La polémica planteada por la imposición gubernamental de la nueva asignatura de Educación para la Ciudadanía no es un nuevo episodio de la vieja querella religiosa, ni del superado problema escolar, resueltos por la Constitución vigente, sino una cuestión de libertad que enfrenta a conservadores y liberales, por un lado, y a socialistas y comunistas, por otro, o incluso a demócratas (liberales) y a filototalitarios. Pues si la Iglesia Católica tuvo en el pasado una hegemonía educativa abusiva, la solución no es su sustitución por una hegemonía estatalista y laicista de signo opuesto, sino la libertad. Si en el pasado existió la asignatura, impuesta y sesgada, de Formación del Espíritu Nacional, la solución no es su sustitución por una alternativa, igualmente impuesta y sesgada. Del mismo modo que los males de la hegemonía de los vencedores en la guerra civil no se cura con una tardía e imposible victoria de los vencidos, sino con la libertad de todos y la reconciliación.
La mayoría parlamentaria, por lo demás tan exigua que deja fuera casi a la mitad de los ciudadanos, carece de legitimidad (aunque, por los errores de nuestra legislación, que no exige mayoría cualificada para los grandes textos legales educativos, no de legalidad) para imponer una enseñanza moral obligatoria. Ni siquiera podría hacerlo una mayoría más amplia, pues la educación es un derecho (y un deber) fundamental de los ciudadanos que corresponde ejercer a los padres. Aunque se tratara de una mera formación cívica, no es posible llevarla a término sino a partir de ciertos principios morales. Entonces, sólo habría sido legítima su implantación (y aún esto sería dudoso) si hubiera contado con la adhesión de, al menos, los dos grandes partidos nacionales. La pretensión del Gobierno de que se trata de inculcar unos principios mínimos de buena ciudadanía compartidos por todos choca ante el argumento incontestable de que la oposición y centenares de miles de padres no están de acuerdo. No se puede caracterizar como aceptable para todos lo que no es aceptado por todos. Aquí la prueba es irrefutable. No puede aspirar a defender la libertad quien impone algo violentando la libertad de muchos. Y todo esto vale, sin entrar a considerar si los programas y los contenidos de los libros de texto son buenos o malos, acertados o erróneos. Basta con que no haya consenso para que exista vulneración del derecho a la elección por los padres de la educación moral de sus hijos. En cualquier caso, ningún gobierno ni ninguna mayoría minoritaria parlamentaria posee derecho para definir lo que es ser un buen ciudadano y determinar su contenido e imponerlo.
Una prueba más de que el Gobierno no actúa en favor de la libertad la suministra el hecho de que la nueva asignatura se presenta como obligatoria y no como optativa. Si es la formación cívica del Gobierno y sus aliados, entonces que se ofrezca como optativa, pero que no se imponga a todos. Estas son algunas de las razones que justifican el rechazo de muchos ciudadanos, instituciones y asociaciones, e incluso el eventual recurso a la objeción de conciencia. No se trata aquí tanto de un derecho como de un deber. Si un padre estima que la asignatura forzosa impone a sus hijos principios morales o una concepción de la buena ciudadanía que no comparten, deben oponerse a que sus hijos reciban una educación contraria a su criterio. Para ello le ampara no sólo la fuerza del deber sino también la Constitución.
En cualquier caso imponer algo en nombre de la libertad, parece abusiva contradicción en los términos. Ni el Estado, ni el Parlamento, ni el Gobierno, ni, por supuesto, la Iglesia, ni ninguna otra institución, pueden aspirar al monopolio de la educación moral ni a la determinación de los atributos y condiciones de la buena ciudadanía. Un Gobierno que se introduzca, y más si lo hace sin acuerdo con la oposición y de manera obligatoria e impositiva, se desliza por la pendiente antiliberal que conduce al totalitarismo. Por eso, decía al principio que se trata de una pura cuestión de libertad. El Estado es el garante del ejercicio del derecho a la educación, pero su pretensión de dirigir la educación y determinar sus contenidos morales lo convierte, en ese aspecto en un poder ilegítimo. En realidad, la intención del Gobierno al imponer esta nueva asignatura resulta muy claro: generar una educación moral y cívica afín a sus orientaciones e intereses, que le permita crear un estado de opinión favorable a sus principios y programas que, en última instancia, favorezca su pretensión de marginar a la oposición y perpetuarse en el poder. Pero someter la educación, el bien público y privado más elevado que existe en una sociedad, al dictado del poder constituye un atentado mortal contra la libertad. Educación para la Ciudadanía, tal como se ha planteado, no es sólo una cuestión de concepciones morales en conflicto, sino un asunto que afecta a las libertades fundamentales de los ciudadanos: una cuestión de libertad.