La confirmación de la sentencia de muerte por lapidación a una mujer nigeriana entraña una brutalidad que viola los principios jurídicos y morales fundamentales. Sobre ella recaen todas las objeciones que la civilización opone a la pena de muerte. Pero en este caso se da además la más abismal desproporción entre una pena, ya de por sí injusta y desmedida, y el delito castigado, que es el adulterio cometido por la mujer. Esta última circunstancia entraña además una violación del principio de no discriminación por razón de sexo. El tribunal ha tenido a bien hacer una concesión «humanitaria». Dado que la adúltera cría en la actualidad a un bebé, se pospone la ejecución de la pena hasta 2004 para permitir que la mujer pueda completar el periodo de lactancia. El ensañamiento que entraña el retraso de la ejecución aumenta la barbarie. La pena de muerte, generadora de condenados a la orfandad.
Es posible que este inhumanitario retraso pueda ser aprovechado por la comunidad internacional para presionar al Gobierno de Nigeria, que admite la aplicación en parte de su territorio de la ley islámica, e impedir la comisión del crimen legal. Aunque no es imposible que algún intérprete extravagante del multiculturalismo interceda para protestar por una nueva intromisión del imperialismo occidental. La verdad es que sólo es posible oponerse a desmanes como éste a partir de la creencia en la existencia de principios universales de justicia. Para que no falte oprobio, los verdugos pretenden actuar en el nombre de Dios cuando se diría que lo hacen más bien en el del demonio. No se ha confirmado una sentencia judicial sino un acto de barbarie.