Quiero relatar hoy una pincelada de mi vida. Sólo busco una cosa: llegar al corazón de alguien que, como yo un día, se sienta ahora angustiada ante esta tremenda disyuntiva: El desordenado afán de quedar bien, el miedo a perder la fama, la afición a decir mentiras. En definitiva, el cinismo y la hipocresía, frente a conciencia, sencillez, humildad, responsabilidad, respeto a la vida y respeto a la verdad.
Cuando alguien se decide a escribir —al menos así lo pienso yo— es porque algo bueno tiene que contar. Porque al hacerlo piensa que ese retazo de su vida, ese algo tan suyo, puede ayudar a los demás. Lo que yo voy a escribir no es algo fantástico, no, no lo es. Es una parte de mi vida que fue vulgar, pero que pudo ser algo peor de no haber intervenido la gracia que Dios, infinitamente bueno, derramó sobre mí, sin yo nunca pensar en merecerlo.
Quiero también así poder agradecer al Señor, de alguna manera, lo que hizo por mí y continúa haciendo… Deseo reparar el daño que hice y darle las gracias por haberme frenado a tiempo.
Tengo 31 años, recién cumplidos, trabajo en una empresa de construcción como delineante, soy soltera y tengo una hija de seis meses. Nací en una familia católica, de las de verdad. Desde pequeña aprendí, porque me lo enseñaron, todo el profundo sentido de la religión llevada a la vida cotidiana: el estudio, el trabajo, las amistades, la familia… Me enseñaron a valorar el tiempo, a rezar…
Desde que conocí el sentido de la palabra lucha, para un católico consciente, conocí paralelamente la palabra derrota. Aunque mi afán de quedar bien, mi ansia de ser valorada, me impedía aceptar la derrota. Así que, enseguida emprendí el vertiginoso camino de la trampa y de la mentira. Y me aficioné a escapar en el último minuto, y siempre “por los pelos”, de las situaciones comprometidas, en las que yo solita me metía.
Era muy perezosa —para lo que me aburría—, con una imaginación y unos sentidos sueltos y con una sensibilidad muy acusada. Buscaba una sensación de plenitud que no encontraba donde la buscaba. El resultado era deprimente: sensación de continuo fracaso, de ridículo, de derrota. Sensación que se acentuaba en la medida que ponía más pasión en conseguir lo que más me apetecía: mi propia estima.
En el colegio conseguí una aceptable reputación, pues al final si te haces la simpática, y no armas demasiados líos, lo único que queda son las notas. Y yo las tenía bastante buenas. No pienso que sea dueña de unas dotes deslumbrantes, pero sí que tengo la cualidad de saber sacarle partido a lo que tengo. Estudiaba mucho, pero sin orden ni constancia. Lo mío era el último momento, el “por los pelos”, y el haber comprendido a tiempo que en muchas ocasiones puedes vivir de las rentas de haber sido bien etiquetada.
Soñaba con ser la mejor arquitecto del mundo pero, cuando empecé la carrera, no dedicaba ni dos horas diarias al estudio. Gastaba el tiempo en dar rienda suelta a mi gran imaginación, que me exigía dibujar casas exóticas para famosos. Así que, después de aburrirme yo y luego mis padres con mis cosechas de calabazas, me conformé con hacer un curso por correspondencia de delineante. Estos cursos tenían la ventaja para mí de funcionar a mi aire, lo que me encantaba; pues me hacía sentirme más libre. Aunque había que entregar trabajos, poco a poco, y casi siempre “por los pelos”, fui superando las pruebas. Con lo que me convertí en una flamante profesional.
Con estos detalles queda bien dibujado mi carácter blando, blando, blando. Me disculpaba a mí misma diciendo: «A mí lo que me va es la práctica, pero eso de la teoría… », y así me fue. Porque ahora comprendo, ahora veo muy claro lo difícil que resulta lograr una buena práctica sin el fundamento de una excelente teoría.
Pues bien, yo no era mala. Ni robé, ni maté, pero era algo peor, era tibia. Ni sí, ni no. Ni frío ni caliente. Si algún domingo estaba con los amigos y me lo estaba pasando muy bien con los piropos de fulanito, y ya eran las ocho… y era la última Misa…, al principio sin previo aviso, salía corriendo y llegaba “por los pelos”, pero había cumplido…, luego —como eso no era vida—, la satisfacción del deber cumplido empezó a cansarme… y comencé a pensar de otro modo: la verdad, ¡por un domingo sin Misa!… Y aquella otra vez con otro amigo… sólo fue un beso… total…
Mi vida era siempre una huida hacia delante. Todo se resolvía en que no me pillen, en tener siempre preparada una buena coartada. Si un día tenía un buen motivo, otro día era otra razón; siempre las había.
La cochina soberbia me llevó a la ceguera. Necesitaba ser estimada, llamar la atención. No estaba hecha para ser una chica buena, de las del montón. Me espantaba convertirme en una marujona cargada de niños y siempre sumisa a su maridito, con el único consuelo de ir diciendo por ahí que “en mi casa mando yo”. Lo de pasar oculta, seguro que no se había escrito por mí. Si no podía ser una gran mujer, terminaría siendo… Sí, sentía orgullo de ser apetecida y poder acostarme con quien me diera la gana, como si por eso fuera más mujer, con más puntos que las demás y fuera más cotizada, más admirada.
Aunque creí que dominaba mis sentimientos y que estas aventuras no dejaban huella en mi corazón, un día me enamoré… Yo sabía que aquel hombre no me convenía. Y como ya tenía «motu proprio» mis malas inclinaciones, aquello fue como atarme una gran bola de hierro a la muñeca y tirarme al mar. Mi acompañante de aventuras, la soberbia, se encargó de poner un decorado adecuado. Y, por arte de magia, mi nueva situación dejó de parecerme algo horroroso. Pensaba que más valía estar mal acompañada que quedarme sola. La venda del orgullo me tapó los ojos y quedé ciega.
Estaba convencida de que en mi familia nadie me podría comprender; eran de otra época. Lo que son las cosas: la imaginación me convirtió en la persona valiente y coherente, y atribuyó a mis conocidos el papel de hipócritas y cobardes. ¡Qué sabían ellos de mi vida!, ni remotamente se lo imaginaban.
Nada contaba para mí. Cuando se empieza a rodar cuesta abajo, es dificilísimo parar. Ya, ni se ve, ni se oye, ni se entiende absolutamente nada que no sea otra cosa que el yo: lo que yo quiero, lo que yo no quiero, mi vida es sólo mía…
En mi familia no faltaban los problemas (y por cierto que los había, y los hay), pero ¡a mi qué me importaban! Yo hacía lo que me daba la gana, ¿por qué esos problemas tenían que estropear mis planes, mis diversiones? Siempre les contestaba: ¿por qué no me dejáis en paz? Ya es hora de que disfrute de la vida, y no pienso amargarme la vida porque en casa haya problemas, ¡faltaría más! Como tenía independencia económica estaba plenamente convencida de que no debía nada a nadie; a ver, ¿a quién? A pesar de ser experta en todo tipo de trampas, la pasión y la curiosidad me hicieron cometer un gravísimo error. Yo, que era tan crítica con mi familia, me había convertido en una crédula. A pesar de que tanta gente empezó a rasgarse las vestiduras con la comercialización de “la píldora del día después”, a mí el invento me cautivó. Lo vi super seguro. Como mis pasiones me habían convertido en una miedosa, pensé que era mi solución…
Una cita con él me cogió sin recursos. Me tranquilicé al recordar que, si había lío, siempre me quedaba la opción de la nueva píldora, que podría adquirir sin dificultad en una farmacia, pues tenía contactos y me había conseguido varias recetas, que siempre llevaba conmigo… Cuando desperté, él se había marchado al trabajo. Con horror descubrí que había cambiado de bolso y que no tenía allí las recetas. Me arreglé, desayuné y pedí un taxi. Ya en casa, con los nervios a flor de piel, empecé a buscar las recetas, pero no di con ellas. Pensé en las horas que me quedaban. Decidí serenarme. Me fui al trabajo y “por los pelos”, aunque tarde, llegué antes que mi jefe. El ahorrarme una nueva bronca me animó. Pensé que tenía encarrilada la situación.
Me inventé una excusa para salir a la calle y fui a buscarle a su trabajo. Cuando por fin le tuve delante, el miedo y los nervios me atragantaban las palabras… Él le quitó importancia a todo. Me dijo que le esperase un momento, que tenía a mano un amigo que podría ayudarnos. A los veinte minutos apareció con una nueva receta. Miré el reloj. ¡Las nueve de la noche! Sin despedirme, salí corriendo en busca de una farmacia. Al mostrar la receta y al ver mis nervios me atendieron sin hacer preguntas. Aunque me fastidió interpretar en el gesto del mancebo un cierto rictus de lástima hacia mí. Mientras salía de nuevo corriendo hacia casa se me escapó un ¡Malditos! Mientras pensaba: siempre aprovechándose de las pobres e indefensas mujeres.
Tomé la píldora… Y leí el prospecto tantas veces que me lo aprendí de memoria. No quería cometer ningún error fatal y quedar a los ojos de los demás, sobre todo de las demás, como una tonta.
Aunque lo hice todo bien, el caso es que me tocó la excepción y quedé embarazada, ¡¡yo!!, a los 29 años y sin ninguna posibilidad de rehacer mi vida con él. Él me aconsejó abortar. Sí, eso era lo más fácil, eso era lo que debía hacer. Pero no sólo él; también otras personas, que entonces consideraba amigas, me animaron a dar ese paso. Para convencerme, para que no «sufriera», me hablaban de la perfección de la técnica.
«Tu familia es muy conocida, muy considerada aquí; no puedes darles ese disgusto», me decían. Y continuaban: «Debes evitar el escándalo porque se te tiene por una “buena niña”. ¿Te das cuenta de que la vas a montar?». Cuando todo acabe, te alegrarás, total, nadie se entera, es cosa de poco y se acabó.
Intuí que alguien debía seguir rezando por mí, no sé con qué fundamento ni esperanza de lograr mi conversión. Al pensarlo, primero me sentí ofendida; luego, avergonzada de mi desnudez. Era como si alguien me conociese mejor que yo a mí misma y, que, sin haberme pedido permiso, se hubiera metido en mi vida. El caso es que, gracias a esa persona, el Señor me agarró fuerte de la mano. Aquella criatura, que ya estaba en mí, empezó a hacerme feliz desde sus primeros días de vida.
Repuesta del susto, por fin, me decidí a contactar con una amiga, una verdadera amiga que me aconsejó bien. No, yo no podía, no quería matar, no mataría, no.
Decidí hablar con el sacerdote que conocí durante el curso de acceso a la Universidad. Aunque era demasiado duro a veces, el recuerdo de su claridad me atraían. Además al recordar, no sé por qué, cómo tantas veces nos había sorprendido con su inocencia y su ternura, resolví que era el único hombre que conocía distinto a los demás. El único que me podía ayudar. Pregunté por él a mi amiga. Me dijo que le habían trasladado… Pero como, entre mis talentos está la tozudez… Y una vez decidida a una cosa, no había quien me venciese fácilmente… El caso es que di con él.
La verdad es que la cosa empezó mal. Al buen hombre no se le ocurrió otra cosa que recibirme preguntándome por qué había tardado tanto en volver… Después de lo que me costó encontrarlo, no tenía fuerzas para pelearme; además había decidido cambiar de táctica e intentar abandonar mi orgullo. Tras un minuto de silencio, que a mí se me hizo eterno y que mi sacerdote sufrió sin más, le respondí que había tardado tanto porque el orgullo es muy mal compañero de viaje. Una vez superado el primer momento, todo fue más fácil. También gracias a él, lo reconozco. Puse mi alma en paz y le pedí a Dios la fortaleza que a mí me faltaba para hablar con mis padres y contarles la verdad.
Así lo hice. Sufrí, sufrí mucho. Mentiría si dijese que todo fue un milagroso valle de rosas. Lloré, lloré muchos días y muchas noches, pero puedo asegurar que mis lágrimas no eran amargas porque eran lágrimas de arrepentimiento. ¡Perdón!, ¡perdón, Dios mío! Por cada minuto, por cada segundo de mi vida pasada; de todo corazón, ¡perdón, Señor! Y nació mi hija, y al bautizarla le llamé VICTORIA. Hoy Mariví es lo mejor del mundo que puede haberme dado Dios. Mis padres están «dichosos» con la nieta. Mis tres hermanos varones, más si cabe; y mi hermana monja, que la conoce por foto, ¡cómo la quiere! Quizá más que nadie, por ser la de la familia que está más cerca de Dios. Y yo… no sé cómo expresar lo que ahora siento. ¡Dios mío si llego a matarla! Mariví se salvó “por los pelos”, y “por los pelos” mi aparente gran fracaso se convirtió en mi mayor VICTORIA.