No hay más que un modo
de ser felices:
vivir para los demás.
Leon Tolstoi
- El símil de la cuenta bancaria
- Claridad en las expectativas recíprocas
- Lealtad, cercanía
- No basta con pedir disculpas
- Evitar antagonismos innecesarios
- Conjugar lo que parece difícil de conjugar
- Acuerdos yo-gano/tú-ganas
- Descubrir y potenciar sinergias
El símil de la cuenta bancaria Es probable que la mayor parte de los problemas por los que pasamos las personas, y quizá los que más dolorosamente nos marcan, sean precisamente problemas de relación con otras personas.
Algunos quizá poseen una gran capacidad de relación en su vida profesional, y son altamente estimados y respetados en su trabajo, al que dedican todo el tiempo del mundo, pero está muy deteriorada su relación con su mujer o su marido, o con sus hijos.
En muchas empresas y organizaciones, cuando llegamos a conocerlas de cerca, advertimos que los problemas más graves también suelen provenir de dificultades de relación entre sus máximos responsables, o de ellos con el resto de los integrantes de la entidad.
Lo malo es que, tanto en unos casos como en otros, cuando comprueban que se ha deteriorado su relación con otra u otras personas, muchas veces, en vez de esforzarse por mejorarla, buscan refugio en otros ámbitos de su vida, o en otras relaciones, eludiendo así la grave necesidad de reconstruirlas. De este modo, los problemas se cronifican y son cada vez más difíciles de resolver.
Muchos expertos en relaciones humanas han recurrido, a la hora de abordar estas cuestiones, al símil de la cuenta bancaria emocional.
En una cuenta bancaria ingresamos nuestro dinero, y con ello creamos un depósito. Cuando sacamos el dinero de allí, o hacemos cualquier pago a través de esa cuenta, reducimos parte de ese depósito.
Continuando con este símil, todos tenemos abierta una especie de cuenta emocional con cada una de las personas que tratamos. En esa cuenta efectuamos ingresos mediante la cordialidad, el trato afable, la honestidad, la lealtad, el cariño, etc. A medida que hacemos ingresos en esa cuenta, aquella persona irá acumulando un mayor depósito en relación a nosotros. Cuando actuamos mal respecto a ella, es como si efectuáramos una salida, y el depósito disminuye. Cuando la cuenta de confianza es alta, la comunicación es buena y la relación es grata (en esto sucede también como con los bancos).
Pero si adquirimos la mala costumbre de mostrarnos ingratos y desagradables con esa persona, y traicionamos esa confianza, la cuenta irá bajando hasta llegar a un nivel bajo, incluso hasta ponerse en números rojos. Y si estamos continuamente haciendo equilibrios entre los números negros y los rojos, la relación será tensa y difícil (aquí también sucede como con los bancos); y si estamos habitualmente en números rojos, ya no será simplemente difícil, sino muy difícil.
El problema de muchas empresas e instituciones de todo tipo es que sus miembros funcionan entre ellos precisamente así, con su cuenta emocional en números rojos, o al borde de estarlo. En lugar de una buena comunicación, hay –como mucho– una difícil convivencia entre estilos diferentes, o una crispada tolerancia. Y muchas familias, muchos matrimonios, funcionan también ordinariamente así. Y entre muchos compañeros, vecinos o conocidos, hay también una relación de este género, fácilmente hostil, defensiva, susceptible.
Las buenas relaciones humanas, y sobre todo las más prolongadas –familia, trabajo, amistad, etc.– exigen ingresos continuos en eso que estamos llamando cuenta emocional, porque el desgaste de la vida diaria ya supone siempre un goteo continuo de salidas.
Apliquemos este símil a la relación de unos padres con su hijo. Por ejemplo, si a pesar de que le quieres sinceramente, el trato con un hijo tuyo adolescente se reduce en la práctica a periódicas reconvenciones (ordena tu cuarto, has llegado tarde, vístete como una persona normal, córtate el pelo, baja la basura, a ver si ayudas en casa, baja el volumen de la radio, dónde vas con esas pintas, etc.), más algunas conversaciones insustanciales, unos cuantos consejos (por desgracia, frecuentemente inoportunos), y poco más, entonces, es muy probable que la cuenta emocional con tu hijo esté en números rojos desde hace tiempo.
En esas circunstancias, si tu hijo tiene que tomar una decisión importante, la comunicación con él será tan difícil, y su receptividad tan baja, que toda tu sabiduría, tu experiencia de padre o de madre y tu afán de ayudarle te servirán en ese caso realmente para bien poco.
—¿Y cuál es la solución entonces? Si es esa la situación, lo más práctico es salir cuanto antes de los números rojos y llegar pronto a niveles de cierta solvencia emocional en esa relación.
Habrá que tener pequeñas atenciones, mostrar una mayor capacidad de interesarse por él, de escucharle y comprenderle. Habrá quizá que dedicarle más tiempo, y procurar ponerse más en su lugar. Tendrás que hacerle sentir que se le acepta como es, que se le quiere ayudar a mejorar respetando lo más posible sus ideas y su personalidad.
Probablemente no logres mejoras rápidas ni espectaculares, porque quizá hay muchos números rojos y no somos capaces de hacer ingresos tan rápidamente: bien porque tenemos ingresos bajos (poco hábito de preocupación efectiva por los demás); o porque tenemos grandes y arraigados hábitos de gasto (por egoísmo, impaciencia, irascibilidad, susceptibilidad, distancia emocional, etc.); o bien porque somos de carácter cíclico o inestable, y hacemos grandes ingresos hoy pero mañana lo despilfarramos todo tontamente.
—Lo malo es que a veces no sabes si estás acertando o no, porque a lo mejor piensas que estás haciendo ingresos y resulta que estás haciendo una auténtica sangría en esa famosa cuenta…
Efectivamente.
En las relaciones humanas no basta con tratar a los demás como quisieras que te trataran a ti.
Porque quizá hay cosas que a ti te agradan y a esa otra persona no, o cosas que nosotros consideramos triviales pero que para ella son muy importantes.
Hay que asegurar, por ejemplo, que nuestros intentos de acercamiento no se produzcan en momentos inoportunos y generen nuevos rechazos. Y comprobar que no hay una profunda falta de comprensión mutua que haga que esa relación se esté construyendo sobre cimientos minados.
Hacerse cargo de la realidad intelectual y emocional de los demás –cómo piensan y qué sienten–, así como de su capacidad real de superarse –muy relacionada con su fuerza de voluntad–, es decisivo para construir una buena relación (dedicaremos a ese tema el próximo capítulo).
—Otras veces, a lo mejor piensas que algo ha sido un error sin más trascendencia, y resulta que él le da una importancia enorme…
Es verdad que hay multitud de pequeños detalles que, aun siendo cosas objetivamente pequeñas, en la subjetividad emocional de la otra persona pueden llegar a ser muy grandes.
Pero, por fortuna, ese efecto, que observamos que se produce en sentido negativo ante pequeñas faltas de respeto o consideración, breves enfados, sencillas promesas incumplidas, etc., puede producirse igualmente en sentido positivo ante sencillas muestras de afecto, de reconocimiento, de deferencia, de lealtad, etc.
Cada uno valora de modo especial algunas cosas, y es verdadera muestra de buena convivencia esforzarse por conocerlas y mantenerlas en la memoria para poder así hacerles la vida más agradable. Todo el mundo valora en mucho los detalles, entre otras cosas porque por lo general las personas suelen ser más sensibles de lo que aparentan.
Claridad en las expectativas recíprocas Muchas relaciones personales se deterioran seriamente por algo tan simple como no haber hablado las cosas en su momento con normalidad, por falta de claridad en las expectativas recíprocas. Quizá a veces nos enfadamos porque no se ha hecho lo que habíamos pedido o deseado, y el problema es simplemente que no se había entendido lo que queríamos. O resulta que molestamos a alguien sin querer, y el problema se reduce a que no sabíamos que con nuestra actitud o nuestra conducta estábamos perjudicando o molestando a esa persona.
Por eso es preciso actuar con la necesaria naturalidad y sencillez.
Hemos de crear a nuestro alrededor un clima de confianza en el que sea fácil saber qué es lo que cada uno espera de los demás.
Otro ejemplo. A lo mejor un día nos sorprendemos de que tenemos pocos amigos. Es algo que sucede a bastante gente en algún momento de su vida: advierten que su círculo de relación es corto, que hay poca gente que cuente con ellos de modo habitual.
Si eso nos sucede, es preciso recordar que tener verdaderos amigos siempre supone esfuerzo y constancia. Aunque, como es lógico, depende mucho de la forma de ser de cada uno, siempre es preciso vencer inercias, superar pasividades y arrinconar timideces (por cierto que es sorprendente el elevado porcentaje de personas que se consideran tímidas: en nuestro país, del orden del 40% según algunas estadísticas).
—¿Y no es un poco antinatural eso de esforzarse para tener amigos, cuando la amistad debe entenderse como algo relajado y natural? La amistad debe ser, efectivamente, algo relajado, natural y gratificante. Sin embargo, la amistad, como tantas otras cosas en la vida que también son naturales y gratificantes, exige, para llegar a ella, superar un cierto umbral de pereza personal, y por eso muchos se quedan encallados en ese obstáculo. El tirón de la pereza puede llevarnos a una vida de considerable aislamiento o pasividad, y eso aunque sepamos bien que superándola nos iría mucho mejor y disfrutaríamos mucho más.
De todas formas, tienes razón en que a veces la causa de las pocas amistades está en algo más de fondo, y hemos de pensar si no vivimos bajo una cierta capa de egoísmo, si no hay una buena dosis de encerramiento en nuestros propios intereses, de refugio en una perezosa soledad.
Quizá tenemos un carácter difícil (o al menos manifiestamente mejorable) y somos de trato poco cordial, o hablamos sólo de lo que nos gusta, o vamos sólo a lo que nos gusta, o nunca nos acordamos de felicitar a nadie en su cumpleaños o en Navidad, ni nos interesamos por su salud o la de su familia, ni hacemos casi nada por estar cerca de ellos en los momentos difíciles.
O quizá ponemos poco empeño en todo lo que no nos reporte un claro interés, y aunque quizá tengamos una conversación paciente y educada, ponemos en esos casos un interés –exagerando un poco– similar al que se pone al hablarle a un canario en su jaula.
O quizá manifestamos habitualmente una actitud rígida o imperativa, que genera rechazo; o tendemos hacia una beligerancia dialéctica que nos lleva a buscar siempre quedar victoriosos en cualquier conversación, como si fuera una batalla, y encima queriendo dejar claro que hemos ganado; o escuchamos poco y hablamos mucho, y resultamos pesados; o somos demasiado premiosos, o prolijos (no debe olvidarse que el secreto para aburrir es querer decirlo todo); o nos pasamos de obsequiosos, y nuestro trato resulta un poco asediante, o untuoso; o tratamos a los demás con excesiva vehemencia, o con aires de superioridad, como dando lecciones.
Podríamos enumerar muchos otros defectos, pero quizá la clave para contrarrestarlos podría resumirse en algo muy sencillo: esforzarse por ser personas que saben escuchar y que buscan servir a los demás.
Lealtad, cercanía La lealtad, y en primer lugar con los ausentes, es otra cuestión clave en las relaciones humanas. Cuando una persona habla mal de otra a sus espaldas, o revela detalles que alguien le ha manifestado de modo confidencial, además de actuar injustamente en la mayoría de los casos, destruye su propia capacidad para generar confianza. Quizá esa persona busca ganarse la confianza de la otra gracias a esa indiscreción o ese desahogo, pero esa falta de integridad personal está minando en sus cimientos aquella confianza.
Ante los errores o defectos de nuestros amigos o conocidos, la lealtad exige que procuremos –en la medida en que eso sea posible– ayudarles a corregirse. Como es obvio, esto será más fácil cuanto mayor sea nuestra confianza con ellos.
Si no nos resulta posible decirles nada, o se lo hemos dicho y aparentemente no ha habido ningún cambio, no por eso la murmuración y el chismorreo dejan de ser una deslealtad. Sólo cuando lo exija la justicia o el bien de los demás, será legítimo advertir a otros –y siempre extremando la prudencia– de aspectos negativos que hemos observado en una persona.
Cuando hay una buena relación personal, los errores de quienes nos rodean son, si sabemos aprovecharlos, ocasiones excelentes para ayudar lealmente a esas personas a corregirse.
Muchas veces, una advertencia sincera y prudente hecha a tiempo es la mejor forma de mostrar el afecto por una persona.
En cualquier ambiente, una persona con capacidad de decir las cosas a la gente sin herirla, se convierte pronto en una gran autoridad moral ante todos.
—El problema es que muchas veces, cuando ves que habría que hacer una advertencia a alguien, precisamente entonces tu relación con esa persona está bajo mínimos, y no la aceptaría bien…
Por eso es importante que haya una buena relación general entre las personas con las que uno trata (dentro de la familia, en el trabajo, con los vecinos, etc.).
Por ejemplo, si en la familia hay unos lazos fuertes entre padres, hijos, hermanos, abuelos, tíos, primos, etc., esa relación puede resultar decisiva en situaciones de mayor dificultad. Sentir y saber que hay muchos otros miembros de la familia que nos conocen y se preocupan por nosotros, aunque quizá vivan lejos, puede suponer una ayuda mutua importante para la convivencia familiar. Si uno de tus hijos, por ejemplo, tiene dificultades para relacionarse contigo en un momento determinado, quizá pueda ayudar a arreglarlo tu cónyuge, un hermano, o una tía, o el abuelo. En una familia unida, cada uno de sus miembros representa una referencia y una ayuda que pueden resultar de vital importancia en el momento más insospechado.
No basta con pedir disculpas Recuerdo ahora el relato de un padre de familia, hombre sensato aunque quizá un poco impulsivo, que un buen día advirtió que la bronca que acababa de echar a uno de sus hijos era desproporcionada e injusta.
No habían pasado más que unos minutos cuando comprendió que había interpretado la situación de un modo totalmente erróneo, y que su reacción había sido impropia y exagerada.
Como era un hombre leal y de principios, se dirigió hacia la habitación de su hijo para disculparse. En cuanto abrió la puerta, lo primero que escuchó fue: —No quiero perdonarte, papá.
—Lo siento, no me había dado cuenta de que tenías razón. ¿Por qué no quieres perdonarme, hijo? —Porque hiciste lo mismo la semana pasada.
En otras palabras, venía a decir: «Papá, no pienses que vas a resolver este problema simplemente pidiendo disculpas. Tienes que cambiar».
Aunque no sea este un ejemplo especialmente modélico en cuanto al perdón, de este relato puede sacarse una enseñanza importante: No basta con pedir disculpas, es preciso también corregirse y procurar reparar el daño causado.
Sería un error pensar que pidiendo disculpas se arregla todo sin más. El daño que se haya hecho, aunque se perdone, suele tener unas consecuencias que no pueden ignorarse. Por eso la petición de disculpas ha de ir siempre unida a un sincero y eficaz deseo de corregir en ese punto nuestro carácter, rectificar nuestra conducta y compensar de algún modo ese daño.
Evitar antagonismos innecesarios Muchísimas personas tienen en su carácter una marcada tendencia a plantear todo en términos de oposición y de dicotomía:
Es lo que podría llamarse la filosofía del yo-gano/tú-pierdes. Una forma de entender la vida en la cual parece que el éxito sólo puede lograrse a expensas de otros, o excluyendo el éxito de otros, o a costa del fracaso de otros.
Se trata de una mentalidad que acaba conduciendo a continuas situaciones de angustia y frustración. Tanto es así que en toda la literatura mundial en torno a la efectividad humana que se ha escrito en los últimos decenios se ha impuesto con rotundidad un estilo muy distinto, que podríamos llamar del yo-gano/tú-ganas. No es una simple técnica para mejorar las relaciones humanas, sino todo un modo de sentir y de entender las cosas, que busca el beneficio mutuo en todas las relaciones e interacciones humanas. La filosofía del yo-gano/tú-ganas busca que los acuerdos o soluciones sean mutuamente benéficos y satisfactorios.
Hay que buscar alternativas, no se trata de luchar entre tu éxito o el mío, sino de buscar un éxito mejor, y que sea de los dos.
—Pero eso no siempre será fácil. Por ejemplo, en un partido de fútbol no pueden ganar los dos equipos al tiempo; o en unas elecciones no pueden salir elegidos a la vez los dos principales candidatos a la presidencia del gobierno…
Es cierto que en la vida hay bastantes cuestiones que se plantean en clave yo-gano/tú-pierdes, y ciertamente esa competitividad es positiva en muchas ocasiones, o al menos es inevitable. Pero hay otros muchos casos en los que surgen planteamientos de competitividad agresiva que no tienen sentido alguno.
Por ejemplo, en la familia: ¿tiene sentido hablar de quién de los dos está ganando en tu matrimonio?; ¿o de quién gana en la relación con tu hijo, o con tu padre, o con tu hermana? Son casos en los que parece obvio que, si no ganan ambos, esa relación está mal planteada. No tenemos por qué vivir compitiendo con nuestro cónyuge, con nuestros hijos, con nuestros padres, con nuestros vecinos o nuestros amigos. En ese sentido, la filosofía del yo-gano/tú-pierdes es una nociva mentalidad que muchas personas tienen profundamente inculcada, consecuencia quizá de muchos años de vivir bajo planteamientos de ese estilo.
Además, incluso en las relaciones más competitivas, siempre debe haber un nivel al que esas relaciones sean del tipo yo-gano/tú-ganas. Por ejemplo, en un partido de fútbol los dos equipos salen ganando si se considera que están participando con deportividad en un campeonato cuyo desarrollo beneficia a ambos; varios candidatos a la presidencia de una nación pueden estar ganando si se consideran las cosas desde el punto de vista del servicio que ambos con su campaña electoral prestan al sistema democrático de esa nación; etc. El hecho de que cada uno compita leal y honestamente, respetando las reglas del juego, es algo que beneficia a todos y que por tanto cabe dentro de la filosofía del yo-gano/tú-ganas.
Otro error de enfoque en la relación personal puede venir de una mentalidad parecida, aunque opuesta: la del yo-pierdo/tú-ganas. Se da, por ejemplo, en frases como: «haz lo que te dé la gana, nunca me haces ningún caso»; «sigue perjudicándome, siempre harás lo que a ti más te convenga»; «eso me pasa por haber querido ser honrado»; etc. Son actitudes que generan conformismo, resentimiento, victimismo o excesiva indulgencia.
Por último, y para completar todas las variantes de este tipo de errores, cabe también la mentalidad del yo-pierdo/tú-pierdes, propia de conflictos entre personas envidiosas y vengativas que, en su afán de ver perder a su competidor, logran amargarse mutuamente la existencia.
Conjugar lo que parece difícil de conjugar —A ver, contésteme con rapidez, ¿cuánto suman dos más dos? —Cinco.
—No, hombre, no: dos y dos son cuatro.
—Pero bueno…, ¿usted qué quería, precisión o rapidez? Muchas personas son como el interrogado en este viejo chiste, tienen una gran tendencia a los planteamientos dicotómicos. Son gente que todo lo quiere establecer en términos de dicotomías: esto o lo otro, blanco o negro, así o nada, y punto.
Sin embargo, sabemos que la mayoría de las realidades de la vida son complejas y resulta un error plantearlas forzadamente así. Es más, muchas veces la clave está precisamente en hacer una cosa sin dejar de hacer la otra: no queremos lo uno o lo otro, sino las dos cosas, lo uno y lo otro (o sea, precisión y rapidez, si volvemos a lo del chiste).
Por ejemplo, la madurez exige un equilibrio entre defender con energía las propias convicciones e intereses y, al tiempo, saber tratar con consideración a los demás. En cambio, los personajes dicotómicos creen que si uno es amable no puede ser exigente; que si uno trata con consideración a los demás no puede ser audaz; que si uno tiene confianza en sí mismo no puede confiar en los demás; que si uno quiere triunfar en la vida tiene que prepararse para pisotear a quienes le rodean. Y como actitud vital es un gran error, pues la vida no puede basarse en el radicalismo o la confrontación.
Esos planteamientos dicotómicos pueden llegar a extremos bastante sorprendentes, si se miran las cosas con un poco de objetividad. Un ejemplo muy claro es la envidia. Hay personas que se sienten verdaderamente mal si tienen que compartir el éxito o el reconocimiento con otras personas. La envidia les corroe. Les duele en el alma que otros triunfen más que ellos, o incluso que se aproximen a su nivel de triunfo. Les molesta que otros tengan suerte, habilidades o méritos que ellos no tienen, en especial si se trata de personas cercanas a él.
El envidioso basa su propia valía en la comparación negativa con quienes le rodean: necesitan del fracaso ajeno para aliviar su amargura vital.
Para esas personas, parece que la felicidad es una realidad tan terriblemente escasa que los demás se la arrebatan cuando disfrutan de ella.
—Estoy de acuerdo, pero aunque digas esas cosas tan fuertes sobre la envidia, parece claro que es una mala inclinación que todos tenemos dentro, en mayor o menor medida.
Por supuesto. Quizá por eso puede decirse que la filosofía del yo-gano/tú-pierdes hunde sus raíces en inclinaciones humanas torcidas contra las que todos tenemos que luchar.
Normalmente la envidia no nos hará desear que otros sufran grandes desgracias (no somos tan perversos), pero sí puede incitarnos a una secreta e íntima satisfacción al ver que a otros no les va tan bien…, porque sentimos que eso nos sitúa de alguna manera mejor respecto a ellos.
Cuando se produce de un modo espontáneo ese sentimiento, es preciso esforzarse personalmente por superarlo, buscando nuestra seguridad y nuestra satisfacción dentro del propio proyecto personal de vida. Un proyecto, además, que si está bien diseñado se sustentará en buena parte sobre un firme propósito de hacer y desear el bien a quienes nos rodean.
Acuerdos yo-gano/tú-ganas En todas las clases hay alumnos que destacan y otros que suelen quedarse atrás. Recuerdo el caso de un profesor de enseñanza media que utilizaba un ingenioso sistema de motivación para recuperar a los alumnos más retrasados.
El sistema consistía en hacer un acuerdo con toda la clase. Todo alumno que hubiera aprobado el examen parcial de la evaluación podía ofrecerse a ayudar a otro que hubiera suspendido, y preparar juntos el siguiente examen. Si lo hacían, ese alumno anotaba al comienzo de su examen el nombre del que le había ayudado. Si después aprobaba, el profesor recompensaba con una subida de un punto al que con sus explicaciones había logrado sacar al otro de las tinieblas del suspenso.
Así lograba que los más inteligentes ayudaran a los que iban más retrasados, y esto cubría dos objetivos a cual más interesante: que unos aprendieran la asignatura y que otros aprendieran a ser más generosos y preocuparse de los demás (además, enseñando es como mejor se aprende).
Cuando lo oí contar, me dispuse a experimentar ese método con mis alumnos, que por entonces tenían catorce o quince años. Aunque comencé con un cierto escepticismo, pronto comprobé sus buenos resultados. Los más aventajados ayudaban a los que iban peor, y las calificaciones medias subieron bastante.
—Pero eso no sería propiamente generosidad, puesto que no lo hacían de modo desinteresado, sino por ganar ese punto más en sus calificaciones.
Inicialmente quizá hubiera más de interés personal que de deseo de ayudar. Pero enseguida se vio que para ellos el punto que podían ganar era casi lo de menos: al final estaban casi más orgullosos del aprobado de su compañero que del suyo propio.
El mayor éxito era que quizá con esto algunos redescubrían la alegría que siempre acompaña a la preocupación por los demás. Una prueba de cómo generosidad y felicidad están indefectiblemente ligadas, tanto como el egoísmo y la amargura.
Aquella experiencia docente propiciaba un beneficio mutuo en todas las direcciones, tanto entre el profesor y los alumnos como de ellos entre sí: se trata, pues, de un caso del tipo yo-gano/tú-ganas. Con esto no quiero abominar de otras fórmulas más competitivas, que también pueden ser útiles, sino simplemente resaltar la eficacia de crear un clima de cooperación.
—Entre otras cosas, porque supongo que la tendencia de algunos educadores a la excesiva competitividad lesionará fácilmente la autoestima de los menos dotados.
Es preciso encontrar un equilibrio. No es malo inducir un sano deseo de emulación ante los que son mejores, o presentar como estímulo el modelo que encarnan otras personas. Lo que no puede olvidarse es que los frutos que cada persona puede obtener de la ejercitación de sus facultades son enormemente variados, y nadie debe sentirse menospreciado por no conseguir los resultados que obtienen otros.
—Además, cada persona está más dotada para unas cosas y menos para otras, así que siempre habrá otros aspectos de su vida en los que podrá ser ayudada por los demás.
Cualquier relación humana bien planteada supone siempre un beneficio mutuo, pues toda persona siempre tiene cosas que aportar a cualquier otra. Por eso toda persona debiera sentirse necesitada de la ayuda de los demás, y una generosidad que fuera ostentosa o paternalista sería ridícula e injusta: lo ideal es que quien está siendo ayudado casi no se dé cuenta de ello, por la elegancia y delicadeza de quien le ayuda.
—¿Y cómo piensas que puede crearse ese clima de cooperación? Para que un profesor (o el gerente de una empresa, o un padre o una madre de familia, etc.) logre ese clima de colaboración con sus alumnos (o empleados, hijos, etc.), han de estar bien claros los valores y objetivos que presiden esa relación, así como los modos en que se evalúan los resultados. Naturalmente, esto será más formal en la clase o la empresa, y menos en la familia, pero también en ella ha de existir.
Estando esto claro previamente, a partir de ahí el deseo del profesor ha de ser que todos saquen las mejores notas posibles, el del gerente que todos sus empleados cumplan su misión de forma excelente, y el del padre de familia que todos sus hijos se eduquen libremente de acuerdo con esas metas y valores. En la mayoría de los casos, ese sistema de cooperación suele resultar mucho más efectivo que el del autoritarismo o la simple confrontación, pues disminuye la necesidad de control, incrementa la motivación, y revela cómo en muchas ocasiones los problemas no estaban en las personas sino en el sistema de relación adoptado.
Descubrir y potenciar sinergias Probablemente todos tenemos en la memoria experiencias personales en las que hemos llegado a una relación de entendimiento y complementariedad grandes con otra u otras personas. Quizá fue practicando un deporte, o trabajando con un equipo de personas con las que nos compenetramos extraordinariamente, o con ocasión de tener que acometer alguna cuestión grave y urgente que facilitó aunar esfuerzos para resolverla. Son ejemplos de situaciones de sinergia.
La sinergia es un efecto que se produce entre dos o más personas y que les hace sincronizar y complementar sus esfuerzos e intereses de tal manera que logran alcanzar un resultado notablemente superior al que saldría de la simple suma aritmética de sus aportaciones individuales. En ese sentido, podría decirse que la sintonía humana y la armonía propias de la amistad o el amor son buenos ejemplos de situaciones de sinergia.
Para algunos, esas situaciones se reducen a su relación con muy pocas personas, o sólo a algunos ámbitos de una vida que, por lo demás, discurre teñida de experiencias negativas en la relación con los demás.
Sin embargo, otras personas han aprendido a descubrir y estimular lo positivo de quienes le rodean, y saben establecer sinergias con casi todo el mundo: son como los buenos escaladores, que logran encontrar pequeños puntos de apoyo donde otros no ven más que una pared totalmente lisa e impracticable.
Cuando alguien aprende a descubrir y potenciar sinergias en su relación con los demás, abre su vida a una infinidad de nuevas posibilidades y alternativas.
—Pero a muchas personas, por la educación que han recibido, les será muy difícil incorporar a su vida esa actitud, supongo.
Les costará más, sin duda, pero –como cualquier otro rasgo del carácter– puede incorporarse regular y sistemáticamente a sus modos de plantear la vida cada día. Es cuestión de poner el necesario esfuerzo personal y, también, cierto espíritu de aventura.
—¿En qué sentido hablas de aventura? Me refiero a que exige un talante mínimamente activo, pues cualquier esfuerzo creador precisa de algo de arrojo e imaginación, y siempre se asumen algunos riesgos. El que no hace nada no se equivoca, pero el que hace algo a veces se equivoca, y precisa por tanto de una mínima resistencia a la frustración: debe abandonar la triste paz de la apatía y el apocamiento para adentrarse en la alegre satisfacción de una relación humana plena.
Por ejemplo, muchas personas no logran un mayor entendimiento entre ellas simplemente porque no hablan las cosas. Por eso, un recurso clásico de comunicación sinérgica es el brainstorming, la tormenta de ideas, que consiste en provocar un profuso y abundante intercambio de ideas y puntos de vista a lo largo de una reunión de un grupo de personas.
—Supongo que te refieres a una reunión de trabajo.
Se puede aplicar a cualquier relación humana, también a una reunión familiar informal o a una tertulia entre amigos. Una tormenta de ideas puede aportar un torrente de imaginación y creatividad que desbloquee una situación de rutina o estancamiento. Desde luego, muchas de las ideas que surjan serán inútiles; pero otras serán interesantes, y puede que incluso alguna, en medio de tantas otras, llegue a tener rasgos de espontánea y auténtica genialidad.
En general, lograr que pueda darse un intercambio natural y fluido de impresiones entre dos o más personas siempre resulta estimulante y permite superar las barreras de algunas inhibiciones negativas, o visualizar errores que de otra manera no habríamos advertido.
Cuando se logra esa comunicación sinérgica, se puede unir de un modo extraordinario a un grupo de amigos, una familia, un equipo de investigadores o un consejo de administración.
—Y cuando se lanza uno y no se logra ese ambiente, puede caerse en el caos más absoluto…
Sucede de vez en cuando, a veces incluso justo después de haber estado en un momento de buena sintonía, pero que por alguna razón se pierde y el curso de la conversación se desvía hasta descarrilar por completo y precipitarse en el caos. Por eso decía antes lo de tener cierto espíritu de aventura, pues en esa situación podemos pensar que habría sido mejor no arriesgarse a llegar a esos desencuentros.
—Y puede ser cierto, porque habrá veces en que será imprudente tratar determinados temas en determinados momentos y circunstancias.
Por supuesto. Unas veces comprenderemos que no era un modo acertado de tratar esas cuestiones, y hemos sido efectivamente imprudentes, pero en otros casos el error procederá del modo de conducir la conversación, y entonces debemos sacar experiencia para posteriores ocasiones y no refugiarnos en la incomunicación, porque en la incomunicación el desencuentro es permanente.
—Supongo que el éxito dependerá más de las personas que del método que se siga, porque hay gente con la que no hay forma de entenderse en ningún sitio.
Para lograr una buena comunicación no es suficiente el método, ni el simple respeto, ni la cortesía o la diplomacia. Lo deseable es que la consideración de cada uno por los demás sea tan alta que, si surge un desacuerdo, en lugar de oponerse inmediatamente y procurar rebatir al otro, se inicie un esfuerzo personal de comprensión hacia la postura de esa otra persona.
Es decir, que ante una diferencia de opinión con otro, se parta de una actitud que sea como decir: si una persona de tu valía disiente de mí, debe haber algo en tu desacuerdo que no entiendo, una nueva perspectiva que me interesa mucho percibir.
La esencia de la sinergia está en valorar la diferencia y saber respetarla y complementarla.
De esta manera, evitando las actitudes innecesariamente defensivas y autoprotectoras, se produce un sano deseo de mejorar nuestras ideas con lo que piensan los demás. Quizá nos sobran evidencias, y se trata, en definitiva, de no defender como cuestión de principios lo que no son más que unos puntos de vista que probablemente nos interese enriquecer.
Otras veces, cuando una situación parece enfrentar sin remedio dos alternativas (y quizá pensamos que podrían calificarse como la nuestra y la errónea), casi siempre podremos buscar una salida más a gusto de los dos: lo que podríamos llamar una tercera alternativa sinérgica. La clave está en reemplazar la mentalidad dicotómica de o esto o aquello por una nueva solución que, sin ser quizá perfecta (sobre todo porque los problemas complejos no suelen tener soluciones perfectas), deje satisfechos a ambos.
—¿Te refieres a aquello de que «a veces lo mejor es enemigo de lo bueno»? Sí, si se entiende bien ese dicho. Porque si la solución que a nosotros nos parece mejor va a provocar un conflicto que no guarda proporción con la ventaja que aporta esa solución, entonces esa solución deja de ser mejor, y será preferible que cedamos un poco.
Esto no quiere decir que ceder sea bueno de por sí, puesto que otras veces lo sensato será demostrar firmeza, y tan equivocado sería ceder por sistema como encastillarse en la obstinación.
En cualquier caso, la excesiva rivalidad, los conflictos y agravios permanentes, la continua preocupación por proteger la propia retaguardia, la desconfianza, la lucha por el dominio, la crítica destructiva… son siempre actitudes y planteamientos que consumen una energía enorme en cualquier relación personal. Son como conducir un coche con un pie en el acelerador y otro en el freno: la solución no es apretar más el acelerador –más elocuencia, más presión, más argumentos para fortalecer la propia posición–, sino levantar un poco el pie del freno y saber usar armónicamente ambos pedales.