Allí donde se niega la realidad personal del hombre sabemos que se ha instalado la inmoralidad. Y niega la dignidad de la persona todo aquel que la trata como medio y no como un fin en sí. Aunque quien lo haga sea uno mismo. También es posible negarse a sí mismo la condición de persona y tratarse como medio y no como fin. Lo vemos todos los días en los medios de comunicación. El periodista que vulnera la intimidad para realizar un reportaje atenta contra el derecho ajeno. Trata al otro como pieza que se cobra, como medio para sus fines. Quien vende su intimidad a cambio de dinero trata a su propia persona como medio y, por lo tanto, se deshumaniza. En este caso, el periodista es cómplice, incluso coautor, de la abyección.
El escritor que busca el éxito y la risa halagadora mediante la reducción de una persona a la condición de objeto de escarnio, por más que ésta pueda dar motivos para ello, incurre en la misma inmoralidad. Toda burla incluye la deshumanización del burlado, su cosificación. Estos comportamientos entrañan la vulneración de la moral y, en muchos casos, también del Derecho.
Existe un caso en el que la degradación, por ser consentida, alcanza quizá el mayor nivel de envilecimiento. En este supuesto, el consentimiento no atenúa la responsabilidad. Es aquél en el que una persona acepta ser insultada y sometida a la violación de su intimidad a cambio de dinero. La deshumanización se produce por partida triple. Se deshumanizan tanto el infamado voluntario, como el periodista coautor, más que testigo, como el espectador. Quien piense que el consentimiento atenúa o borra la culpa se equivoca. Por el contrario, la aumenta. El caso corrobora la falsedad de la tesis que pretende que todo lo que realizan adultos mediante el uso de su libertad es legítimo moralmente. Otra cosa es que haya que tolerarlo jurídicamente. Pero esto no tiene nada que ver con la legitimidad del juicio moral adverso. Mas nada de esto existiría si no fuera por la culpable complicidad de los espectadores. Constituye por eso un deber no leer a escritores ni contemplar u oír programas en los que el asunto no es otro que la deshumanización y la reducción de la persona a mera cosa. Y, por supuesto, en los medios de comunicación públicos estos programas deben ser excluidos, por mayoritaria que sea la audiencia. Por cierto, esto desmiente también la falsa tesis de la soberanía moral de la mayoría.
Los productores de basura no pueden diluir su responsabilidad apelando al ilegítimo tribunal de la audiencia. Ésta no hace sino incrementar las proporciones de su indignidad. Pero el espectador nunca es inocente, pues sin su anuencia no sería posible perpetrar el mal.