El anticlericalismo es la otra cara errónea del error clericalista. Ambos se necesitan. Todo error necesita del error simétrico de su antagonista para justificarse. Pero lo que hay que oponer al error no es otro de naturaleza opuesta sino la verdad. El anticlericalismo en España tiene un sueño ligero y el más leve ruido basta para despertarlo de su secular sopor. La borrasca veraniega de Gescartera ha bastado para despertar al adormecido sesteante ilustre. Para el viejo monstruo latente no es preciso esperar ni al resultado de las investigaciones ni a la labor de las comisiones ni al trabajo de los jueces. La suerte está echada. La Iglesia, así, en general, sin matices, es culpable. Al fin y al cabo, para los azotadores de sotanas, la Iglesia lleva ya veinte siglos de culpabilidad. Lo más gracioso del anticlericalismo es que se pretende hijo de la Ilustración cuando es vástago de la ausencia de ilustración y de la falta de información. Ha bastado que parte de una Orden o de una diócesis o de lo que sea, tanto da, haya colocado parte de sus ahorros en Gescartera para que se desate la caja de los truenos anticlericales. No importa que lo hayan podido hacer en la condición de timadores o timados, lo que no es exactamente lo mismo. No importa que la inversión bursátil constituya una opción legítima para todos los ciudadanos. Si el inversor es eclesiástico, deviene especulador sin escrúpulos.
El anticlerical nunca deja que un hecho le destroce un bonito argumento. Por eso se acoge a la desinformación como al más nutricio suelo materno. Lo mejor es la generalización. El matiz queda para los tibios y colaboracionistas. Que el pueblo llano no entiende de sutilezas y matices. «La Iglesia -así, en general y con mayúsculas- invirtió al menos 2.500 millones de pesetas en Gescartera». ¿Para qué permitir que una investigación sobre la estructura económica de la Iglesia desmonte un lindo titular? Poco importa que no exista un poder financiero unificado en el seno de la Iglesia. Poco importa que cada unidad administrativa o diócesis sea administrada independientemente de las demás. Poco importa que ni siquiera el obispo fiscalice las cuentas de otras entidades administrativas que actúan en su diócesis. Lo que importa es la escandalosa generalización. Tampoco importa que invertir en Gescartera sea lícito y que el problema resida en que muchos inversores hayan podido ser estafados. Para el buen anticlerical, la Iglesia siempre estará del lado de los estafadores.
El buen anticlerical, sobre todo si milita en las filas opositoras socialistas, no dejará pasar la ocasión de la estival serpiente bursátil para plantear la necesidad de revisar los acuerdos económicos entre la Iglesia y el Estado. Poco importa el principio de igualdad ante la ley. Poco importan Cáritas, Manos Unidas u otras menudencias filantrópicas. Poco importa que la Ley Orgánica de Libertad Religiosa, que establece la cooperación del Estado con las confesiones religiosas, fuera votada por unanimidad en el Congreso de los Diputados. Lo que importa es que la Iglesia deje de recibir las subvenciones a las que tienen derecho las más estrafalarias organizaciones que persiguen los más extravagantes fines, porque algún grupo o diócesis o lo que sea, qué importa, ha invertido, pecado nefando, en Gescartera. Aun descontada la mala fe, no probada, de los eclesiásticos inversores, a nadie se le ocurriría pedir la supresión de la subvención a UGT por el fraude de la PSV. Pero el anticlericalismo tiene razones que la razón ignora. Cuando se trata de la Iglesia, el bien es atribuido a la parte y el mal al todo. Es la forma de entender la justicia del viejo, añejo, rancio y arcaico anticlericalismo. Lo del «neo» no deja de ser sino piadoso recurso retórico, pues la patología es vieja, demasiado vieja.