Manuel Ordeig, “Sobre la teoría de la evolución”, Palabra, IX.1997

El 22 de octubre del 96, el discurso de Juan Pablo II a la Academia Pontificia de las Ciencias causaba cierto revuelo en los ambientes científicos interesados. Algunos interpretaron entonces que la Iglesia aceptaba por fin el evolucionismo. Pero, ¿es cierta esta apreciación? ¿Ha cambiado el juicio de la Iglesia sobre esta teoría? En realidad no es para tanto: el Magisterio nunca se ha opuesto a una evolución bien entendida. Lo que ha hecho el Papa es constatar que los “nuevos acontecimientos llevan a pensar que la teoría de la evolución es más que una hipótesis”.

En el referido discurso del Papa, se reconoce que hay “argumentos significativos en favor” de la teoría del Evolucionismo. Se trata, pues, de una nueva valoración: hasta ahora la ciencia y la Iglesia no concedían al evolucionismo más que un valor hipotético, tan probable como las teorías opuestas. Pero ahora se reconoce que “la convergencia de los trabajos realizados independientemente unos de otros, constituye de suyo un argumento significativo en favor de esta teoría”.

UN PRINCIPIO GENERAL Repetidamente la Iglesia ha afirmado que la verdad no puede contradecir a la verdad (León XIII, Pablo VI, Juan Pablo II). Con ello se quiere hacer ver que la verdad científica nunca puede ser disconforme con la verdad revelada, si ambas se mantienen cada una en su campo y saben interpretarse adecuadamente. La razón es obvia: Dios es la suprema Verdad; las verdades parciales son aspectos de esa única Verdad; admitir discrepancias entre unas verdades y otras seria tanto como admitir contradicción interna en Dios, lo cual es inimaginable.

NUNCA HUBO OPOSICIÓN Apoyándose en tal criterio, la Iglesia nunca se ha opuesto al desarrollo científico de un evolucionismo coherente y seguro. En concreto, hasta 1996, había señalado lo siguiente: 1) Respecto a la evolución cósmica la Iglesia ha efectuado muy pocas manifestaciones. La Pontificia Comisión Bíblica, en respuesta del 30-VI-1909 que versa sobre el sentido de los tres primeros capítulos del Génesis, dice solamente que no puede ponerse en duda “la creación de todas las cosas por Dios al principio del tiempo”. Mantiene, pues, firme la fe en Dios creador, sin manifestar incompatibilidad con las teorías de la génesis del universo; especialmente las que admiten un principio temporal del mundo. En 1948, la misma Comisión responde de nuevo al Cardenal de Paris y ratifica lo ya dicho, explicando en qué sentido deben interpretarse los primeros capítulos del libro del Génesis.

2) Por lo que se refiere a la evolución biológica, la Iglesia expresó en 1950 que no vela oposición entre la fe y las investigaciones sobre la evolución (Pío XII, Enc. Humani generis), aunque recomienda “la máxima moderación y cautela” en las afirmaciones científicas no probadas, ya que el Evolucionismo no pasaba de ser una hipótesis todavía sin comprobar. En 1986, en una de sus catequesis, Juan Pablo II dice que la teoría de la evolución “no contrasta con la verdad revelada”, siempre que se la entienda de modo que no excluya la causalidad divina.

3) En cuanto al origen del hombre, la Iglesia ha señalado (cfr. Enc. Humani generis) los puntos de doctrina que un cristiano debe mantener firmes para aceptar la teoría de la evolución aplicada al hombre: la peculiar creación del hombre por Dios, la formación de la primera mujer a partir del primer hombre, la creación inmediata del alma humana por Dios, la unidad del linaje humano y por tanto la necesidad del monogenismo, y algunos otros conceptos revelados más propios de la teología que de la ciencia.

Nunca, en resumen, limitó la Iglesia la libertad de investigación en este campo. Sus afirmaciones positivas se han referido siempre a aspectos no científicos, como el origen del espíritu, que escapa por su misma naturaleza a las investigaciones físico-químicas, como veremos al final.

La Iglesia acepta un evolucionismo que se limite a la explicación científica de la naturaleza, sin entrar en hipótesis sobre la creación del mundo o del alma humana, que son cuestiones metafísicas UNA TEORÍA Y SU ALCANCE Las declaraciones de Juan Pablo II en octubre de 1996 inclinan la opinión de la Iglesia a aceptar el evolucionismo como teoría suficientemente comprobada “por diversas disciplinas del saber” (n 4). Aunque parezca, en principio, que la Iglesia no debería tomar postura en un argumento científico, “el Magisterio está interesado directamente en la cuestión de la evolución, porque influye en la concepción del hombre” (n. 5). Esto quiere decir que no se trata de una simple cuestión opinable, como tantas otras investigaciones científicas, sino que el enfoque con que se afronte el evolucionismo y, en concreto, el origen del hombre, afecta profundamente a la noción misma de persona humana; y esto repercute a su vez en múltiples aspectos éticos, sociológicos, etc., con honda trascendencia moral.

El Papa, tras reconocer los argumentos significativamente válidos del evolucionismo, señala insistentemente que se trata de una teoría, y delimita el valor epistemológico de toda teoría: una interpretación (no un hecho) homogénea de numerosos datos, que permite relacionarlos entre si y darles una explicación. Toda teoría debe verificarse con nuevos datos y, en caso necesario, reformarse para ser mejor adaptada a la realidad. Además, en el caso del evolucionismo, a los datos procedentes de la observación se añaden ciertas nociones filosóficas, pretendiendo integrarlas en un conjunto unitario con la parte más científica (cfr. n. 4).

Así la primera puntualización pontificia es que, si bien -hoy por hoy- el evolucionismo es la teoría científica que mejor cuadra con los datos observados, no puede tomarse como intangible pues, por su propia naturaleza, puede necesitar ser revisada o perfeccionada.

EVOLUCIÓN Y EVOLUCIONISMOS La segunda matización que hace el Papa es distinguir entre evolución y evolucionismos. En efecto, al tomar también nociones filosóficas para integrarlas en la teoría, no habrá una sola hipótesis evolucionista, sino tantas como posiciones filosóficas de partida (cfr. n. 4).

Esto puede ser licito -lo exige el propio pluralismo humano-, pero es importante destacar que la existencia de diferentes evolucionismos no es una cuestión científica, sino de pensamiento filosófico. Sería falsear la ciencia -aunque así se ha hecho no pocas vecespretender exponer como única explicación científica posible, una teoría que incluye posturas intelectuales meta-científicas. Un científico honrado expondrá con claridad los datos observables y la teoría que los explica, fijando adecuadamente los límites de su interpretación o señalando las ocasiones en que, además de sus datos, hace uso de argumentos no científicos.

El Papa señala, para ejemplificar, aquellas teorías evolucionistas que consideran que el espíritu humano surge de las fuerzas interiores de la materia viva, o que se trata de un simple epifenómeno de la misma. Estos evolucionismos son incompatibles con la doctrina católica, pero no por aceptar la evolución y sus principios científicos -que en si mismos en nada fundamentan aquellas afirmaciones-, sino porque son incapaces de fundar la dignidad de la persona humana e incompatibles con la verdad sobre el hombre (cfr. n. 5).

En resumen, la Iglesia acepta un evolucionismo que se limite a la explicación científica teórica de las observaciones naturales, sin incluir en su hipótesis cuestiones relativas a la creación del mundo o del espíritu del hombre, que son aspectos metafísicos. El momento del paso a lo espiritual no es-por su propia naturalezaobjeto de observación experimental; al investigar el origen del hombre ha de tenerse en cuenta la existencia de una discontinuidad ontológica (cfr. n. 6) respecto a los demás seres materiales. Este salto o ruptura de continuidad repugna a los que estudian la evolución como algo sólo material, pero es necesario aceptarlo como una realidad existencial, aunque escape al análisis físico-químico.

LA APORTACIÓN TEOLÓGICA Más allá de la teoría científica y de las premisas filosóficas, los creyentes tenemos la revelación divina como fuente de conocimiento.

Esta sabiduría enriquece enormemente los planteamientos humanos, respetando la lógica autonomía del intelecto del hombre. Por eso el Papa concluye su discurso haciendo referencia a la vida entendida como don sobrenatural de Dios que Cristo nos comunica. Aquí el término vida, usado por San Juan en sus escritos, encierra la trascendencia propia de la “eterna felicidad divina, comunicada a los hombres por la infinita liberalidad de un Dios que es calificado como Dios vivo, en uno de los más hermosos títulos que le ofrece la Sagrada Escritura (cfr. n. 7).

LO QUE DICE LA CIENCIA El moderno evolucio nismo se EI moderno evolucionismo se caracteriza por englobar en una misma teoría -con diferentes partes- el origen de todo: la materia inerte, la vida y el hombre. Aunque se trate de tres saltos cualitativos, no cabe duda que hay una honda relación entre ellos; no puede explicarse la existencia del hombre sin comprender bien de dónde viene la Tierra, el sistema solar y las galaxias.

Las ecuaciones de la relatividad generalizada (Einstein, 1916) permitían deducir, contra lo que se habla creído hasta el momento, que el universo no es eterno e inmutable, sino que es evolutivo: se expande o se contrae necesariamente. J.B.Lamaître (1927) tuvo por primera vez la intuición de que todo el universo provenla de un único “superátomo, inicial; y E. Hubble comprobó experimentalmente en 1929 que las galaxias estaban en expansión. Un análisis retrospectivo llevó a plantear el origen del universo en un sólo punto inicial, calculable en el tiempo, con una concentración inaudita de energía. G. Gamow (1948) calculó este modelo, que acabó llamándose popularmente el “Big-Bang”.

En 1965, Penzias y Wilson descubrieron casi por casualidad el “ruido de fondo” del universo, predicho por Gamow; lo que comprobó la exactitud de la teoría y les valió el premio Nobel. Esta y otras comprobaciones han llevado a que la casi totalidad de la comunidad científica adopte el modelo del Big-Bang como la hipótesis más probable del origen del universo. Otras teorías -universo estático y universo pulsante- no han podido ser comprobadas.

De aquel “átomo” inicial, hace unos 18.000 millones de años, proviene todo el universo observable.

EL ORIGEN DE LA VIDA. EVOLUCIÓN BIOLÓGICA Diversos experimentos realizados hacia la mitad de siglo, han demostrado la posibilidad de que, en algunos mares de la primitiva Tierra, se sintetizaran los productos de la química orgánica necesarios para la vida. Se supone que en aquellos “caldos” primitivos de materia carbonada y nitrogenada, se sintetizaron los elementos vitales (proteínas y ADN) capaces de reduplicarse y constituir propiamente un ser vivo. Cómo tuvo lugar esta síntesis es todavía un misterio de difícil solución.

Una vez se dieron los primeros vivientes, entró en juego la variabilidad de la molécula de ADN. Las mutaciones, espontáneas o inducidas por agentes naturales (radiactividad, etc.), supusieron millones de cambios bioquímicos, algunos de los cuales fueron provechosos para la vida de sus herederos genéticos.

Lamarck (1809) y Darwin (1859) pusieron las bases para la explicación biológica de la evolución de los seres vivos. La aportación de este último fue hacer entrar en juego la selección natural como factor decisivo en la supervivencia de los mejor adaptados y, en definitiva, en el “progreso” de las formas vitales. El entrecomillado del término progreso se debe a que algunas teorías evolucionistas insisten desproporcionadamente en el papel jugado por la selección natural. Es indudable que en la evolución se ha dado un claro progreso en complejidad y perfección de los seres vivos. Es mucho menos claro que este progreso se dedo sólo a la selección natural: desde un punto de vista filosófico, una selección realizada sobre cambios meramente casuales no explica el avance perfectivo; desde el punto de vista biológico, también parece clara una dirección evolutiva de tacto difícilmente argumentable por la sola ciencia positiva, como veremos.

Hay que hacer notar, además, la importancia crucial de algunos fenómenos imprevisibles, como la extinción catastrófica de determinadas especies, que resultaron providenciales para el desarrollo ulterior de la evolución. En los últimos 500 millones de años se encuentran restos de al menos cinco de estas grandes extinciones; la más conocida es la desaparición de los dinosaurios, hace 70 millones de años, que permitió el desarrollo y actual preponderancia de los mamíferos sobre los reptiles. Quiere esto decir que la trayectoria de la evolución ha sido única e irrepetible, fruto de un “azar” muy especial que ha conducido a la posibilidad de existencia actual del hombre.

LA APARICIÓN DEL HOMBRE. EL PRINCIPIO ANTRÓPICO Es un hecho que el material genético humano (por no hablar del parecido anatómico o fisiológico) coincide en un 98% con el de diversas especies animales. Esto induce a pensar que el cuerpo humano tiene un origen común con el de otros seres vivos. Es improbable que algún día se llegue a encontrar una prueba definitiva de la transformación que dio lugar al cuerpo del hombre; pero los descubrimientos constantes en este campo de la ciencia refuerzan progresivamente la idea de una adaptación evolutiva del mundo animal hasta llegar al hombre.

La trayectoria de la evolución ha sido única e irrepetible, fruto de un “azar” muy especial Las fases de tal adaptación, por lo que hoy se conoce, pueden escalonarse en varios momentos cruciales: un distanciamiento anatómico de la rama evolutiva de los primates, hace unos 2’5 millones de años; la bipedestación (andar erguido sobre dos patas), hace 2-1’5 millones de años; el desarrollo cerebral progresivo, entre un millón y doscientos mil años de antigüedad; la expansión y diferenciación de especies desde Africa hacia Asia y Europa, en sucesivas oleadas, a lo largo de un millón de años; el aprendizaje progresivo de algunas técnicas: golpeado de piedras, tallado de hachas de mano; etc.

Esta lentísima evolución sufre una discontinuidad y una aceleración sin precedentes hace menos de cien mil años. En muy poco tiempo-relativamenteaparece la cultura (arte), la técnica (industrias diversas), la religión (culto a los muertos) y el lenguaje. En menos del 4% del tiempo evolutivo más reciente, el hombre pasa de la nada cultural al nivel actual de pensamiento y dominio de la naturaleza.

En base a esto, y a todo el planteamiento evolutivo del mundo y de la vida, hace ya unas décadas que se abre paso, entre los profesionales de la ciencia, el convencimiento de que el universo entero parece programado para la existencia humana. Se comprueba, resumiendo mucho, que el universo y su evolución han reunido tales características que han hecho posible la existencia en él de vida inteligente; cosa nada fácil, de no coincidir las muchas y diversas circunstancias que han concurrido en nuestro mundo. Según Dicke (1961), la relación de intensidad de las fuerzas elementales de la materia, la edad misma del universo, etc., son tales que difícilmente de otra forma se habría llegado hoy al hombre: es lo que se llama el “Principio Antrópico débil”.

Por otra parte, en 1973, Collins y Hawking hacen notar que sólo un universo con densidad global muy próxima a la crítica, permite la creación de estrellas y galaxias. Carter (1974) añade que cualquier variación mínima en los parámetros iniciales del universo hubiera llevado a condiciones en que seria imposible la evolución hasta el nivel humano. Por tanto, el universo posee, desde su primer instante, las condiciones que permitirán la vida (síntesis del carbono, etc.) y la posible aparición del hombre en algún momento de su historia. Es lo que se conoce como “Principio antrópico fuerte”.

También las características locales de la evolución (masa y condiciones de la Tierra, núcleo de hierro, episodios catastróficos antes reseñados,…), hacen intima la probabilidad de que se reúnan de nuevo las condiciones necesarias para la aparición y desarrollo de la vida hasta el nivel humano, incluso contando con la inmensidad de astros de la Vía Láctea (Carreiras, 1997).

Ante este planteamiento sólo caben dos opciones: o el universo y la Tierra reúnen esas características “por casualidad”. c bien han sido diseñados y programados expresamente para la existencia del hombre. Quienes propician la primera solución, ante la dificultad de que el azar reúna por sí sólo esas condiciones, recurren a la hipótesis de infinitos universos -simultáneos o sucesivos, de los que sólo uno de ellos tiene las características necesarias. Naturalmente, esta teoría no tiene posibilidad de comprobación científica experimental; se trata de una postura intelectual meta-científica que, además, no tiene a su favor ninguna medida o dato observable.

Queda como única solución pragmática la de que el universo ha sido concebido con el fin de servir de asiento a la vida racional. Esto implica, como se ve inmediatamente, introducir en la discusión el concepto de finalidad; el cual escapa a la elaboración científica, pues no es medible, ni cuantificable, ni tiene ecuación que lo exprese. La ciencia, por tanto, debe concluir aquí su exposición, para dejar paso a la elucubración filosófica.

INTELIGENCIA Y CONSCIENCIA La aparición del hombre plantea, además, otro problema de distinto orden: la actividad racional, consciente y libre. El hombre se diferencia de los animales porque utiliza conceptos abstractos; no es capaz simplemente de aprender determinados comportamientos, sino que tiene las posibilidad de relacionar ideas simples- inmateriales-, buscar causas, analizar finalidades, deleitarse en el valor estético o ético de una cosa, etc.; todo lo cual escapa a la actividad sensorial propia del reino animal. Gracias a ello existe la Filosofía, la Poesía y la misma Ciencia; toda la cultura utiliza símbolos arbitrarios y abstractos para comunicar conocimientos e ideas. Además, el hombre es consciente: tiene un yo integrador, sujeto de sus actividades y capaz de reflexionar sobre su propio conocimiento (conocer que conoce, frustrarse ante el error, etc.) La física moderna define la materia por sus interacciones con las cuatro fuerzas elementales. Ningún efecto de esas fuerzas tiene como consecuencia el pensamiento, la abstracción o la consciencia. No hay medida cuantitativa para calibrar el valor artístico o la implicación ética. Las mismas neuronas y corrientes cerebrales no son conscientes de si mismas; y si cada una no lo es, el conjunto -simplemente como conjunto- tampoco puede serlo. El pensamiento no es una secreción del cerebro: no hay dato científico en que apoyarse para asegurarlo. Quienes defienden una postura materialista de la razón humana, lo hacen por la idea preconcebida de que sólo existe la materia; lo cual no es un dato científico, sino un prejuicio filosófico, bastante inseguro por lo demás.

Añadida a las cuatro fuerzas elementales que definen la materia, en el hombre está presente una “quinta fuerza”, no reducible a las anteriores, que se expresa en el pensamiento. Este componente novedoso del hombre se ha llamado, desde hace siglos, espíritu. Decir que el espíritu puede “emerger” de la materia, o que se reduce a una materia más organizada, son afirmaciones gratuitas. Ningún dato ni análisis científico justifica un reduccionismo así.

No cabe tampoco atribuir -como hacen algunos- la aparición de la inteligencia al desarrollo del lenguaje. Más bien lo lógico es lo contrario: el lenguaje es fruto de determinados órganos anatómicos, usados por alguien que sabe algo y desea trasmitirlo.

La ciencia, pues, debe terminar aquí su aportación a la aparición del hombre: constatando la existencia del espíritu y reconociendo que, con el método científico, no puede llegar a más. Es la hora, de nuevo, de dejar paso a la filosofía.

Alfonso Aguiló, “Demorar la gratificación”, Hacer Familia nº 41-42, VII-VIII.1997

En la década de los sesenta, Walter Mischel llevó a cabo desde la Universidad de Stanford una investigación con preescolares de cuatro años de edad, a los que planteaba un sencillo dilema: «Ahora debo marcharme y regresaré dentro de veinte minutos. Si quieres, puedes tomarte esta chocolatina, pero si esperas a que yo vuelva, te daré dos.» Aquel dilema resultó ser un auténtico desafío para los chicos de esa edad. Se planteaba en ellos un fuerte debate interior: la lucha entre el impulso a tomarse la chocolatina y el deseo de contenerse para lograr más adelante un objetivo mejor.

Era una lucha entre el deseo primario y el autocontrol, entre la gratificación y su demora. Una lucha de indudable trascendencia en la vida de cualquier persona, pues no puede olvidarse que tal vez no hay habilidad psicológica más esencial que la capacidad de resistir el impulso. Resistir el impulso es el fundamento de cualquier tipo de autocontrol emocional, puesto que toda emoción supone un deseo de actuar, y es evidente que no siempre ese deseo será oportuno.

El caso es que Walter Mischel llevó a cabo su estudio, y efectuó un seguimiento de esos mismos chicos durante más de quince años.

En la primera prueba, comprobó que aproximadamente dos tercios de esos niños de cuatro años de edad fueron capaces de esperar lo que seguramente les pareció una eternidad, hasta que volvió el experimentador. Pero otros, más impulsivos, se abalanzaron sobre la chocolatina a los pocos segundos de quedarse solos en la habitación.

Además de comprobar lo diferente que era entre unos y otros la capacidad de demorar la gratificación y, por tanto, el autocontrol emocional, una de las cosas que más llamó la atención al equipo de experimentadores fue el modo en que aquellos chicos soportaron la espera: volverse para no ver la chocolatina, cantar o jugar para entretenerse, o incluso intentar dormirse.

Pero lo más sorprendente vino unos cuantos años después, cuando pudieron comprobar que la mayor parte de los chicos y chicas que en su infancia habían logrado resistir aquella espera, luego en su adolescencia eran notablemente más emprendedores, equilibrados y sociables.

Aquel estudio comparativo revelaba que –en términos de conjunto– quienes en su momento superaron la prueba de la chocolatina fueron luego, diez o doce años después, personas mucho menos proclives a desmoralizarse, más resistentes a la frustración, y más decididos y constantes.

Aquella investigación vino a resaltar es cómo las aptitudes que despuntan tempranamente en la infancia suelen florecer más adelante, en la adolescencia o en la vida adulta, dando lugar a un amplio abanico de capacidades emocionales: la capacidad de controlar los impulsos y demorar la gratificación, aprendida con naturalidad desde la primera infancia, constituye una facultad fundamental, tanto para cursar una carrera como para ser una persona honrada o tener buenos amigos.

La capacidad de resistir los impulsos, demorando o eludiendo una gratificación para alcanzar otras metas –ya sea aprobar un examen, levantar una empresa o mantener unos principios éticos–, constituye una parte esencial del gobierno de uno mismo. Y todo lo que en la tarea de educación –o de autoeducación– pueda hacerse por estimular esa capacidad será de una gran trascendencia.

Alfonso Aguiló, “Adicciones inadvertidas”, Hacer Familia nº 40, 1.VI.1997

Como ha señalado Pascal Bruckner, quien nunca haya experimentado el irresistible afán de hacer zapping durante horas y horas, a veces tardes enteras, incapaz de sustraerse a la adicción a esa secuencia continua de imágenes, no sabe aún de las seducciones y sortilegios de la pequeña pantalla. En el televisor siempre están ocurriendo cosas, muchas más que en nuestra propia vida, y es tal la hipnosis que puede llegar a producirnos que acabemos quemándonos como insectos alrededor de una bombilla. La televisión no nos libera del agobio ni de la rutina, pero los convierte en una amable tibieza, nos narcotiza.

Dentro de poco podrán captarse hasta quinientos canales distintos, y con la aparición de los receptores de pulsera o de bolsillo, ver televisión puede acabar siendo –más fácilmente que ahora– una profesión a jornada completa. Su magia nos retiene, despliega auténticos alardes de ingenio para atraer nuestra atención, es como una promesa permanente de diversión, que suplanta todo lo demás, que hace que todo lo que no sea ella se torne inútil, fastidioso.

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Alfonso Aguiló, “La barrera del sonido”, Hacer Familia nº 39, 1.V.1997

El piloto Chuck Yeager inició la era de los vuelos supersónicos el 14 de octubre de 1947, cuando rompió la famosa barrera del sonido, aquel «invisible muro de ladrillos» que tan intrigado mantenía a todo el mundo científico de la época.

Por aquel entonces, algunos investigadores aseguraban disponer de datos científicos seguros por los que aquella barrera debía ser impenetrable. Otros decían que cuando el avión alcanzara la velocidad Mach 1 sufriría un tremendo impacto en su fuselaje y explotaría. Tampoco faltaron en medio de aquel debate quienes aventuraron posibles saltos hacia atrás en el tiempo y otros efectos sorprendentes e impredecibles.

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Alfonso Aguiló, “Ideales y horizontes”, Hacer Familia nº 38, 1.IV.1997

Existe una leyenda entre los indios norteamericanos que cuenta cómo un bravo guerrero, en cierta ocasión, encontró un huevo de águila y lo puso en un nido de chochas, esas pequeñas aves zancudas tan frecuentes en aquellos lugares.

El aguilucho nació y creció con las chochas y terminó por ser una más entre ellas. Para comer no cazaba como las águilas, sino que escarbaba la tierra buscando semillas e insectos. Cacareaba y cloqueaba. Correteaba y volaba a saltos cortos, como las chochas.

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Alfonso Aguiló, “Estímulo y simpatía”, Hacer Familia nº 37, 1.III.1997

Momo es la pequeña protagonista de aquel famoso libro de Michael Ende que lleva su nombre. Una niña surgida un buen día en la vida de unas personas sencillas.

Nadie sabe quién es, ni de dónde viene, ni nada. Vive en unas ruinas de un antiguo teatro griego o romano. Pero todo el mundo quiere a la chiquilla. Las gentes se han dado cuenta de que han tenido mucha suerte por haber conocido a Momo. Se les hace la niña algo imprescindible. ¿Cómo han podido antes vivir sin ella? A su lado cualquiera está a gusto.

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Alfonso Aguiló, “Serenidad interior”, Hacer Familia nº 36, 1.II.1997

Es curioso cómo muchas personas piensan que la felicidad es algo reservado para otros y muy difícil de darse en sus propias circunstancias. Corremos el peligro de pensar que la felicidad es como una ensoñación que no tiene que ver con el vivir ordinario y concreto. La relacionamos quizá con grandes acontecimientos, con poder disponer de una gran cantidad de dinero, gozar de una salud sin fisuras, tener un triunfo profesional o afectivo deslumbrante, protagonizar grandes logros del tipo que sea. Pero la realidad luego resulta bastante distinta a eso.

La prueba es que la gente más rica, o más poderosa, o más atractiva, o que mejor dotada está, no coincide con la gente más feliz. Para verlo, basta con echar una ojeada a las revistas del corazón. El dinero y las posesiones son en sí mismas un espejismo de la auténtica felicidad. La fama tampoco aporta demasiado por sí misma; es más, el hombre famoso necesita de una madurez especial para saber asumir bien su encumbramiento, sin que le produzca un desequilibrio emocional (además, es centro de atención de muchas miradas, que le siguen muy de cerca y suelen juzgarle con especial severidad).

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Alfonso Aguiló, “Sentir y pensar”, Hacer Familia nº 35, 1.I.1997

Dicen que la muerte blanca –la muerte por congelación– es una muerte dulce: entra una especie de sopor, lleno de sensaciones agradables en las que uno se encuentra, incluso, optimista… y entre dos sueños se escapa el alma. Aquel hombre, Guillaumet, lo sabía. No le costaba nada dejarse estar, recostado sobre el suelo helado, no levantarse después de una caída, decir ¡ya basta, se acabó!, y no volver a intentarlo de nuevo.

La historia es de Antoine de Saint-Exupéry, en “Terre des hommes”, donde narra la aventura de un piloto cuyo avión se había estrellado en los Andes, y que tras una increíble travesía apareció destrozado pero vivo, cuando todo el mundo había perdido la esperanza.

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Alfonso Aguiló, “Afán de aprender”, Hacer Familia nº 34, 1.XII.1996

Como ha escrito José Antonio Marina, nunca podemos estar seguros de lo que otra persona ve. Aunque sigamos con atención su mirada, no podemos adivinar el paisaje que está viendo. Coincidimos con él en el nivel básico, por supuesto. Ambos podemos estar viendo aparentemente lo mismo, pero ignoramos el nivel donde está instalada la percepción del otro. Un mismo campo no es el mismo, por ejemplo, para la mirada de un pintor y para la de una persona que va de caza. Cada uno recibe percepciones distintas. No es sólo que vean las mismas cosas y luego las interpreten de modo diferente, sino que la percepción de cada uno es filtrada por el valor y el significado que eso tiene para él. Un ejemplo claro es el lenguaje escrito: nos cuesta mucho mirar un texto sin leerlo; si entendemos esa lengua, no vemos unos extraños garabatos, sino que la mirada inteligente se resiste a detenerse en esos signos, y va más allá: no ve, sino que lee, recibe inevitablemente una percepción elaborada, y su atención se desplaza según el significado de lo que va viendo.

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Alfonso Aguiló, “Madurez interior”, Hacer Familia nº 33, 1.XI.1996

Todo hombre es un ser social, abierto a los demás. Para cualquier persona, los otros son una parte importante de su vida. Su realización plena como persona está indefectiblemente ligada a otros, pues todos sabemos que la felicidad depende en mucho de la calidad de nuestra relación con quienes componen nuestro ámbito familiar, laboral, social, etc.

Sin embargo, no puede olvidarse que el hombre no sólo se relaciona con los demás, sino también consigo mismo: mantiene una frecuente conversación en su propia interioridad, un diálogo que se produce de forma espontánea con ocasión de las diversas vivencias o reflexiones personales que todo hombre se hace de continuo.

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