Ignacio Sánchez Cámara, “El espejo en las letrinas (sobre la telebasura)”, ABC, 25.II.02

La «telebasura» es una realidad abominada por todos pero que triunfa en todas partes. «Telebasura» es una de esas palabras tan rotundas y perfectas que sirven para que todos nos pongamos de acuerdo siempre que no nos preguntemos por su naturaleza y contenido. Me temo que hay más «telebasura» de la que parece, que no es poca, pues existe una que se camufla de respetabilidad, y consigue engañar. Es la basura con rostro humano. Pero también es cierto que no todo es basura y que la televisión tampoco merece el dictamen incondicional y condenatorio que han emitido algunos intelectuales. El ensayo de Gustavo Bueno Telebasura y democracia, que analizó anteayer ABC Cultural, va presidido por una afirmación de perfiles inquietantes: «Cada pueblo tiene la televisión que se merece». Ella sería espejo que nos devuelve nuestro propio rostro, la efigie veraz de nuestra miseria cultural. El espejo sería inocente; la sociedad, culpable. Ya habrá tiempo y ocasión para comentar el ensayo de Bueno. Me limitaré hoy a una mínima reflexión sobre este dictamen, que parece presuponer la soberanía de la demanda y, por lo tanto, la culpabilidad del pueblo soberano.

Ciertamente la telebasura se extinguiría si el público le diera la espalda. El espectador no es inocente, a menos que se trate de un sujeto inimputable, privado de libertad y exento de responsabilidad. No habría basura en la pantalla sin la culpable complicidad del dedo que pulsa, o no pulsa, la tecla y del ojo inerte que mira. Los programadores de muladar arguyen que ellos se limitan a dar al público la dosis de basura que implora. Ofrecen un servicio público, masivamente reclamado, que convierte la televisión en una letrina intelectual y moral. Pero esta estrategia, que exhala el aroma de la culpabilidad, omite que la demanda de estiércol audiovisual resulta, en gran parte, inducida por la oferta. De este modo los programadores, las empresas, el Gobierno y las Comunidades Autónomas se convierten en corresponsables de la pestilencia por acción u omisión. Ciertamente, no he visto manifestaciones masivas que reclamen debates sobre la épica griega, ni más conciertos de Debussy en las pantallas, pero tampoco se implora la basura, sino que ésta sale con naturalidad de mentes flacas de escrúpulos. La televisión no es el espejo que refleja el rostro intelectual y moral de la sociedad. Es, si acaso, una perspectiva más, no la más favorable. Si es un espejo, cosa que el concepto de «telebasura fabricada» de Bueno, en gran parte negaría, no refleja toda la realidad, sino sólo la más miserable y deforme y, en muchos casos, una basura fabricada expresamente para su pública exhibición. El ojo no es inocente, pero tampoco es el único ni el principal culpable. Si colocamos un espejo en un muladar, sólo reflejará basura.