Chiara Lubich: Un ideal por el cual gastar la vida

«Con los ojos de la fe es posible esperar, a pesar de tragedias como las que vive la humanidad en estos momentos». Ésta es una de las conclusiones a las que llega el último libro escrito por Chiara Lubich, la fundadora del Movimiento de los Focolares.

Ante la actual crisis internacional y la guerra, Lubich explica: «Hay dos modos de verla: uno humano: miles de muertos, una justicia necesaria pero estando atentos a que no provoque otra violencia… Luego está el otro modo. Un chico de Nueva York me ha escrito para decirme: “desde aquel día aquí los muros de la indiferencia están cayendo, en esta ciudad ha renacido la solidaridad”. San Pablo nos dice que todo contribuye al bien para quien ama a Dios. Todo, todo… Jefes de Estado que antes no eran capaces ni siquiera de mirarse, ahora colaboran. Quién sabe si mañana no miren al mundo como una fraternidad».

«Si no se hubiera producido la segunda guerra mundial, cuando todo se derrumbaba, no habríamos comprendido que todo es vanidad. Y ha nacido esta revolución cristiana. La guerra fue un signo de la Providencia».

Precisamente en los escombros de los bombardeos, en el Trento de 1943, Chiara con sus primeras compañeras redescubrió el Evangelio. Comenzaron a vivirlo cotidianamente, comenzando por los barrios más pobres de la ciudad. Aquel grupo pronto se convirtió en un Movimiento que alienta la espiritualidad de más de cuatro millones y medio de personas, de las cuales 2 millones son adherentes y simpatizantes, en 182 Países.

Fue aprobado por la Santa Sede desde 1962 y, con los sucesivos desarrollos, en 1990. Ha recibido reconocimientos oficiales de las Iglesias Ortodoxa, Anglicana y Luterana; de las distintas religiones y de organismos culturales e internacionales.

Chiara recuerda los inicios: «Dios llama a personas débiles para que triunfe su potencia. Pero las prepara. Yo era muy pequeña cuando las monjas me llevaban a la adoración eucarística. A aquella Hostia pedía: dame tu luz. A los 18 años, tenía un hambre tremenda de conocer a Dios. Quería ir a la Universidad católica. No pude. Luego providencialmente sentí una voz: seré tu maestro».

¿Por qué no se hizo religiosa? es la pregunta del periodista que la acompañó en la presentación, Sergio Zavoli. «No tenía la vocación», responde con sencillez.

En los inicios de los años ’40, Chiara Lubich, con poco más de 20 años, daba clases en los salones de primaria de Trento, su ciudad natal, y se había inscrito en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Venecia, empujada por la búsqueda de la verdad. En medio del clima de odio y violencia de la Segunda Guerra Mundial, ante tanta destrucción, descubre a Dios como el único ideal que permanece. Dios iluminará y transformará su existencia y la de muchos otros, mostrándole como finalidad de su vida: contribuir a la actuación de las palabras del testamento de Jesús “Que todos sean uno”.

Con el tiempo se entenderá que estas palabras encierran el proyecto original de Dios: componer la unidad de la familia humana. En esos años se inicia una historia en la que están contenidas las primicias del desarrollo futuro. En poco más de 50 años, a partir de la experiencia del Evangelio vivido cotidianamente, inicia una corriente de espiritualidad, la espiritualidad de la unidad, que suscita un movimiento de renovación espiritual y social con dimensiones mundiales: el Movimiento de los Focolares.

Un ideal por el cual gastar la vida Tenía 23 años y mis amigas tenían la misma edad o incluso eran más jóvenes. Estábamos en Trento, nuestra ciudad natal, y la guerra arreciaba destruyendo todo. Cada una de nosotras tenía sus sueños. Una quería formar una familia y esperaba que el novio regresara del frente. Otra deseaba una casa. Yo veía mí realización en el estudio de la Filosofía… Todas teníamos objetivos e ideales por delante.

Pero el novio no regresó más; la casa fue destruida; el estudio de Filosofía no lo pude continuar por los obstáculos de la guerra. ¿Qué hacer? ¿Existirá un ideal que ninguna bomba pueda destruir, por el cual valga la pena gastar la vida? Y enseguida una luz. Sí, existe. Es Dios, que, precisamente en esos momentos de guerra y de odio, se nos revela como lo que realmente él es: Amor. Dios Amor, Dios que ama a cada una de nosotras. Fue un instante. Decidimos hacer de Dios la razón de nuestra vida, el Ideal de nuestra vida.

¿Cómo? Quisimos entonces hacer como hizo Jesús, hacer la voluntad del Padre y no la nuestra. Es más, nos propusimos ser otros pequeños Él. Sabíamos que cada cristiano es ya otro Jesús, por el Bautismo y por la fe. Pero sólo en modo incipiente, podríamos decir. Para serlo plenamente era necesario hacer toda nuestra parte. Nos lo propusimos.

Una promesa que se mantiene siempre La guerra era despiadada, no daba tregua. Teníamos que ir más de una vez al día y también de noche, a los refugios hechos en la roca. Cuando sonaban las alarmas había que correr y no podíamos llevar nada con nosotros, más que un pequeño libro: el Evangelio. Allí encontraríamos cómo hacer la voluntad de Dios, cómo ser otros Jesús. Lo abríamos y lo leíamos. Y esas palabras, leídas tantas veces, nos parecían totalmente nuevas, como si una luz las iluminara una por una y un impulso interior nos empujara a vivirlas plenamente. “Cualquier cosa que hayas hecho al más pequeño de mis hermanos a Mí me la hiciste”. Y, he aquí que, saliendo del refugio buscábamos, durante toda la jornada, a los “más pequeños” para poder amar en ellos a Jesús: eran los pobres, enfermos, heridos, niños…

Los buscábamos por las calles, tomábamos nota de cada uno para poderlo ayudar. Los invitábamos a nuestra mesa reservándoles el mejor lugar. Preparábamos comida para todos. Y, aun no teniendo medios, no nos faltaba nada, porque el Evangelio dice: “Dad y se os dará”. Nosotras dábamos y volvían sacos de harina, manzanas, los paquetes llenaban cada día el pasillo de nuestra casa. El Evangelio nos decía: “Pedid y se os dará”. Pedíamos “necesito un par de zapatos número 42 para Ti (en el pobre)”, le decíamos a Jesús ante el sagrario y saliendo de la Iglesia una señora nos entregaba un par de zapatos número 42.

El Evangelio exhortaba: “Buscad el Reino de Dios… y lo demás se os dará por añadidura”. Tratábamos de que Jesús reinara en nosotros y llegaba todo lo que necesitamos. No hacía falta preocuparse por nada; así muchas veces, así siempre.

Eramos felices. Todas las promesas del Evangelio se verificaban, nos parecía vivir en un continuo milagro. Sabíamos que el Evangelio es verdadero, pero aquí lo constatábamos.

Un nuevo estilo de vida Todas las palabras del Evangelio nos atraían, sobre todo las que se referían al amor. Tratábamos de hacerlas nuestras. Pero quien ama está en la luz. “A quien me ama -dijo Jesús-, me manifestaré”. Entendimos que Dios no pide sólo que amemos a los “más pequeños”, sino a todos los que encontramos en la vida. Mientras tanto, otras jóvenes y luego muchachos se unían a nosotras para vivir la misma experiencia.

Los peligros de la guerra continuaban. Las bombas caían incluso sobre nuestro refugio. Aunque éramos jóvenes podíamos morir. Surgió un deseo en nuestro corazón: hubiéramos querido saber, de entre todas las palabras de Jesús, cuál era la que más le gustaba. Querríamos vivirla profundamente en los que podrían haber sido los últimos instantes de nuestra vida.

La encontramos. Es ese mandamiento que Jesús llama “nuevo” y “suyo”: os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros como Yo os he amado”. Reunidas en círculo, unas junto a otras, nos miramos a la cara y cada una le declaró a la otra: “Yo estoy dispuesta a morir por ti. Yo por ti”. Todas por cada una.

Se hacía todo cuanto era nuestro deber (trabajo, estudio, oración, descanso), pero sobre esta base. El amor recíproco era nuestro nuevo estilo de vida, nunca debía faltar y, si faltaba, volvíamos a establecerlo entre nosotros. Ciertamente no era siempre fácil, no era fácil enseguida; se necesitaba una gimnasia espiritual durante años para lograrlo siempre.

No obstante, pronto conocimos el secreto para mantenerlo, cómo vivir aquél “como Yo les he amado”, según la medida de Jesús. En una circunstancia supimos que Jesús sufrió mucho más cuando, en la cruz, tuvo la terrible impresión de ser abandonado por su Padre y gritó: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. En un ímpetu de generosidad, en el cual no estaba ausente ciertamente una particular ayuda de lo alto, decidimos seguir a Jesús así, amarlo así. Y fue justamente en ese grito suyo, cumbre de su pasión, donde encontramos la clave para mantenernos siempre en plena comunión entre nosotros y con todos. Jesús ha experimentado la más tremenda división, la más terrible separación, pero no ha dudado y se ha vuelto a confiar plenamente al Padre: “En tus manos encomiendo mi espíritu”.

Siguiendo su ejemplo, y con su ayuda, no habría habido divisiones en el mundo que pudiesen detenernos. Nuestro amor recíproco podría ser siempre una maravillosa realidad.

Nosotras habíamos nacido para aquellas palabras Un día, para protegernos de la guerra, nos encontramos en un refugio y a la luz de una vela abrimos el Evangelio. Era la solemne página de la oración de Jesús antes de morir: “Padre, que todos sean uno”. Tuvimos la impresión de comprenderla, aunque es difícil, pero sobre todo nos quedó la neta sensación de que nosotras habíamos nacido para aquellas palabras, para la unidad, para contribuir a realizarla en el mundo.

El mandamiento nuevo, que nos esforzábamos en mantener siempre vivo entre nosotras, realizaba precisamente la unidad. Y la unidad es portadora de una realidad extraordinaria, excepcional, divina, del mismo Jesús: “Donde dos o tres están reunidos en mi nombre (es decir, en su amor), yo estoy en medio de ellos”. Donde está la unidad está Jesús. Alegría, luz, paz. Y porque estaba Jesús, porque vivía entre nosotras y en nosotras, no se podía dejar de advertir su presencia. Se advertía una alegría que no se había probado nunca, se experimentaba una paz nueva, un nuevo ardor; una luz iluminaba y guiaba el alma… Y, porque estábamos unidos y Jesús estaba entre nosotros, el mundo a nuestro alrededor se convertía. “Que sean uno para que el mundo crea”, había dicho Jesús. He aquí que muchas personas volvían a Dios, muchos otros descubrían a Dios por primera vez.

Y porque Jesús estaba entre nosotros, llamaba. Florecían así distintas vocaciones: había quien quería consagrarse a Dios en la virginidad para realizar la unidad por doquier, y nacían los focolares; quien, inclusive casándose, se ponía totalmente a disposición de Dios; quien entraba en el convento…, quien se hacía sacerdote…

Se conocía también el odio del mundo prometido por Jesús, pero se experimentaba que Él , en medio nuestro, es más fuerte: no dejaba a nuestro alrededor las cosas como estaban , sino que iluminaba también la economía, la política, el trabajo, las estructuras sociales. Cristificaba la sociedad que nos circundaba, la hacía nueva. Y dado que Jesús es vida, crecíamos continuamente en número. Al cabo de dos meses de nuestro inicio, éramos quinientos, de diferentes edades, categorías sociales, de ambos sexos, de toda vocación. Nos parecía que no éramos otra cosa que cristianos, nada más que cristianos, que se esfuerzan en poner en práctica el Evangelio.

No obstante, advertíamos la exigencia de expresarle nuestra experiencia al Obispo. Su juicio para con nosotros habría sido el de Jesús, de Jesús que, hablándole a sus apóstoles, había dicho: “Quien a vosotros escucha, a mí me escucha”. Y el Obispo aprobó: “Aquí está el dedo de Dios” -dijo-. Y seguimos adelante.

El primer grupo se convierte en Movimiento Aquel primer grupo creció, se convirtió en Movimiento y, año tras año, se difundió como una explosión, primero en Italia, luego en toda Europa y ahora, después de un camino de más de 50 años, está presente, se puede decir, en todas las naciones del mundo.

Nosotros atribuimos esta rápida expansión al hecho de haber conservado siempre, con la ayuda de Dios, una fuerte unidad entre nosotros, que hace que Jesús esté presente, y al haber estado siempre profundamente unidos, como sarmientos a la vid, al Papa y a los Obispos, en los cuales Jesús está también presente.

El Espíritu diseñó a lo largo de los años, las líneas que esta Obra debía asumir paso a paso. La luz fue muy abundante, más de lo que podemos expresar. Las pruebas nunca han faltado porque al árbol que da frutos se le poda. Y los frutos fueron innumerables. Así se puede ver, también a través de este Movimiento, lo que puede hacer Jesús si nosotros los cristianos, no obstante nuestra pequeñez y nuestra miseria, nos esforzamos en dejar que él viva, en nosotros y en medio de nosotros.

Llevar el amor de Jesús por doquier. Querríamos que el amor se propagase en cada rincón de la tierra. Llevar la unidad incrementándola al campo religioso y humano, entre las personas, entre los grupos y entre los pueblos. Esto se hace al lado y en colaboración con todas las realidades de la Iglesia surgidas a lo largo de los siglos, con las nuevas asociaciones -Movimientos, grupos- que caracterizan estos tiempos, con decenas de miles de cristianos de otras Iglesias. Incluso fieles de otras religiones y personas de buena voluntad se sienten atraídas por la viva fraternidad que allí encuentran.

¿Dónde está el secreto? El secreto está en haber arriesgado al inicio la vida por un gran Ideal, el más grande: Dios. En haber creído en su amor y, por lo tanto, habernos abandonado momento tras momento a su voluntad. Si hubiésemos hecho la nuestra, si hubiésemos seguido nuestros proyectos, ahora no habría nada. Pero -aun con nuestros límites- nos hemos lanzado en esta divina aventura.

Tomado de http://www.focolare.org/es

Bernard Nathanson: El rey del aborto

Para valorar adecuadamente la biografía, y su hito principal, la conversión, del que fue llamado “el rey del aborto”, Bernard Nathanson, es necesario conocer algo de su ambiente familiar.

Su padre, el doctor Joey Nathanson, de religión judía, fue un prestigioso médico especializado en ginecología a quien el ambiente escéptico y liberal de la Universidad hizo abdicar de su fe. Su matrimonio con Harriet Dover -la madre de Bernard-, también judía, resultó un fracaso. Antes de su boda, Joey había querido romper el compromiso pero su novia lo amenazó con suicidarse, provocando así el escándalo que sin duda, echaría por tierra la brillante carrera profesional de Joey. Se casaron. Al menos la dote de Harriet resultaba un estímulo para ceder. Pero Joey sólo consiguió que los Dover, con la intervención de un juez, entregasen la mitad de lo prometido. El ambiente del hogar era imposible, “había demasiada malicia, conflictos y revanchismo y odio en la casa donde yo crecí”, dirá Bernard.

Profesional y personalmente Bernard Nathanson siguió durante buena parte de su vida los pasos de su padre. Estudió medicina en la Universidad de McGill (Montreal), y en 1945 se enamoró de Ruth, una joven y guapa judía. Vivieron juntos los fines de semana, y hablaban de matrimonio… cuando Ruth quedó embarazada. Bernard escribió a su padre para consultar con él la posibilidad de contraer matrimonio. La respuesta fueron cinco billetes de 100 dólares junto con la recomendación de que eligiese entre abortar o ir a los Estados Unidos para casarse. Así que Bernard puso su carrera por delante y convenció a Ruth de que abortase.

“Lloramos los dos por el niño que íbamos a perder y por nuestro amor que sabíamos iba a quedar irreparablemente dañado con lo que íbamos a hacer”. No la acompañó a la intervención. Ruth volvió sola a casa, en un taxi, con una fuerte hemorragia y estuvo a punto de morir. Le había practicado el aborto un incompetente. Se recuperó, milagrosamente, pero no tardaron en romper. “Este fue el primero de mis 75.000 encuentros con el aborto, me sirvió de excursión iniciadora al satánico mundo del aborto”, confiesa el Dr. Nathanson.

Tras graduarse, Bernard inició su residencia en un hospital judío. Después pasó al Hospital de Mujeres de Nueva York donde sufrió personalmente la violencia del antisemitismo, y entró en contacto con el mundo del aborto clandestino. Por entonces ya había contraído matrimonio con una joven judía, tan superficial como él, según confesaría. Su unión no duró más que cuatro años y medio y acabó con un divorcio en México. Fue entonces cuando conoció a Larry Lader. A aquel médico sólo le obsesionaba una idea: ¡conseguir que la ley permitiese el aborto libre y barato! Para eso fundó la Liga de Acción Nacional por el Derecho al Aborto, en 1969, una asociación que intentaba culpabilizar a la Iglesia de cada muerte que se producía en los abortos clandestinos.

Pero fue en 1971 cuando Nathanson se involucró más directamente en la práctica de abortos. Las primeras clínicas abortistas de Nueva York comenzaban a explotar el negocio de la muerte programada, y en muchos casos su personal carecía de licencia del Estado o de garantías mínimas de seguridad. Tal fue el caso de la dirigida por el Dr. Harvey. Las autoridades estaban a punto de cerrar esta clínica cuando alguien sugirió que Nathanson podría ocuparse de su dirección y funcionamiento. Se daba la paradoja increíble de que, mientras estuvo al frente de aquella clínica, en aquel lugar existía también un servicio de ginecología y obstetricia: es decir, se atendían partos normales al mismo tiempo que se practicaban abortos. Por otra parte, Nathanson desarrollaba una intensa actividad, dictando conferencias, celebrando encuentros con políticos y gobernantes de todo el país, presionándoles para lograr que fuese ampliada la ley del aborto.

“Yo estaba muy ocupado. Apenas veía a mi familia. Tenía un hijo de pocos años y una mujer, pero casi nunca estaba en casa. Lamento amargamente esos años, aunque sólo sea porque he fracasado en ver a mi hijo crecer. También era un paria en la profesión médica. Se me conocía como el rey del aborto”. Nathanson realizó en este periodo más de 60.000 abortos. A finales de 1972, agotado, dimitió de su cargo en la clínica. “He abortado -dirá- a los hijos no nacidos de amigos, colegas, conocidos e incluso profesores”.

Llegó incluso a abortar a su propio hijo. “A mitad de los sesenta dejé encinta a una mujer que me quería mucho”. (…) Ella quería seguir adelante con el embarazo pero él se negó. “Puesto que yo era uno de los expertos en el tema, yo mismo realizaría el aborto, le expliqué. Y así lo hice”.

Pero, a partir de ahí, las cosas empezaron a cambiar. Dejó la clínica abortista y pasó a ser jefe de obstetricia del Hospital de St. Luke’s. La nueva tecnología, el ultrasonido, hacía su aparición en el ámbito médico. El día en que Nathanson pudo observar el corazón del feto en los monitores electrónicos, comenzó a plantearse por vez primera “que es lo que estábamos haciendo verdaderamente en la clínica”.

Decidió reconocer su error. En la revista médica The New England Journal of Medicine, escribió un artículo sobre su experiencia con los ultrasonidos, reconociendo que en el feto existía vida humana. Incluía declaraciones como la siguiente: “el aborto debe verse como la interrupción de un proceso que de otro modo habría producido un ciudadano del mundo. Negar esta realidad es el más craso tipo de evasión moral”. Aquel artículo provocó una fuerte reacción. Nathanson y su familia recibieron incluso amenazas de muerte. Pero la evidencia de que no podía continuar practicando abortos se impuso. “Había llegado a la conclusión de que no había nunca razón alguna para abortar: el aborto es un crimen”.

Poco tiempo después, un nuevo experimento con los ultrasonidos sirvió de material para un documental que llenó de admiración y horror al mundo. Se titula “El grito silencioso”. Sucedió en 1984: “Le dije a un amigo que practicaba quince, o quizás veinte, abortos al día: Oye, Jay, hazme un favor. El próximo sábado coloca un aparato de ultrasonidos sobre la madre y grábame la intervención. Lo hizo y, cuando vio las cintas conmigo, quedó tan afectado que ya nunca más volvió a realizar un aborto. Las cintas eran asombrosas, aunque no de muy buena calidad. Seleccioné la mejor y empecé a proyectarla en mis encuentros provida por todo el país”.

Quedaba aún el camino de vuelta a Dios. Una primera ayuda le vino de su admirado profesor universitario, el psiquiatra Karl Stern -señala Nathanson-. “Transmitía una serenidad y una seguridad indefinibles. Entonces yo no sabía que en 1943, tras largos años de meditación, lectura y estudio, se había convertido al catolicismo. Stern poseía un secreto que yo había buscado durante toda mi vida: El secreto de la paz de Cristo”.

El movimiento provida le había proporcionado el primer testimonio vivo de la fe y el amor de Dios. En 1989 asistió a una acción de Operación Rescate en los alrededores de una clínica. El ambiente de los que allí se manifestaban pacíficamente en favor de la vida de los aún no nacidos le había conmovido: estaban serenos, contentos, cantaban, rezaban… Los mismos medios de comunicación que cubrían el suceso y los policías que vigilaban, estaban asombrados de la actitud de esas personas. Nathanson quedó afectado “y, por primera vez en toda mi vida de adulto -dice-, empecé a considerar seriamente la noción de Dios, un Dios que había permitido que anduviera por todos los proverbiales circuitos del infierno, para enseñarme el camino de la redención y la misericordia a través de su gracia”.

“Durante diez años, pasé por un periodo de transición”. Sintió que el peso de sus abortos se hacia más gravoso y persistente: “Me despertaba cada día a las cuatro o cinco de la mañana, mirando a la oscuridad y esperando (pero sin rezar todavía) que se encendiera un mensaje declarándome inocente frente a un jurado invisible”. Acaba leyendo Las Confesiones -que califica de “alimento de primera necesidad”-, era su libro más leído, porque “San Agustín hablaba del modo más completo de mi tormento existencial; pero yo no tenía una Santa Mónica que me enseñara el camino y estaba acosado por una negra desesperación que no remitía”.

En esa situación no faltó la tentación del suicidio, pero, por fortuna, decidió buscar una solución distinta. Los remedios intentados fallaban. “Cuando escribo esto, ya he pasado por todo: alcohol, tranquilizantes, libros de autoestima, consejeros. Incluso me he permitido cuatro años de psicoanálisis”.

El espíritu que animaba aquella manifestación provida enderezó su búsqueda. Empezó a conversar periódicamente con un sacerdote católico, Father John McCloskey. No le resultaba fácil creer, pero lo contrario, permanecer en el agnosticismo, llevaba al abismo. Progresivamente se descubría a sí mismo acompañado de Alguien a quien importaban cada uno de los segundos de su existencia: “Ya no estoy solo. Mi destino ha sido dar vueltas por el mundo a la búsqueda de ese Uno sin el cual estoy condenado, pero al que ahora me agarro desesperadamente, intentando no soltarme del borde de su manto”.

Por fin, el 9 de diciembre de 1996, a las 7.30 de un lunes, solemnidad de la Inmaculada Concepción, en la cripta de la Catedral de S. Patricio de Nueva York, el Dr. Nathanson se convertía en hijo de Dios. Entraba a formar parte del Cuerpo Místico de Cristo, su Iglesia. El Cardenal John O’Connor le administró los sacramentos del Bautismo, Confirmación y Eucaristía.

Un testigo expresa así ese momento: “Esta semana experimenté con una evidencia poderosa y fresca que el Salvador que nació hace 2.000 años en un establo continúa transformando el mundo. El pasado lunes fui invitado a un Bautismo. (…) Observé como Nathanson caminaba hacia el altar. ¡Qué momento! Al igual que en el primer siglo… un judío converso caminando en las catacumbas para encontrar a Cristo. Y su madrina era Joan Andrews. Las ironías abundan. Joan es una de las más sobresalientes y conocidas defensoras del movimiento provida… La escena me quemaba por dentro, porque justo encima del Cardenal O’Connor había una Cruz… Miré hacia la Cruz y me di cuenta de nuevo que lo que el Evangelio enseña es la verdad: la victoria está en Cristo”.

Las palabras de Bernard Nathanson al final de la ceremonia, fueron escuetas y directas. “No puedo decir lo agradecido que estoy ni la deuda tan impagable que tengo con todos aquellos que han rezado por mí durante todos los años en los que me proclamaba públicamente ateo. Han rezado tozuda y amorosamente por mí. Estoy totalmente convencido de que sus oraciones han sido escuchadas. Lograron lágrimas para mis ojos”.

Tomado de http://www.capellania.org/docs/jcremades Las citas son de La mano de Dios, de Bernard Nathanson.

Anton Luli: Una experiencia sacerdotal en las cárceles de Albania

Con motivo de la celebración de los 50 años de sacerdocio de Juan Pablo II, Anton Luli, sacerdote jesuita albanés, contó al Papa su experiencia bajo el régimen comunista (L’Osservatore Romano, 15-XI-96).

(…) Acababa de ser ordenado sacerdote cuando a mi país, Albania, llegó la dictadura comunista y la persecución religiosa más despiadada. Algunos de mis hermanos en el sacerdocio, después de un proceso lleno de falsedades y engaño, fueron fusilados y murieron mártires de la fe. Así celebraron, como pan partido y sangre derramada por la salvación de mi país, su última Eucaristía personal. Era el año 1946.

A mí el Señor me pidió, por el contrario, que abriera los brazos y me dejara clavar en la cruz y así celebrara, en el ministerio que me era prohibido y con una vida transcurrida entre cadenas y torturas de todo tipo, mi Eucaristía, mi sacrificio sacerdotal.

El 19 de diciembre de 1947 me arrestaron con la acusación de agitación y propaganda contra el gobierno. Viví diecisiete años de cárcel estricta y muchos otros de trabajos forzados. Mi primera prisión, en aquel gélido mes de diciembre en una pequeña aldea de las montañas de Escútari, fue un cuarto de baño. Allí permanecí nueve meses, obligado a estar agachado sobre excrementos endurecidos y sin poder enderezarme completamente por la estrechez del lugar. La noche de Navidad de ese año -¿cómo podría olvidarla?- me sacaron de ese lugar y me llevaron a otro cuarto de baño en el segundo piso de la prisión, me obligaron a desvestirme y me colgaron con una cuerda que me pasaba bajo las axilas. Estaba desnudo y apenas podía tocar el suelo con la punta de los pies. Sentía que mi cuerpo desfallecía lenta e inexorablemente. El frío me subía poco a poco por el cuerpo y, cuando llegó al pecho y estaba para parárseme el corazón, lancé un grito de agonía. Acudieron mis verdugos, me bajaron y me llenaron de puntapiés. Esa noche, en ese lugar y en la soledad de ese primer suplicio, viví el sentido verdadero de la Encarnación y de la cruz.

Pero en esos sufrimientos tuve a mi lado y dentro de mí la consoladora presencia del Señor Jesús, sumo y eterno sacerdote, a veces, incluso, con una ayuda que no puedo menos de definir “extraordinaria”, pues era muy grande la alegría y el consuelo que me comunicaba.

Pero nunca he guardado rencor hacia los que, humanamente hablando, me robaron la vida. Después de la liberación, me encontré por casualidad en la calle con uno de mis verdugos: sentí compasión por él, fui a su encuentro y lo abracé. Me liberaron en la amnistía del año 1989. Tenía 79 años.

Esta es mi experiencia sacerdotal en todos estos años; una experiencia, ciertamente, muy particular con specto a la de muchos sacerdotes, pero desde luego no única: son millares los sacerdotes que en su vida han sufrido persecución a causa del sacerdocio de Cristo. Experiencias diversas, pero todas unificadas por el amor. El sacerdote es, ante todo, una persona que ha conocido el amor; el sacerdote es un hombre que vive para amar: para amar a Cristo y para amar a todos en Él, en cualquier situación de vida, incluso dando la vida.

André Frossard: Dios existe, yo me lo encontré

André Frossard nació en Francia en 1915. Como su padre, Ludovic-Oscar Frossard, fue diputado y ministro durante la III República y primer secretario general del Partido Comunista Francés, Frossard fue educado en un ateísmo total. Encontró la le a los veinte años, de un modo sorprendente, en una capilla del Barrio Latino, en la que entró ateo y salió minutos más tarde “católico, apostólico y romano”.

El ateísmo en André Frossard y su posterior y repentina conversión se entienden un poco más contemplando su propia familia, como nos lo cuenta él mismo: “Eramos ateos perfectos, de esos que ni se preguntan por su ateísmo. Los últimos militantes anticlericales que todavía predicaban contra la religión en las reuniones públicas nos parecían patéticos y un poco ridículos, exactamente igual que lo serían unos historiadores esforzándose por refutar la fábula de Caperucita roja. Su celo no hacia más que prolongar en vano un debate cerrado mucho tiempo atrás por la razón. Pues el ateísmo perfecto no era ya el que negaba la existencia de Dios, sino aquel que ni siquiera se planteaba el problema. (…) Dios no existía. Su imagen o las que evocan su existencia no figuraban en parte alguna de nuestra casa. Nadie nos hablaba de Él. (…)No había Dios. El cielo estaba vacío; la tierra era una combinación de elementos químicos reunidos en formas caprichosas por el juego de las atracciones y de las repulsiones naturales. Pronto nos entregaría sus últimos secretos, entre los que no había en absoluto Dios.

¿Necesito decir que no estaba bautizado? Según el uso de los medios avanzados, mis padres habían decidido, de común acuerdo, que yo escogería mi religión a los veinte años, si contra toda espera razonable consideraba bueno tener una. Era una decisión sin cálculo que presentaba todas las apariencias de imparcialidad. ¿A los veinte años quiere creer? Que crea. De hecho, es una edad impaciente y tumultuosa en la que los que han sido educados en la fe acaban corrientemente por perderla antes de volverla a encontrar, treinta o cuarenta años más tarde, como una amiga de la infancia… Los que no la han recibido en la cuna tienen pocas oportunidades de encontrarla al entrar en el cuartel…

Mi padre era el secretario general del partido socialista. Yo dormía en la habitación que, durante el día, servía a mi padre de despacho, frente a un retrato de Karl Marx, bajo un retrato a pluma de Jules Guesde (socialista que colaboró en la redacción del programa colectivista revolucionario) y una fotografía de Jaurès.

Karl Marx me fascinaba. Era un león, una esfinge, una erupción solar. Karl Marx escapaba al tiempo. Había en él algo de indestructible que era, transformada en piedra, la certidumbre de que tenía razón. Ese bloque de dialéctica compacta velaba mi sueño de niño. (…) El domingo era el día del Señor para los luteranos, que a veces iban al templo, y para los pietistas, que se reunían en pequeños grupos bajo la mirada falta de comprensión de otros. Para nosotros era el día del aseo general, en el agua corriente del arroyo truchero, después del cual mi abuelo mi friccionaba la cabeza con un cocimiento de manzanilla…” En Navidad, las campanas de los pueblos cercanos, que no encontraban eco entre nosotros, extendían como un manto de ceremonia sobre la campiña muerta. Nosotros también nos poníamos nuestros trajes domingueros para ir a ninguna parte (…) Almorzábamos en la mejor habitación, sobre el blanco mantel de los días señalados.

Pero ni el moscatel de Alsacia, ni la cerveza, ni la frambuesa, volvían a la familia más habladora. La comida, más rica que de costumbre, y el abeto, completamente barbudo de guirnaldas plateadas, nada conmemoraban. Era una Navidad sin recuerdos religiosos, una Navidad amnésica que conmemoraba la fiesta de nadie.

Entre las izquierdas la política se consideraba como la más alta actividad del espíritu, el más hermoso de los oficios, después del de médico, sin embargo. A ella debían mis padres, por otra parte, el haberse encontrado. Mi madre de espíritu curioso, había escuchado a mi padre hablar del socialismo ante un auditorio obrero, con la fogosidad de sus veinticinco años, una inteligencia combativa, una voz admirable. Desde aquel día, ella le siguió de reunión en reunión, por amor al socialismo, hasta la alcaldía. Cuando me contaba esa historia, yo no comprendía gran cosa. Para mí, mis padres eran mis padres desde siempre y no imaginaba que hubiesen podido no serlo en un momento dado de su existencia. La honestidad, la natural decencia de su vida en común, me habían dado del matrimonio la idea de una cosa que no podía deshacerse y que, al no tener fin, no había tenido comienzo.

Mi madre vendía al pregón el periódico de la Federación Socialista, completamente redactado por mi padre, entonces maestro destituido por amaños revolucionarios y reducido a la miseria. Pero la política llenaba la vida de mi padre. (…) Rechazábamos todo lo que venía del catolicismo, con una señalada excepción para la persona -humana- de Jesucristo, hacia quien los antiguos del partido mantenían (con bastante parquedad, a decir verdad) una especie de sentimiento de origen moral y de destino poético. No éramos de los suyos, pero él habría podido ser de los nuestros por su amor a los pobres, su severidad con respeto a los poderosos, y sobre todo por el hecho de que había sido la víctima de los sacerdotes, en todo caso de los situados más alto, el ajusticiado por el poder y por su aparato de represión”.

Pero sin tener mérito alguno Frossard, porque Dios quiso y no por otra razón, fue el afortunado en recibir el regalo de la conversión. El no buscaba a Dios. Se lo encontró: “Sobrenaturalmente, sé la verdad sobre la más disputada de las causas y el más antiguo de los procesos: Dios existe. Yo me lo encontré.

Me lo encontré fortuitamente -diría que por casualidad si el azar cupiese en esta especie de aventura-, con el asombro de paseante que, al doblar una calle de París, viese, en vez de la plaza o de la encrucijada habituales, una mar que batiese los pies de los edificios y se extendiese ante él hasta el infinito.

Fue un momento de estupor que dura todavía. Nunca me he acostumbrado a la existencia de Dios.

Habiendo entrado, a las cinco y diez de la tarde, en una capilla del Barrio Latino en busca de un amigo, salí a las cinco y cuarto en compañía de una amistad que no era de la tierra.

Habiendo entrado allí escéptico y ateo de extrema izquierda, y aún más que escéptico y todavía más que ateo, indiferente y ocupado en cosas muy distintas a un Dios que ni siquiera tenía intención de negar -hasta tal punto me parecía pasado, desde hacía mucho tiempo, a la cuenta de pérdidas y ganancias de la inquietud y de la ignorancia humanas-, volví a salir, algunos minutos más tarde, “católico, apostólico, romano”, llevado, alzado, recogido y arrollado por la ola de una alegría inagotable.

Al entrar tenía veinte años. Al salir, era un niño, listo para el bautismo, y que miraba entorno a sí, con los ojos desorbitados, ese cielo habitado, esa ciudad que no se sabía suspendida en los aires, esos seres a pleno sol que parecían caminar en la oscuridad, sin ver el inmenso desgarrón que acababa de hacerse en el toldo del mundo. Mis sentimientos, mis paisajes interiores, las construcciones intelectuales en las que me había repantingado, ya no existían; mis propias costumbres habían desaparecido y mis gustos estaban cambiados.

No me oculto lo que una conversión de esta clase, por su carácter improvisado, puede tener de chocante, e incluso de inadmisible, para los espíritus contemporáneos que prefieren los encaminamientos intelectuales a los flechazos místicos y que aprecian cada vez menos las intervenciones de lo divino en la vida cotidiana. Sin embargo, por deseoso que esté de alinearme con el espíritu de mi tiempo, no puedo sugerir los hitos de una elaboración lenta donde ha habido una brusca transformación; no puedo dar las razones psicológicas, inmediatas o lejanas, de esa mutación, porque esas razones no existen; me es imposible describir la senda que me ha conducido a la fe, porque me encontraba en cualquier otro camino y pensaba en cualquier otra cosa cuando caí en una especie de emboscada: no cuento cómo he llegado al catolicismo, sino como no iba a él y me lo encontré. (…) Nada me preparaba a lo que me ha sucedido: también la caridad divina tiene sus actos gratuitos. Y si, a menudo, me resigno a hablar en primera persona, es porque está claro para mí, como quisiera que estuviese enseguida para vosotros, que no he desempeñado papel alguno en mi propia conversión. (…) Ese acontecimiento iba a operar en mí una revolución tan extraordinaria, cambiando en un instante mi manera de ser, de ver, de sentir, transformando tan radicalmente mi carácter y haciéndome hablar un lenguaje tan insólito que mi familia se alarmó.

Se creyó oportuno, suponiéndome hechizado, hacerme examinar por un médico amigo, ateo y buen socialista. Después de conversar conmigo sosegadamente y de interrogarme indirectamente, pudo comunicar a mi padre sus conclusiones: era la “gracia”, dijo, un efecto de la “gracia” y nada más. No había por qué inquietarse.

Hablaba de la gracia como de una enfermedad extraña, que presentaba tales y cuales síntomas fácilmente reconocibles. ¿Era una enfermedad grave? No. La fe no atacaba a la razón. ¿Había un remedio? No; la enfermedad evolucionaba por sí misma hacia la curación; esas crisis de misticismo, a la edad en que yo había sido atacado, duraban generalmente dos años y no dejaban ni lesión, ni huellas. No había más que tener paciencia.

Se me toleraría mi capricho religioso a condición de que fuese discreto, como lo serían conmigo. Se me rogó que me abstuviese de todo proselitismo en relación con mi hermana menor. Ella se convertiría a pesar de todo al catolicismo, y mi madre también, bastantes años después de ella”.

Frossard escribió el libro de su conversión, Dios existe. Yo me lo encontré, que mereció el Gran Premio de la literatura Católica en Francia en 1969, y que se convertiría en un best-seller mundial.

En 1985 fue elegido miembro de la Academia y trabajó en la Comisión del Diccionario. Muere en París en 1995 a los 80 años de edad, tras haber sido uno de los intelectuales católicos franceses más influyentes de su país en el presente siglo.

Tomado de http://www.capellania.org/docs/jcremades Las citas son de Dios existe, yo me lo encontré, de André Frossard.

Alphonse Ratisbonne: Encuentro inesperado

Alphonse Ratisbonne era un joven judío de Estrasburgo, rico, cultivado, callejero, hijo de banquero… En 1842, Ratisbonne vivía en Roma -entre un viaje a Oriente y una escala en Palermo- una especie de ociosidad turística e indolente que le hace parecerse de lejos a un personaje de Stendhal: habría podido posar para Lucien Leuwen. Ratisbonne estaba prometido y preparaba su instalación viajando mucho. Era ateo y tenía un escepticismo quisquilloso que le llevaba a levantar querellas contra la Iglesia y el cristianismo. Tenía un amigo: el barón de Bussieres, muy piadoso, que multiplicaba por su conversión votos y exhortaciones.

Ratisbonne había accedido desde hacía algún tiempo -por pura gentileza, y porque no le concedía verdaderamente importancia alguna- a llevar consigo una medalla piadosa ofrecida por su amigo; un día, el amigo de Ratisbonne le invita a dar un paseo en coche; el carruaje del barón de Bussieres se para en la pequeña plaza de Roma, donde se eleva la iglesia de San Andrés delle-Fratte. La iglesia de San Andrés delle-Fratte es un edificio de modestas dimensiones; una tibieza a la italiana por la severidad del plano, el calor del decorado y la abundancia de cirios que plantan aquí y allá arbustos de luz. La iglesia demuestra una evidente insustancialidad, y no es de las que extravían las imaginaciones.

El barón -que ha de hacer una gestión en la iglesia- desciende, e invita a su pasajero a esperar, o a acompañarle; es asunto, añade, de pocos minutos. Ratisbonne, antes que aburrirse en el vehículo, decide visitar la iglesia, sin otra intención -por supuesto- que adicionarla a su colección de monumentos romanos.

Cuando empuja la puerta de esa iglesia, es un perfecto incrédulo, curioso por la arquitectura; no es un alma torturada a la zaga de un ideal. Yo no sé lo que se produce en ese instante en el «inconsciente» de Ratisbonne, como algunos pretenden conocer de lo acontecido en parecida circunstancia en el inconsciente de San Pablo; pero si el mío trabaja, actúa y me prepara una jugada, mi inconsciente es el único en saberlo.

Ratisbonne se mantiene no lejos de la entrada, cerca de una capilla lateral (la segunda), algo empotrada en la muralla, a su izquierda; es un incrédulo que tiene dos o tres minutos que desperdiciar; que no está mejor dispuesto a las emociones místicas, ni deseoso de creer; pero su incredulidad va a terminar allí, hecha añicos por la evidencia; la capilla que Ratisbonne recorre con mirada distraída, que ninguna obra maestra detiene en su paso, desaparece bruscamente. Lo que él ve entonces es la Virgen María, tal y como figura en la medalla que lleva al cuello, y tal como está hoy representada, con colores realzados por algunos artificios luminosos, en la capilla de San Andrés delle-Fratte.

Hay esa dicha, que le arroja al suelo; y yo imagino que habrá tenido tantas dificultades en hacerla compartir, como Bernadette de Lourdes en convencer al clero de la diócesis, o en persuadir a las damas de la prefectura, de que una persona de buena sociedad como la Virgen María haya podido aparecer dieciocho veces seguidas con el mismo vestido.

Esta es la narración que hace el propio Ratisbonne; estamos en el 20 de enero de 1842: «… Si alguien me hubiera dicho en la mañana de aquel día: “Te has levantado judío y te acostarás cristiano”; si alguien me hubiera dicho eso, lo habría mirado como al más loco de los hombres.

»Después de haber almorzado en el hotel y llevado yo mismo mis cartas al correo, me dirigí a casa de mi amigo Gustave, el pietista, que había regresado de la caza; excursión que le había mantenido alejado algunos días.

»Estaba muy asombrado de encontrarme en Roma. Le expliqué el motivo: ver al Papa.

»Pero me iría sin verlo -le dije-, pues no ha asistido a las ceremonias de la Cátedra de San Pedro, donde se me habían dado esperanzas de encontrarlo.

»Gustave me consoló irónicamente y me habló de otra ceremonia completamente curiosa, que debía tener lugar, según creo, en Santa María la Mayor. Se trataba de la bendición de los animales. Y sobre ello hubo tal asalto de equívocos y chanzas como el que se puede imaginar entre un judío y un protestante.

»Hablamos de caza, de placeres, de diversiones del carnaval; de la brillante velada que había organizado, la víspera, el duque de Torlonia. No podían olvidarse los festejos de mi matrimonio; yo había invitado a M. de Lotzbeck, que me prometió asistir.

»Si en ese momento -era mediodia- un tercer interlocutor se hubiese acercado a mí y me hubiera dicho: “Alphonse, dentro de un cuarto de hora adorarás a Jesucristo, tu Dios y Salvador; y estarás prosternado en una pobre iglesia; y te golpearás el pecho a los pies de un sacerdote, en un convento de jesuitas, donde pasarás el carnaval preparándote al bautismo; dispuesto a inmolarte por la fe católica; y renunciarás al mundo, a sus pompas, a sus placeres, a tu fortuna, a tus esperanzas, a tu porvenir; y, si es preciso, renunciarás también a tu novia, al afecto de tu familia, a la estima de tus amigos, al apego de los judíos…; ¡y sólo aspirarás a servir a Jesucristo y a llevar tu cruz hasta la muerte!…”; digo que si algún profeta me hubiera hecho una predicción semejante, sólo habría juzgado a un hombre más insensato que ése: ¡al hombre que hubiera creído en la posibilidad de tamaña locura! Y, sin embargo, ésta es hoy la locura causa de mi sabiduría y de mi dicha.

»Al salir del café encuentro el coche de M. Théodore de Bussieres. El coche se para; se me invita a subir para un rato de paseo. El tiempo era magnífico y acepté gustoso. Pero M. de Bussieres me pidió permiso para detenerse unos minutos en la iglesia de San Andrés delle-Fratte, que se encontraba casi junto a nosotros, para una comisión que debía desempeñar; me propuso esperarle dentro del coche; yo preferí salir para ver la iglesia. Se hacían allí preparativos funerarios, y me informé sobre el difunto que debía recibir los últimos honores. M. de Bussieres me respondió: “Es uno de mis amigos, el conde de La Ferronays; su muerte súbita es la causa-añadi6-de la tristeza que usted ha debido notar en mí desde hace dos días.” Yo no conocía a M. de La Ferronays; nunca le había visto, y no apreciaba otra impresión que la de una pena bastante vaga, que siempre se siente ante la noticia de una muerte súbita. M. de Bussieres me dejó para ir a retener una tribuna destinada a la familia del difunto. “No se impaciente usted -me dijo mientras subía al claustro-, será cuestión de dos minutos.” »La iglesia de San Andrés es pequeña, pobre y desierta; creo haber estado allí casi solo; … ningún objeto artístico atraía en ella mi atención. Paseé maquinalmente la mirada en torno a mí, sin detenerme en ningún pensamiento; recuerdo tan sólo a un perro negro que saltaba y brincaba ante mis pasos… En seguida el perro desapareció, la iglesia entera desapareció, ya no vi, o más bien, ¡¡¡Oh, Dios mío, vi una sola cosa!!! »¿Cómo sería posible explicar lo que es inexplicable? Cualquier descripción -por sublime que fuera- no sería más que una profanación de la inefable verdad. Yo estaba allí, prosternado, en lágrimas, con el corazón fuera de mí mismo, cuando M. de Bussieres me devolvió a la vida.

»No podía responder a sus preguntas precipitadas; mas al fin, tomé la medalla que había dejado sobre mi pecho; besé efusivamente la imagen de la Virgen, radiante de gracia… ¡Era, sin duda, Ella! »No sabía dónde estaba, ni si yo era Alphonse u otro distinto; sentí un cambio tan total que me creía otro yo mismo… Buscaba cómo reencontrarme y no daba conmigo… La más ardiente alegría estalló en el fondo de mi alma; no pude hablar, no quise revelar nada; sentí en mí algo solemne y sagrado que me hizo pedir un sacerdote… Se me condujo ante él y sólo después de recibir su positiva orden hablé como pude: de rodillas y con el corazón estremecido.

»Mis primeras palabras fueron de agradecimiento para M. de La Ferronays y para la archicofradía de Nuestra Señora de las Victorias. Sabía de una manera cierta que M. de La Ferronays había rezado por mí; pero no sabría decir cómo lo supe, ni tampoco podría dar razón de las verdades cuya fe y conocimiento había adquirido. Todo lo que puedo decir es que, en el momento del gesto, la venda cayó de mis ojos; no sólo una, sino toda la multitud de vendas que me habían envuelto desaparecieron sucesiva y rápidamente, como la nieve y el barro y el hielo bajo la acción del sol candente.

»Todo lo que sé es que, al entrar en la iglesia, ignoraba todo; que saliendo de ella, veía claro. No puedo explicar ese cambio, sino comparándolo a un hombre a quien se despertara súbitamente de un profundo sueño; o por analogía con un ciego de nacimiento que, de golpe, viera la luz del día: ve, pero no puede definir la luz que le ilumina y en cuyo ámbito contempla los objetos de su admiraci6n. Si no se puede explicar la luz física, ¿cómo podría explicarse la luz que, en el fondo, es la verdad misma? Creo permanecer en la verdad diciendo que yo no tenía ciencia alguna de la letra, pero que entreveía el sentido y el espíritu de los dogmas. Sentía, más que veía, esas cosas; y las sentía por los efectos inexpresables que produjeron en mí. Todo ocurría en mi interior; y esas impresiones -mil veces más rápidas que el pensamiento- no habían tan sólo conmocionado mi alma, sino que la habían como vuelto del revés, dirigiéndola en otro sentido, hacia otro fin y hacia una nueva vida.» Esta es la aventura romana de Alphonse de Ratisbonne. A partir de entonces -añade- el mundo ya no fue nada para él; sus prevenciones contra el cristianismo se borraron sin dejar rastro, lo mismo que los prejuicios de su infancia; y el amor de su Dios «había ocupado el lugar de cualquier otro amor».

Que esos profesionales de la verdad que los intelectuales deberían ser aparten de su pensamiento las apariciones de Lourdes, pretextando que Bernadette Soubirous era una niña, y que las niñas no disciernen, según parece (aunque yo no lo crea en absoluto), el sueño de la realidad. Admitámoslo. Que rechacen la relación de los pastorcillos de la Salette, que han visto llorar a la Virgen Santísima en las montañas del Dauphiné, porque unos pastorcillos sin instrucción pueden ser influenciables; o víctimas de una clase de reciprocidad de la autosugestión; o por cualquier otro motivo del mismo género. Admitámoslo también. Finalmente, que no se tenga en cuenta mi testimonio, porque nada es tan difícil de comprender como una visión sin imágenes; ni de creer a un periodista que dice haber hallado la verdad. Consiento en ello, aunque sea duro saber y no convencer; y más duro todavía constatar que no se ha convencido por falta de elocuencia, y que se ha carecido de elocuencia sólo por haber carecido de amor.

Pero, ¿y Ratisbonne? Los hijos de banquero pueden -tanto como los demás- estar sujetos a las alucinaciones, pero están, por lo general, provistos del bagaje intelectual suficiente para advertir su desventura, si no inmediatamente, por lo menos, después. Es bastante extraordinario que un fenómeno así procure una serenidad nueva al paciente, además de una vocación, además de una doctrina; y más extraordinario todavía que -aparte de dos o tres grandes espíritus, como Henri Bergson o Jean Guitton- ningún pensador de oficio haya juzgado útil examinar una mutación tan insólita; aunque sólo fuere para explicar cómo un joven-tan bien dotado de sentido crítico como puede serlo un judío; y de realismo, como puede serlo un hijo de familia perfectamente consciente de las ventajas de su posición-haya podido fundamentar todo el resto de su vida sobre una ilusión de los sentidos, y sin retroceder ante sus consecuencias, retornando a su sangre fría.

Tomado de: http://www.unav.es/capellaniauniversitaria Las citas son de ¿Hay otro mundo? (pp. 28-37), de André Frossard.

Agustín de Tagaste: Mañana, mañana

Agustín de Tagaste era un joven y brillantísimo orador, dotado de una inteligencia prodigiosa y un corazón ardiente.

Su adolescencia transcurrió entre diversas escuelas de Madaura, Tagaste y Cartago, de manera bastante turbulenta. Durante años anduvo sin apenas rumbo moral en su vida, muy influida por amistades poco recomendables.

Estando en Milán, en el año 384, acudía, sin demasiada buena disposición, a escuchar las homilías de Ambrosio, obispo de la ciudad. Era Ambrosio un hombre de sobresaliente calidad humana y sobrenatural, y Agustín estaba interesado en su oratoria, no en su doctrina, pero “al atender para aprender de su elocuencia —explicaba—, aprendía al mismo tiempo lo que de verdadero decía”.

El 1 de enero del 385 se estaba preparando para hablar ante toda la Corte del Emperador Valentiniano, instalada por entonces en aquella ciudad. Agustín estaba consiguiendo sus propósitos de triunfar, pese a ser aún muy joven, gracias a su elocuencia. Pero notaba que algo en su vida estaba fallando. “Al volver —escribiría más adelante—, y pasar por una de las calles de Milán, me fijé en un pobre mendigo que, despreocupado de todo, reía feliz. Yo, entonces, interiormente lloré”.

Una cascada de sentimientos se desbordó en el corazón de Agustín. Caminaba, como siempre, rodeado de un grupo de amigos. “Les que dije que era nuestra ambición la que nos hacía sufrir y nos torturaba, porque nuestros esfuerzos, como ese deseo de triunfar que me atormentaba, no hacían más que aumentar la pesada carga de nuestra infelicidad”.

La crisis se había desencadenado. Pero la lucha no había hecho más que empezar, llena de vacilaciones. “La fe católica me da explicaciones a lo que me pregunto…; sin embargo, ¿por qué no me decido a que me aclaren las demás cosas?”.

El tiempo pasaba y Agustín se resistía a cambiar. “Deseaba la vida feliz del creyente, pero a la vez me daba miedo el modo de llegar a ella”. “Pensaba que iba a ser muy desgraciado si renunciaba a las mujeres…”. “¡Qué caminos más tortuosos! Ay de esta alma mía insensata que esperó, lejos de Dios, conseguir algo mejor. Daba vueltas, se ponía de espaldas, de lado, boca abajo…, pero todo lo encontraba duro e incómodo…”.

Agustín va poco a poco logrando vencer la sensualidad y la soberbia, pero se encuentra también con otro poderoso enemigo: “Me daba pereza comenzar a caminar por la estrecha senda”. “Todavía seguía repitiendo como hacía años: mañana; mañana me aparecerá clara la verdad y, entonces, me abrazaré a ella”.

El proceso de su conversión pasó —según contaría él mismo en su libro Las Confesiones— por multitud de pequeños detalles. El paso definitivo se produjo un día de agosto del año 386, en que recibió la visita de su amigo Ponticiano, que resultó ser cristiano. Tuvieron una animada conversación. En un momento dado, Ponticiano le contó la historia de un monje llamado Antonio, y luego, viendo el creciente interés de Agustín, una anécdota suya personal.

Ponticiano le había ido contado esas cosas con intención de acercarle a Dios, pero probablemente no sospechó el violento influjo que produjeron en Agustín. “Lo que me contaba Ponticiano me ponía a Dios de nuevo frente a mí, y me colocaba a mí mismo enérgicamente ante mis ojos para que advirtiese mi propia maldad y la odiase. Yo ya la conocía, pero hasta entonces quería disimularla, la ocultaba, y me olvidaba de su fealdad”. “Me puso cara a cara conmigo mismo para que viese lo horrible que era yo.” Mientras su amigo hablaba, Agustín pensaba en su alma, que encontraba tan débil, oprimida por el peso de las malas costumbres que le impedían elevarse a la verdad, pese a que ya la veía claramente. “Habían pasado ya muchos años, unos doce aproximadamente, desde que cumplí los diecinueve, desde aquel año en que por leer a Cicerón me vi movido a buscar la sabiduría.” “Había pedido a Dios la castidad, aunque de este modo: Dame, Señor, la castidad y la continencia, pero no ahora, porque temía que Dios me escuchara demasiado pronto y me curara inmediatamente de mi enfermedad de concupiscencia, que yo prefería satisfacer antes que apagar.” “Se redoblaba mi miedo y mi vergüenza a ceder otra vez y no terminaba de romper lo poco que ya quedaba”.

Ponticiano terminó de hablar, explicó el motivo de su visita, y se fue. El combate interior de Agustín se acercaba a su final. Cada vez faltaba menos, pero “podía más en mí lo malo, que ya se había hecho costumbre, que lo bueno, a lo que no estaba acostumbrado.” “Lo que me esclavizaba eran cosas que no valían nada, pura vaciedad, mis antiguas amigas. Pero me tiraban de mi vestido de carne y me decían bajito: ¿Es que nos dejas? ¿Ya no estaremos más contigo, nunca, nunca? ¿Desde ahora nunca más podrás hacer esto… ni aquello…? ¡Y qué cosas, Dios mío, me sugerían con las palabras esto y aquello!”.

“Mientras, mi arraigada costumbre me decía: ¿Qué? ¡Es que piensas que podrás vivir sin esas cosas, tú?”.

Salió con su amigo Alipio al jardín de la casa donde se hospedaban. “¡Hasta cuándo —se preguntaba—, hasta cuándo, mañana, mañana! ¿Por qué no hoy? ¿Por qué no ahora mismo y pongo fin a todas mis miserias?” Mientras decía esto, oyó que un niño gritaba desde una casa vecina: “¡Toma y lee! ¡Toma y lee!”. Dios se servía de ese chico para decirle algo. Corrió hacia el libro, y lo abrió al azar por la primera página que encontró. Leyó en silencio: “No andéis más en comilonas y borracheras; ni haciendo cosas impúdicas; dejad ya las contiendas y peleas, y revestíos de nuestro Señor Jesucristo, y no os ocupéis de la carne y de sus deseos.” Cerró el libro. ésa era la respuesta. No quiso leer más, ni era necesario: “Como si me hubiera inundado el corazón una fortísima luz, se disipó toda la oscuridad de mis dudas”.

Cuando se tranquilizó un poco se lo contó a su amigo, que quiso ver lo que había leído. Se lo enseñó y su amigo se fijó en la frase siguiente del texto que había leído, y en la que no había reparado. Seguía así: “Recibid al débil en la fe”.

“Después entramos a ver a mi madre, se lo dijimos todo y se llenó de alegría. Le contamos cómo había sucedido, y saltaba de alegría y cantaba y bendecía a Dios, que le había concedido, en lo que se refiere a mí, lo que constantemente le pedía desde hacía tantos años, en sus oraciones y con sus lágrimas”.

A los pocos meses, en la Vigilia Pascual, recibieron el bautismo Agustín, su hijo y su amigo. Años después, escribiría: “Tarde te amé, Belleza, tan antigua y tan nueva, ¡tarde te amé! Estabas dentro de mí, y yo te buscaba por fuera… Me lanzaba como una bestia sobre las cosas hermosas que habías creado. Estabas a mi lado, pero yo estaba muy lejos de Ti. Esas cosas… me tenían esclavizado. Me llamabas, me gritabas, y al fin, venciste mi sordera. Brillaste ante mí y me liberaste de mi ceguera… Aspiré tu perfume y te deseé. Te gusté, te comí, te bebí. Me tocaste y me abrasé en tu paz”.

Lo que de este relato quería resaltar es el trabajoso proceso por el que Agustín logró liberarse de la esclavitud de las pasiones. Sus problemas, su angustia, su búsqueda, constituyen una respuesta a las preguntas y perplejidades que se hacen tan vivas en la adolescencia y en la primera madurez del hombre, en cualquier época. La culminación de cualquier proceso interior de conversión a la verdad exige una lucha decidida y constante. Una victoria sobre uno mismo que, en el caso que hemos relatado, ha supuesto para la humanidad un personaje tan insigne como Agustín, un gran pensador y un gran santo, cuyos escritos filosóficos y teológicos constituyen una referencia ineludible en la historia del pensamiento.

Alfonso Aguiló Las citas son de Las Confesiones, autobiografía de San Agustín.

Agustín de Tagaste: Mi corazón está inquieto Nace en los años cincuenta A A.A. no le bautizaron al nacer, quizá porque lo impidió su padre pensando que era una decisión que tendría que tomar por sí mismo cuando fuera mayor. Su padre era el único de la familia que no practicaba y su madre se preocupaba de su formación cristiana, aunque esto le traía problemas con su marido.

Fue un alumno brillante en su escuela y lo que allí aprendió neutralizaba los consejos que le daba su madre. Poco a poco se fue alejando: “mientras me olvidaba de Dios -dice él mismo-, por todas partes oía: «¡Bien, bien!»”.

Aún con todo, siendo niño, le encantaba encontrar la verdad en sus pensamientos sobre las cosas. No quería que le engañasen, tenía buena memoria. Se iba educando poco a poco…

Ya entrados los años sesenta Sus padres eran muy liberales y le dejaban hacer lo que quería. A los dieciséis años ya lo había probado todo: “engañaba con infinidad de mentiras a mis padres y profesores”; se colaba a pesar de su edad en “espectáculos no recomendables que luego -dice- yo imitaba con apasionada frivolidad”; y, cuando jugaba con sus amigos, “intentaba siempre ganar, aunque fuera con trampas, deseoso de sobresalir en todo y por encima de todos”.

Un día, su padre le pescó desnudo, en el baño, sexualmente excitado, y se lo contó a su madre, como alegrándose…

Su madre se asustó. Ella ya había empezado a ser cristiana en serio -su marido sólo iba a la iglesia de tarde en tarde- y temía que su hijo se perdiera…

Estuvo hablando con él a solas. Estaba muy seria. Le dijo que no debía acostarse con ninguna chica, y mucho menos si estaba casada. No le hizo caso porque le pareció uno de esos típicos consejos que tienen que dar las madres…

“Yo ardía en deseos de hartarme de las más bajas cosas y llegué a envilecerme hasta con los más diversos y turbios amores; me ensucié y me embrutecí por satisfacer mis deseos. Me sentía inquieto y nervioso, sólo ansiaba satisfacerme a mí mismo, hervía en deseos de fornicar. (…) ¡Ojalá hubiera habido alguien que me ayudara a salir de mi miseria…!”.

Sus amigos eran como él, y se pasaban el día contándose sus aventuras. Al principio le avergonzaba no tener tanta experiencia como ellos, y se fue volviendo cada vez más salvaje. Cuando no tenía nada que contar se lo inventaba…

Mientras se preparaba para estudiar en la capital, procuró correrse todas las juergas posibles. ¿Qué era eso que le producía tanto placer? Suponía que actuar al margen de lo establecido. Lo hacía precisamente porque estaba prohibido. Lo hacía con la pandilla de amigos; de ir solo, dice que no lo hubiera hecho.

No era feliz: “Sabía que Dios podía curar mi alma, lo sabía; pero ni quería, ni podía; tanto más cuanto que la idea que yo tenía de Dios no era algo real y firme, sino un fantasma, un error. Y si me esforzaba por rezar, inmediatamente resbalaba como quien pisa en falso, y caía de nuevo sobre mí. Yo era para mí mismo como una habitación inhabitable, en donde ni podía estar ni podía salir. ¿Dónde podría huir mi corazón que huyese de mi corazón? ¿Cómo huir de mí mismo?”.

Entramos en los setenta Se matriculó y estuvo estudiando hasta mediados de los setenta: en concreto, del 71 al 75. Era un estudiante de muy buenas notas. Pero su situación personal no mejoró, porque en el campus había una movida bestial. Era como una olla a punto de explotar, un hervidero en el que se zambulló nada más llegar.

A.A. sigue contando sus aventuras, más bien sus desventuras: comenzó a vivir con una chica -la misma- desde los 18 años. Al poco tiempo tuvieron un hijo. Recuerda su pasión por los espectáculos, su gusto por el morbo y cómo disfrutaba con las escenas de sexo.

Siguió teniendo “experiencias”. Se volvió un tanto sádico y empezó a tomarle afición a lo demoníaco. Salía con un grupo que se llamaban a sí mismos “los destructores”. Aunque reconoce que no le gustaban algunas de las bromas y novatadas que hacían, se divertía mucho con ellos. Escribe que deberían haberse llamado más bien “los perversores”.

Acabó la carrera bastante bien. Pocos años después, de vuelta a su ciudad natal, uno de sus mejores amigos enfermó, y, después de acercarse a la fe, murió. Aquella muerte imprevista le impactó muchísimo: “Todo me entristecía. La ciudad me parecía inaguantable. No podía parar en casa: todo me resultaba insufrible. Todo me recordaba a él. Era un continuo tormento. Le buscaba por todas partes y no estaba. Llegué a odiarlo todo…”.

Empezó a pensar: “Confía, espera en Dios”. Pero Dios le parecía un fantasma irreal y sólo llorando encontraba algo de consuelo.

Se planteó el sentido de su vida. No lograba quitarse de la cabeza la imagen de su amigo muerto en plena juventud. Le asombraba “que la gente siguiera viviendo, como si nunca tuviera que morir, y que yo mismo siguiera viviendo… Sabía que Dios podía curar la herida de mi alma; lo sabía; pero no quería acercarme a Dios… ”.

Vivía a lo loco, con sus aventuras de siempre. Pero seguía inquieto y leía todo lo que caía en sus manos. Buscaba; aún no sabía qué, pero buscaba algo en su interior. Le dio por leer libros sobre ocultismo, hasta que un científico amigo suyo le aconsejó que no perdiera el tiempo con esas tonterías.

Decidió leer las Sagradas Escrituras para ver si sacaba algo en claro. Pero le pareció que la Biblia era muy inferior, indigna de compararse con los libros de los autores que le fascinaban. Se reía de los Evangelios.

“Poco a poco fui descendiendo hasta la oscuridad más completa, lleno de fatiga y devorado por el ansia de verdad. Y todo por buscarla, no con la inteligencia, que es lo que nos distingue de los animales, sino con los sentidos de la carne. Y la verdad estaba en mí, más íntima a mí que lo más interior de mí mismo, más elevada que lo más elevado de mí”.

Llegamos a los ochenta Dejando a su madre engañada y hecha un mar de lágrimas, decidió abandonar su país. Estaba harto de asambleas, movidas, manifestaciones y jaleos en las clases. Quería un ambiente intelectual más serio.

Buscó la verdad en diversas ideologías. Habló con las figuras intelectuales más destacadas. Buscaba respuesta a las situaciones culturales y sociales de su época. Pasaba de maestro en maestro y de ideología a ideología. Pero ninguno de los sistemas de pensamiento, incluso aquel del que vivía dando clases en la universidad, le llenaba el corazón. Buscaba. Leía incesantemente.

Triunfó dando clases y conferencias. Se convirtió en un personaje de moda. Era una persona influyente a la que llamaban de todos los sitios. Dio algunos mítines, dispuesto a mentir -reconocía- lo que hiciera falta.

No le importó hacer cualquier cosa con tal de conseguir los contactos que necesitaba en determinadas esferas para conseguir sus proyectos culturales. Se encontraba en el mejor momento de su carrera… Hacía proyectos fantásticos sin parar y se calentaba la cabeza pensando en su futuro.

Un día, mientras paseaba con sus amigos por una calle, un tanto ensimismado en los éxitos intelectuales que había conseguido, vio a un pobre mendigo que sonreía feliz. “No hago más que trabajar y trabajar -les comentó- para lograr mis objetivos, y cuando los consigo, ¿soy más feliz? No. Tengo que seguir bregando contra todo y contra todos para mantenerme en mi puesto. Mientras tanto, ese tipo vive tan contento sin hacer nada… Bueno; no sé si estará contento, no sé si será realmente feliz, pero, desde luego, el que no soy feliz soy yo… No es que me guste su vida, ¡es mi vida la que no me gusta! He conseguido un status, una posición económica y cultural… ¿y qué? -No compares -le dijeron los amigos-. Ese tipo se ríe porque habrá bebido. Y tú tienes todos los motivos para estar feliz, porque estás triunfando…”.

Sí; estaba triunfando; pero aquellos éxitos en su cátedra y en sus conferencias, más que alegrarle, le deprimían. Al menos -se decía- ese mendigo se ha conseguido el vino honradamente pidiendo limosna, y yo… he alcanzado mi status a base de traicionarme a mí mismo. Si el mendigo estaba bebido, “su borrachera se le pasaría aquella misma noche, pero yo dormiría con la mía, y me despertaría con ella, y me volvería a acostar y a levantar con ella día tras día”.

Conoció en uno de sus viajes a un obispo católico de mucho prestigio intelectual. Iba a escucharle, al principio con muchas reticencias, pero muy poco a poco, insensiblemente, se fue acercando a la fe y a la Iglesia. Le parecía que el obispo explicaba de un modo distinto los pasajes de la Sagrada Escritura que él ridiculizaba en sus clases y le empezaron a parecer defendibles las cosas que predicaba, que eran las que la Iglesia enseñaba.

“Pero no por eso pensaba que debiera seguir el camino católico (…) Si por una parte la doctrina católica no me parecía vencida, tampoco me parecía vencedora”. Estudiaba y comparaba, en perpetua duda: “Caminaba a oscuras, me caía buscando la verdad fuera de mí, como por un acantilado al fondo del mar. Desconfiaba de encontrar la verdad, estaba desesperado”.

Su opinión sobre Jesucristo “era tan sólo la que se puede tener de un hombre de extraordinaria sabiduría, difícilmente superable por otro, pero nada más. No podía ni sospechar el misterio que encerraban esas palabras: y el Verbo se hizo carne…”.

“No recé para que Dios me ayudara; mi mente estaba demasiado ocupada e inquieta por investigar y discutir”.

Sus padres se habían trasladado a vivir con él y le insistían en que se casara. A.A. está agitado interiormente. Así cuenta su mundo interior: “Me iba volviendo cada vez más miserable, pero a pesar de eso, Dios se acercaba más y más a mí, y quería sacarme de todo el cieno en el que yo me había metido, y lavarme…, pero yo no lo sabía”.

En su vida moral siguió haciendo lo que le daba la gana. Deseaba salir de aquella situación, pero, a la vez, se sentía incapaz. “Si uno se deja llevar por esas pasiones, al principio se convierten en una costumbre, y luego en una esclavitud…”. Era un esclavo, lo reconocía.

En esa situación comenzó a sentir, cada vez con más fuerza, un deseo intenso de Dios. Se debatía interiormente buscando la verdad, con todas sus fuerzas. Pero no se sentía capaz de cortar con determinadas costumbres, con aquella pasión… Es más, se sentía, oprimido agradablemente con el peso de aquella pasión… Estaba íntimamente convencido de que vivir junto a Dios le haría más feliz que todas las gratificaciones sexuales juntas… pero cada vez que lo pensaba se decía: -“Ahora voy… Enseguida… Espera un poco más…”.

Ese ahora nunca acababa de llegar. Y el un poco más se iba alargando y alargando…

Agosto del 86 En agosto del 86 seguía con su rutina habitual de trabajo y de clases en su cátedra. Cada día que pasaba, su deseo de Dios hacía más fuerte, pero él seguía dividido por dentro: quería encontrar la verdad… y no quería. Le pesaba demasiado su vida anterior, porque encontrar la verdad supondría cortar con determinadas costumbres, a lo que no estaba dispuesto. Al menos, todavía.

“Cuando dudaba en decidirme a servir a Dios, cosa que me había propuesto hacía mucho tiempo, era yo el que quería y yo era el que no quería, sólo yo. Pero, porque no quería del todo, ni del todo decía que no, luchaba conmigo mismo y me destrozaba”.

En esa tensión interior se decía: “¡Venga, ahora, ahora!”. Pero cuando estaba a punto… se detenía en el borde. Era como si los viejos placeres le tirasen hacia sí, diciéndole bajito: -“¿Cómo? ¿Nos dejas? ¿Ya no estaremos más contigo… nunca?, ¿nunca? ¿Desde ahora ya no podrás hacer eso… , ni aquello? ¡Y qué cosas, Dios mío, qué cosas me recordaban, aquel eso y aquello!”.

Los placeres seguían insistiéndole: -“¿Qué? ¿Es que piensas que vas a poder vivir sin nosotros, tú? ¿Precisamente tú…?”.

Miró a su alrededor. Muchos lo habían logrado. “¿Por qué no voy a poder yo -se preguntó- si éste, si aquel, si aquella han podido?”.

Comprendió que habían podido gracias a la fuerza de Dios; y que por sí mismo no era capaz ni de mantenerse en pie. Debía apoyarse en él. Así lo conseguiría… Pero seguía escuchando por dentro la voz insinuante de los placeres: -“¿Vas a poder vivir sin nosotros…? ¿Tú?”.

Un día charlando con un amigo suyo estalló por fin y le dijo: -“¿No te das cuenta de la vida que llevamos y de la vida que llevan los cristianos? ¡Y aquí seguimos, revolcándonos en la carne y en todo tipo de espectáculos! ¿Es que no vamos a ser capaces de vivir como ellos, sólo por la vergüenza de reconocer que nos hemos equivocado? ¿Sólo por no dar nuestro brazo a torcer?”.

Su amigo -que también estaba en proceso de conversión- se quedó atónito. A.A. estaba dispuesto a resolver, de una vez por todas, aquella situación.

Salieron al jardín. Estuvieron charlando y recordando lo que había sido su vida. A.A. tenía un libro del Nuevo Testamento entre las manos. Dejó el libro y, en un determinado momento, comenzó a llorar. Rezó por primera vez: -“¿Cuándo acabaré de decidirme? No te acuerdes, Señor de mis maldades. ¿Dime, Señor, hasta cuándo voy a seguir así? ¡Hasta cuándo! ¿Hasta cuándo: ¡mañana, mañana!? ¿Por qué no hoy? ¿Por qué no ahora mismo y pongo fin a todas mis miserias?”.

Mientras decía esto, oyó que un niño gritaba desde una casa vecina: -“¡Toma y lee! ¡Toma y lee!”.

¡Toma y lee! Dios se servía de ese chico para decirle algo. Corrió hacia el libro, y lo abrió al azar por la primera página que encontró. Leyó en silencio: -No andéis más en comilonas y borracheras; ni haciendo cosas impúdicas; dejad ya las contiendas y peleas, y revestíos de nuestro Señor Jesucristo, y no os ocupéis de la carne y de sus deseos.

Cerró el libro. ésa era la respuesta. No quiso leer más, ni era necesario: “como si me hubiera inundado el corazón una fortísima luz, se disipó toda la oscuridad de mis dudas”.

Cuando se tranquilizó un poco se lo contó a su amigo, que quiso ver lo que había leído. Se lo enseñó y su amigo se fijó en la frase siguiente del texto que A.A. había leído, y en la que no había reparado. Seguía así: -Recibid al débil en la fe.

“Después entramos a ver a mi madre, se lo dijimos todo y se llenó de alegría. Le contamos cómo había sucedido, y saltaba de alegría y cantaba y bendecía a Dios, que le había concedido, en lo que se refiere a mí, lo que constantemente le pedía desde hacía tantos años, en sus oraciones y con sus lágrimas”.

A los pocos meses, en la Vigilia Pascual, recibieron el bautismo A.A., su hijo y su amigo.

Años después, gozando ya de la Belleza de la Verdad, enamorado de Jesucristo, A.A. escribía: “Tarde te amé, Belleza, tan antigua y tan nueva, ¡tarde te amé! Estabas dentro de mí, y yo te buscaba por fuera… Me lanzaba como una bestia sobre las cosas hermosas que habías creado. Estabas a mi lado, pero yo estaba muy lejos de Ti. Esas cosas… me tenían esclavizado. Me llamabas, me gritabas, y al fin, venciste mi sordera. Brillaste ante mí y me liberaste de mi ceguera… Aspiré tu perfume y te deseé. Te gusté, te comí, te bebí. Me tocaste y me abrasé en tu paz”.

Gracias a Dios, su oración y a la de su madre fueron oídas. A.A., buscando la verdad sin miedo y leyendo los Evangelios, encontró el gran password de su vida: encontró a Cristo, y con Cristo, la paz.

Pudo decirle a Dios, su Padre, al encontrarle de nuevo, con la alegría del hijo que vuelve a casa tras largos años de ausencia, y desde el fondo de su alma, una de sus expresiones más conocidas: “Nos hiciste, Señor, para Ti e inquieto estará nuestro corazón hasta que descanse en Ti”.

Tomado de http://www.capellania.org/docs/jcremades Las citas son de Las Confesiones, autobiografía de San Agustín.

César Vidal, “La lucha contra la esclavitud”

La defensa de los indios contó con exponentes claros tanto en el seno del catolicismo como del protestantismo. No sucedió lo mismo, sin embargo, en relación con la esclavitud, otra de las grandes lacras que experimentaron un extraordinario desarrollo con ocasión del descubrimiento y colonización de nuevos mundos. De hecho, el mismo padre Las Casas llegó a considerar que la utilización de esclavos de origen africano podría paliar el triste destino de los indígenas americanos.

La lucha contra la esclavitud fue una causa que derivó de una cosmovisión bíblica, que se extendió a lo largo de varios siglos y que, de hecho, solo mucho después recibió el respaldo de ideologías distintas del cristianismo. Basta examinar las páginas de la Enciclopedia, el máximo monumento de la Ilustración, para percatarse de que los ilustrados no solo no eran contrarios a la esclavitud, sino que incluso la consideraban natural, dada la inferioridad racial de los esclavizados. Por ejemplo, en la voz “Negros, considerados como esclavos en las colonias de América”, el texto dice: Estos hombres negros, nacidos vigorosos y acostumbrados a una alimentación burda, encuentran en América dulzuras que les hacen la vida animal mucho mejor que en su país.

Desde luego, resulta más que dudoso que la esclavitud en las colonias americanas pudiera ser calificada de “dulzuras” y que la vida de los negros pudiera ser por definición calificada de animal, hasta el punto de que el hecho de ser esclavos la mejorara. Sin embargo, eso y no otra cosa afirma el citado artículo de la Enciclopedia, y no resulta mejor la descripción que aparece en relación con esta población negra: Estos negros son idólatras, su lengua es difícil de pronunciar, saliendo la mayoría de los sonidos de la garganta con esfuerzo… Estos negros, se les llame como se les llame, hablan todos la misma lengua sobre poco más o menos.

Por si fuera poco, el ilustrado autor del artículo de la Enciclopedia indicaba que algunos negros logran superar sus defectos propios y se convierten en buenas personas cuya característica fundamental es, nada menos que, la sumisión a su dueño: Los defectos de los negros no se encuentran extendidos de manera tan universal que no se encuentren muy buenos sujetos. Varios habitantes poseen familias enteras compuestas de gente muy honrada y muy unida a su amo.

Partiendo de esa base, no resulta extraño que se afirmara que encontrar negros buenos era un fruto más de la casualidad que de la probabilidad: Si por azar se encuentra gente honrada entre los negros de Guinea, en su mayoría son durante todo el tiempo viciosos. En su mayor parte están inclinados al libertinaje, a la venganza, al robo y a la mentira.

Las consecuencias de semejante discurso no podían resultar más obvias. La esclavitud era censurable, pero los “salvajes” actuales habían caído tan por debajo del imaginario nivel en que se encontraba el “buen salvaje” primitivo que no cabía sino emprender su educación. Era obvio que unas razas eran superiores y otras claramente inferiores. Esa circunstancia obligaba a las primeras a dominar a las segundas por su bien. Que el resultado no podía sino ser positivo lo demostraba el que, hasta reducidos a la esclavitud, los negros se encontraran mejor bajo el dominio de un amo blanco en América que en libertad en África.

No resulta muy difícil imaginar lo que hubiera sido la suerte de estos desdichados si, frente a la visión de los conquistadores, al pensamiento ilustrado y, por supuesto, a las concepciones islámica y pagana de la esclavitud, no se hubiera alzado una recuperación del concepto bíblico acerca de esta institución. En realidad, basta con examinar lo que fue la trayectoria de la trata antes del movimiento emancipador.

El inicio de la trata se debió a los portugueses, que la comenzaron en 1444, y que unos quince años después importaban cada año poco menos de un millar de esclavos procedentes de diferentes puntos de la costa africana. Durante más de un siglo, Portugal monopolizó el comercio gracias a la colaboración indispensable de los comerciantes árabes del norte de África, que enviaban esclavos de África central a los mercados de Arabia, Irán y la India.

El descubrimiento de América llevó a otras naciones a sumarse a tan vergonzosa y denigrante institución. Como ya hemos indicado, incluso los defensores de los indígenas de América no encontraron censurable —en ocasiones les pareció un remedio— el recurrir a la esclavitud de los africanos. En 1517, por ejemplo, Carlos I estableció un sistema de concesiones a particulares para introducir y vender esclavos africanos en América. A finales de ese mismo siglo, Inglaterra comenzó a competir por el derecho a abastecer de esclavos a las colonias españolas, detentado hasta entonces por Portugal, Francia, Holanda y Dinamarca. De hecho, la Paz de Utrecht, que se tradujo para España en la pérdida del territorio español de Gibraltar, significó también que la British South Sea Company consiguiera el derecho exclusivo de suministro de esclavos a estas colonias. Pero para entonces hacía ya casi un siglo que habían llegado a las colonias inglesas de América del Norte los primeros esclavos africanos, y este tráfico se incrementaría sobremanera con el desarrollo del sistema de planificaciones.

Ni siquiera la Revolución americana de 1776 cambió la situación de los esclavos. El liberalismo había podido tomar de la fe cristiana algunos de sus principios políticos esenciales, pero no estaba dispuesto a disminuir sus beneficios por razones éticas. Si la Ilustración había justificado —sobre el papel, claro está— la esclavitud, la Constitución norteamericana sentenció el triste destino de los esclavos sancionando la existencia de la institución que los mantenía sometidos a tan lamentable estado. No era extraño si se tiene en cuenta que algunos de los Padres fundadores, como Thomas Jefferson, eran pingües propietarios de esclavos.

El enfrentamiento con la esclavitud surgió en el seno del cristianismo y por razones enraizadas directamente en las Escrituras. Durante el siglo XVII, los cuáqueros (…) y en el siglo siguiente, los metodistas (..), hombres como William Knibb (…) y William Wilberforce, un hombre piadoso que (…) en su calidad de miembro del Parlamento, se dedicó a tareas de profundo contenido social. Así, Wilberforce —al que se llegó a denominar la conciencia del primer ministro— fomentó la educación de los necesitados y, sobre todo, desarrolló una extraordinaria labor para lograr la erradicación de la esclavitud. No fue una tarea fácil, ya que chocaba con intereses económicos obvios, pero en 1807 consiguió la prohibición británica del comercio de esclavos y en 1833 se declaró la abolición de la esclavitud en la totalidad de los territorios británicos. El único país que se había adelantado a Inglaterra en la abolición de la trata había sido Dinamarca, en 1792, y también apelando directamente a los principios contenidos en la Biblia.

A lo largo del siglo XIX la emancipación de los esclavos se convirtió en una bandera utilizada en la lucha contra el poder colonial —México abolió la esclavitud en 1813; Venezuela y Colombia, en 182 l—, pero no siempre con convicción. La explicación de este comportamiento no podía ser más obvia: el proceso de abolición chocaba con los intereses de la burguesía. De hecho, Uruguay mantuvo la esclavitud hasta 1869; España, en Cuba, hasta 1886; y Brasil, hasta 1888. Cualquiera de estos procesos emancipatorios es dudoso incluso que hubiera comenzado sin los precedentes del mundo anglosajón, puesto que fue Inglaterra la que durante el Congreso de Viena instó a las otras potencias europeas a adoptar medidas similares a las aprobadas por su Parlamento.

A finales del siglo XX, y a pesar de la incorporación de normas antiesclavistas en la legislación internacional, la esclavitud sigue siendo una realidad fuera de Occidente y afecta a no menos de cien millones de personas. En algunos países islámicos y budistas incluso cuenta con una existencia legal. De no haber sido por la influencia del cristianismo, tal vez ese también sería el panorama en las sociedades occidentales. Sin embargo, el triunfo de la lucha contra la esclavitud durante el siglo XIX no significó que la causa de la libertad humana quedara salvada y asegurada para el siglo siguiente. En realidad, iba a enfrentarse durante este con los peores desafíos que había experimentado a lo largo de la Historia humana, y de nuevo el papel del cristianismo resultaría esencial.

Tomado de “El legado del cristianismo en la cultura occidental”, Espasa, 2000, pp. 208-214.

David Dalin, “Pío XII salvó más vidas de judíos que Oskar Schindler”, 27.VIII.01

Entrevista con el rabino de Estados Unidos, David Dalin.

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Andrea Tornielli, “Hitler ordenó destruir el Vaticano y secuestrar a Pío XII”, 27.VIII.01

Hitler ordenó destruir el Vaticano y secuestrar a Pío XII, en venganza por la ayuda que ofreció el Papa a los judíos.

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Beatriz Comella, “La verdad sobre la Inquisición”, ARVO,

La Inquisición fue y sigue siendo un tribunal polémico para el gran público y no les faltan razones. Los historiadores, por su parte, se han ocupado de esta institución desde una perspectiva científica especialmente a partir de un Congreso internacional celebrado en Cuenca en 1978. Con motivo del jubileo del año 2000, la Santa Sede convocó en Roma a expertos de diversos credos y nacionalidades para clarificar la actuación histórica del Santo Oficio. El papa Juan Pablo II aprobó el documento “Memoria y reconciliación”

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