El proceso de la construcción de la unidad política europea atraviesa ahora su etapa constituyente, presidida por un fuerte debate entre federalistas y realistas, e incluso escépticos. El futuro de Europa depende ahora del texto de la Constitución elaborado por la Convención presidida por Giscard. El Preámbulo, en su quizá natural intento de contentar a todos, o, por lo menos, a los más posible, ya ha suscitado polémica. Después de una extraña referencia a Europa como un «continente portavoz de civilización», el texto añade que además se inspira «en las herencias culturales, religiosas y humanistas» de Europa. Tras referirse a los orígenes helénicos y romanos de nuestra civilización, el Preámbulo menciona la herencia del Siglo de las Luces. Una vez más se consuma el injusto o ignorante olvido de la tradición medieval. Ese intento patente de contentar a todos se manifiesta también en las referencias a los «pueblos», los «Estados» y los «ciudadanos». El eclecticismo, como vía hacia el consenso aparente.
El texto redactado responde así a la polémica que ya se había suscitado sobre la conveniencia o no de una referencia expresa a las raíces espirituales cristianas de la civilización europea. Muchas son las voces que reclaman un reconocimiento expreso de que la identidad europea se encuentra íntimamente vinculada al cristianismo. Los sectores laicistas y anticlericales se oponen y temen que una referencia de esas características pudiera entrañar una especie de tutela intelectual del proceso de construcción política europea por parte de la Iglesia Católica. No ha habido consenso para mencionar a Dios o al cristianismo. Giscard ha pretendido zanjar la polémica mediante un término medio que está, de hecho, más cerca de la segunda opción que de la primera, al optar por una «pudorosa» mención a la herencia religiosa de Europa. Lo que es lo mismo que una alusión, algo vergonzante, al cristianismo sin mencionarlo expresamente.
No es una cuestión que dependa de un texto constitucional el hecho de que la religión cristiana, junto a la filosofía griega y al Derecho romano, la democracia liberal y la ciencia natural, aunque no todos ellos posean la misma jerarquía, constituye uno de los cimientos que sustentan nuestra civilización y su acción en la historia. Eso no depende de que lo reconozcan o no Giscard o los constituyentes. Por otra parte, la Ilustración y los valores democráticos y liberales no nacen como reacción contra el cristianismo, sino que, por el contrario, son imposibles sin su influjo. Europa no se entiende sin su adhesión secular a los valores y principios del personalismo cristiano. Y la democracia liberal tampoco. La Constitución puede optar por unos principios jurídicos u otros, pero no puede cambiar la realidad histórica. Acaso algunos anticlericales vocacionales y ateos de salón sean en el fondo cristianos, como el burgués hablaba en prosa, sin saberlo. Una Constitución que respete la libertad religiosa y la separación entre la Iglesia y el Estado no tiene por qué ser además una Constitución anticristiana, pues el cristianismo ha asumido esos principios. Pero ya se sabe que existe un laicismo que pretende relegar la religión al ámbito privado.
La omisión directa del cristianismo en el texto del Preámbulo constitucional no es cuestión menor. Naturalmente, tiene aún que superar una serie de trámites hasta ser aprobado. Tal vez en ese proceso se remedie la torpeza. En cualquier caso, no es el cristianismo el que necesita a la Constitución europea, sino ésta la que depende y necesita de aquél.