Juan Manuel de Prada, “La monja de Calcuta”, ABC, 20.X.2003

Escribió Borges que todo destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un sólo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es. El destino de aquella monja albanesa llamada Teresa se dirimió el día en que abandonó el convento y se arrojó a las calles de Calcuta. La guiaba un vasto propósito, tan infinito como el de aquel ángel que trató de encerrar el agua del mar en un hoyo excavado en la playa: quería prestar su alimento a los hambrientos, su salud a los enfermos, su aliento a los moribundos. Calcuta era un hormiguero de moribundos, de enfermos, de hambrientos; un temperamento menos acérrimo que el de aquella monja hubiese sucumbido, antes incluso de haber iniciado su misión, antes incluso de haberla calculado, al vértigo de la angustia. Nunca aquella frase evangélica que pondera la abundancia de la mies y la escasez de obreros había encontrado un refrendo más lacerante que en las calles de Calcuta: allá donde posase la vista, la monja Teresa se tropezaba con jirones de humanidad mendicante o leprosa, una legión de parias de toda tribu y nación, incontables como las estrellas del firmamento. Pero Teresa no se amilanó: había leído que Jesucristo esconde su rostro en las facciones injuriadas por el sufrimiento; y entendió que el mejor modo de demostrar a su Esposo su amor incondicional consistía en entregarse sin reticencias a sus criaturas más dolientes. Era menuda y enteca, de una fragilidad de búcaro; pero el fuego que incendiaba su tesón era inextinguible y le infundía la fuerza de una roca.

(…) La soledad no intimidó a Teresa; a falta de un hábito, se envolvió en un túnica blanca ribeteada de azul. Vestida de esta guisa, como una paria más entre las parias, inició una misión cuyo final no podía ni siquiera vislumbrar. La primera estación de su epopeya la condujo a un hospital de moribundos; allí, entre cuerpos famélicos o corrompidos por la lepra descubrió que la misericordia puede ser una forma de exultación. Mientras retiraba una venda purulenta, mientras limpiaba una pústula, mientras posaba la mirada en unos ojos febriles, esmaltados de agonía, veía camuflado el rostro de Jesucristo; y la certeza de que su Esposo vigilaba su labor y la aprobaba le infundía una trepidación gozosa, una suerte de entusiasmo que no admitía desmayo ni claudicación. Con perplejidad, descubrió que ese entusiasmo era insomne, que no se agotaba nunca, que día tras día se renovaba como el ave fénix; con alborozo descubrió que era, además, contagioso: pronto, las muchachas que oficiaban de enfermeras en aquel hospital cochambroso, asombradas de que una mujer de aspecto tan quebradizo escondiera tales yacimientos de energía, le rogaron que les hablara de aquel Dios crucificado que le prestaba su ímpetu. Teresa accedió gustosa a su solicitud, pero sin descuidar ni un instante el cuidado de los enfermos: «No sólo murió en la cruz; ahora está muriendo en cada uno de estos jergones», les dijo, como primera lección de una catequesis sucinta, señalando con un ademán abarcador los cuerpos quejumbrosos que se hacinaban en el pabellón. Y las enfermeras, al proseguir su trabajo, se sintieron invadidas de un júbilo que no admitía una explicación terrenal, un júbilo que llenaba sus días y alumbraba sus noches y les susurraba un vasto propósito, tan infinito como el de aquel ángel que trató de encerrar el agua del mar en un hoyo excavado en la playa.

Era el júbilo que contagia la santidad.