Joseph Ratzinger, “Testigos de la luz de Dios”, La Razón, 23.IV.01

He leído recientemente las afirmaciones de un intelectual alemán que en relación con la «cuestión de Dios» se profesaba agnóstico, a la vez que añadía que no se puede ni probar ni excluir totalmente la existencia de Dios, de modo que el problema siempre queda abierto. Sin embargo, se declaraba firmemente convencido de la existencia del infierno: le bastaba encender la televisión para constatarlo sin sombra de duda.

Si la primera parte de esta afirmación corresponde de lleno al sentir moderno, la segunda parece extravagante, al menos en un primer examen. ¿Cómo es posible creer en el infierno si Dios no existe? Sin embargo, si las consideramos con un poco más de atención, esas palabras encarnan una lógica. El infierno –tal es su definición– es vivir en la ausencia de Dios. Donde no está Dios, allí está el infierno. Seguramente la prueba no nos la da tanto el espectáculo diario de la televisión, cuanto la mirada al siglo que hemos concluido y que nos ha dejado palabras como «Auschwitz» o «Archipiélago Gulag», y nombres como Hitler, Stalin, Pol Pot. Estos infiernos fueron construidos para preparar un mundo futuro de hombres autosuficientes que no tenían necesidad alguna de Dios. Donde Dios no está, surge el infierno, y el infierno persiste, simplemente, a través de la ausencia de Dios. Se puede llegar a este extremo incluso a través de formas sutiles, que casi siempre afirman que lo que se busca es el bien de los hombres. Hoy, cuando se comercia con órganos humanos, cuando se fabrican fetos para disponer de órganos de repuesto o para progresar en la investigación y en la prevención médicas, muchos consideran implícito el carácter humano de estas prácticas. Pero el desprecio por el hombre que supone el cómo se usa y abusa del ser humano, conduce, se quiera o no, al descenso a los infiernos. Esto no quiere decir que no pueda haber o que no haya ateos con un gran sentido ético. De todos modos, me atrevo a afirmar que dicha ética se basa en aquella luz emanada un día desde el Monte Sinaí, y que sigue brillando: la luz de Dios. Nietzsche tenía razón al subrayar que cuando la noticia de la muerte de Dios fuera conocida por todo el mundo, que cuando su luz se hubiera apagado definitivamente, que ese momento, tendría que ser terrorífico.

El cristianismo no es una filosofía complicada y envejecida con el pasar del tiempo; no es un amasijo inmenso de dogmas y preceptos; la fe cristiana consiste en ser tocados por Dios y ser sus testigos. Entonces podemos decir: la Iglesia existe para que Dios, el Dios viviente, sea anunciado para que el hombre pueda aprender a vivir con Dios, bajo su mirada y en comunicación con él. La Iglesia existe para evitar el avance del infierno sobre la tierra y para hacer que ésta sea más habitable a la luz de Dios. Gracias a Él y solamente gracias a Él, la tierra será humana. Aunque sólo fuera por este motivo, la Iglesia debe seguir existiendo, porque un posible venir a menos arrastraría a la Humanidad al torbellino de las tinieblas, de la oscuridad, incluso a la destrucción de lo que le hace hombre. Por eso la Iglesia debe medirse consigo misma y también con la manera en que se viven en ella la presencia de Dios, el conocimiento y la aceptación de su voluntad. Cuantas más vueltas dé la Iglesia sobre sí misma y no tenga ojos más que para buscar los objetivos de su supervivencia, en esa misma medida se convertirá en superflua y se debilitará, aunque disponga de grandes medios y utilice hábiles técnicas directivas y de gestión. Si no vive en ella el primado de Dios, no puede vivir ni dar fruto.

Una serie de valores ha tomado hoy el puesto del desaparecido concepto de Dios y es, al mismo tiempo, la fórmula unificadora que, por encima de todas las diferencias, podría, por un lado, conducir a una cohesión universal de los hombres de buena voluntad (¿alguien se opone?) y, por otro, llevarnos a un mundo realmente mejor. Parece seductor. En ese momento, ¿Dios habría llegado a ser algo superfluo? ¿Pueden suplantarlo estos valores? Pero, ¿cómo hacemos para saber lo que es útil para conseguir la paz? ¿De dónde tomamos la medida de la justicia y la distinción entre el bien y el mal? Y, por último, ¿cómo discernimos el momento en el que la técnica responde a las exigencias de la creación de aquel en que la está destruyendo? Quien se aferra a estos valores no puede ignorar que en seguida se convierten en el teatro de las ideologías y que no resisten la ausencia de unos criterios coherentes y repuestos de la realidad misma de la creación y del hombre. Los valores no pueden sustituir la verdad, no pueden remplazar a Dios, de quien no son más que una pálida figura, y sin cuya luz no están bien definidos. Regresamos al inicio: sin Dios, el mundo no se puede iluminar. La Iglesia sirve al mundo haciendo que Dios viva en ella, siendo transparente para Él, estando lista para llevarlo a la humanidad. Llegamos así a un problema de orden práctico: ¿Cómo lograrlo? ¿Cómo podemos reconocer a Dios y llevarlo a los demás? La misión que yo veo más urgente para la Iglesia en nuestro siglo es la de luchar por una nueva presencia de la inteligencia de la fe. La fe tiene necesidad del amplio espacio de la razón, tiene necesidad de apertura, de confesar a Dios creador. Sin tal profesión de fe, la misma cristología se volvería árida, y sólo hablaría de Dios de una manera indirecta, refiriéndose a una experiencia religiosa particular y a la fuerza limitada. Una experiencia más entre otras.

Una gran tarea de la Iglesia es reclamar la razón. Cuando la fe y la razón se dividen, sufren ambas. La razón pierde sus criterios, se hace cruel puesto que ya no tiene nada por encima de ella. Entonces, el intelecto limitado del hombre decide por sí solo cómo continuar la creación, decide por sí solo quien tiene el derecho de vivir y quien debe quedar excluido de la mesa de la vida: llegados a este punto se abre el camino del infierno. Pero la fe también puede enfermarse sin una ayuda de la razón. No es casualidad que en el Apocalipsis se presente la religión enferma que ha roto con la grandeza de la fe en la creación, como el verdadero poder del Anticristo.