—No te dejaremos en paz hasta que no hagas lo que te mandamos.
Con esas palabras, el padre y la madre de Catalina trataban de obligarle a casarse con un buen partido de la ciudad y evitar que entregase su vida a Dios.
A Catalina se le rompía el corazón, pero sabía que debía obedecer a Dios por mucho que sus padres insistieran.
Su madre pensaba que Catalina manchaba la honra de la familia, pues eran conocidas sus penitencias y su dedicación a los leprosos.
Cuando murió Catalina, a la edad de 30 años, la ciudad entera salió a la calle para aclamarla. La gente, al ver el dolor de la madre comentaba: —¡Qué suerte tener una hija santa! Pero ella pedía perdón a Dios por no haber sabido entender y ayudar a su hija. Le faltó visión sobrenatural y amor a la libertad.