Con el viaje a Croacia que comenzó ayer y que finaliza el domingo, Juan Pablo II realiza su viaje número 100 fuera de Italia. En esos viajes ha visitado 145 países. Como hay algunos en los que ha estado varias veces -por ejemplo España, en cinco ocasiones-, en realidad, las visitas a países es de 210. El número total de kilómetros recorridos es de 1.157.721, sin contar sus 142 desplazamientos dentro de Italia.
No ha habido en la Historia de la Humanidad un líder público que haya viajado tanto. Tiene razón George F. Will, cuando dice que «en este principio de siglo secularizado, el hombre más popular (y más viajero) del mundo habla desde un altar». Dado que el número de católicos ha superado ya la cifra de los 1.000 millones de personas, podría pensarse que el Papa itinerante responde, con su tenaz viajar, a este 17,4% de la población mundial que mira hacia Roma buscando en él una orientación para sus problemas espirituales y morales.
Pero la verdad es que la geografía de las peregrinaciones papales no siempre coincide con los países de mayoría católica. Muchas veces parece que su andar por los caminos del mundo escruta más al futuro de una lejana evangelización que al presente. Un ejemplo es Asia. Es éste un continente especialmente difícil para el cristianismo, a diferencia de África, donde la acción misionera sólo encontró religiones tribales, no organizadas. La razón es que en Asia ha debido enfrentarse con grandes religiones, algunas de ellas anteriores al cristianismo y que con frecuencia se identifican con el poder político y con la cultura nacional: hinduismo, budismo, confucionismo, sintoísmo. En su viaje 63 a Filipinas, Juan Pablo II miraba al continente asiático con perspectiva de siglos al decir «que el tercer milenio de la era cristiana debía de ser el de la evangelización de Asia, así como el primero lo fue de Europa, y el segundo de América y África». Tal vez esto explique que a finales de agosto inicie otro viaje a Asia, con Mongolia como destino, que tiene una ínfima cantidad de católicos; o que recientemente haya visitado Azerbaiyán (que tiene sólo 200 católicos).
Por otra parte, la planificación de los viajes de Juan Pablo II no se realiza con la prudencia con la que los líderes políticos planean los suyos. Fijémonos en el ejemplo del presidente de EEUU que más veces ha viajado a África. La gira de 12 días de Clinton por seis países del África subsahariana fue, en su momento, y desde que Carter estuviera allí en 1978, la primera que un presidente estadounidense hacía al continente más necesitado del Tercer Mundo. Tres veces el tiempo que todos sus antecesores juntos dedicaron al continente más necesitado en materia de derechos humanos. En cambio, desde su elección ese mismo año, Juan Pablo II ha viajado trece veces a África, visitando 40 de sus 52 países.
Una mañana de enero de 1980, un niño de 11 años preguntó a Juan Pablo II en una parroquia romana: «Santo Padre, ¿por qué está siempre viajando por el mundo?» Esta inocente pregunta, en realidad, apunta a algunas perplejidades que en los adultos plantea este Papa peregrino: ¿por qué este viaje aquí y ahora?; ¿valía la pena recorrer tantos kilómetros para estar aquí sólo un día?; ¿no es Roma mejor sitio para un Papa enfermo y anciano, que un desierto africano, una altiplanicie americana o una multitud enfervorizada de jóvenes en un aeródromo militar? Y, sobre todo, ¿qué rastro dejará esta visita después de la marcha del Papa? La respuesta de Juan Pablo II al niño romano fue rápida: «El Papa viaja tanto, porque no todo el mundo está aquí (en Roma)». Es decir, como apostilla un estrecho colaborador del Papa: «No todos los problemas del mundo están configurados por los parámetros culturales, intelectuales y morales que aquí existen». De ahí que «si no todo el mundo está aquí» -parece dar a entender Juan Pablo II- «haré lo posible para que el Papa esté cerca de todo el mundo, es decir, viajaré para estar con cada uno». Esto explica la sensación de cercanía que los asistentes a los encuentros con el Papa suelen tener, por encima de la lejanía física o la fugacidad de su paso en el vehículo papal. Si «la causa de Dios es la causa del hombre» -como suele repetir-, no es extraño que, también en sus viajes, sea el diálogo la gran arma de Juan Pablo II.
Su optimismo antropológico explica que en los grandes conflictos de la Humanidad insista en la negociación y el diálogo. El ejemplo de las dos guerras del Golfo y su oposición a los conflictos bélicos demuestra que el Papa es un hombre al que nada parece detener en su obstinación de cumplir hasta el final su misión, y de ayudar a los conflictos por el diálogo y la negociación. Como dice Le Monde «ninguna consideración, ni médica ni política, parece retener a un Papa más dispuesto que nunca a acudir allí donde su presencia es deseada».
Pero ¿qué queda de cada viaje del Papa? Esta misma pregunta le hice a un cercano colaborador del Santo Padre hace unos días. Su punto de vista es que, por un lado, está lo que Juan Pablo II hace y dice. Por otro, lo que con su presencia sucede en cada lugar, es decir, lo que mi interlocutor llamaba «el programa exclusivo de Dios». Un ejemplo. En Kisangani, junto a la orilla del río Congo, en una noche de un calor sofocante y al final de una jornada agotadora, esa persona preguntó a un joven misionero al que la malaria, el trabajo y las dificultades materiales conferían la apariencia de un anciano: «¿ Valía la pena que viniera el Papa aquí unas horas? ¿Qué quedará cuando vuelva a Roma?». «No puedo hacer un balance -respondió el interlocutor- de cuánto Dios quiera hacer aquí. Pero aunque sólo quedara el bien que ha hecho a mi alma estar con el Papa, quedaría justificado su viaje hasta Kisangani».
Hay otras cosas que tampoco se ven inicialmente. Un tribunal de Missouri había condenado a muerte a Darrell Mease. La ejecución de la sentencia se retrasó al 10 de febrero de 1999, para evitar la coincidencia con la visita del papa a San Luis. El Papa no aludió públicamente a este asunto. Sin embargo, cuando Juan Pablo II saludó al gobernador del Estado, que no es católico, le susurró que tuviera clemencia. Cuando el Papa estaba de regreso a Roma, el gobernador comunicó a la prensa el indulto.
Mientras hace 30 años todavía se pensaba poder pronosticar el fin de la religión y el inicio de una era totalmente profana, hoy se comprueba en todas partes un nuevo impulso religioso, una apertura hacia la religión. Los viajes de Juan Pablo II ¿son causa o efecto de este renacer religioso? Pienso que ambas cosas a la vez. De otro modo no se explica que haya sido el único Papa que por dos veces se ha presentado a la comunidad internacional ante la Asamblea General de las Naciones Unidas. El primero en ser recibido en la Casa Blanca, en el Parlamento Europeo, en la Catedral de Canterbury o en la UNESCO. Acaba de recibir el doctorado Honoris Causa por la Universidad más grande de Europa. Visitó la Sinagoga de Roma y la Mezquita de Damasco. Ha estado en cárceles, leproserías e instituciones para incurables del SIDA. Desde el monte Nebo, el Papa ha podido contemplar la tierra prometida «con los ojos de Moisés». Por dos veces ha sido acogido en el estadio Maracaná de Río, en el Santiago Bernabéu o en el Nou Camp. Y siempre su presencia y sus palabras han movido multitudes atentas. Piénsese que las mayores concentraciones de jóvenes que se han producido en Oriente y Occidente han tenido como protagonista al Papa: Roma (agosto 2000), con 2 millones y medio de jóvenes, y Manila, (enero 1995) con cuatro millones. Por lo demás, es notable su capacidad de estar sin herir. Es sabido, por ejemplo, que al descender del avión suele besar la tierra a la que viaja.En 1989, con ocasión del viaje a Dili (Timor Oriental), colonia portuguesa ocupada por Indonesia, se planteó un dilema del que sus acompañantes no sabían cómo salir. Si besaba la tierra era reconocer la independencia, si no la besaba era admitir la invasión, con fuerte desilusión para la población local. Besó un crucifijo extendido sobre la tierra.
Cuando se le insiste en que baje el ritmo de trabajo y de viajes y que descanse algo más, suele contestar con buen humor: «Ya descansaré en la Vida Eterna». Es consciente de que el tiempo que le queda es poco. De ahí su deseo de aprovecharlo al máximo. Hace unos días decía: «Cada vez me doy más cuenta de que se acerca el momento en el que tendré que presentarme ante Dios». Y añade: «El don de la vida es demasiado precioso para que nos cansemos de él». Tal vez por eso últimamente suele recordar la leyenda que, cuando era niño, veía en un reloj de sol de la vieja calle Koscielna en que vivía: «El tiempo se va, la eternidad espera».He aquí otra posible explicación de porqué viaja tanto el Santo Padre.