Un muchacho vivía solo con su padre, ambos tenían una relación extraordinaria y muy especial. El joven pertenecía al equipo de fútbol americano de su colegio, usualmente no tenía la oportunidad de jugar, bueno, casi nunca, sin embargo su padre permanecía siempre en las gradas haciéndole compañía. El joven era el más bajo de la clase cuando comenzó la secundaria e insistía en participar en el equipo de fútbol del colegio; su padre siempre le daba orientación y le explicaba claramente que “él no tenía que jugar fútbol si no lo deseaba en realidad”… pero el joven amaba el fútbol, ¡no faltaba a una práctica ni a un juego!, estaba decidido en dar lo mejor de sí, ¡se sentía felizmente comprometido! Durante su vida en secundaria lo recordaron como el “calentador del banquillo”, debido a que siempre permanecía sentado… su padre con su espíritu de luchador, siempre estaba en las gradas, dándole compañía, palabras de aliento y el mejor apoyo que hijo alguno podría esperar. Cuando comenzó la Universidad, intentó entrar al equipo de fútbol, todos estaban seguros que no lo lograría, pero a todos venció, entrando al equipo. El entrenador le dio la noticia, admitiendo que lo había aceptado además por como él demostraba entregar su corazón y su alma en cada una de las prácticas y al mismo tiempo le daba a los demás miembros del equipo un gran entusiasmo. La noticia llenó por completo su corazón, corrió al teléfono más cercano y llamó a su padre, quien compartió con él la emoción. Le enviaba en todas las temporadas todas las entradas para que asistiera a los juegos de la Universidad. El joven era muy persistente, nunca faltó a un entrenamiento ni a un partido durante los cuatro años de la Universidad, y nunca tuvo la oportunidad de jugar ningún partido. Era el final de la temporada y justo unos minutos antes que comenzara el primer juego de las eliminatorias, el entrenador le entregó un telegrama. El joven lo tomó y luego de leerlo se quedó en silencio. Temblando le dijo al entrenador: “Mi padre murió esta mañana, ¿no hay problema de que falte al juego hoy?”. El entrenador lo abrazó y le dijo: “Toma el resto de la semana libre, hijo. Y no se te ocurra venir el sábado”. Llegó el sábado, y el partido no estaba muy bien, en el tercer cuarto, cuando el equipo tenía 10 puntos de desventaja, el joven entró a los vestuarios y se puso el uniforme y corrió hacia donde estaba el entrenador y su equipo, que estaban impresionados de ver a su luchador compañero de regreso. “Entrenador, por favor, permítame jugar… yo tengo que jugar hoy”, imploró el joven. El entrenador pretendió no escucharle, de ninguna manera podía permitir que su peor jugador entrara en el cierre de las eliminatorias. Pero el joven insistió tanto, que finalmente el entrenador sintió lástima y aceptó: “Bien, hijo, puedes entrar, el campo es todo tuyo”. Minutos después el entrenador, el equipo y el público, no podían creer lo que estaban viendo. El pequeño desconocido, que nunca había participado en ningún juego, estaba haciendo todo perfectamente brillante, nadie podía detenerlo en el campo, corría fácilmente como toda una estrella. Su equipo comenzó a ganar, hasta que empató el juego. En los segundos de cierre el muchacho interceptó un pase y corrió todo el campo hasta ganar con un touchdown. La gente que estaba en las gradas gritaba emocionada y su equipo lo llevó cargado por todo el campo. Finalmente cuando todo terminó, el entrenador notó que el joven estaba sentado calladamente y solo en una esquina, se acercó y le dijo: “Muchacho no puedo creerlo, ¡estuviste fantástico! Dime, ¿cómo lo lograste?”. El joven miró al entrenador y le dijo: “Usted sabe que mi padre murió… pero no sabía que mi padre era ciego”. El joven hizo una pausa y trató de sonreír. “Mi padre asistió a todos mis juegos, pero hoy era la primera vez que podía verme jugar… y yo quise demostrarle que sí podía hacerlo”.