La peor verdad solo cuesta un gran disgusto.
La mejor mentira cuesta muchos disgustos pequeños
y al final, un disgusto grande.
Jacinto Benavente
A un paso de algo que parece importante
Cuando Macbeth se da cuenta de que no hay ningún obstáculo entre él y la corona de Escocia, salvo el cuerpo durmiente de Duncan, piensa que con solo realizar un acto cruel podrá ser feliz para toda la vida.
Y decide que compensa hacer ese mal para lograr un bien que considera muy grande.
Sin embargo, el efecto del crimen fue desconcertante e insoportable: un solo acto contra la ley introdujo a Macbeth en un ambiente mucho más sofocante que el de la ley.
Como señala Chesterton, hay una lección en Macbeth que es también el fondo sobre el que se desarrolla toda tragedia: el hecho de la unidad de la vida humana, y el hecho de que el ser humano acaba pagando siempre el precio de las consecuencias de sus propios actos.
Macbeth nos enseña que no se puede hacer una locura con la idea de alcanzar la cordura. Haciendo un mal, jamás el hombre puede hacerse a sí mismo más grande. Al revés, se encuentra más atrapado. Destroza una puerta, pero en lugar de huir se encuentra en una habitación todavía más pequeña. Y cuanto más destruye, más se estrecha esa habitación.
Algo así sucede con el aborto. Muchas personas son conscientes de que es algo abominable. No lo quieren a priori. Pero, ante un problema concreto, se ven a un solo paso de alcanzar —mediante el aborto— un objetivo codiciado, un señuelo de libertad.
Si por desgracia deciden, como Macbeth, que compensa hacer ese mal para lograr lo que desean, encontrarán al otro lado de esa puerta algo muy distinto de la libertad.
La parte débil del litigio
“Nosotras parimos, nosotras decidimos”. La reclamación parece, en principio, incontestable. Y glosando a Miguel Delibes, habría que decir que efectivamente así lo sería si lo parido fuese algo inanimado, algo que el día de mañana no pudiese, a su vez, objetar dicha exigencia, esto es, ser parte interesada, hoy muda, de tan importante decisión.
Se discute sobre si el feto es o no es un portador de derechos desde el instante de la concepción. Una cosa parece clara: el óvulo fecundado es algo vivo, con un código genético propio, y que con toda probabilidad llegará a ser un hombre hecho y derecho si los que ya disponemos de razón no truncamos artificialmente su proceso de viabilidad.
Lo trágico de este dilema es que el feto aún carece de voz. Y parece natural que alguien tome su defensa, puesto que es la parte débil del litigio. Los abortistas apelan a la libertad de la madre, pero habría que preguntarse por qué negar al feto tal derecho, en nombre de qué libertad se le puede negar la libertad de nacer.
Las partidarias del aborto piden libertad para su cuerpo. Eso está muy bien, pero parece razonable pedir que su uso no vaya en perjuicio de tercero. Porque su libertad es la misma que exigiría el feto si dispusiera de voz: la libertad de tener un cuerpo para poder disponer mañana de él con la misma libertad que hoy reclaman sus presuntas y reacias madres. El derecho a tener un cuerpo debería ser el que encabezara el más elemental código de derechos humanos.
—¿Y no puede suceder que el feto sea una vida humana, pero todavía no sea un ser humano individual?
El concepto de vida humana no existe más que encarnada en seres individuales. La vida humana, así, en general, es solo una idea abstracta.
Sin voz ni voto
El caso es que el abortismo ha venido, curiosamente, a incluirse entre los postulados de muchas modernas progresías. El progresismo, en su origen, respondía a un esquema muy sugestivo: apoyar al débil, pacifismo, tolerancia, no violencia. Años después, el progresista añadió a este credo la defensa de la naturaleza. Para el progresista, el débil era el obrero frente al patrono, el niño frente al adulto, la mujer frente al varón, el negro frente al blanco, la naturaleza virgen frente a la industria contaminante. Había que tomar partido por el indefenso, y era recusable cualquier forma de violencia. Todo un ideario claro y atractivo.
Pero surgió el problema del aborto y, ante él, el progresismo vaciló. No pensó ya que la vida del feto estaba más desprotegida que la del obrero o la del pobre, quizá porque el embrión carecía de voz y voto, y era políticamente irrelevante.
Y empezó a ceder en sus principios: contra el feto, una vida humana desamparada e inerme, podía atentarse impunemente. Nada importaba su debilidad, si su eliminación se efectuaba mediante una violencia silenciosa. Los demás fetos callarían, no harían manifestaciones callejeras, no podrían protestar.
El feto pasó a ser considerado como un intruso inoportuno, como si fuera una verruga desagradable que hay que hacer desaparecer, como un mal que no se está dispuesto a tolerar.
Así fue manifestándose la crueldad de la historia. La tolerancia de los progresistas se fue tiñendo de intolerancia crispada, de exigencia de derechos en contra del indefenso. Y como si no quedaran aún miles de campos en los que falta tanto hasta alcanzar la plenitud de derechos de la mujer, la legalización del aborto pasó a ser una de las grandes metas de un amplio sector de la progresía feminista.
Sin embargo, para los progresistas que aún defienden indefensos, y que buscan una verdadera tolerancia rechazando la violencia inicua, la fuerza de la verdad permanece intacta. La muerte cruel de un inocente siempre producirá náuseas, sea en una explosión atómica, en una cámara de gas o en un quirófano esterilizado; y sea legal o ilegal.
A contracorriente
Escribía Chesterton que sólo quien nada a contracorriente sabe con certeza que está vivo. Y como ha señalado muy lúcidamente Juan Manuel de Prada, «las grandes batallas del pensamiento, las conquistas que han ensanchado el horizonte humano, siempre se han librado a contracorriente; y, con frecuencia, quienes se atrevieron a protagonizarlas fueron contemplados por sus contemporáneos como retrógrados, incluso como peligrosos delincuentes. Pero, junto al rechazo o incomprensión de su época, estos pioneros que osaron contrariar el “espíritu de los tiempos” pudieron proclamar con orgullo que estaban vivos; y con su sacrificio irradiaron vida en un mundo acechado por la muerte, convocaron a la vida a quienes por cobardía, por estolidez, por conformidad con las ideas establecidas nadaban a favor de la corriente.
»Así debió ocurrir con los primeros patricios que, en la época de máximo esplendor del Imperio Romano, empezaron a manumitir esclavos, como aquel Filemón que, siguiendo las instrucciones de San Pablo, decidió acoger a su esclavo Onésimo como si de un “hermano querido” se tratase. Cuando Filemón manumite a Onésimo, la esclavitud no era tan sólo una institución jurídica plenamente reconocida, auspiciada y protegida por la ley; era también el cimiento de la organización económica romana. Según establecía el derecho de gentes de la época, los esclavos eran individuos que, aun perteneciendo a la especie humana, no eran “personas” en el sentido jurídico de la palabra, sino “bienes” sobre los que sus amos podían ejercer un “derecho” de libre disposición. Los nadadores a contracorriente como Filemón alegaron entonces que, más allá de los preceptos legales, existía un estado de naturaleza que permitía reconocer en cualquier ser humano una dignidad inalienable; y que tal dignidad era previa a su consideración de ciudadano romano. Aquella subversión del sistema legal establecido ponía en peligro el progreso material de Roma; y quienes entonces nadaban a favor de la corriente se emplearon a fondo en el mantenimiento de un orden legal que favorecía sus intereses. Tan a fondo se emplearon que la abolición de la esclavitud aún tardaría muchos siglos en imponerse; y no lo hizo hasta que el ímpetu pionero de nadadores a contracorriente como Filemón propició una metanoia social, un cambio de mente que antepuso ese meollo irrenunciable de humanidad que nos permite distinguir la dignidad inalienable de cualquier persona sobre los indudables beneficios económicos de la esclavitud. Y en el largo camino que condujo a esa conquista muchos Filemones fueron señalados como retrógrados, perseguidos y condenados al ostracismo.
»Como ocurriera hace dos mil años a los primeros patricios romanos que empezaron a manumitir esclavos, ocurre hoy a quienes se oponen al aborto. Los nadadores a favor de la corriente los anatemizan y escarnecen, los calumnian presentándolos como detractores de los “derechos de la mujer”, los caracterizan como sombríos “retrógrados” que amenazan el progreso social. Pero, como aquellos primeros patricios romanos que reconocieron en cualquier persona una dignidad inalienable, quienes hoy se oponen al aborto no hacen sino velar por ese meollo irrenunciable de humanidad que nos constituye, que nos permite reconocer como miembro de la familia humana a quien aún no tiene voz para proclamarlo, que nos impone proteger la vida gestante, la más desvalida e inerme, como garantía de nuestra propia supervivencia moral, para que no nos ocurra lo que Marcel Proust denunciaba, al describir el clima de corrupción en el que se desenvolvían sus personajes: “Desde hacía tiempo ya no se daban cuenta de lo que podía tener de moral o inmoral la vida que llevaban, porque era la de su ambiente. Nuestra época, para quien lea su historia dentro de dos mil años, parecerá que hubiese hundido estas conciencias tiernas y puras en un ambiente vital que se mostrará entonces como monstruosamente pernicioso y donde, sin embargo, ellas se encontraban a gusto”.
»El día en que nos encontremos a gusto en un ambiente vital que consagra el aborto como “derecho” habremos dejado de merecer el calificativo de humanos; porque simplemente habremos dimitido de la razón, que es —según nos enseñaba Aristóteles— capacidad de discernimiento sobre lo que es justo y lo que es injusto. Y cuando el hombre se desprende de la razón es como cuando las ramas se desprenden del árbol, que no les aguarda otro destino sino amustiarse. Cuando el aborto se acepta como una conquista de la libertad o del progreso, cuando se niega o restringe el derecho a la vida de las generaciones venideras, nuestra propia condición humana se debilita hasta perecer; y entonces nos convertimos, irrevocablemente, en esos nadadores a favor de la corriente que, sin advertirlo, aceptan su propia muerte con tal de no bracear. Porque muertos están quienes por cobardía, por estolidez, por conformidad con las ideas establecidas defienden el aborto; y también quienes con su silencio o indiferencia lo amparan, quienes con su anuencia sorda respiran sus miasmas, fingiendo que no les contagian.
»A los soldados aliados que, en su avance hacia Berlín, liberaban los campos de concentración donde durante años se habían hacinado prisioneros famélicos, puras radiografías de hombre despojadas de su dignidad, no les estremecía tanto el espectáculo dantesco que se desplegaba ante sus ojos como la pretendida ignorancia de los lugareños vecinos, que habían visto llegar trenes abarrotados de presos al apeadero de su pueblo, que habían visto humear las chimeneas de los hornos crematorios, que habían visto descender la ceniza de los cadáveres incinerados sobre sus tierras de labranza y, sin embargo, habían fingido no enterarse de lo que estaba sucediendo ante sus narices. Con esta nueva forma de holocausto que es el aborto ocurre lo mismo: llegará el día en que las generaciones venideras, al asomarse a los cementerios del aborto, se estremezcan de horror, como hoy nos estremecemos ante las matanzas que ampararon los totalitarismos de hace un siglo (sólo que, para entonces, las cifras del aborto serán mucho más abultadas, vertiginosas de tan abultadas); pero se estremecerán, sobre todo, ante la complicidad tácita de una sociedad que, dimitiendo de su humanidad, prefirió volver el rostro hacia otro lado cuando se trataba de defender la vida más inerme, que incluso aceptó el aborto como un instrumento benéfico, entronizándolo en la categoría de “derecho”.»
Libertad de conciencia, pero para todos
—Muchos dicen que el aborto es un problema de conciencia de la madre, al que debe permanecer ajeno el Estado…
Olvidan de nuevo que aparte del padre y de la madre, hay un tercero en juego: el hijo. El aborto provocado no es un asunto íntimo solo de la madre, ni solo de los padres, sino que afecta directamente al hijo. Y por tanto, por la solidaridad natural de la especie humana, todo ser humano debe sentirse interpelado cuando se comete un aborto.
El Estado debe proteger la vida humana. Y vida humana es también la del no nacido. Y el no nacido también merece la protección del Estado. Desde el momento de la concepción, se ha generado un tercero, existencialmente distinto de la madre, aunque esté alojado en su seno.
Y ese derecho a la vida del nasciturus no surge de su aceptación por parte de la madre, sino que corresponde a él mismo, a causa de su existencia, y es un derecho primario e inalienable, que arranca de la propia dignidad humana y es independiente de cualquier creencia religiosa.
—Muchos defienden que el aborto podría ser lícito durante, por ejemplo, las doce primeras semanas del embarazo.
Es una realidad irrefutable que el feto es igualmente humano antes de las doce primeras semanas de gestación como después. El alcance de la protección del Estado hacia el no nacido debe ser independiente del momento del embarazo en que se encuentre, pues en su desarrollo no hay ningún plazo en el que se produzca un cambio del que pueda depender su derecho a la vida.
Como ha expuesto muy lúcidamente el filósofo austriaco Michael Tooley, es enormemente difícil condenar éticamente el infanticidio o la eutanasia neonatal (matar al recién nacido con graves deficiencias físicas o mentales), una vez que se admite el aborto.
Si se admite una ley de plazos, durante ese plazo quedaría el no nacido a disposición de la libre decisión de la madre, y entonces su protección jurídica ya no estaría garantizada. Y no cabe admitir semejante abandono de la vida del no nacido por referencia a la capacidad de la madre de tomar una decisión, por muy libre y responsable que sea.
—Pero dicen que hay un simple conflicto de derechos: el derecho a la vida del nasciturus y el derecho de la madre a decidir sobre su maternidad, y que en ese conflicto prevalece el derecho de la madre.
Es poco serio plantear así un conflicto jurídico. La protección jurídica de una vida jamás puede quedar al arbitrio de una de las partes en conflicto.
Ningún ordenamiento jurídico debiera admitir semejante equiparación en un conflicto de derechos: por parte del no nacido lo que está en juego no es un plus o una minoración de derechos, ni aceptar ventajas o limitaciones: lo que está en juego es todo, su misma vida.
El derecho de la madre a interrumpir su embarazo supone siempre la muerte de la otra parte en conflicto, y por tanto no pueden equipararse ambos derechos, que son de orden diferente.
No cabe tampoco considerar la hipótesis de legítima defensa de la madre, puesto que la legítima defensa nunca se refiere a un inocente, sino siempre y solamente a un agresor injusto.
Admitir el derecho al aborto sería tanto como que el Estado otorgara al no nacido el derecho a la vida, pero condicionado a que durante el embarazo —o al menos en una fase de él— la madre no decida su muerte. Una curiosa forma de entender el derecho a la vida.
Una comparación
Si el Estado se inhibiera ante el aborto, atentaría gravemente contra la exigencia ética de protección de la vida e integridad de los individuos, como lo haría —por poner otro ejemplo— si se inhibiera ante el uso impune de la tortura por parte de la policía.
La tortura es abominable, y nadie podría justificarla aduciendo que los torturadores piensan que se trata de un asunto que pertenece a su propia conciencia y por tanto son libres de practicarla si lo consideran oportuno.
—¿Y por qué crees que se comprende tan claramente en el caso de la tortura, y sin embargo no ocurre así con el aborto?
La tortura nos la podemos imaginar fácilmente en toda su crudeza y todo su horror, pero, en cambio, hay que hacer un esfuerzo para imaginar la realidad cruda y horrible de un aborto provocado.
Pero si una madre, antes de decidirse a abortar, viera en vídeo lo que va a suceder con su hijo, me temo que muy pocas madres llegarían a abortar.
—Antes hablabas de exigencias éticas del Estado. ¿Quieres decir que el Estado tiene que sancionar todo lo que la moral prohíbe?
No. Por ejemplo, el Estado no puede sancionar las conductas inmorales que permanezcan en el terreno de la intimidad de las personas.
Tampoco castiga algunas otras, aunque se produzcan en el fuero externo, porque es preferible tolerarlas, para evitar así males mayores. Por ejemplo, no persigue algunas cosas porque hacerlo lesionaría sensiblemente algunas libertades. Así sucede con la mentira, por lo que la mayoría de los Estados solo penalizan la mentira “cualificada”, como el perjurio o la falsedad en documento público. Pero con la legalización del aborto, la autoridad civil legitima esa bárbara libertad que se toma el fuerte sobre el débil, y omite uno de sus deberes más primarios: la defensa de la vida inocente.
El Estado ha de poner los medios necesarios para defender la vida de los no nacidos, del mismo modo que ha de velar para que no se asesine, se viole o se robe. Legalizar el atentado contra el derecho a la vida, e incluso financiarlo, es una de las formas más radicales de intolerancia: la que no tolera el desarrollo normal de vidas humanas incipientes.
—De todas formas, de poco sirve declararlo ilegal, pues si en su país no pueden abortar, lo harán viajando a otro lugar donde esté permitido.
Con esa lógica, siempre habría que armonizar internacionalmente las leyes al nivel ético más bajo, adaptándolas a las del país en el que hubiera mayor relajación en ese punto.
Acabaríamos, por ejemplo, teniendo que legalizar la venta de órganos de personas vivas con la excusa de que hay países en que se trata de una práctica tolerada y hay pobres dispuestos a viajar allí para vender uno de sus riñones.
—¿Y no te parece que se presentan en ocasiones algunos “casos límite” en los que el aborto debía estar permitido?
Es indudable que se dan casos especialmente dolorosos y conmovedores. Casos que incluso parecen justificar el recurso a procedimientos extremos. Pero nunca puede admitirse como solución matar a un ser humano inocente. Otra cosa es la comprensión con la persona que se ha podido ver inducida física o psíquicamente a cometer cualquier error, por grave que sea, pero la comprensión con las situaciones difíciles no implica que lo equivocado deje de serlo.
¿Un extremismo fanático?
Muchas personas centran su oposición al aborto en argumentos de tipo religioso, y realmente hay razones de enorme peso en ese ámbito y hay que tenerlas muy presentes.
Pero como vivimos en una sociedad muy plural, en la que esos argumentos son descalificados en bastantes ámbitos, es preciso que recurramos de modo habitual a planteamientos que tengan una validez universal, que sean accesibles a cualquiera, independiente de sus conocimientos científicos o teológicos.
«A veces —señala Julián Marías—, se usa una expresión de refinada hipocresía para denominar el aborto provocado: se dice que es la “interrupción del embarazo”. Los partidarios de la pena de muerte tienen resueltas sus dificultades. La horca o el garrote pueden llamarse “interrupción de la respiración”, y con un par de minutos basta.
»Cuando se provoca el aborto o se ahorca, se mata a alguien. Y es una hipocresía más considerar que hay diferencia según en qué lugar del camino se encuentre el niño que viene, a qué distancia de semanas o meses del nacimiento va a ser sorprendido por la muerte.
»Con frecuencia se afirma la licitud del aborto cuando se juzga que probablemente el que va a nacer (el que iba a nacer) será anormal física y psíquicamente. Pero esto implica que quien es anormal “no debe vivir”, ya que esa condición no es probable, sino segura. Y habría que extender la misma norma al que llega a ser anormal por accidente, enfermedad o vejez. Y si se tiene esa convicción, hay que mantenerla con todas sus consecuencias; otra cosa es actuar como Hamlet en el drama de Shakespeare, que hiere a Polonio con su espada cuando está oculto detrás de la cortina. Hay quienes no se atreven a herir al niño más que cuando está oculto —se pensaría que protegido— en el seno materno.
»Se habla del derecho a disponer del propio cuerpo. Pero, aparte de que el niño no es parte del cuerpo de su madre, sino alguien corporal implantado en la realidad corporal de su madre, ese supuesto derecho no existe. A nadie se le permite la mutilación; los demás, y a última hora el poder público, lo impiden. Y si me quiero tirar desde una ventana, acuden la policía y los bomberos y por la fuerza me lo impiden.»
Si el aborto se impone y se generaliza, si el hombre de nuestra época vive de acuerdo con esos principios, compromete su misma condición humana. Por eso podría decirse que la aceptación social del aborto es probablemente lo más grave que ha acontecido en nuestra época.
—Pero lo cierto es que, en muchos ambientes, estar en contra del aborto se considera un extremismo fanático, un imponer a los demás unas opiniones personales que se consideran ultraconservadoras y retrógradas.
Ya hemos dicho que todavía no está lejos la época en la que poseer otros seres humanos se veía tan normal como poseer cabezas de ganado. Y que esas posturas esclavistas se defendían en países tan avanzados como Estados Unidos hasta poco antes de 1860. De hecho, cuando Abrahán Lincoln llegó a la Presidencia en 1861 y estableció la abolición de la esclavitud, los sureños iniciaron la guerra de secesión, con el argumento de que el nuevo gobierno pretendía arrebatar a los estados del sur sus “derechos” sobre los esclavos. Fueron cuatro años de guerra en la que se invocaban palabras como “derechos” y “libertad” para defender una brutal forma de opresión.
Y quizá hoy la historia se repite, porque en todo el mundo occidental se habla de “derechos” y de “libertad” para acabar con la vida de niños aún no nacidos, sobre todo si son deficientes. Gracias a Dios, una minoría cada vez más numerosa de hombres y mujeres de diversos colores políticos y religiosos, sostiene una clara postura en contra del aborto.
Y como sucedía con los que luchaban contra la esclavitud, también ellos son tachados de extremistas y de enemigos de la libertad, pero tampoco deberíamos extrañarnos mucho, pues así ha sucedido siempre a quienes lucharon contra aberraciones que se hicieron normales en diferentes épocas a lo largo de la historia.
Egoísmo masculino e intolerancia social
El conocido director de cine italiano Franco Zeffirelli jamás escondió la verdad sobre su nacimiento. Su padre natural, Ottorino Corsi, que era mercader de seda, estaba casado, pero no con la que fue su madre, Alaide Garosi.
«Yo sé bien —explicaba— lo que significa nacer contra el parecer de los demás, porque soy hijo ilegítimo. Mi nacimiento fue un escándalo. Mi madre, que era modista, perdió toda la clientela que tenía en la buena sociedad florentina. Y desde el primer momento tuvo que vencer mil obstáculos para que yo naciera. Hasta su madre, mi abuela, quería que abortase. Le decían que yo estaría condenado al ostracismo. Y sin embargo, ella se negó en redondo a abortar.
»He pasado la infancia en una situación irregular, pero siempre bajo el signo del amor, y esto sí que me ha influido. Mi madre perdió sus clientes, pero decía que no le importaba nada.
»Yo soy una especie de aborto frustrado. Estoy en el mundo un poco por casualidad. Quizá por eso aprecio más el milagro de la vida.»
Es obligado reconocer que, en este campo, a veces somos testigos de verdaderas tragedias humanas. Tragedias que nos hacen comprender la necesidad de apostar con valentía en favor de la mujer, que es quien, en casos como este, suele pagar el más alto precio por su maternidad.
Muchas veces, la mujer es víctima del egoísmo masculino, cuando el hombre que ha contribuido a la concepción de la nueva vida no quiere luego hacerse cargo de ella y arroja la responsabilidad sobre la mujer. Precisamente cuando la mujer tiene mayor necesidad de la ayuda del hombre, este se comporta como un cínico egoísta, que antes fue capaz de aprovecharse del afecto o de la debilidad, pero luego es refractario a todo sentido de responsabilidad por el propio acto.
Es una pena que por la presión del egoísmo masculino, o de ese ambiente de intolerancia social, se fomente tantas veces el aborto en mujeres que querrían ser madres pero claudican ante esas crueles muestras de incomprensión. Por eso, la única actitud honesta en este caso es la de una radical solidaridad con la mujer. Puede haber cometido un error, pero, una vez que eso ya ha sucedido, hay que saber comprender, y dar facilidades a esas personas para que puedan seguir adelante y vivir con dignidad.
Es una crueldad dejarlas solas. En casos como estos, la experiencia de los centros asesores de personas en esta situación es que la mujer no quiere suprimir la vida que lleva en su seno. Si es ayudada, y si al mismo tiempo es liberada de la intimidación del ambiente circundante, entonces es capaz de apostar por la vida, incluso con heroísmo.
El origen de una vida puede ser ilegítimo, pero si esa vida ya existe, la sociedad debe protegerla, provenga de donde provenga. De lo contrario, en nombre de la moralidad se puede forzar a cometer un grave atentado contra la vida del más inocente de todos los afectados por el problema.
La madre es quien mejor sabe la verdad
Una mujer embarazada es quizá la primera en darse cuenta de que lo que lleva en su seno es un nuevo ser humano, distinto de todos los que han existido, existen y existirán.
Y sabe bien que los intentos de distinguir la condición humana según si ha nacido todavía o no, o según las semanas o meses que lleva de gestación, o si era deseado o no, carecen de fundamento.
Sabe que entre un feto en la primera semana de gestación —o en la última, es lo mismo—, y un recién nacido, no hay más diferencia que un poco de tiempo y la necesaria nutrición.
Sabe que el aborto no es una simple interrupción del embarazo, como se dice evasivamente, quizá para intentar disfrazar con un eufemismo su innegable atrocidad. Sabe bien que abortar significa atentar contra un ser indefenso que, además, es su propio hijo.
Cualquier persona que haya trabajado siquiera unos meses en un gabinete psicológico puede dar fe de hasta qué punto una mujer se siente aturdida, angustiada y desamparada después de un aborto; hasta qué punto quedan desoladas al darse cuenta de que han arrebatado una vida humana y no saben qué hacer para remediarlo. El sentimiento de culpa por haber abortado es quizá uno de los dolores más severos que una persona puede experimentar. El aborto no solo aniquila una vida humana no nacida, sino que también arruina psicológicamente a muchas mujeres.
Un extenso estudio realizado en la Clínica Ginecológica de Würzburg (Alemania) por la doctora Maria Simon, concluía que algo más de un 35 % de las mujeres que han abortado sufren después fuertes oscilaciones de ánimo y estados depresivos; en torno a un 30 % padecen sentimientos de miedo, sin saber bien a qué se deben; un 37 % lloran con frecuencia sin apenas motivo aparente; aproximadamente el 45 % darían marcha atrás si pudieran hacerlo; el 55 % se sienten más nerviosas y menos equilibradas; el 61 % reprimen cualquier pensamiento en torno al aborto; el 52 % sufren con solo ver mujeres embarazadas; y al 70 % les viene con frecuencia a la cabeza la idea de cómo serían las cosas si el niño abortado viviese ahora.
Muchas mujeres acusan a médicos y asesores de que no les habían informado suficientemente sobre las posibles consecuencias psíquicas. Si hubiesen sabido qué riesgos somáticos y psíquicos acarreaba, lo más probable es que no hubieran abortado.
Las mujeres que mejor suelen superar el trauma del aborto son aquellas que intentan recuperar su equilibrio psíquico afrontando conscientemente el hecho del aborto. Lo hacen sobre todo a través de conversaciones con personas de confianza, como el marido, más frecuentemente una amiga o la madre, rara vez un médico. En esos casos, por lo general, la mujer intenta reconocer su culpa. No la reprime, no la proyecta en otros, ni recurre tampoco a justificaciones. El siguiente paso es arrepentirse del aborto. En esta fase se duele por su hijo muerto como por cualquier otro difunto querido. Raramente una madre logra convencerse de modo permanente de que aquello no era un ser humano vivo, su propio hijo.
La persuasión de la verdad
—¿Y cómo explicas que la brutalidad del aborto, que, según dices, debiera ser tan clara, sea negada por tantísima gente?
La historia demuestra que cada época se caracteriza tanto por sus intuiciones y sus aciertos como por sus ofuscaciones. Eso explica que pueblos enteros hayan podido a veces permanecer, durante períodos muy largos, sumidos en desviaciones sorprendentes. Baste recordar los duros debates que en su momento se produjeron en torno a cuestiones hoy casi felizmente superadas, como la esclavitud, la segregación racial, la tortura, etc.
Y es que quizá hay verdades que resultan más simpáticas y agradables en cierto momento, y se difunden más y se perciben de modo más patente. En cambio, hay otras que son igualmente verdaderas, pero que chocan contra actitudes y hábitos más arraigados en esa época o lugar, y entonces no se está fácilmente dispuesto a reconocerlas. Muchas verdades pueden ser olvidadas, e incluso suplantadas por errores, puesto que, lamentablemente, no siempre hay una relación directa entre la verdad y el número de personas a las que persuade.
Alfonso Aguiló