Nos hemos habituado a convivir con su presencia cenagosa, a respirar su aliento fétido, y ni siquiera nos damos cuenta de cómo nos va infectando por dentro, cómo nos pudre el alma y nos encharca los sentimientos. La calumnia campea sobre nuestras vidas, su mancha invasora se infiltra en nuestra sangre y se funde con nuestras células, hasta convertirse en sustancia de nosotros mismos. Hemos consagrado la presunción de inocencia como principio elemental de nuestras modernas democracias, pero cada día pisoteamos ese principio y nos limpiamos el barro de los zapatos en él, como si se tratase de un felpudo. La malicia popular, azuzada por los medios de comunicación, ha consagrado la calumnia como herramienta impune y risueña. Así se despachan honras, se allanan virtudes, se airean intimidades y se destruyen prestigios. Vivirnos instalados cn un clima de degradación moral irrespirable, y la calumnia, ese monstruo anaerobio, parásita nuestra convivencia.
Se resuelve en estos días el tan cacareado “Caso Arny”, pero los tribunales se pronuncian con dos años de retraso, cuando ya la calumnia ha quedado consolidada en el subconsciente colectivo. Un puñado de hombres inocentes son absueltos por el tribunal, pero no hay ley humana que los absuelva del oprobio que han tenido que sufrir y que los acompañará para siempre, como una reminiscencia de podredumbre. ¿Quién restituye a los imputados el honor abofeteado por la maledicencia? Quienes ayer fueron exonerados han tenido que sobrellevar sobre sus conciencias una presunción de culpabilidad que quizá ya los deje maltrechos, han tenido que soportar juicios dirimidos en tribunales catódicos, han tenido que combatir el cáncer de la calumnia desde su desvalimiento. Ayer fueron proclamados inocentes, pero antes ya los habíamos proclamado apestosos y culpables, en una manifestación unánime de la infamia que debería avergonzarnos.
¿Recuerda la polvareda que provocó el “Caso Arny”? Unos adolescentes chantajistas y arteros decidieron enfangar el honor de un puñado de famosos, y enseguida la calumnia se adueñó del aire, como una lumbre súbita, y nos hizo repudiar a quienes hoy aparecen corno víctimas. Por entonces creíamos que las víctimas eran los calumniadores, mozalbetes ya bastante talluditos y dueños de sus esfínteres, a quienes denominábamos, con cierta incorrección lingüística, menores, e incluso “niños”. ¿Recuerdan el debate social que suscitó esta supuesta “profanación de la infancia”? Nuestros políticos prometieron legislaciones represivas contra la prostitución infantil, algo que en aquel momento los enaltecía a nuestros ojos y les rentaba votos. Pero por debajo de las declaraciones de buena voluntad iba creciendo callada la calumnia, como una tenia maligna. ¿Quién resarcirá a los inocentes por las noches de insomnio y las lágrimas retenidas y el estrépito del escándalo?