Alfonso Aguiló, “El hombre que plantaba árboles”, Hacer Familia nº 106, 1.XII.2002

Jean Giono escribió hace tiempo un magnífico relato sobre un curioso personaje que conoció en 1913 en un abandonado y desértico rincón de la Provenza. Se trataba de un pastor de 55 años llamado Elzéard Bouffier. Vivía en un lugar donde toda la tierra aparecía estéril y reseca. A su alrededor se extendía un paraje desolado donde vivían algunas familias bajo un riguroso clima, en medio de la pobreza y de los conflictos provocados por el continuo deseo de escapar de allí.

Aquel hombre se había propuesto regenerar aquella tierra yerma. Y quería hacerlo por un sistema sencillo y a la vez sorprendente: plantar árboles, todos los que pudiera. Había sembrado ya 100.000, de los que habían germinado unos 20.000. De esos, esperaba perder la mitad a causa de los roedores y el mal clima, pero aún así quedarían 10.000 robles donde antes no había nada.

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Alfonso Aguiló, “La falsa compasión”, Hacer Familia nº 105, 1.XI.2002

“La piedad peligrosa” es una interesante novela de Stefan Zweig. Un joven teniente austríaco es invitado a una fiesta. Durante la celebración invita a bailar a la hija del dueño de la mansión, sin saber que la joven está impedida. Al día siguiente le envía unas flores para pedir disculpas por el incidente y, a raíz de ese detalle, la chica piensa que el teniente se ha enamorado de ella.

El protagonista parte de una noble y buena sensibilidad ante el dolor ajeno. Es un hombre que se propone ayudar hasta donde puede a todos. Cualquier indefensión reclama su interés. Sin embargo, esa buena disposición se encuentra de pronto con un difícil escollo. Su deseo de no hacer sufrir, de no incomodar, de evitar el dolor ajeno, le lleva a un prolongar el pequeño malentendido que se ha producido en la fiesta. Por no entristecer a aquella ilusionada y caprichosa chica inválida, retrasa una y otra vez la necesaria aclaración sobre su supuesto amor por ella, y se ve envuelto poco a poco en un inmenso absurdo que tiene consecuencias cada vez más trágicas para él y para aquellos a quienes quería evitar cualquier daño.

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Alfonso Aguiló, “¿Y a mí qué?”, Hacer Familia nº 104, 1.X.2002

Hace un tiempo leí que la decisión más importante en la vida de una persona, la que más condiciona el resultado global de su existencia, es una decisión que todos acabamos tomando, muchas veces sin darnos demasiada cuenta, y es esta: si centramos nuestra vida en nosotros mismos o en los demás.

Todo nuestro entorno lanza llamadas continuas a despertar nuestra sensibilidad hacia las necesidades de los demás. Hay personas que se acostumbran a hacer oídos sordos a esas llamadas. Otros, en cambio, saben captarlas y reflexionar sobre ellas, y son personas que tienen ojos para descubrir los sufrimientos y las necesidades de los demás. Piensan poco en su propia satisfacción y, curiosamente, son los que luego alcanzan mayores cotas de satisfacción y de felicidad. Saben estar atentos y procuran colmar con la riqueza de su corazón las carencias de quienes les rodean. Y quizá parece que en ellos esa actitud es innata, pero la realidad es que se debe más bien a la educación recibida, y sobre todo al esfuerzo y la entrega personal a lo largo de su vida.

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Juan Manuel de Prada, “Sobre el aborto”, ABC, 5.X.2002

«POR si hubiera alguna duda al respecto -comenzaba Jesús Zarzalejos un muy atinado artículo publicado ayer en este periódico-, conviene recordar que el aborto sigue siendo delito en España». Hizo bien en adelantar esta premisa, pues existe la creencia cada vez más extendida (y arteramente divulgada desde ciertos púlpitos) de que el aborto es algo así como un mal menor o una suerte de remedio benéfico. Causa un poco de sonrojo malgastar tinta en estas precisiones, pero debemos repetir que el aborto constituye un crimen tipificado y sancionado por nuestro Código Penal. Es cierto que la ley exceptúa de la protección a la vida del nasciturus tres supuestos específicos, pero el sentido restrictivo de la norma (que, con tanta frecuencia, se interpreta con manga ancha, en fraude de ley) impide que podamos hablar de «despenalización» o «legalización» del aborto, mucho menos de ese aberrante «derecho al aborto» que enarbolan ciertos energúmenos. Conviene insistir en estas elementales precisiones jurídicas, pues se suele confundir el delito del aborto con un acto puramente dependiente de la voluntad del abortista, sobre el que la ley no posee jurisdicción. Así, por ejemplo, en este reciente caso coruñés, se hablaba de las «voluntades contrapuestas» de la niña embarazada que deseaba procrear y de sus padres que la incitaban al aborto, cuando lo cierto es que los padres estaban coaccionando a su hija e induciéndola a cometer un delito. Continuar leyendo “Juan Manuel de Prada, “Sobre el aborto”, ABC, 5.X.2002″

Vicente Verdú, “Elogio del pudor”, El País, 27.IX.2002

En Argentina, dentro de los “reality shows”, hay en marcha un programa, Fantasía, donde los voluntarios se prestan a hacer un strip-tease ante las cámaras. No hay premio alguno, simplemente alguien cree que puede aportar o aportarse algo con el desnudo y no ve inconveniente en suscitar esa ventaja. La ventaja consiste, de una parte, en la audiencia que obtenga la emisora a través de la atención de los telespectadores y, de otra, en el plus de autocomplacencia que logre el individuo al comportarse como un showman. Hasta hace poco, un acto así parecería insólito, pero ahora puede catalogarse en el divulgado deseo de hacer pública la intimidad.

Media humanidad pone al descubierto su privacidad mientras la mitad restante degusta la iluminación de cantones oscuros. Las “web cam” mostrando vidas ordinarias de gentes ordinarias en casas ordinarias han pasado de ser un acontecimiento significativo a dejar de significar. El diagnóstico de nuestro tiempo reincide sobre el problema de la soledad, la falta de sentido de la vida, el anhelo por ser conocido, difundido, traducido en un icono para ser alguien en la comunidad de la imagen. Hay quien canta, baila o es erudito y se presenta a los concursos de televisión para ser famoso. Pero otros, los más, no tienen otra cosa que ofrecer que su intimidad. El “reality show” no es otra cosa que pornografía de la vida corriente y sus protagonistas, continuadores de la prostitución por otras vías.

Ahora, sin embargo, ha reaparecido un movimiento que promueve el pudor. De la misma manera que nacieron los ecologistas cuando la naturaleza estaba perdiéndose o cundieron los amantes de la comida orgánica cuando la química infectó los pollos, los defensores del pudor aparecen como soldados de lo más verdadero. O, más exactamente, como paladines de la pureza. El agua pura, el aire puro, los materiales naturales forman parte de un mismo sistema que evoca unos orígenes supuestamente excelsos insuperables que ha ido denigrando el progreso. Rescatar el pudor, no obstante, lleva a una posición que comprende, más allá de su tono retro, un racimo de ideas. Una sociedad pacata es insufrible, ¿pero una sociedad desprejuiciada no será zafia? En medio de la liberación sexual, el pudor es un estorbo, pero después de la liberación la vida sin vergüenza es desesperadamente aburrida. Con el pudor sucede como con los tipos de interés en la política monetaria. No es bueno que estén muy altos, porque de ese modo asfixian la actividad, pero, cuando están demasiado bajos, como actualmente, apenas dejan margen de maniobra. Sin pudor, como con tasas de interés igual a cero, no hay posibilidad de estimulación. La economía toma una deriva obstinadamente plana sin que se disponga de medidas que puedan espolearla. El interés igual a cero es tanto como el desinterés. El reclamo del pudor que hace la joven norteamericana Wendy Shalit en “A return to modesty” (The Free Press. Nueva York, 1999) pudo estar influido, aunque anticipadamente, por el callejón sin salida que refleja la actual coyuntura.

Estos años de igualación sexual han contribuido a que la mujer se sacudiera la opresión machista pero, de paso, se ha quitado de encima un peculiar pudor suplementario en virtud del cual dominaba la totalidad de la relación erótica. Ahora no hay aquellas barreras intersexuales, pero tampoco hay las herramientas para el juego del cortejo y la suposición. El mundo que se autorreclama transparente ha desvelado a uno y otro sexo por completo y, en la absoluta contemplación recíproca, las miradas no encuentran nada de interés. Sucede como con el “reality show” que representa el programa “Gran Hermano”: a partir de un primer momento se ve que no hay nada que ver. Es la misma ley de la pornografía más dura: hacer todo explícito, no ocultar nada, deshacer los pliegues, explorar las concavidades para que la experiencia, como en el caso de las drogas, agote el deseo. ¿Volver al pudor? Probablemente. Porque si no poseemos nada no tenemos nada que ganar.

Juan Manuel de Prada, “Socialismo cristiano”, ABC, 23.IX.2002

«Esta es la tarea pendiente: sustituir la negación del valor de lo religioso o una actitud de indiferencia, por un reconocimiento y valoración positiva del mismo.» Son palabras escritas por José Luis Rodríguez Zapatero, en el prólogo al libro «Tender puentes: PSOE y mundo cristiano», de Ramón Jaúregui y Carlos García de Andoin. Resulta chocante que justo ahora cuando muchos políticos ocultan vergonzantemente su filiación cristiana, el líder socialista avale este acercamiento a lo que podríamos denominar «el hecho religioso». Habrá quienes olfateen en esta propuesta una artimaña para obtener réditos electorales; pero para explicarla podríamos citar a aquel conspicuo historiador que definía el socialismo como «una herejía del cristianismo». Y es que basta leer los «Hechos de los Apóstoles» para descubrir que las primitivas comunidades cristianas regían su convivencia mediante reglas que prefiguran la utopía socialista, aunque su acicate fuese distinto. Cuando Jesucristo aconseja al joven acaudalado que deseaba incorporarse al séquito de sus discípulos que se despoje de sus bienes, está dictándole la más severa y primordial lección de socialismo. Y aquel hermoso pasaje evangélico que funde el amor a Dios con el amor a sus criaturas («porque tuve hambre y me disteis de comer…») ratifica que la vocación cristiana es, ante todo, un anhelo de entrega al prójimo.

Sin embargo, el socialismo siempre ha mirado con desconfianza cuando no con acérrima belicosidad, el mensaje cristiano, seguramente porque incorpora un consuelo de ultratumba como resarcimiento de las penurias soportadas en vida. Cuando Marx define la religión como «el opio del pueblo», en sintagma tan cerril como divulgado, se está rebelando contra ese consuelo que parece infundir al cristiano una especie de mansa resignación ante las injusticias terrenales, en espera de que el Reino de los Cielos quede por fin instaurado. Pero esa lectura torcida del Evangelio (que quizá la Iglesia haya favorecido, en algunas de sus épocas más complacientes con el poder secular) es refutada por el mensaje de Jesús, quien, en efecto, prometió el Reino de los Cielos a los perseguidos, pero también empeñó su esfuerzo por anticiparles esa buenaventura en vida. Cuando Jesús evita la lapidación de la mujer adúltera, cuando se deja frotar con ungüentos por María Magdalena, cuando elige a sus discípulos entre quienes se dedicaban a los oficios más plebeyos o infamantes, está abogando por la redención terrenal del hombre. Digamos, en lenguaje actual, que les está restituyendo la dignidad que el sistema les había arrebatado. Y ese impulso originario de Jesús ha caracterizado los episodios más enaltecedores del cristianismo: desde aquellas comunidades primitivas, en las que convivían nobles y esclavos manumitidos, hasta los esfuerzos actuales, en los que tantos religiosos y laicos entregan el pellejo por salvar hombres de la enfermedad y la miseria y el analfabetismo, el mensaje de Jesús se erige en la más formidable máquina engendradora de justicia que vieron los siglos.

El socialismo, si quiere desprenderse de su caparazón de rancios prejuicios, tendría que aceptar esta verdad inatacable. También debería enterrar el odio que infundió entre sus adeptos contra la Iglesia y sus jerarquías; ciertamente, han sido muchos los felones que, al amparo de la Cruz, han legitimado la opresión del débil, pero esa circunstancia deplorable no debe enturbiar el mensaje originario de Jesús, que no es el de un Dios olímpico y encaramado en una nube, sino el de un Dios sufriente que se encarna en el barro del que estamos hechos, para compartir nuestras necesidades y quebrantos.

Juan Manuel de Prada, “A vueltas con el crucifijo”, ABC, 21.IX.2002

Recuerdo que, hace algunos años, un grupo de diputados españoles, amparándose en confusas razones ideológicas, exigió que se retiraran los crucifijos de las escuelas, y hasta amenazó con interponer recurso ante el Tribunal Constitucional, si el Gobierno se negaba a acatar su solicitud. Ahora, para demostrar que los extremos se tocan, la Liga Norte italiana propone que se exija por ley la presencia de crucifijos en todas las aulas escolares, así como en estaciones de ferrocarril y aeropuertos; con esta imposición, el partido de Umberto Bossi pretende responder a la «insolencia» mostrada por los musulmanes. De este modo, la Cruz vuelve a ser enarbolada como garrote de infieles, como instrumento de hostilidad y exclusión; como si la Historia no nos hubiese enseñado cuáles son las consecuencias de las guerras de religión. Para quienes hemos elegido la Cruz como asidero de nuestras zozobras descubrimos en la propuesta de Umberto Bossi, además, una índole sacrílega. Pues la Cruz es una invitación a la concordia, un signo redentor que abraza el sufrimiento de los hombres; cuando esa vocación primigenia de la Cruz se tuerce, o es suplantada por una coartada belicosa, Dios vuelve a ser crucificado.

Allá en mi ciudad levítica, llegué a aprender de memoria un poema de mi paisano León Felipe, que desde entonces guardo en mi devocionario particular. Rezaba así: «Más sencilla, más sencilla. / Sin barroquismo, / sin añadidos ni ornamentos, / que se vean desnudos / los maderos, / desnudos / y decididamente rectos. / Los brazos en abrazo hacia la tierra, / el astil disparándose a los cielos. / Que no haya un solo adorno / que distraiga este gesto, / este equilibrio humano / de los dos mandamientos. / Más sencilla, más sencilla; / haz una cruz sencilla, carpintero». No creo que sea posible compendiar con palabras más elementales y austeras el significado de la Cruz y su doble vocación humana y divina. Los brazos en abrazo hacia la tierra, esto es, vueltos hacia la humanidad que sufre, en actitud hospitalaria y confortante; el astil disparándose a los cielos, con esa sed de misterio que empuja al hombre a vislumbrar la presencia de Dios entre las tinieblas de la desesperación. León Felipe no era, desde luego, el prototipo del poeta beatorro y meapilas. Pero entendió que en esos dos maderos cruzados quedaban registrados, en una síntesis escueta, los dos anhelos más enaltecedores del hombre, el «equilibrio de los dos mandamientos». Podría haber escrito un poema en que la Cruz representara los episodios de fanatismo y barbarie que los cristianos hemos protagonizado, a lo largo de los siglos; pero prefirió recuperar su mensaje prístino, celebrando la grandeza de aquel hombre entreverado de Dios que murió defendiendo sus palabras -sencillas como la misma Cruz- frente a la ira de los fanáticos.

Los episodios del Evangelio que más nos conmueven son aquellos en los que Jesucristo infringe el código de exclusiones imperante en la sociedad de su tiempo. Cuando, sentado al pie de la fuente de Jacob, le suplica a una samaritana que le dé un poco de agua, Jesús nos anticipa la universalidad de su misión, que alcanza su apoteosis trágica en el Calvario. «¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí? -le pregunta, perpleja, la mujer samaritana, que se apresta a llenar de agua su cántaro-. Porque judíos y samaritanos se aborrecen». Los samaritanos, que se negaban a adorar a Yavé en el templo de Jerusalén, eran unos apestados sociales. No puedo imaginar, sin embargo, a Jesús imponiéndoles por decreto la veneración de un símbolo que nos recuerda el barro del que procedemos, la luz a la que aspiramos y, en definitiva, toda nuestra genealogía de culpa y redención. Convertir ese símbolo en un cachivache de uso obligatorio quizá sea la forma más obscena de negar su vigencia; sería como volver a matar al hombre entreverado de Dios que lo enalteció con su sangre.

Alfonso Aguiló, “El espejo de los deseos”, Hacer Familia nº 103, 1.IX.2002

¿A quién no se le ha escapado la imaginación pensando ser el protagonista de una aventura espectacular, en la que resaltan con luz propia las cualidades que más deseamos tener? Es verdad que sin deseos no hay proyectos, y que sin proyectos no hay logros. Los deseos expanden nuestro mundo interior, lo trascienden, le dan vida. Son importantes, evidentemente. Pero debemos cuidar que no se hipertrofien y acaben siendo un mecanismo de evasión, porque soltar la imaginación de los deseos es para muchas personas una auténtica droga de diseño que les sumerge una triste dependencia.

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Juan Manuel de Prada, “Imbéciles clonados”, ABC, 17.VIII.2002

Una pareja de perturbados estadounidenses ha anunciado su deseo de recurrir a la clonación para procrear, facultad que la sabia naturaleza les había denegado. En una entrevista concedida a una cadena televisiva, entre otras lindezas de parecido jaez, la pareja de perturbados ha proferido: «Queremos tener un hijo, pero no queremos traer al mundo un niño anormal; si supiéramos que el feto padece graves malformaciones, abortaríamos de inmediato». No se puede compendiar en menos palabras una apología tan risueñamente depravada de la eugenesia: primeramente, se clona un embrioncito de nada; y si el experimento no funciona, pues nos cargamos el embrioncito y santas pascuas. Que los autores de esta aseveración no hayan sido aún internados en un manicomio ratifica una sospecha que llevo incubando durante años. Estamos asistiendo, como imbéciles clonados, a la aceptación legal y social de las más nauseabundas aberraciones. Todas aquellas chorradas de la oveja Dolly, todos aquellos rollos macabeos de la llamada «clonación terapéutica» no eran sino preámbulos de lo que vendría después. De lo que se trataba era de aturdir a la masa de imbéciles clonados con aproximaciones al meollo del asunto, para que, cuando por fin se anunciase la aberración definitiva, la docilidad y el hastío nos dejasen huérfanos de argumentos éticos.

Los artífices de estas aberraciones sabían perfectamente cuál era su objetivo; pero sabían también que el anuncio de ese objetivo no sería posible sin la previa conversión de la humanidad en un rebaño de imbéciles clonados que rinden culto a la Sacrosanta Ciencia. Por supuesto, había que lograr que los Dogmas de esta nueva religión resultasen ininteligibles; sólo así, envolviéndolos en la nebulosa de la confusión y el milagro, se lograría que los imbéciles clonados los acatasen. Un día, los artífices de estas aberraciones nos presentaron la inmolación de unos cuantos miles de embrioncitos de nada como la panacea que convertiría el Alzheimer, la leucemia o el Parkinson en males tan fácilmente extirpables como un divieso en el culo. Inmediatamente, los medios de adoctrinamiento de masas se dedicaron a propagar la Buena Nueva, mientras los Gobiernos de los Estados más progresados la financiaban; y los imbéciles clonados quedamos a la espera, aguardando el remedio a nuestros males y hasta engolosinados con una insinuada promesa de inmortalidad. Algunos años después, ya empezamos a intuir que la llamada «clonación terapéutica» es un timo más burdo que el del tocomocho; pero, mientras el trampantojo aún ejerza sobre nosotros su fascinación esotérica, los artífices de estas aberraciones seguirán forrándose. Ya han conseguido lo más difícil, que es disfrazar su avaricia rampante con los ropajes del altruismo; mucho más sencillo será invocar a partir de ahora otras excusas que les permitan proseguir sus experimentos y el engorde de su cuenta corriente.

Como el rollo macabeo de la «clonación terapéutica» ya no cuela, los artífices de estas aberraciones recurren a nuevos disfraces. Y así, comercian con el instinto de maternidad de las mujeres estériles, y con la compasión que su tragedia despierta en el común de los mortales. Puesto que los imbéciles clonados ya estamos suficientemente maleados por la propaganda y nos limitamos a aceptar estólidamente lo que venga, los artífices de estas aberraciones sólo requieren, para completar la hazaña, el concurso de algún tonto útil, como esa pareja de perturbados estadounidenses, que se avenga a ejercer de cobaya. Pero no nos escandalicemos ahora; el mal se consumó hace ya mucho tiempo: ocurrió el día en que aceptamos que un embrión podía sacrificarse, como si fuese una empanadilla que arrojamos a la sartén.

Juan Manuel de Prada, “Imbéciles clonados”, ABC, 17.VIII.2002

Una pareja de perturbados estadounidenses ha anunciado su deseo de recurrir a la clonación para procrear, facultad que la sabia naturaleza les había denegado. En una entrevista concedida a una cadena televisiva, entre otras lindezas de parecido jaez, la pareja de perturbados ha proferido: «Queremos tener un hijo, pero no queremos traer al mundo un niño anormal; si supiéramos que el feto padece graves malformaciones, abortaríamos de inmediato». No se puede compendiar en menos palabras una apología tan risueñamente depravada de la eugenesia: primeramente, se clona un embrioncito de nada; y si el experimento no funciona, pues nos cargamos el embrioncito y santas pascuas. Que los autores de esta aseveración no hayan sido aún internados en un manicomio ratifica una sospecha que llevo incubando durante años. Estamos asistiendo, como imbéciles clonados, a la aceptación legal y social de las más nauseabundas aberraciones. Todas aquellas chorradas de la oveja Dolly, todos aquellos rollos macabeos de la llamada «clonación terapéutica» no eran sino preámbulos de lo que vendría después. De lo que se trataba era de aturdir a la masa de imbéciles clonados con aproximaciones al meollo del asunto, para que, cuando por fin se anunciase la aberración definitiva, la docilidad y el hastío nos dejasen huérfanos de argumentos éticos.

Los artífices de estas aberraciones sabían perfectamente cuál era su objetivo; pero sabían también que el anuncio de ese objetivo no sería posible sin la previa conversión de la humanidad en un rebaño de imbéciles clonados que rinden culto a la Sacrosanta Ciencia. Por supuesto, había que lograr que los Dogmas de esta nueva religión resultasen ininteligibles; sólo así, envolviéndolos en la nebulosa de la confusión y el milagro, se lograría que los imbéciles clonados los acatasen. Un día, los artífices de estas aberraciones nos presentaron la inmolación de unos cuantos miles de embrioncitos de nada como la panacea que convertiría el Alzheimer, la leucemia o el Parkinson en males tan fácilmente extirpables como un divieso en el culo. Inmediatamente, los medios de adoctrinamiento de masas se dedicaron a propagar la Buena Nueva, mientras los Gobiernos de los Estados más progresados la financiaban; y los imbéciles clonados quedamos a la espera, aguardando el remedio a nuestros males y hasta engolosinados con una insinuada promesa de inmortalidad. Algunos años después, ya empezamos a intuir que la llamada «clonación terapéutica» es un timo más burdo que el del tocomocho; pero, mientras el trampantojo aún ejerza sobre nosotros su fascinación esotérica, los artífices de estas aberraciones seguirán forrándose. Ya han conseguido lo más difícil, que es disfrazar su avaricia rampante con los ropajes del altruismo; mucho más sencillo será invocar a partir de ahora otras excusas que les permitan proseguir sus experimentos y el engorde de su cuenta corriente.

Como el rollo macabeo de la «clonación terapéutica» ya no cuela, los artífices de estas aberraciones recurren a nuevos disfraces. Y así, comercian con el instinto de maternidad de las mujeres estériles, y con la compasión que su tragedia despierta en el común de los mortales. Puesto que los imbéciles clonados ya estamos suficientemente maleados por la propaganda y nos limitamos a aceptar estólidamente lo que venga, los artífices de estas aberraciones sólo requieren, para completar la hazaña, el concurso de algún tonto útil, como esa pareja de perturbados estadounidenses, que se avenga a ejercer de cobaya. Pero no nos escandalicemos ahora; el mal se consumó hace ya mucho tiempo: ocurrió el día en que aceptamos que un embrión podía sacrificarse, como si fuese una empanadilla que arrojamos a la sartén.