7. El enigma del dolor

El escándalo del universo
no es el sufrimiento,
sino la libertad.

Georges Bernanos

¿Quién es el culpable del dolor?

El dolor es una realidad que nos encontramos por todas partes. Que afecta a unos y a otros, a los buenos y a los malos, a los menos buenos y a los menos malos.

—Pero Dios podría haber creado el mundo de otra manera, y que todos fuéramos buenos, y nadie tuviera la posibilidad de hacer el mal.

Supongo que sí, pero eso sería poco compatible con la libertad humana. Si el hombre es un ser libre, hay que contar con la posibilidad de que emplee mal esa libertad, y que exista por tanto el mal en el mundo.

—Pero Dios sabe lo que va a pasar, antes de que suceda. Si ya lo tiene previsto, no somos entonces muy libres.

Una cosa es el conocimiento de algo que va a suceder y otra es la responsabilidad de hacerlo. Si yo me asomo a la calle y veo a una persona tirar a otra por la ventana de un quinto piso, sé que se estampará contra la acera, pero saberlo no quiere decir que yo sea el responsable. Dios, tampoco. Lo será, en todo caso, quien le haya empujado.

Y si veo en diferido un partido de fútbol previamente grabado en vídeo, por el hecho de saber cuál es el resultado final del encuentro no quito a los jugadores la libertad de jugar al fútbol tranquilamente. Algo semejante sucede cuando decimos que Dios sabe lo que va a pasar. No por eso coarta nuestra libertad.

—Pero, si Dios es omnipotente, ¿no podría haber hecho compatible la libertad con un mundo bueno? ¿No es capaz Dios de hacer cualquier cosa?

Ser omnipotente significa tener poder para realizar todo aquello que sea intrínsecamente posible. Pero ya sabes que no todo es intrínsecamente posible. Dios puede sin ninguna dificultad hacer milagros, pero no puede hacer disparates.

Y esto no es imponer límites a su poder. Para demostrar que todas las cosas son posibles para Dios, no podemos pretender que haga algo que es intrínsecamente contradictorio (que un círculo fuera cuadrado, por ejemplo). Porque eso, si fuera posible hacerlo —que no lo es—, no demostraría ninguna potencialidad.

Quizá podríamos imaginar un mundo —te respondo glosando ideas de C. S. Lewis— en el que Dios corrigiese a cada momento los resultados de los abusos de la libertad de los hombres, obligando a que todos sus actos fueran “buenos” en el sentido que tú dices.

Entonces, el palo tendría que volverse blando cuando quisiera usarse para golpear a alguien. El cañón de la escopeta se haría un nudo cuando fuera a ser utilizada para el mal. El aire se negaría a transportar las ondas sonoras de la mentira. Los malos pensamientos del malhechor quedarían anulados porque la masa cerebral se negaría a cumplir su función durante ese tiempo. Y así sucesivamente.

Comprenderás que, si Dios tuviera que evitar cada uno de esos actos malos, este mundo sería algo realmente grotesco. Desde luego, toda la materia situada en las proximidades de una persona malvada estaría sujeta a impredecibles alteraciones, sería un auténtico show.

Se harían imposibles los actos malos, es verdad, pero la libertad humana quedaría anulada.

Dios puede modificar las leyes de la naturaleza y producir milagros —de hecho, a veces lo hace—, y eso es algo ciertamente razonable, pero el concepto de mundo normal exige que tales milagros sean algo poco habitual.

Podemos compararlo a una partida de ajedrez. Puedes, si quieres, hacer algunas concesiones a tu adversario inexperto sin alterar mucho el juego. Puedes darle ventaja cediendo unas piezas al comienzo. Puedes incluso dejarle rectificar un error en algún movimiento. Pero, si le concedes todo lo que le conviene todas las veces, si le dejas rectificar y volver atrás en todas las jugadas, entonces…, entonces no estás jugando al ajedrez. Sería otra cosa distinta.

Pues algo así ocurre con la vida de los hombres en este mundo. Si tratas de excluir la posibilidad del mal y del sufrimiento, te encontrarías con que has excluido la libertad misma. Si intentáramos ir corrigiendo a cada momento la Creación, como si este o aquel elemento pudiesen ser eliminados, cada vez nos daríamos más cuenta de que no es posible lograrlo sin desnaturalizarlo todo. El devenir del mundo trae consigo, junto con la aparición de ciertos seres, la desaparición de otros; junto con lo más perfecto, lo menos perfecto; junto con las construcciones de la naturaleza, también las destrucciones; y junto con el bien, existe también el mal.

¿Por qué el mal se ceba con los hombres buenos?

—¿Y no podría Dios, al menos, hacer que las desgracias afectaran menos a los hombres buenos? A veces parece como si se ensañaran con quienes menos lo merecen.

Entonces, cuando hubiera un accidente, Dios tendría que enviar un ángel para poner a salvo de forma extraordinaria a los viajeros virtuosos.

Y si una helada destruyera una cosecha, otro ángel tendría que ir para proteger las parcelas del hombre bueno, para que así no le afecten los fríos.

Y si se tratara de una inundación, entonces tendría que contener las aguas, como en el paso del Mar Rojo, antes de que destruyeran la vivienda de la familia honrada. Y volveríamos a lo mismo de antes.

El mundo está sometido a ciertas leyes generales que Dios no suspende sino de vez en cuando, y esas leyes, por lo general, afectan sin distinción a todos. Ya sabemos que lo que va bien a los corderos, va mal a los lobos, y viceversa. Pero no sería sensato que unos u otros exigieran a Dios milagros continuos que perturbasen incesantemente el orden regular del universo.

—Pero entonces parece que los hombres buenos siempre salen perdiendo, porque se privan de las ventajas ilícitas que tienen los malos, y en cambio sufren igual que ellos las desgracias naturales.

Pero, a pesar de todo, los hombres virtuosos son mucho más felices, aun en la tierra, que los viciosos y malvados. Quien se desvía de la moral, obtiene quizá una satisfacción inmediata, pero es siempre una felicidad efímera, cimentada sobre el egoísmo, y que va poco a poco labrando su propia ruina. Una ruina que no vendrá solo en la otra vida, sino también ya en esta.

—Pues a veces se ve a los pecadores bastante felices. Al menos, eso aparentan. No parece que siempre sea cierto aquello de que el mal produce tristeza y el bien, alegría.

Es cierto, pero hay que matizarlo un poco. A veces, efectivamente, nos da la impresión de que es al revés —señala José Luis Martín Descalzo—, porque no siempre vemos tristes a los pecadores, sino que casi parecen más bien rebosar de satisfacción, como si hubieran encontrado su plenitud en el ejercicio del mal. Vemos que la apuesta humana por el bien lleva a la alegría, pero más bien a largo plazo, cuando se ha conseguido una cierta madurez en el alma. Lo vemos como una idea profundamente cierta, pero paradójica y a veces casi insoportable. Porque el hombre honrado sufre. Y en alguna ocasión podemos incluso sentir envidia de esos personajes inmorales que parecen los triunfadores de este mundo.

Pero no debemos engañarnos. A veces, el hombre parece poder convivir sin problemas con el mal, pero no es así. Tarde o temprano advierte que el mal ha entrado muy hondo en él, y que se ha hecho fuerte ahí dentro. Quizá se ha afincado en una zona muy íntima de su ser, y su corrupción no se percibe con claridad desde fuera, pero sin duda está allí.

El bien resulta costoso en términos de esfuerzo, pero es una buena inversión. El mal, en cambio, se compra muy barato. Incluso es agradable al principio. Pero, antes o después, acaba por hipotecar la vida.

La apuesta humana por el mal, aunque sea una apuesta pequeña, viene siempre acompañada de toda una amalgama de sinsabores, de pesares inconfesables y vergonzantes. ¿Qué idea podemos formarnos de la felicidad de esos hombres, que estarán rendidos por sus propios sufrimientos interiores, por su vida llena de temores y sobresaltos, de recelos, de tortuosidades, de ambiciones que se alimentan de intrigas y de bajezas?

La dicha está en el corazón, y va unida al bien. Por eso, quien deja anidar al mal en su corazón, será una persona infeliz, sean cuales fueren las apariencias de éxito y ventura de las que se encuentre rodeada. El vicio introduce siempre un trastorno de la armonía del hombre, aunque en su inicio parezca quizá inocuo. El vicio somete a vasallaje a la razón y a la voluntad. Y cuando lo ha conseguido, atormenta a su pobre sometido con el pensamiento de la muerte, donde no espera ni puede esperar ningún consuelo, y donde teme encontrar el castigo de sus desórdenes.

Es cierto que las claudicaciones morales pueden proporcionarnos placer, dinero, poder, o muchas otras cosas. Pero el coste humano que debe pagarse, en la propia carne y en la de otros, es siempre muy alto. Al abrir las puertas del alma al mal, lo que este nos otorga ya no nos pertenecerá, pues somos esclavos de aquello a lo que nos entregamos.

¿Por qué Dios no nos ha hecho mejores?

—Hay mucha gente que no logra entender por qué Dios consiente que tantos inocentes sufran. O por qué media humanidad pasa hambre. O por qué Dios no arregla este mundo. Y por qué no lo hace de una vez, ya.

No parece serio echar a Dios la culpa de todo lo que se nos antoja que no va bien en este mundo. “Son los hombres —decía C. S. Lewis—, y no Dios, quienes han producido los instrumentos de tortura, los látigos, la esclavitud, los cañones, las bayonetas y las bombas. Debido a la avaricia o a la estupidez humana, y no a causa de la mezquindad de la naturaleza, sufrimos pobreza y agotador trabajo”.

En muchas de esas quejas que lanzan algunas gentes contra Dios, hay una lamentable confusión. Consideran a Dios como un extraño personaje al que cargan con la obligación de resolver todo lo que los hombres hemos hecho mal, y, si es posible, incluso antes de que lo hubiéramos hecho. Es como una rebelión ingenua ante la existencia del mal, una negativa a aceptar la libertad humana. Y, como consecuencia de ambas cosas, un cómodo echar a Dios culpas que son solo nuestras.

En vez de sentirse avergonzados, por ejemplo, por no hacer casi nada por los millones de personas que cada año mueren de hambre, se contentan —es bastante cómodo, realmente— con echar a Dios la culpa de lo que, en gran medida, no es otra cosa que una gran falta de solidaridad de quienes poblamos el mundo desarrollado. ¿Tendremos que pasarnos la vida —se preguntaba Martín Descalzo— exigiendo a Dios que baje a tapar los agujeros que a diario producen nuestras injusticias? Cuando tendríamos que preocuparnos de resolver esa asombrosa situación por la que unos no logran dar salida a sus excedentes alimentarios mientras otros se mueren de inanición, y cuando parece que la mitad de la humanidad pasa hambre y la otra mitad está con un régimen bajo en calorías para adelgazar, es una pena que lo único que se les ocurra —en vez de trabajar más, o ser más solidarios, de una forma o de otra— sea echar en cara a Dios que el mundo (en el que suelen olvidar incluirse, curiosamente) es horrible.

Mucha gente parece haber sido educada en la idea de que todo lo malo que sucede en el mundo es culpa de otros. Y se dirigen a Dios como jueces y le reprochan todo lo malo que hacen todos. En vez de dirigirse a Dios para pedirle perdón de los propios errores, le increpan duramente, o como mucho se esfuerzan para solo quejarse de que haya creado un mundo tan injusto. Pienso que si una persona no comienza a analizar el mal en el mundo comenzando por el propio mal, por los propios errores, por todas las veces que uno mismo no ha estado a la altura que debía, es difícil que haga juicios claros de lo que sucede en el mundo y sobre cómo arreglarlo. En cambio, si tiene valor para reconocer sus errores, es sorprendente cómo se acierta en el blanco.

Podemos hacer mucho por mejorar el mundo. No somos simples accidentes de la bioquímica o de la historia, a la deriva en el cosmos. Podemos, como hombres y mujeres con responsabilidad moral, convertirnos en protagonistas, no en meros objetos o víctimas del drama de la vida.

—¿Pero cómo es que Dios permite tanta persistencia nuestra en el mal? ¿Por qué no nos cambia y nos hace, efectivamente, más solidarios?

La bondad humana es el resultado libre del esfuerzo de quien, pudiendo ser malo, no lo es. Y Dios ha dado al hombre un infinito potencial de bondad, pero también ha respetado la libertad de ese hombre —como hace, por ejemplo, cualquier padre sensato al educar a su hijo—, y ha aceptado el riesgo de nuestra equivocación.

No es muy serio decir que Dios tiene que cambiarnos, cuando cambiar es el primero de nuestros deberes. Si Dios nos hubiera hecho incapaces de ser malos, ya no seríamos buenos en absoluto, puesto que seríamos marionetas obligadas a la bondad.

—Pero se ven tantos errores en el mundo, tantas calamidades, tanto egoísmo, tantas lamentables aberraciones y tan difíciles de explicar…

La respuesta cristiana a esto es clara: los desequilibrios que fatigan el mundo están conectados con ese otro desequilibrio fundamental que hunde sus raíces en el corazón humano, que sumerge en tinieblas el entendimiento y lleva a la corrupción de la voluntad. Esta es la clave para descifrar el enigma.

El verdadero mal proviene del interior del hombre, radica en una escisión que tiene su origen en el pecado. Igual que hay una experiencia clara de la existencia de la libertad, la hay también de que la libertad está herida, así como del mal que el hombre puede ser capaz de hacer.

Las situaciones de injusticia social proceden de la acumulación de injusticias personales de quienes las favorecen, o de quienes pudiendo evitar o limitar ciertos males sociales, no lo hacen.

Los que se eximen de culpa personal para pasársela toda a las estructuras del mal, niegan al hombre su capacidad de culpa, y niegan por tanto su libertad y su responsabilidad personales, y disminuyen su propia dignidad. Los verdaderos creyentes, en cambio, se sienten responsables. Y cuanto más acentuado sea el sentido de responsabilidad de una persona, tanto menos buscará excusas y tanto más se examinará a sí mismo —sin absurdos complejos de culpabilidad—, para mejorar él y ayudar a mejorar a los que le rodean.

—Pero arreglar un poco este mundo se ve como una labor muy a largo plazo, con un final lejano…

Si algo resulta muy necesario, y además tardará en llegar, es entonces también muy urgente. Como dijo aquel mariscal francés al tomar posesión de su cargo: si estos árboles van a tardar veinte años en dar sombra, hay que plantarlos hoy mismo.

¿”Enseñar” a crear a Dios?

«Solo veo dos opciones posibles: o Dios no existe y el mundo es desesperante y absurdo; o bien Dios existe, pero nos ha dejado abandonados a nuestra suerte.

»Pero no pretendas decirme que Dios es bueno y todopoderoso, si permite semejantes injusticias. Dios tendría que haber hecho el mundo de otra manera.»

Así hablaba una persona afligida por una grave injusticia profesional que no había sabido encajar.

Siempre me ha parecido que hay que ser muy comprensivos ante este tipo de reacciones. Suelen ser situaciones que ponen a prueba la categoría humana de cada uno, y no sabemos cómo lo llevaríamos nosotros (es mejor no ser presuntuosos).

Pero la solución no es pensar que nosotros habríamos organizado el mundo mejor que Dios si hubiéramos contado con su omnipotencia. Es una idea que quizá provenga de esa vocación oculta de dictadores que todos llevamos dentro. ¿A quién no le encantaría ser Dios durante un rato para dirigir mejor la libertad humana, con la seguridad de organizar el mundo mucho mejor de lo que lo hizo el auténtico Dios?

De todas formas, personalmente agradezco que haya sido Dios quien organizara el mundo. Porque quién sabe cuántas tonterías impondrían con su capricho quienes pretenden dar lecciones a Dios sobre cuál debe ser la mejor solución para cada uno de los movimientos de la historia de los hombres.

Es verdad que a veces resulta difícil ahondar en el profundo enigma de la existencia del mal. No siempre es fácil comprender cómo se compagina el sufrimiento propio o ajeno con la bondad de Dios.

A veces la confusión proviene del concepto de bondad que aplicamos a Dios. Probablemente cuando éramos jóvenes nos molestaba que nuestros padres nos prohibieran hacer algunas cosas o nos obligaran a otras. O que aquel profesor fuera tan exigente y nos hiciera trabajar tanto. Y quizá entonces veíamos todo eso como la imposición de unos dictadores injustos, y nos rebelábamos ante lo que no entendíamos. Sin embargo, ahora, que ha pasado el tiempo, comprendemos mejor por qué lo hacían, al menos en bastantes de esas cosas. Comprendemos que el amor de los padres por sus hijos, o el desvelo de un buen profesor por sus alumnos, necesita de la corrección y de la exigencia. Y que la educación en la libertad no impide la posibilidad de sufrir injusticias, ni excluye de modo absoluto el sufrimiento. Una educación basada en consentirlo todo y en resguardar de todo, sería una pésima educación. Un padre temeroso que anulara la libertad de su hijo para impedir que pudiera hacer o recibir cualquier daño, sería el más engañoso símbolo de la bondad y la paternidad. Y ese profesor con el que no hacíamos nada útil en todo el curso —y al que quizá entonces apreciábamos mucho por eso—, es un pésimo profesor.

Volviendo al origen de nuestra comparación, podemos decir que las personas que se desesperan cuando Dios permite que suframos cualquier inconveniente, son —de algún modo— como esos niños consentidos que se impacientan y patalean cuando las decisiones movidas por el cariño de las personas que les aprecian no coinciden exactamente con sus gustos y preferencias. En el fondo de sus mentes, desean un Dios que fuera algo parecido a lo que representa una benevolencia complaciente y senil para un niño mimado. Quisieran que el mundo fuera una suerte de Disneylandia, o como un bucólico paseo por un parque en un día de primavera. Y si no, para esas personas, aquella es su más sólida justificación para asegurar que Dios no existe.

Hacer compatible el sufrimiento humano con la existencia de un Dios que nos ama, es un problema insoluble si consideramos un significado trivial de la palabra amor. Aproximadamente igual de insoluble que la perplejidad del niño que se rebela, y que dice que su madre no le quiere, porque le hace tomar una medicina que no le gusta, pero que le va a curar. Es cuestión de que pase el tiempo, tenga una visión más completa de las cosas, y entonces irá comprendiendo mejor la esencia de lo que verdaderamente es el amor de los padres.

Además, nadie ha logrado resguardar a sus hijos hasta del más pequeño sufrimiento. Entre otras cosas porque implicaría negar la capacidad de gozar, que, en esta tierra, es básicamente una capacidad que sentimos por contraste. Es como si uno quisiera perder el sentido del tacto en la piel para así no notar el frío o el calor: tampoco entonces podría sentir el bienestar de una temperatura agradable. O como si alguien quisiera acabar totalmente con la oscuridad y que todo fuera luz: desaparecería el contraste visual y, con él, los contornos y el color: quedaría como ciego.

¿Por qué Dios permite el mal?

Un individuo desaliñado y sucio se puso en pie, en medio de un bullicioso grupo de personas que escuchaba a un predicador en Hyde Park. Se dirigió al orador y, con potente voz, le planteó una pregunta que era más bien un grito de indignación: “Usted dice que Dios vino al mundo hace ya dos mil años… ¿Cómo es posible entonces que el mundo continúe lleno de ladrones, adúlteros y asesinos?”.

Se hizo un silencio muy grande. A todos los presentes les pareció que era una objeción incontestable. Sin embargo, el predicador le miró serenamente y contestó: “Tiene usted toda la razón. Pero también existe el agua desde hace millones de años…; y, sin embargo…, ¡fíjese cómo va usted de sucio!”.

Igual que aquel individuo podía aprovecharse o no de las benéficas posibilidades higiénicas del agua, los hombres tenemos la posibilidad de usar bien o mal de nuestra libertad. Pero esa decisión será responsabilidad nuestra, no de Dios. Dios fue el primero en “apostar” por el hombre, el primero en querer “correr el riesgo” de nuestra libertad. Y hasta el punto de permitir que el hombre pueda emplear esa libertad precisamente para oponerse a su creador.

—¿Y no habría sido mejor, entonces, que no naciéramos libres?

Hombre, no sé qué decirte. Para la mayoría de los mortales, la libertad ha sido siempre algo muy grande, quizá lo último en que se pensara renunciar. La libertad es, según el decir de Cervantes, “uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierran la tierra y el mar: por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida”.

Dios pudo haber creado una humanidad de individuos solo capaces de hacer el bien. Pero antes que un conjunto de bondadosos imbéciles prefirió crear un mundo de hombres dotados de libertad, que en virtud de su ejercicio pueden hacer el bien o el mal.

No podemos evadirnos de la libertad. La solución es que procuremos ser mejores, y, de paso, que procuremos ayudar a los demás a que lo sean también. Es lo más práctico y eficaz. Pensar fundamentalmente en mejorar uno mismo y en mejorar cada uno su entorno. Porque, como dice aquel proverbio ruso, si cada uno barriera delante de su puerta, estaría muy limpia la ciudad.

—Pero… ¿y Dios? ¿Él no tiene nada que hacer?

Claro, y lo ha hecho. Nos ha hecho a ti y a mí, y a todos los demás, para que luchemos por el bien. Procura hacer, por tu parte, todo el bien que puedas. Intenta que quienes te rodean comprendan que vale la pena luchar por mejorar el mundo. Pero demuéstraselo con tu vida, respetando su libertad como Dios hace con nosotros. Y no echemos a Dios las culpas que solo son nuestras. Sería demasiado cómodo, y, sobre todo, demasiado injusto.

¿Qué sentido tiene el dolor?

«Tanto la pierna izquierda como la espalda me duelen casi continuamente.

»Y después de treinta años, aún no me he acostumbrado a ello. No obstante, cada día le doy gracias a Dios precisamente por ese dolor, que a veces me deja totalmente agotada.

»A lo largo de los años, al rezar sobre mi dolor, que a veces puede llegar a ser tan severo como para obligarme a pedirle a Dios que lo alivie, me he sentido transportada a otra dimensión, en la que impera la paz.

»¿Podría haberla alcanzado sin esos años de dolor? Jamás lo sabré, pero a mí solo se me abrió después de cruzar la barrera del dolor.»

Traigo aquí el testimonio de una mujer norteamericana que da una explicación muy personal, hecha con su propia vida en medio de la enfermedad, de cómo Dios permite nuestro sufrimiento porque tiene con él un propósito.

El sufrimiento es casi siempre difícil de aceptar, y quizá ha de transcurrir el tiempo, a veces muchos años, hasta descubrir lo positivo de todo aquello. Hasta encontrar una razón en lo que ahora no vemos quizá más que algo terrible y absurdo.

No suele entenderse bien el sufrimiento en el momento mismo en que llega. Sucede algo parecido a lo que comprobamos cada mañana a la hora de salir de la cama. Cuando suena el despertador —y siempre parece que se adelanta a su hora—, la gran mayoría de las personas está en muy malas condiciones para meditar sobre las razones por las que ha de superar la pereza y levantarse. Si uno se descuida, puede —contra toda lógica y a costa de atropellar sus obligaciones— arrebujarse entre las mantas durante diez o veinte minutos suplementarios, o muchos más, totalmente convencido de que ayer ajustó mal el despertador, o de que anoche tardó mucho en dormirse, o de que ha tenido una noche muy mala, mientras piensa que esos minutillos de sueño aliviarán sin duda el dolorcillo de garganta que amenaza…, probablemente más en la imaginación que en la propia garganta. Es verdad que algo se sufre al levantarse, pero a los pocos minutos uno suele ya ver en su debida perspectiva el acierto de haber afrontado ese sufrimiento y haber saltado de la cama. Lo normal es que tenga que pasar un poco de tiempo hasta encontrar sentido a cualquier sufrimiento. Lo raro sería que uno se despertara todos los días fresco como una rosa.

El dolor siempre tiene algo que decirnos. “El verdadero dolor —decía Fiódor Dostoievski—, el que nos hace sufrir profundamente, hace a veces serio y constante hasta al hombre irreflexivo; incluso los pobres de espíritu se vuelven más inteligentes después de un gran dolor.” El sufrimiento une a las personas, las abre a la compasión, y las hace volverse en busca de las causas de las cosas. Las hace más comprensivas, más sensibles a la pena y a la soledad de otros. Es quizá uno de los principales ingredientes de la maduración afectiva de las personas. Por eso decía Niccolò Tommaseo que el hombre a quien el dolor no educó, siempre será un niño.

Alfonso Aguiló