará tregua. Vamos a volver a tierra y nunca más te harás a la mar por ningún motivo. Tienes que resignarte. Por otra parte en tierra también puedes hacer fortuna”. Pasan los años y el chico crece y consigue en la vida todo lo que todo el mundo anhela. A los ojos de todos es un triunfador. Pero él sabe que su vida ha sido un fracaso, que en el fondo de su alma sigue presente, como herida abierta, la renuncia a la que debería haber sido su propia vida, la que le habría hecho feliz. Un día, viejo y cansado, sintiendo cerca la muerte, decide enfrentarse con aquel peligro, hacer por fin algo valioso, enfrentarse con aquel animal que había visto muchas veces, cada vez que se acercaba al mar, a cierta distancia de la costa. Un día, de noche, cogió un arpón, se montó en una pequeña barca y se internó en el mar. Al poco tiempo aquel horrible hocico asomó al lado de la barca. “Aquí me tienes, ahora es cosa de los dos”, dijo el hombre mientras levantaba el arpón contra el horrible animal. Entonces el pez empezó a hablar, quejándose con voz suplicante: “Ah, qué largo camino para encontrarte. También yo estoy destrozado por la fatiga. Cuanto me has hecho nadar. Y tú huías y huías… porque nunca has comprendido nada”. “¿A qué te refieres?”. “A que no te he seguido para devorarte. El único encargo que me dio el Rey del Mar fue entregarte esto”. Y el gran pez sacó de la lengua, tendiendo al anciano una esfera fosforescente. Él la cogió entre las manos y la miró. Era una perla de enorme tamaño. Reconoció en ella la famosa perla del mar, que da a quien la posee fortuna, poder, amor y paz de espíritu”. En aquel instante el viejo lo entendió todo. Y entendió también que ahora era demasiado tarde. “¡Ay de mí! ¡Qué horrible malentendido! Lo único que he conseguido es desperdiciar mi existencia y además he arruinado la tuya. Adiós, hombre infeliz.” Y se sumergió en las aguas para siempre. (D. Buzzati, El Colombre, Alianza).

Invita al verdadero festejado

Como sabrás nos acercamos nuevamente a la fecha de mi cumpleaños, todos los años se hace una gran fiesta en mi honor y creo que este año sucederá lo mismo. En estos días la gente hace muchas compras, hay anuncios en el radio, en la televisión y por todas partes no se habla de otra cosa, sino de lo poco que falta para que llegue el día. La verdad, es agradable saber, que al menos, un día al año algunas personas piensan un poco en mí. Como tu sabes hace muchos años que comenzaron a festejar mi cumpleaños, al principio no parecían comprender y agradecer lo mucho que hice por ellos, pero hoy en día nadie sabe para que lo celebran. La gente se reúne y se divierte mucho pero no saben de que se trata. Recuerdo el año pasado al llegar el día de mi cumpleaños, hicieron una gran fiesta en mi honor; pero sabes una cosa, ni siquiera me invitaron. Yo era el invitado de honor y ni siquiera se acordaron de invitarme, la fiesta era para mi y cuando llego el gran día me dejaron afuera, me cerraron la puerta. ¡Y yo quería compartir la mesa con ellos! (Apoc. 3,20). La verdad no me sorprendió, porque en los últimos años todos me cierran las puertas. Como no me invitaron, se me ocurrió estar sin hacer ruido, entré y me quedé en un rincón. Estaban todos bebiendo, había algunos borrachos, contando chistes, carcajeándose. La estaban pasando en grande, para colmo llego un viejo gordo, vestido de rojo, de barba blanca y gritando: “JO JO JO JO”, parecía que había bebido de más, se dejó caer pesadamente en un sillón y todos los niños corrieron hacia él, diciendo “Santa Claus” “Santa Claus”. ¡Cómo si la fiesta fuera en su honor! Llegaron las doce de la noche y todos comenzaron a abrazarse, yo extendí mis brazos esperando que alguien me abrazara. Y ¿sabes?, nadie me abrazó. Comprendí entonces que yo sobraba en esa fiesta, salí sin hacer ruido, cerré la puerta y me retiré. Tal vez crean que yo nunca lloro, pero esa noche lloré, como un ser abandonado, triste y olvidado. Me llegó tan hondo que al pasar por tu casa, tú y tu familia me invitaron a pasar, además me trataron como a un rey, tú y tu familia realizaron una verdadera fiesta en la cual yo era el invitado de honor. Que Dios bendiga a todas las familias como la tuya, yo jamás dejo de estar en ellas en ese día y todos los días. También me conmovió el Belén que pusieron en un rincón de tu casa. Otra cosa que me asombra es que el día de mi cumpleaños en lugar de hacerme regalos a mi, se regalan unos a otros. ¿Tú que sentirías si el día de tu cumpleaños, se hicieran regalos unos a otros y a ti no te regalaran nada? Una vez alguien me dijo: ¿Cóomo te voy a regalar algo si a ti nunca te veo? Ya te imaginaras lo que le dije: Regala comida, ropa y ayuda a los pobres, visita a los enfermos a los que están solos y yo los contaré como si me lo hubieran hecho a mí (Mt. 25,34-40). A veces la gente solo piensa en las compras y los regalos y de mí ni se acuerdan. (Probablemente así hablaría Jesucristo).

La botella

Un hombre estaba perdido en el desierto, destinado a morir de sed. Por suerte, llegó a una cabaña vieja, desmoronada sin ventanas, sin techo. El hombre anduvo por ahí y se encontró con una pequeña sombra donde acomodarse para protegerse del calor y el sol del desierto. Mirando a su alrededor, vio una vieja bomba de agua, toda oxidada. Se arrastró hacia allí, tomó la manivela y comenzó a bombear, a bombear y a bombear sin parar, pero nada sucedía. Desilusionado, cayó postrado hacia atrás, y entonces notó que a su lado había una botella vieja. La miró, la limpió de todo el polvo que la cubría, y pudo leer que decía: “Usted necesita primero preparar la bomba con toda el agua que contiene esta botella mi amigo, después, por favor tenga la gentileza de llenarla nuevamente antes de marchar”.

El hombre desenroscó la tapa de la botella, y vio que estaba llena de agua… ¡llena de agua! De pronto, se vio en un dilema: si bebía aquella agua, él podría sobrevivir, pero si la vertía en esa bomba vieja y oxidada, tal vez obtendría agua fresca, bien fría, del fondo del pozo, y podría tomar toda el agua que quisiese, o tal vez no, tal vez, la bomba no funcionaría y el agua de la botella sería desperdiciada. ¿Qué debiera hacer? ¿Derramar el agua en la bomba y esperar a que saliese agua fresca… o beber el agua vieja de la botella e ignorar el mensaje? ¿Debía perder toda aquella agua en la esperanza de aquellas instrucciones poco confiables escritas no se cuánto tiempo atrás? Al final, derramó toda el agua en la bomba, agarró la manivela y comenzó a bombear, y la bomba comenzó a rechinar, pero ¡nada pasaba! La bomba continuaba con sus ruidos y entonces de pronto surgió un hilo de agua, después un pequeño flujo y finalmente, el agua corrió con abundancia… Agua fresca, cristalina. Llenó la botella y bebió ansiosamente, la llenó otra vez y tomó aún más de su contenido refrescante. Enseguida, la llenó de nuevo para el próximo viajante, la llenó hasta arriba, tomó la pequeña nota y añadió otra frase: “Créame que funciona, usted tiene que dar toda el agua, antes de obtenerla nuevamente”.

Hay muchas lecciones que podemos extraer de esta historia. Muchas veces tenemos miedo de iniciar un nuevo proyecto porque demandará una gran inversión de tiempo, recursos, preparación y conocimiento. Muchos se quedan parados satisfaciéndose con los resultados mediocres, cuando podrían lograr grandes victorias. Muchas veces tenemos grandes oportunidades que se nos presentan en la vida y que pueden ayudarnos a ser mejores personas o pueden abrirnos puertas nuevas que nos conducen a un mundo mejor… pero tememos… no confiamos. La vida es un desafío, ¿por qué no nos arriesgamos?, ¿por qué no creemos? El tren pasa algunas veces por nuestra vida cargado de cosas… podemos arriesgarnos y subir… o dejarlo pasar… ¿Y si no vuelve? ¿Y si esa oportunidad que hoy dejamos pasar no se repite?

La confidencia del ángel

Una persona joven fue a visitar a un hombre santo para hablarle de sus afanes, ilusiones, la razón de su existencia y posible vocación. Recibió sus consejos y quedaron para verse más adelante. Cuando volvió por segunda vez, aquel hombre santo había tenido un sueño. Soñó que moría y al llegar al cielo le dicen que pida lo que quiera, que se lo conceden. Sorprendido, dice que tiene una gran curiosidad por conocer al ángel que confortó a Jesús en la agonía del Huerto de Getsemaní. Cuando se lo presentaron, le dice: “¿Qué dijiste a Jesús cuando sudaba sangre al ver todo lo que iba a sufrir por nosotros los hombres? ¿Cómo le consolaste?”. Se interrumpió el hombre y preguntó al joven: “¿De verdad quieres saber lo que me dijo el ángel?”. “¡Pues claro!”. Y el hombre prosiguió: “El ángel le habló a Jesús de ti y de mi, de tu generosidad y de la mía”.

El peso de la cruz

Esta era una vez un hombre que quería seguir a Jesús y alcanzar a través de este servicio el Reino de los Cielos. En un sueño profundo, aquel hombre quiso entrevistarse con Nuestro Señor, y le indicaron el camino del bosque. A poco andar encontró a Jesús y le expuso sus intenciones. Nuestro Señor le miró con inmensa ternura, luego desprendió del suelo un árbol jóven pero alto y le dijo: “Recorre el camino de tu vida con esta cruz al hombro y así alcanzarás el Reino de los Cielos”. El hombre inició su camino con gran entusiasmo y lleno de buenas intenciones, pero rápidamente cayó en cuenta que la carga era demasiado pesada y le obligaba a un paso lento y en algunos momentos doloroso. En una de las oportunidades en que se dispuso a descansar se le apareció el mismísimo demonio, que le regaló un hacha, ofreciéndosela convincentemente sin condiciones. Él la aceptó, pensando que cargarla no constituía un mayor esfuerzo y considerándola una herramienta de mucha utilidad en su cada vez más difícil camino. Pasó el tiempo y el hombre mantenía su propósito, aunque nublado por el cansancio y angustiado por la lentitud de su marcha. Entonces se le volvió a aparecer el demonio bajo otra apariencia, y aparentando buena disposición de ayuda le convenció para usar el hacha para recortar un poco las ramas. ¡Qué distinta se sentía la carga, qué sensación tan agradable experimentó el hombre al reducirla! Al pasar algún tiempo, volvió a sufrir el peso agobiante de su cruz y pensó que si recortara otro poco la carga no cambiaría en nada su gran misión y más aún, con ello apresuraría su llegada al encuentro con Jesús; así que volvió a usar el hacha. De allí en adelante continuaron los recortes, hasta que el árbol se transformó en una hermosa cruz preciosamente tallada que colgaba de su cuello y causaba la admiración de todos. La cruz no tardó en convertirse en una moda, luego vino la fama y el reconocimiento, y adicionalmente un caminar de gacela hasta el Reino de los Cielos. Alcanzado el final del camino, el hombre muere. En medio del esplendor celestial, distingue un hermoso castillo, desde una de cuyas torres Jesús en Gloria y Majestad se dispone a recibirlo. El hombre dice: “Señor, he esperado mucho tiempo este momento. Señalame la entrada.” Jesús le responde: “Hijo, para entrar al Reino deberás subir hasta donde estoy, usando el árbol que te entregué cuando iniciaste el camino hacia mi.” El hombre lleno de vergüenza reconoció haberlo destruido y lloró amargamente su error. Despertó entonces de su profundo sueño, y agradecido con el Señor, regresó al bosque aquel para tomar su cruz y llevarla entera al Reino de los Cielos.

La estrella verde

Había millones de estrellas en el cielo, estrellas de todo los colores: blancas, plateadas, verdes, rojas, azules, doradas. Un día, inquietas, ellas se acercaron a Dios y le propusieron: “Señor, nos gustaría vivir en la Tierra, convivir con las personas.” “Así será hecho”, respondió el Señor. Se cuenta que en aquella noche hubo una fantástica lluvia de estrellas. Algunas se acurrucaron en las torres de las iglesias, otras fueron a jugar y correr junto con las luciérnagas por los campos, otras se mezclaron con los juguetes de los niños. La Tierra quedó, entonces, maravillosamente iluminada. Pero con el correr del tiempo, las estrellas decidieron abandonar a los hombres y volver al cielo, dejando a la tierra oscura y triste. “¿Por qué habéis vuelto?”, preguntó Dios, a medida que ellas iban llegando al cielo. “Señor, nos fue imposible permanecer en la Tierra, allí hay mucha miseria, mucha violencia, demasiadas injusticias”. El Señor les contestó: “La Tierra es el lugar de lo transitorio, de aquello que cae, de aquel que yerra, de aquel que muere. Nada es perfecto. El Cielo es el lugar de lo inmutable, de lo eterno, de la perfección.” Después de que había llegado gran cantidad de estrellas, Dios las recontó y dijo: “Nos está faltando una estrella… ¿dónde estará?”. Un ángel que estaba cerca replicó: “Hay una estrella que quiso quedarse entre los hombres. Descubrió que su lugar es exactamente donde existe la imperfección, donde hay límites, donde las cosas no van bien, donde hay dolor.” “¿Qué estrella es esa?”, volvió a preguntar. “Es la Esperanza, Señor, la estrella verde. La única estrella de ese color.” Y cuando miraron para la tierra, la estrella no estaba sola: la Tierra estaba nuevamente iluminada porque había una estrella verde en el corazón de cada persona. Porque el único sentimiento que el hombre tiene y Dios no necesita retener es la Esperanza. Dios ya conoce el futuro y la Esperanza es propio de la persona humana, propia de aquel que yerra, de aquel que no es perfecto, de aquel que no sabe cómo puede conocer el porvenir.

El espejo de los deseos

Harry Potter llega por tercer día consecutivo a la habitación del espejo y no se da cuenta que en un rincón, sentado en un pupitre, está Dumbledore. “Es curioso lo miope que se puede volver uno al ser invisible”, dijo Dumbledore. Harry se sintió aliviado al ver que le sonreía. “Entonces -continuó Dumbledore, bajando del pupitre para sentarse en el suelo con Harry-, tú, como cientos antes que tú, has descubierto las delicias del espejo de Oesed”. “No sabía que se llamaba así, señor”. “Pero espero que te habrás dado cuenta de lo que hace, ¿no?”. “Bueno… me mostró a mi familia y…”. “Y a tu amigo Ron lo reflejó como capitán”. “¿Cómo lo sabe…?”. “No necesito una capa para ser invisible -dijo amablemente Dumbledore-. Y ahora ¿puedes pensar qué es lo que nos muestra el espejo de Oesed a todos nosotros?”. Harry negó con la cabeza. “Déjame explicarte. El hombre más feliz de la tierra puede utilizar el espejo de Oesed como un espejo normal, es decir se mirará y se verá exactamente como es. ¿Eso te ayuda?”. Harry pensó. Luego dijo lentamente: “Nos muestra lo que queremos… lo que sea que queramos…”. “Sí y no -dijo con calma Dumbledore-. Nos muestra ni más ni menos que el más profundo y desesperado deseo de nuestro corazón. Para ti, que nunca conociste a tu familia, verlos rodeándote. Ronald Weasley, que siempre ha sido sobrepasado por sus hermanos, se ve solo y el mejor de todos ellos. Sin embargo, este espejo no nos dará conocimiento o verdad. Hay hombres que se han consumido ante esto, fascinados por lo que han visto. O han enloquecido, al no saber si lo que muestra es real o siquiera posible”. Continuó: “El espejo será llevado a una nueva casa mañana, Harry, y te pido que no lo busques otra vez. Y si alguna vez te cruzas con él, deberás estar preparado. No es bueno dejarse arrastrar por los sueños y olvidarse de vivir, recuérdalo. Ahora ¿por qué no te pones de nuevo esa magnífica capa y te vas a la cama?”.

Para información: el espejo de OESED tiene una leyenda que rodea todo el marco que lo envuelve y que dice así: OESED LENOZ AROCUT EDON ISARA CUT SE ONOTSE Si lo lees todo al revés encontrarás el nombre y el significado del espejo (Esto no es tu cara si no de tu corazón el deseo).

El huevo vacío

Jeremy nació con un cuerpo deforme y una mente lenta. A la edad de 12 años estaba todavía en segundo de primaria, pareciendo ser incapaz de aprender. Su maestra, Doris Miller, a menudo se exasperaba con él. Podía retorcerse en su asiento y soltar gruñidos y otras veces hablaba de manera clara y precisa, como si un rayo de luz penetrase en la oscuridad de su cerebro. La mayor parte del tiempo, sin embargo, Jeremy simplemente irritaba a su maestra.

Un día llamó a sus padres y les pidió que fueran a verla para una tutoría. Cuando los Forrester entraron en la clase vacía, Doris les dijo: “Lo que realmente necesita Jeremy es una escuela especial. No es bueno para él estar con niños menores que no tienen problemas de aprendizaje. Hay una diferencia de cinco años entre su edad y la de los otros escolares.” La Sra. Forrester sacó un pañuelo de papel y lloró quedamente, mientras su marido hablaba: “Srta. Miller, no hay escuelas de ese tipo en las cercanías. Sería un terrible shock para Jeremy si tuviésemos que sacarlo de esta escuela. Sabemos que realmente le gusta estar aquí.” Doris permaneció sentada un largo rato después de que se hubiesen marchado, mirando fijamente la nieve a través de la ventana. Su frialdad parecía filtrarse hasta su alma. Quería simpatizar con los Forrester. Después de todo, su único hijo tenía una enfermedad terminal. Pero no era justo mantenerlo en su clase. Ella tenía otros 18 niños a los que dar clase y Jeremy era una distracción para ellos. Además, él nunca aprendería a leer y escribir, así que ¿para qué perder más tiempo intentándolo? Mientras ponderaba la situación, un sentimiento de culpabilidad se apoderó de ella. “Aquí estoy, protestando, cuando mis problemas no son nada comparados con esa pobre familia”, pensó. “Por favor, Señor, ayúdame a ser más paciente con Jeremy.” Desde ese día, intentó duramente ignorar los ruidos de Jeremy y sus miradas vacías. Un día, Jeremy se dirigió hasta su mesa, arrastrando tras de sí su pierna mala: “Te quiero, Srta. Miller”, exclamó lo bastante fuerte para que la clase entera lo escuchase. Los otros estudiantes soltaron risitas ahogadas y Doris enrojeció. Balbuceó: “¿Co-cómo? Eso es muy bonito Jeremy. A-ahora vuelve a tu sitio, por favor”.

Llegó la primavera, y los niños hablaban animadamente de la llegada de la Pascua. Doris les contó la historia de Jesús, y para enfatizar la idea del nacimiento a una nueva vida, dio a cada uno de los niños un gran huevo de plástico. “Ahora quiero que os lo llevéis a casa y que lo traigáis de vuelta mañana con algo dentro que signifique una nueva vida ¿Lo habéis entendido?”. “Sí, Srta. Miller”, respondieron entusiásticamente los niños (todos excepto Jeremy). Él la escuchó dando muestras de estar comprendiendo lo que decía. Sus ojos no dejaron de estar fijos en su cara. Incluso ni hizo sus ruidos habituales. ¿Había entendido el chico lo que ella había explicado sobre la muerte y resurrección de Jesús? ¿Había entendido la tarea asignada? Tal vez debiera llamar a sus padres y explicarles a ellos el proyecto. Esa tarde, el fregadero de la cocina de Doris se atascó. Llamó a su casero y esperó durante una hora a que viniera y lo desatascara. Después tuvo que ir a la tienda a por la compra diaria, planchar una blusa y preparar un examen de vocabulario para el día siguiente. Olvidó por completo llamar a los padres de Jeremy. A la mañana siguiente, 19 niños llegaron a la escuela, riendo y hablando mientras dejaban sus huevos en la gran cesta de mimbre sobre la mesa de la Srta. Miller. Tras acabar su lección de matemáticas, llegó el momento de abrir los huevos. En el primer huevo, Doris encontró una flor. “Oh, sí. Una flor es ciertamente un signo de nueva vida. Cuando las plantas asoman de la tierra, sabemos que ha llegado la primavera”. Una niña pequeña en la primera fila agitó su brazo. “Ese es mi huevo, Srta. Miller”, dijo. El siguiente huevo contenía una mariposa de plástico, que parecía muy real. Doris la mantuvo en alto: “Todos sabemos que una oruga cambia y se transforma en una bonita mariposa. Sí, también es nueva vida”. La pequeña Judy sonrió orgullosa y dijo, “Srta. Miller, ese es mío”. En el siguiente, Doris encontró una roca con musgo. Explicó que ese musgo también significaba vida. Billy alzó la voz desde el fondo de la clase: “Mi papá me ayudó”, dijo sonriente. Entonces Doris abrió el cuarto huevo. Sofocó un grito. El huevo estaba vacío. Con toda seguridad debe ser de Jeremy, pensó, y naturalmente, él no había entendido sus instrucciones. Si no hubiese olvidado telefonear a sus padres… Para no hacerle pasar un mal rato, con cuidado puso el huevo a un lado y alcanzó otro. De pronto Jeremy dijo: “Srta. Miller, ¿no va usted a hablar de mi huevo?”. Doris replicó confusa: “Pero Jeremy, tu huevo está vacío”. Él la miró fijamente a los ojos y dijo suavemente: “Sí, pero la tumba de Jesús también estaba vacía”. El tiempo se paró. Cuando pudo hablar de nuevo, Doris le preguntó: “¿Sabes por qué estaba vacía la tumba?”. “Oh, sí. A Jesús lo mataron y lo pusieron dentro. Entonces su Padre lo elevó hacia Él.” La campana del recreo sonó. Mientras los niños corrían animadamente hacia el patio del colegio, Doris lloró. La frialdad de su interior de desvaneció por completo. Tres meses más tarde, Jeremy murió. Aquellos que fueron al tanatorio a expresar sus condolencias, se sorprendieron al ver 19 huevos sobre la tapa de su ataúd. Todos ellos vacíos.

El ladrillazo

Un joven y exitoso ejecutivo paseaba a toda velocidad en su Jaguar último modelo, con precaución de esquivar un chico que hacía señas en la calle. Sin mirarle, y sin bajar la velocidad, pasó junto a él. Sintió un golpe en la puerta. Al bajarse, vio que un ladrillo le había estropeado la pintura de la puerta de su lujoso auto. Salió corriendo y agarró por los brazos al chiquillo, y le gritó: ¿Qué rayos es esto? ¿Por qué haces esto con mi coche? Y enfurecido, continuó gritándole: ¡Es un coche nuevo, y ese ladrillo que lanzaste te va a costar caro! ¿Por qué lo hiciste? “Por favor, Señor, por favor, lo siento mucho. No sé qué hacer. Lancé el ladrillo porque nadie paraba…”. Las lágrimas bajaban por sus mejillas, mientras señalaba hacia un lado: “Es mi hermano. Se descarriló su silla de ruedas y se cayó al suelo y no puedo levantarlo”. Sollozando, el chiquillo le preguntó: “¿Puede usted, por favor, ayudarme a sentarlo en su silla? Se ha hecho daño. Y no puedo con él, pesa mucho para mí solo.” Visiblemente impactado por las palabras del chiquillo, el ejecutivo tragó saliva. Emocionado por lo que acababa de pasarle, levantó al joven del suelo y lo sentó en su silla nuevamente. Sacó su pañuelo para limpiar un poco las cortaduras y la suciedad de las heridas del hermano de aquel chiquillo. Comprobó que que se encontraba bien, y miró al chiquillo, que le dio las gracias con una sonrisa que nadie podría describir. “Dios le bendiga, señor. Muchas gracias.” El hombre vio como se alejaba el chiquillo empujando trabajosamente la pesada silla de ruedas de su hermano, hasta llegar a su humilde casita. El ejecutivo no ha reparado aún la puerta del auto, manteniendo la rayadura que le hizo el ladrillazo. Le recuerda que no debe ir por la vida tan de prisa que alguien tenga que lanzarle un ladrillo para que preste atención. A veces hay muchas cosas que nos susurran en el alma y en el corazón. Hay veces que tiene que caernos un ladrillo para prestar atención a lo que pasa.