El aparato locomotor también puede producir síndromes patológicos diversos, más o menos importantes, en los niños y voy a empezar por el que aparece en la edad más temprana y que además tiene un nombre rarísimo: «Offensa capitis.» Los angloparlantes le llaman «headbanging» y en castellano la verdad es que no sabemos cómo llamarlo. Consiste en una conjunción de balanceo del cuerpo y golpes de la cabeza contra los barrotes de la cuna o contra las paredes y que desaparece a los tres o cuatro años como mucho.
Se han buscado muchas explicaciones para este curioso fenómeno, tales como autoerotismo, carencia de cuidados maternales, insuficiencia de posibilidad de movimientos e insensibilidad al dolor. El caso es que se pasa solo, pero asusta mucho a los padres por los posibles daños que pueda hacerse en la cabeza y hasta molesta a los vecinos por los ruidos que hace el niño durante la noche, pues es a esta hora cuando más lo hace.
En algunos casos raros el fenómeno de balanceo, sin los golpes en la cabeza, puede prolongarse hasta la preadolescencia como uno que vi hace algunos años (hoy es una perfecta madre de familia) que, con doce años, tenía que balancearse para coger el sueño, al mismo tiempo que se metía los dedos índice y meñique en la nariz y el gordo en la boca, y que cedió rápidamente con un tratamiento de descondicionamiento.
Otro hábito muy conocido es el de la «onicofagia» o hábito de morderse las uñas, que se da en un 25% de la población infantil, con un máximo de frecuencia entre los diez y los doce años, preferentemente en niñas. Las terapéuticas coercitivas como castigos, regaños, colocación de esparadrapos o untar los dedos en acíbar u otros productos que saben mal, no suelen dar resultado en la mayoría de los casos, siendo lo más acertado tratar la tensión subyacente que existe en un buen número de ellos y utilizar también técnicas de descondicionamiento.
La «tricotilomanía» o hábito de tirarse de los pelos hasta arrancárselos y llegar a producir en ocasiones verdaderas calvas, no es tampoco una rareza y también mucho más frecuente en las niñas que en los niños. Los pelos que se arrancan suelen ser los de la cabeza, pero también los de las cejas y pestañas y, en menor proporción, los de axilas y pubis. Se han intentado mil explicaciones para esta conducta, pero ninguna resulta convincente del todo; lo que sí es cierto es que muchas veces coincide con estados depresivos o con conflictos familiares que hay que tratar adecuadamente, acompañándose de técnicas de descondicionamiento que son las más efectivas.
Con otra palabreja rara, «bruxomanía», se conoce el hecho mucho más vulgar, en niños pequeños, de rechinar los dientes, y que tan desagradable resulta para los que están alrededor y que, en cierto modo, está relacionado con estados de nerviosidad como el producido por el picor que producen las conocidas «lombrices» en el ano de los niños (esto y dormir con los ojos abiertos eran signos patognómicos para las madres de la presencia de estos parásitos intestinales). Lo mejor es tener paciencia y dejar que se pase solo, pero si dura mucho hay que descondicionar el hábito como se hace con los anteriores.
Los tics Por su frecuencia, consecuencias sociales y resistencia a los tratamientos son especialmente importantes los llamados «tics», conociéndose con este nombre los movimientos bruscos, rápidos, involuntarios, de presentación irregular y sin finalidad alguna. Su ejecución va precedida de un impulso irresistible cuya representación produce malestar, pero que, mediante un esfuerzo voluntario o una distracción involuntaria, pueden disminuir en frecuencia e intensidad al mismo tiempo que desaparecen casi totalmente durante el sueño.
Los tics se dan más en niños que en niñas, más en éstos que en adultos y pueden ser muy variados en su expresión. Tenemos tics de cara (parpadeo, guiños, muecas, sacar la lengua) que son los más frecuentes; de cuello y cabeza (afirmación, negación, saludo); de hombros (encogerse de hombros); de tronco (inclinarse); respiratorios (hipos, tos); fonatorios (carraspeos, gruñidos) y verbales (repetición de sílabas, palabras y aun frases, con tendencia a la coprolalia).
La edad en la que aparecen con más facilidad es la escolar y, en total, suponen de un quinto a un décimo de esta población. En unos casos aparecen durante una temporada y luego desaparecen, quizá se repitan alguna otra vez, pero acaban por quitarse; en otras ocasiones se cronifican y son muy difíciles de extirpar, si bien tienen temporadas de mejoría y empeoramiento.
El tratamiento consiste en técnicas de relajación y de descondicionamiento (poner al niño y a la madre delante de un espejo para que aquel repita voluntariamente los movimientos que hace involuntariamente) y en el uso de tranquilizantes y neurolépticos no muy incisivos.
Existe una forma especialmente grave de los tics que se conoce con el nombre de «Enfermedad de Gilles de La Tourette» en recuerdo de este psiquiatra francés que la describió en 1885 y que ahora los americanos la han rebautizado como T. S. (Tourette’s syndrome). Consiste este cuadro clínico en tics motóricos y verbales al mismo tiempo, con una especial relevancia de ruidos guturales y de emisión de palabras obscenas y malsonantes.
Aunque el síndrome en sí puede llegar a desaparecer, dura mucho más tiempo que los tics corrientes, a veces se puede ver hasta en la edad adulta y es frecuente que se acompañe de problemas de conducta como terquedad, rebeldía o agresividad. Parece ser que se debe a un trastorno genético relacionado con la enfermedad obsesivo-compulsiva. El único tratamiento a que obedece algo este grave síndrome es el farmacológico, aunque dada la gran cantidad de tiempo que hay que administrar el medicamento, se llegan a producir síntomas de intolerancia hepática.
Los niños «manazas» De vez en cuando aparece por la consulta, no muchas veces porque el problema suele preocupar poco a los padres, a no ser que sea de gran intensidad, un niño que es desmañado, torpe, rompe lo que cae en sus manos y, en conjunto, al que se le puede denominar patoso, pues ha presentado problemas de coordinación motora desde que era pequeño.
A este cuadro se le denomina «dispraxia evolutiva» y sus síntomas son los de que, desde sus primeros meses, han sido lentos para sentarse, gatear, guardar el equilibrio, andar, coger objetos, hacer torres con cubos de madera o plástico, meter objetos de diversas formas (bolas, cubos, rombos, etc.) en sus agujeros correspondientes, manejar el lápiz o el bolígrafo, cortar con tijeras, abrocharse y desabrocharse los botones, vestirse o hacerse los nudos de los cordones de los zapatos.
Más tarde se le va notando cada vez más su inhabilidad: se le caen los objetos de las manos y los rompe, claro, la plastilina se le resiste, sus dibujos están muy mal hechos, su escritura resulta casi ilegible y ¡ay!, cuando llega la hora de jugar y correr se cae al suelo más veces que los demás, le cuesta chutar al balón y no digamos regatear en el fútbol y, en fin, que no son capaces de meter una pelota en un aro de baloncesto.
Lo peor es que el niño, según va pasando el tiempo, se va dando cuenta de su problema, se va acomplejando y, o se deprime y aísla o se torna agresivo en defensa de su autoestima.
Su causa no es bien conocida, puede ser genética, yo vi este cuadro en dos gemelos hace algún tiempo, o puede obedecer a pequeñas lesiones cerebrales del momento del parto que afectan solamente al área de coordinación psicomotriz. El diagnóstico no es difícil y desde el viejo test de Oseretsky se han multiplicado las pruebas que ponen de manifiesto estas inhabilidades.
El tratamiento consiste en una reeducación psicomotriz hecha en un centro y por un personal muy bien cualificado y empezada lo más pronto posible, pues la precocidad en esta terapéutica es fundamental. Debe de hacerse una psicoterapia de apoyo en caso necesario cuando se presenten problemas emocionales.
La parálisis cerebral El gran problema motórico, aunque afortunadamente cada día va siendo menor su número, es el que constituye las «parálisis cerebrales», pues aún suponen entre el uno y medio y el tres por mil de la población general infantil.
La historia no comienza con un psiquiatra o un neurólogo, sino con un tocólogo inglés, J. L. Little, que describió el cuadro en 1853 y que, en un segundo trabajo en 1863, lo relacionó con dificultades en el parto, siendo curioso que S. Freud, antes de fundar el psicoanálisis, se ocupó detenidamente de él.
Su sintomatología es muy compleja pero lo principal son las parálisis, más bien paresias (parálisis incompletas), que pueden afectar a uno o a varios miembros (monoplejías, hemiplejías, paraplejías) que se acompañan generalmente de espasticidad, y por ello posteriormente de contracturas, rigidez, movimientos atetósicos (reptantes) de los dedos de las manos, ataxia o falta de equilibrio y, algunas veces, temblores. Estos síntomas principales se suelen acompañar de trastornos sensoriales como hipoacusia, estrabismo, nistagmus (movimientos horizontales rápidos de los ojos), trastornos del lenguaje del tipo de disartria por incoordinación bucolingual y crisis convulsivas en el quince a veinte por ciento de los casos. En casos raros puede haber hipotonia en vez de espasticidad.
Muy importante es la presencia o no de deficiencia mental, cosa que no sucede en todos los casos ni mucho menos, aunque en la mayoría de ellos lo parezca. Respecto a esto último puedo asegurar que en toda mi vida profesional he visto cometer tantos errores como en la determinación de la capacidad mental de estos niños, sobre todo si son menores de tres años. Veamos un ejemplo: un niño de dieciocho meses deberá, según los tests, hacer una torre de tres cubos o sacar una bolita de una botella. No lo harán, ni un deficiente mental ni un paralítico cerebral, el primero porque no sabe, el segundo porque no puede y por ello habrá que valorar como positiva la intencionalidad en la ejecución de lo que se le pide hacer, aunque no consiga hacerlo bien y del todo.
El tratamiento de estos niños ha de comenzarse desde el primer día que se diagnostican, va que la rehabilitación precoz es fundamental para que se pongan en funcionamiento las partes del cerebro que no están dañadas por la lesión y sustituyan a las lesionadas, además de evitar la aparición de contracturas y posturas viciosas que después son difíciles de corregir, siendo en este cuadro clínico en el que el famoso Método de Filadelfia o de Doman Delacato, encuentra su principal indicación.
Si importantísimo es el tratamiento físico no lo es menos el psicológico, sobre todo en los casos de normalidad del desarrollo intelectivo, pues se pueden producir conductas reactivas que marcarán profundamente la evolución de la personalidad. Estas reacciones pueden ser: de excesiva su misión y pasividad, de agresividad con conducta tiránica y colérica y de, y esto es lo más frecuente, depresión, apatía y tristeza.
A los padres hay que decirles que estas reacciones dependen en gran parte de su actitud, va que ésta puede ir, desde una hiperprotección que les anula aún más, hasta un rechazo, inconsciente las más de las veces, que se manifiesta en forma de una exigencia de perfeccionismo que pretende unos resultados que jamás se podrán alcanzar con ningún tratamiento.
Y ahora les contaré el caso de un niño afecto de esta enfermedad en un grado bastante intenso, pero muy inteligente, al que después de bastante tiempo de tratamiento conseguimos que anduviera solo aunque con alguna dificultad; un día, los padres de este niño, que parecían muy contentos con estos resultados, nos propusieron, cuando el niño tenía diez años, que lo preparáramos para que hiciera su Primera Comunión, cosa que así hicimos. Cuál no sería nuestra sorpresa cuando nos enteramos ¡que el niño había hecho su Primera Comunión completamente solo! No asistió más que la familia, ni hubo fiesta alguna. Era evidente que los padres, bajo la apariencia de un gran cariño, se avergonzaban del defecto físico del hijo y ocultaban al niño marginándolo de la sociedad con otros niños que, contra lo que creen muchos padres, son más comprensivos y cariñosos que muchos adultos.
Los problemas con la idea del cuerpo Hablemos por último de unos conceptos que tienen mucha relación con los problemas motóricos, los referentes al esquema corporal, es decir la noción que cada uno tiene de su propio cuerpo y los de la preferencia lateral, es decir si somos diestros o zurdos, cosa que depende de nuestros hemisferios cerebrales.
Un niño pequeño no sabe lo que es derecha o izquierda y eso lo va aprendiendo con los años, aunque a veces, en los niños disprácticos antes citados llegan a mayores sin saberlo muy bien. En el ejército había reclutas a los que se les ponía un ladrillo en la mano derecha para que no dieran media vuelta en sentido contrario, pues arrastraban ese trastorno espacial desde que eran niños y nadie se lo había corregido.
Lo normal, es decir, lo más frecuente, es que seamos diestros y utilicemos preferentemente nuestra mano, pierna y ojo derechos y, a los que les sucede lo contrario, se les llama zurdos, conociéndose como ambidextros a los que manejan igual de bien el hemicuerpo derecho que el izquierdo.
Antes se pensaba que ser zurdo era un defecto y hasta se consideraba de mala educación comer con la mano izquierda; en los colegios se les reprendía, hasta se les ataba esta mano izquierda, creándose así lo que después se han llamado zurdos contrariados, que acababan por no saber hacer nada bien ni con una mano ni con la otra. Hoy día este concepto peyorativo de la zurdería ha desaparecido prácticamente aunque no sea más que viendo lo bien que juegan al tenis algunos jugadores zurdos o los proyectos de arquitectos o ingenieros hechos con la mano izquierda. Bien es verdad que todavía tienen algunos problemas como el utilizar unas tijeras que normalmente tienen el filo al revés para ellos o el bajar una escalera agarrándose a la barandilla, que tendrá que hacerlo a contracorriente.
Para conocer cuál es la dominancia lateral se utilizan unas pruebas muy simples: hacer al niño que simule que clava un clavo, se lave los dientes y se peine o reparta cartas o enhebre una aguja realmente, todo ello para las manos. Chutar con una pelota, jugar a la raya o ir a la «pata coja» para las piernas. Mirar por un agujero hecho en un papel, o por un tubo de cartón y simular que apunta con una escopeta guiñando uno de los ojos para ver la preferencia ocular.
Una vez hechas las pruebas nos darán los tres posibles resultados de: – Lateralidad bien afirmada, diestra o zurda. – Lateralidad cruzada, por ejemplo: ojo y pierna de predominio derecho y mano de predominio izquierdo. – Lateralidad mal afirmada, cuando no hay un claro predominio ni derecho ni izquierdo (da cartas con la mano derecha y enhebra con la izquierda).
Si se encuentran lateralidades mal afirmadas o cruzadas conviene afirmar la que sea más dominante mediante ejercicios de psicomotricidad.
En esto de la lateralidad parece haber un factor hereditario, aunque no sea dominante (yo tengo una hermana y uno de mis cinco hijos zurdo, que por cierto es un jaquecoso, cosa que parece ser más frecuente en ellos, y yo mismo, que soy diestro, me pongo el cinturón al revés que todo el mundo).