Había una vez un pequeño niño que quería conocer a Dios. Él sabía que era un largo viaje llegar hasta donde Dios vivía, así es que preparó su mochila con sandwiches y botellas de leche chocolatada y comenzó su viaje. Cuando había andado un tiempo, se encontró con un viejecita que estaba sentada en el parque observando a unas palomas. El niño se sentó a su lado y abrió su mochila. Estaba a punto de tomar un trago de su leche chocolatada cuando notó que la viejecita parecía hambrienta, así es que le ofreció un sandwich. Ella, agradecida, lo aceptó y le sonrió. Su sonrisa era tan hermosa que el niño quiso verla otra vez, así que le ofreció una leche chocolatada. Una vez más, ella le sonrió. El niño estaba encantado. Permanecieron sentados allí toda la tarde. Cuando oscurecía, el niño se levantó para marcharse. Antes de dar unos pasos, se dio la vuelta, corrió hacia la viejecita y le dio un abrazo. Ella le ofreció su sonrisa, aun más amplia. Cuando el niño abrió la puerta de su casa un rato más tarde, a su madre le sorprendió la alegría en su rostro. Ella le preguntó: “¿Qué hiciste hoy que estás tan contento?”. Él respondió: “Almorcé con Dios”. Pero antes de que su madre pudiese decir nada, él añadió: “¿Y sabes qué? ¡Tiene la sonrisa más hermosa que jamás he visto!”. Mientras tanto la viejecita, también radiante de dicha, regresó a su casa. Su vecina estaba impresionada con el reflejo de paz sobre su rostro, y le preguntó: “¿Qué hiciste hoy que te puso tan contenta?”. Ella respondió: “Comí unos sandwiches con Dios en el parque”. Y antes de que su vecina comentara nada, añadió: “¿Sabes, es mucho más joven de lo que esperaba”.
Por qué permites esas cosas
Por la calle vi a una niña hambrienta, sucia y tiritando de frío dentro de sus harapos. Me encolericé y le dije a Dios: “¿Por qué permites estas cosas? ¿Por qué no haces nada para ayudar a esa pobre niña?”. Durante un rato, Dios guardó silencio. Pero aquella noche, cuando menos lo esperaba, Dios respondió mis preguntas airadas: “Ciertamente que he hecho algo. Te he hecho a ti.”
El milagro de Lanciano
Lanciano es un pueblo del Abruzzo, al sur de Chietti y Pescara. En el siglo VII un monje basiliano duda de la presencia del Señor en las Especies, mientras celebraba la Misa. Y, ante él, la Hostia se transforma en un trozo de carne, redondo, de la misma forma que la Hostia; y en el cáliz, el vino se transforma en Sangre que se coagula enseguida: forma 5 coágulos. Así se conserva hoy en día. La Hostia en una custodia y los coágulos en una ampolla. El 18-IX-70 se hizo una consulta a Roma para analizar lo que hay dentro. Los profesores Lindi y Bertelli, el 4-III-71, publican los resultados: carne y sangre humanas; grupo AB (el mismo de la Sábana Santa); de una persona viva; diagrama de la sangre corresponde a la sangre extraída ese mismo día del paciente; carne: fibras de miocardio.
Querer entenderse
Lo que no esperaban los protestantes alemanes era que el Papa, en su primer viaje a Alemania, citase varias veces a Lutero y lo definiese como “alguien que buscaba respuestas a sus interrogantes”. El presidente del Consejo de la Iglesia Evangélica alemana había sido implacable contra los católicos y sus dificultades ecuménicas. Estaba ante el Papa sin pestañear, hasta que rompió en aplausos. Un periodista comentaba que: “vale más mirarse a los ojos y estrecharse las manos tras hablar con franqueza, que diez mil documentos pensados hasta la última sílaba”.
Tomado de Miguel Angel Velasco, “Juan Pablo II, ese desconocido”, p. 92.
Sacar una enseñanza de los malos ejemplos
Edit Stein de pequeña era muy sensible, pero también un poco irascible y presumida (era la pequeña de la casa). Así se lo hacían ver sus hermanas. Un día observó una pelea de borrachos en plena calle. La gente que estaba alrededor se reía y casi les incitaban. Sacaron los cuchillos y al final corrió la sangre. Le impresionó tan vivamente que decidió cambiar de carácter, controlar su ira y no probar nunca el alcohol.
Firmes en medio de la persecución religiosa
Cuando el Papa estuvo en La Habana, el cardenal le comentó que, a la vista de las dificultades del momento, había decidido moderar su actividad y no hacer apenas proselitismo, para no tener más conflictos aún con el gobierno. El Papa le miró con afecto en silencio. Tenía tras de sí la experiencia de tantos años bajo la persecución comunista en Polonia. Sabía que este tipo de soluciones acomodaticias, incluso si eran de buena fe, terminaban aguando el cristianismo y haciendo perder el vigor de la fe. Transcurrieron unos segundos, y después el Papa pronunció con firmeza con unas palabras de la “Gaudium et Spes”: “La Iglesia no puede nunca dejar de ser misionera”.
El anillo del Papa
De visita por una de las chavolas de la Favela de Vidigal, en Brasil, Juan Pablo II besó a un niño, se coló de repente en una de las barracas y, ante el asombro de los que le rodeaban, se quitó el anillo pontificio y se lo dio a aquellas gentes para que lo vendiesen. Por supuesto que el anillo no quisieron subastarlo y se guarda allí, en la parroquia de San Antonio, como el tesoro más precioso de la humilde barriada.
Camino del instituto
Iba camino del instituto para un ensayo, cuando pasé ante la casa de Dave, que había sido mi mejor amigo antes de rechazarme porque yo había dejado las drogas. No sé cómo se me ocurrió entrar a despedirme de él, pues estaba a punto de terminar los estudios.
Dave bajaba por la escalera con su abrigo, pero me invitó a subir. Al principio la situación resultó muy tensa, pero después empezamos a hablar y hablar y reír y a contarnos todo tipo de anécdotas. Lo que iba a durar 15 minutos duró más de dos horas. ¡Nunca llegué a mi ensayo! —Pero Dave, tú ibas a salir, le dije al fin.
De repente cambió su expresión.
—¿Por qué has venido esta noche?, me preguntó.
—Sólo para despedirme.
—Pero, ¿por qué esta noche precisamente? —Pues… no lo sé.
Me enseñó una soga de dos metros con un nudo corredizo.
—Iba a ahorcarme.
Rompió a llorar y me pidió que rezara por él. Nos abrazamos y empecé a rogar por él en aquel mismo instante. De camino a casa le dije a Dios: —Señor, yo no sabía lo que Dave iba a hacer, pero Tú sí lo sabías, ¿verdad? Si puedes servirte de alguien como yo para ayudar a un pobre chico como Dave…, aquí estoy, Señor, úsame.
Tomado de Scott y Kimberly Hahn, “Roma, dulce hogar”, p.24. (Scott, que después se convertiría al catolicismo, era entonces pastor presbiteriano).
Dar de lo que cuesta
Poca gente sabe que Gaudí tuvo que salir a la calle a pedir dinero para poder proseguir las obras del templo de la Sagrada Familia. En una de esas visitas, exitosa, ocurrió lo siguiente: —Muchas gracias, dijo Gaudí.
—No, no me de las gracias. En realidad no me supone sacrificio.
—Entonces, añadió el arquitecto con gracia, no sirve. Mejor dicho, no le sirve a usted. Vea de aumentarlo hasta sacrificarse… ¡Le será más agradable a Dios! Porque la caridad que no tiene el sacrificio como base no es verdadera y tal vez no sea más que vanidad.
El caballero se quedó boquiabierto. Reflexionó. Buen cristiano, comprendió y entregó un donativo mucho mayor.
—Ahora soy yo quien le da a usted las gracias, señor Gaudí.
Tomado de Álvarez Izquierdo, “Gaudí”, p. 181.
Momentos de crisis
Todo empezó por una llamada de la hermana directora para decirme que los Karnicks iban a sacar a su niña de la escuela porque habíamos admitido a una negrita en séptimo. Y justamente cuando la pena estaba sobre la mesa vino la señora Knowies, hecha un mar de lágrimas, con una carta anónima en sus manos en la que le decían cosas repugnantes. Traté de consolarla. ¿Pero será posible que en mi rebaño haya gente con tanto veneno? Sí, todo esto, unido al natural cansancio del día, puede ser la causa del mal humor que tengo. Es una sensación de hombres hundidos, una tentación de preguntarme si todo lo mío vale la pena y de si voy realmente a alguna parte; si no hubiese estado mejor casado, con un trabajo sencillo y sin responsabilidad, como bombero, por ejemplo. Naturalmente, la cosa no llega siempre a ser tan sombría. Suelo empezar pensando con anhelo en claustros y monasterios, descubriendo súbitamente en mí una insospechada vocación religiosa, y que otro cargara con responsabilidades mientras yo respondo a las llamadas de la campana conventual. Desde luego, en momentos más lúcidos reconozco que no son más que estúpidos sueños. De sobra sé que no hay claustro donde refugiarse ni agujero donde escurrirse sin que tenga que llevarme a mí mismo conmigo.
Tomado de Leo J. Trese, “Vasija de barro”, p.138.