“Amarse es maravilloso. La amistad lo es. El que tres muchachos en la Nochevieja no caigan en la barata-falsa alegría que parece la etiqueta obligada de esa noche y se dediquen al maravilloso deporte de hablar como verdaderos hombres, también eso me parece un milagro.
Y es que tal vez los hombres vivimos demasiado en nuestra superficie. Y en la Nochevieja elevamos a dogma esa superficialidad, reímos, bebemos, nos alegramos porque así está mandado, pero nunca somos más falsos que en esas alegrías.
Y, sin embargo, debajo de esa piel de superficialidad todos los hombres tenemos un alma. Un alma ardiente de necesidad de amistad. Y la tenemos a la pobrecita olvidada dentro de nosotros, anestesiada, dormida. Nos da vergüenza sacar a la calle su necesidad de amor. Y parecemos frívolos por un tonto pudor de decir lo que dentro tanto necesitamos.
Por eso me alegra tanto el que unos jóvenes charlasen esa noche. No para decir bobadas, no para contarse chistes, no para matar esa noche como un símbolo de la vida que se nos escapa. Sino que hablasen con las almas desnudas. Forzosamente allí tenía que estar Dios. Porque Él está siempre donde unos hombres y unas mujeres lo son verdaderamente. No donde las marionetas que nos fingimos sustituyen a nuestras verdaderas almas. Fue un milagro, sí. Uno de esos milagros que habría en nuestras vidas si tuviéramos los ojos abiertos.
Un amigo me escribe contándome su extraña, maravillosa Nochevieja. En ella no ocurrió nada llamativo, pero todo fue espléndido. Mi amigo está viviendo una etapa de deslumbramiento. De repente parece haberse arrancado la careta de la amargura que cubría su alma y está encontrándole nuevos horizontes a la vida. Tal vez por eso, porque está a la caza de una vida mejor, le ocurrió lo que le ocurrió esa noche. No sabía dónde tomar las uvas y, un poco por casualidad, se fue a un “pub”. Allí encontró a una pareja de novios desconocida. Amigos de amigos de amigos. Y comenzaron a hablar. No de frivolidades, sino de sus almas, de sus luchas y esperanzas, de sus tristezas y de sus alegrías. Terminaron hablando de Dios. Y la charla se enrolló. Y duró toda la noche. Mientras media España se emborrachaba, ellos hablaron. Hablaron serenamente, de todo, entrando en ese milagro verdadero que es el reposo de la amistad. Y fue una noche relajante, multiplicadora. Entraron cada uno de los tres con un alma y salieron con tres. Porque la verdadera amistad multiplica.
Ahora mi amigo está gozosamente asombrado. Me dice que sospecha que Dios tuvo algo que ver con ese encuentro. Él había ido casualmente a aquel “pub”. Y casualmente habían ido sus nuevos amigos. “¿No cree usted –me pregunta- que aquello fue algo más que simple casualidad? Tampoco quiero sacarle un significado sobrenatural a algo que no lo tiene. Simplemente, que fue demasiado bueno para ser casual.” Y apostilla mi amigo: “Y es que a Dios se le encuentra hasta en un “pub”, si uno se fía de Él.” A mí tampoco me gusta buscarle explicaciones milagrosas a las cosas de la vida. Tal vez porque todo lo que nos ocurre me parece milagroso.
José Luis Martín Descalzo, “Razones para vivir”.