En 1913, elogiando el libro «Ideas» para una concepción biológica del mundo, del barón Von Uexküll, escribió Ortega y Gasset: «No conozco sugestiones más eficaces que las de este pensador para poner orden, serenidad y optimismo sobre el desarreglo del alma contemporánea». Magnífica fórmula: «desarreglo del alma contemporánea». Y el desarreglo no ha hecho sino desarreglarse aún más. Por eso, nada hace quizá tanta falta hoy como el orden, la serenidad y el optimismo. Creo advertir las raíces de este desorden en anomalías que operan en el fondo de las creencias y de las ideas filosóficas vigentes, en el subsuelo donde se asienta nuestra concepción del mundo. La filosofía es ocupación seria y minoritaria que no puede ni debe aspirar a mandar, pero de la que depende, en medida mayor de la que se imagina, el nivel intelectual y moral de los hombres y de las sociedades.
En nuestros días, no existe una filosofía vigente y las que gozan de una moda o un éxito pasajeros, o no son filosofía o lo son de un modo deficiente o fraudulento. Vivimos instalados en tópicos filosóficos erróneos y, lo que es quizá aún peor, extemporáneos, arcaicos, propios del siglo pasado y aún del XIX. No es posible vivir en forma en el siglo XXI con ideas y creencias viejas de doscientos años. El examen de las polémicas en torno a la modernidad confirman, a mi parecer, este melancólico diagnóstico. Unos se obstinan en vivir de un racionalismo utópico de raíz cartesiana incapaz de aportar soluciones a la altura del tiempo. Otros, conscientes de este fracaso, levantan acta de defunción de la razón y se refugian en el nihilismo o la extravagancia o también en un «pensamiento débil», contradicción en los términos, pues si algo ha de ser fuerte es el pensamiento. Y no faltan quienes nos invitan a un viaje imposible al pasado, pues éste es siempre lo que no puede volver. ¿Es que estamos acaso condenados a elegir entre el materialismo y la irracionalidad? Lo uno y lo otro es, además de falso, anticuado e inservible. Y lo más descorazonador es que las ideas filosóficas que podrían salvarnos del marasmo existen y han sido pensadas a lo largo del siglo XX. En realidad, nos basta con tomar posesión de ellas y continuar la labor. Pero esto requiere inteligencia y modestia, extrañas virtudes que suelen transitar juntas, y no ignorancia y petulancia, extendidos vicios que también suelen viajar en fraterna comunión.
Mientras no se ponga orden, serenidad y optimismo en este desarreglo del alma contemporánea, todo marchará a trompicones y patas arriba. Aristóteles decía que el temperamento intelectual oscila entre el entusiasmo y la melancolía. Incluso de esta última cabe sacar fuerzas para el optimismo.