Juan Manuel de Prada, “Dilemas éticos”, ABC, 11.XII.2000

En un esmerado reportaje aparecido en el suplemento de Salud de este periódico, Nuria Ramírez nos proponía una lista de los diez grandes dilemas éticos con que la medicina se tropezará a lo largo del siglo que ahora empieza. Algunos, como la eutanasia, son antiguos como el mundo; otros, surgidos con el auge vertiginoso de la genética, nos arrojan a un páramo de perplejidad que tardaremos mucho tiempo en dilucidar. ¿O no? La mera utilización defectuosa del término «dilema» como sinónimo de «debate» o «controversia» revela nuestra actitud derrotista ante los implacables avances de la ciencia. Dilema, según proclama el diccionario, es aquel argumento formado disyuntivamente por dos proposiciones contrarias con tal artificio que, negada o concedida cualquiera de las dos, queda demostrado lo que se intenta probar. Como las metamorfosis del lenguaje siempre arrastran consigo algún inconsciente desplazamiento social, podríamos interpretar que, al otorgar el rango de dilema a lo que formalmente se nos presenta como controversia, estamos claudicando tácitamente y negando la posibilidad de una solución distinta a la que dicta el llamado «Progreso». Creo que este, sin duda, constituye el signo más preocupante de nuestra época: el hombre parece haber dimitido de su capacidad para ponderar los beneficios que la ciencia le puede reportar; sus dotes polémicas y reflexivas han sido suplantadas por una suerte de resignación más o menos risueña o pesimista. ¿Para qué vamos a debatir sobre asuntos tan acuciantes si, a la postre, no importa cuál sea la proposición que elijamos, el dilema quedará demostrado? Este derrotismo social ha propiciado el advenimiento de dos fenómenos que desmienten nuestra genealogía ilustrada. El primero consiste en la transformación de la ciencia en una superstición incontestable, que rechazamos o asumimos bovinamente. Con la ciencia ocurre hoy lo que antaño ocurría con las disciplinas esotéricas: aunque su perfume o resonancia alcance a cualquier persona anónima —lo cual le proporciona una coartada democrática—, sólo unos pocos iniciados se reservan el derecho de juzgar su desarrollo. Aniquilado ese ámbito de discusión intelectual con que toda sociedad sana debería acoger sus avances científicos, las únicas reacciones posibles ante dichos avances son el rechazo intransigente o la aceptación sin ambages. Huelga añadir que la beatería laica imperante ha conseguido adoctrinar nuestro subconsciente de tal modo que el rechazo sea entendido como un signo de tenebroso reaccionarismo.

El otro fenómeno propiciado por este derrotismo social es un mero corolario del que acabo de exponer. Habiendo dimitido de sus posibilidades dialécticas, la sociedad que acata los designios de la ciencia como si de una superstición se tratase está ya madurita para convertirse en una gran cobaya, en eso que los holandeses, tan engreídos de su condición pionera o roedora, denominan un «laboratorio social». Puesto que las discusiones previas han sido anuladas, la idoneidad de los avances científicos se decide mediante su aplicación. Los defensores de esta práctica abrupta sostienen con cierto optimismo sarcástico que la sociedad posee suficientes «defensas» (léase sentido común) para rechazar aquellos avances que puedan perjudicarla como especie; pero esta es una afirmación perversa, porque el sentido común del hombre es, por desgracia, egoísta, y sólo anhela la preservación de sí mismo como individuo, sin importarle lo que venga después. Sin importarle, desde luego, los abismos de abyección moral que se abren a ambos lados de ese camino expedito que nos brinda la ciencia. Así, resignados a que las controversias éticas cristalicen en dilemas irresolubles, aceptamos por puro egoísmo lo que nos echen encima. El silencio risueño de los corderos clonados es nuestro horizonte.

Joseph Ratzinger, “La nueva evangelización”, Roma, 10.XII.2000

Conferencia pronunciada el Congreso de catequistas y profesores de religión, Roma, 10.XII.00.

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Alfonso Aguiló, “Los ideales de la juventud”, Hacer Familia nº 81, 1.XI.2000

«Hete aquí, pues, cerca de los cuarenta y dos años… ¿Qué pensaría de ti el muchacho que eras a los dieciséis, si pudiera juzgarte? »¿Qué diría de eso que has llegado a ser? ¿Hubiera simplemente consentido en vivir para verse transformado así? ¿Acaso valía la pena? ¿Qué secretas esperanzas no has decepcionado, de las que ni siquiera te acuerdas? »Sería extraordinariamente interesante, aunque triste, poder enfrentar a estos dos seres, de los que uno prometía tanto y el otro ha cumplido tan poco. Me figuro al joven apostrofando al mayor sin indulgencia: “Me has engañado, me has robado. ¿Dónde están los sueños que te había confiado? ¿Qué has hecho con toda la riqueza que tan locamente puse en tus manos? Yo respondía de ti, había prometido por ti. Y has hecho bancarrota. Más me hubiera valido marcharme con todo lo que aún poseía, y que también has dilapidado…” »¿Y qué diría el mayor para defenderse? Hablaría de experiencia adquirida, de ideas inútiles echadas por la borda, mostraría algunos libros, hablaría de su reputación, buscaría febrilmente en sus bolsillos, en los cajones de su mesa, para justificarse. Pero se defendería mal, y creo que se avergonzaría.» Estos párrafos del Diario de Julien Green son una interesante reflexión, tanto para el pasado como para el futuro de cualquier vida. Porque –como ha escrito de Martín Descalzo– toda vida tendría que ser la cosecha de la gran siembra de los años juveniles. Vivir es fructificar. Y no simplemente avanzar y envejecer. La vida es apostar decididamente cuando se es joven, y mantener y mejorar esa apuesta cuando se madura.

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Alfonso Aguiló, “Mantenerse firme: aprender a decir que no”, Hacer Familia nº 80, 1.X.2000

«Yo quiero mucho a mi hija pequeña —explicaba una mujer bastante sensata en una conversación con otros matrimonios amigos—; y procuro manifestarlo de modo concreto cada día. Pero hay veces en que realmente mi hija se porta mal.

»Tengo amigas que me dicen que a esa edad nadie se porta mal, sino que hace inocentemente algo que todavía no ha aprendido a saber que está mal. Pero yo no estoy de acuerdo. Aunque sea pequeña, he visto a mi hija comportarse mal y saberlo.

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Alfonso Aguiló, “Vivir mejor con menos”, Hacer Familia nº 79, 1.IX.2000

Muchas veces nos sorprendemos de cómo nuestra casa va poco a poco llenándose de multitud de cosas de utilidad más que dudosa, que hemos ido comprando sin apenas necesidad.

Quizá en su momento parecía muy necesario. Parece, por ejemplo, que cualquier máquina que reduzca un poco el esfuerzo físico resulta enseguida indispensable. Tomamos el ascensor para subir o bajar uno o dos pisos, o el coche para recorrer sólo unos cientos de metros, y, al tiempo, con frecuencia nos proponemos hacer un poco más de ejercicio o practicar todas las semanas un rato de deporte.

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Juan Manuel de Prada, “Clonación a plazos”, ABC, 19.VIII.2000

Tiene razón el maestro Campmany cuando afirma que el progreso científico es algo sencillamente imparable. Pero le faltó preguntarse si ese progreso científico persevera en su función originaria, de servicio a la Humanidad, o si, por el contrario, en su carrera alocada en pos de nuevos finisterres de espectacularidad, lo guían propósitos obscenamente mercantiles. Las proclamas sensacionalistas, los métodos poco escrupulosos, la utilización espuria de datos poco concluyentes que enseguida son divulgados por los medios de adoctrinamiento de masas han suplantado el tradicional cauce de exploración científica. Esta «aceleración» de la ciencia ha adquirido ribetes de descaro en el desciframiento del genoma humano, que una empresa llamada sin pudor «Celera» utilizó para su prosperidad bursátil. Antes, los descubrimientos científicos eran expuestos a un escrutinio ético; ahora, su comunicación es casi instantánea, de tal manera que el barullo o fanfarria mediática sustituye y aniquila las consideraciones morales, la decencia, la probidad, el rigor, en fin, esos requilorios del pasado.

Antes, quienes osaban infringir estos trámites, eran de inmediato desterrados al arrabal del descrédito; hoy, esos mismos apóstoles del guirigay mediático, esos ventajistas que aspiran a convertir la ciencia en una gran atracción de barraca con cotización en bolsa, reciben el tratamiento de héroes. El grato tintineo del dinero se antepone así a cualquier consideración ética; y mientras el dinero prosigue su incesante fluir, nos vamos convirtiendo en una sociedad aturdida, ensordecida por el mogollón, desarmada de principios morales. Sólo así se explica el genuflexo beneplácito con que se ha acogido el designio británico de modificar su legislación sobre clonación humana. La premiosidad de este designio delata sus propósitos puramente económicos; la biología celular, como el auge del Internet, asegura pelotazos bursátiles sin cuento, y la Gran Bretaña no puede quedarse al margen del gran banquete universal. Poco importa que nuestro precario conocimiento del genoma humano nos impida saber a ciencia cierta qué enfermedades pueden remediarse mediante la clonación; poco importa que esas células madre que, según se intuye, podrían remediar taras hoy incurables, puedan obtenerse sin necesidad de crear artificialmente embriones que luego serán destruidos. Poco importa que los cimientos sean endebles; de lo que se trata es de levantar a la mayor velocidad posible un edificio, aunque sea de humo, aprovechando la revalorización del terreno genético. Lo de menos es que luego el edificio se derrumbe; para entonces, el negocio -o el timo- ya habrá rendido sus beneficios.

¿Qué más da si entretanto nos cargamos unos millares de embrioncitos de nada? Esta reducción de los embriones en los que alienta vida humana a meras empanadillas que aguardan en el frigorífico su inmolación sólo puede ser admitida por una sociedad que antes ha claudicado una y mil veces en exigencias éticas que atañen a su misma dignidad. No obstante, y por si todavía anidara algún residuo de escrúpulo en esa sociedad, los urdidores del pelotazo genético se han cuidado de especificar que jamás experimentarán con embriones de más de dos semanas; incluso, en su canallesca propensión al eufemismo, hablan ya de «pre-embriones», los muy cabritos. ¿Pero a quién se proponen engañar estos matarifes de la asepsia? ¿Qué más da que el embrión tenga catorce días o catorce semanas, si lo que se destruye es lo mismo, un organismo con combinación genética propia? ¿O es que lo que pretenden, cepillándoselo tan pronto, es que al embrión no le hayan crecido todavía ojos en el rostro, para no tener que arrostrar su mirada recriminatoria? La mala conciencia propicia estas hilarantes distinciones de plazos; y la sociedad gregaria las acepta como si fuesen dogmas de fe, sin atreverse siquiera a discutirlas. Antes, los plazos servían para pagar nuestras deudas con el banco; hoy, se han convertido en un cómodo sistema para soslayar nuestras deudas con la moral.

Juan Manuel de Prada, “La fuerza de la oración”, ABC, 12.VIII.2000

Jaromir Hladík, escritor de sangre judía, es aprehendido por la Gestapo y, tras un interrogatorio sumario, condenado a ser fusilado. «Fuera de algunas amistades y de muchas costumbres, el problemático ejercicio de la literatura constituía su vida», nos refiere Borges, en una frase que, desde niño, pensé que iba secretamente dirigida a mí. Hladík impetra a Dios que le permita concluir el drama que está escribiendo: «Para llevar a término ese drama, que puede justificarme y justificarte, requiero un año más. Otórgame esos días, Tú de Quien son los siglos y el tiempo». A la mañana siguiente, Hladík es conducido ante el piquete. Entonces el universo físico se detiene; la omnipotencia divina ha concedido a Hladík ese año solicitado. Sin otro sostén que la memoria, Hladík va agregando mentalmente los hexámetros que componen su drama; cuando el último epíteto es dirimido, suena la descarga que le borra la vida. «El milagro secreto», se titula el cuento de prosa cincelada y exacta que tan torpemente acabo de resumir.

Me he acordado de Jaromir Hladík después de leer las reacciones sarcásticas, burlonas o meramente ofensivas que han suscitado las declaraciones de Rouco, en las que animaba a los católicos a que emprendiesen «una campaña de oración», solicitando a Dios la abdicación del plomo y de la sangre. Enseguida han surgido folicularios de medio pelo que se descojonaban de Rouco y le ordenaban con chulería o matonismo que se dedicara a sus pejigueras diocesanas y dejase los asuntos serios a personas serias como ellos, que solucionan el mundo cada mañana, ensartando rutinarias condenas en sus artículos o repitiendo las mismas banalidades cada vez que les arriman un micrófono a los belfos. Ciertamente, no podemos esperar que la oración detenga el itinerario de las balas y suspenda el universo físico durante el tiempo necesario para acabar con el drama del terrorismo; los milagros, secretos o escandalosos, ya sólo acaecen en los cuentos de Borges. Pero pitorrearse tan obscenamente de la fuerza de la oración me parece una injuria contra la palabra, que curiosamente es el mismo recurso que emplean –tan devaluadamente, pobrecitos– esos plumillas que han arremetido contra Rouco. ¿Qué consuelo le queda a la víctima inerme, sino la palabra que conforta y ayuda a exorcizar el temor? ¿Acaso son más eficaces las manifestaciones de protesta o las expresiones archisabidas de condena? Si nos burlamos de la palabra musitada en soledad, si encontramos irrisorio el coloquio con Dios, en el que el hombre emplea todas sus potencias intelectuales (la inmaginación y la memoria, la inteligencia y la voluntad), a las que suma el fervoroso deseo, ¿no deberíamos también carcajearnos de cualquier otra reacción pacífica? Dirá un incrédulo que la oración es inútil, porque no hay un destinatario que la escuche. Entonces lo mejor sería no ofrecer ningún tipo de resistencia a la barbarie, porque, si existe algún destinatario sordo, es el terrorista que empuña la pistola, a quien nuestras quejas e imprecaciones se la sudan. ¿Por qué ese regodeo en negar y pisotear la posibilidad del misterio? Un rezo no va a imponer nuestros anhelos a la realidad, pero puede que, al conjuro de esas palabras, nuestra pobre naturaleza humana, desvalida y apabullada, ascienda sobre el barro de sus debilidades y halle una luz no usada que le infunda fortaleza y convicciones. Esas palabras que pujan por encontrar un interlocutor sobrenatural no son ridículas, ni estériles, ni pazguatas; son la expresión de hombres que se resisten a desfallecer y claman justicia y enarbolan la voz, como un incienso votivo, para contrarrestar el olor de la pólvora. ¿Qué hay de chistoso en esta hermosa decisión? Comenzaba recordando a Borges y concluyo citando a Lucas, que a mí no se me caen los anillos revelando mis lecturas: «¿Y Dios no hará justicia a sus elegidos, que claman a Él día y noche, aun cuando los haga esperar? Os digo que hará justicia prontamente. Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe en la tierra?».

Alfonso Aguiló, “Enfermedades de la voluntad”, Hacer Familia nº 77-78, 1.VII.2000

Hemos hablado ya del voluntarismo, y ahora seguimos con algunos otros errores en la educación de la voluntad. Todos ellos pueden darse de forma más o menos intensa o permanente en cualquier persona sin llegar a suponer una patología importante.

La impulsividad se manifiesta en diversos rasgos: tendencia a cambiar demasiado de una actividad a otra; propensión a actuar con frecuencia antes de pensar; dificultad para organizar las tareas pendientes; excesiva necesidad de supervisión de lo que uno hace; dificultad para guardar el turno en la conversación o en cualquier situación de grupo; tendencia a levantar la voz o perder el control ante algo que contraría; etc.

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Alfonso Aguiló, “Voluntarismo”, Hacer Familia nº 76, 1.VI.2000

El voluntarismo es un error en la educación de la voluntad. No es un exceso de fuerza de voluntad, sino una enfermedad –entre las muchas posibles– de la voluntad.

Una enfermedad, además, que a todos nos afecta en alguna faceta o en algún momento de nuestra vida. Porque, al pensar en el voluntarismo, quizá imaginamos una persona tensa y agarrotada, y ciertamente las hay, y no pocas, pero eso no quita que el voluntarismo es algo que, de una manera o de otra, en unas circunstancia u otras, nos concierne a todos.

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Enrique Bonete, “Nietzsche y la muerte de Dios”, Alfa y Omega, 4.V.2000

En 1900 moría uno de los más grandes filósofos alemanes del siglo XIX. A sus veinticuatro años llegó a ser catedrático de Filología Clásica de la Universidad de Basilea. Se vio a sí mismo como un profeta de siglos venideros, y acabó sus días sumido en una profunda enfermedad mental (probablemente originada por una sífilis contraída décadas antes). A partir de 1889, tras intensos años de trabajo y agotadoras enfermedades, con sólo cuarenta y cinco años, cayó la mente de Nietzsche en una total oscuridad, en un estado de aletargamiento del que ya no logró salir. Vivió en completa ausencia y ajeno al impacto cultural de su obra durante los casi doce años anteriores a su muerte. Este final trágico ha hecho de Nietzsche uno de los personajes más intrigantes y legendarios del XIX; precursor de los avatares demenciales de nuestro siglo.

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