El corazón humano
es un instrumento
de muchas cuerdas;
el perfecto conocedor
de los hombres las
sabe hacer vibrar todas,
como un buen músico.
Charles Dickens Capacidad de establecer contacto personal «Yo veía –me contaba con cara seria David, un chico de quince años, refiriéndose a uno de sus profesores– que aquel hombre lo pasaba realmente mal en nuestra clase.
»Y entonces me acordé de que ese profesor nuestro tendría mujer, y seguramente hijos. Y pensé en ellos, en que probablemente le estarían esperando esa noche para cenar, y le llamarían de tú, y le darían un beso al llegar a casa. Tenían este padre grandote y cansado, digno de todo cariño, al que nosotros estábamos impacientando y despreciando con aquel barullo.» Según le iba escuchando, pensaba en la notable capacidad que tenía David para observar y reconocer los sentimientos de otros. Aquel chico, a quien ya conocía de tiempo atrás, tenía un sorprendente talento para comprender lo que sucedía en el interior de las personas, y eso le hacía ser muy sociable. Era de esas personas con las que resulta agradable estar porque su destreza emocional hace a cualquiera sentirse bien a su lado.
Y pensaba en que las personas que son así tienen una valía especial, pues pueden influir muy positivamente en los demás. Son aquellos a quienes todos se dirigen cuando necesitan un consejo, unas palabras de consuelo o un rato de conversación. Era evidente que David lograba establecer enseguida un contacto personal con cualquiera. ¿A qué se debía? No resultaba fácil saberlo, pues era algo muy sutil, un conjunto de cualidades un tanto misteriosas, que se manifestaban en su forma de saludar, en el tono de voz que empleaba, en el modo de interesarse por un detalle personal, en una mirada que despierta un sentimiento de cercanía y de conexión, que hace al interlocutor sentirse bienvenido y valorado. Pero, sobre todo, David reconocía muy bien cómo se sentían las personas.
—¿Y cómo se desarrolla esa capacidad? Desarrollando la capacidad de observación, y siendo capaces asociar esos sentimientos que vemos en los demás a unos determinados gestos, comentarios, expresiones faciales, tonos de voz, tipos de reacciones, etc., que también observamos simultáneamente en ellos.
—Pero eso suena un poco a obsesión psicológica por catalogar a la gente, ¿no? No se trata de eso. Puede y debe ser algo muy natural. Por ejemplo, hay personas que parecen no tener apenas capacidad para darse cuenta de si su cónyuge, su hijo, su padre, su compañero, su vecino, o quien sea, tienen buena o mala cara. ¿Por qué? Porque quizá nunca se fijan en la cara que los otros ponen, o porque van un poco a lo suyo, o no se les ocurre prestar atención a eso.
Cuando se pone un poco de interés, pronto se distingue con claridad que la cara que trae hoy es la de disgusto (o de alegría radiante). O que esa sonrisa forzada indica sutilmente que no le ha hecho ninguna gracia la broma que le han hecho. O vemos que ha torcido el labio como hace siempre que empieza a enfadarse. O que esas ojeras y la palidez de la cara revelan una larga noche de insomnio. O que ese otro silencio, o esa significativa ausencia, indican una determinada situación de crisis interior.
Es preciso aprender a interpretar los rostros. Nuestra cara y nuestros ojos reflejan misteriosamente nuestro estado interior, y almacenan una enorme carga de información, de innumerables sentimientos y motivaciones. A medida que avancemos en ese aprendizaje emocional, cada vez lograremos interpretar mejor los sentimientos que embargan a una persona, e iremos sabiendo mejor cómo comportarnos ante ella, e incluso cómo prever esos sentimientos. Esto último es especialmente importante, pues podremos saber con bastante exactitud, por ejemplo, cuándo una persona está a punto de enfadarse, o, mejor, qué es lo que le puede molestar, y qué es lo que le puede alegrar o tranquilizar.
En cambio, las personas que desarrollan poco esa habilidad para captar y transmitir emociones suelen tener problemas, pues despiertan fácilmente la incomodidad de los demás. Y lo más doloroso para ellas es que –precisamente por su incapacidad para reconocer los sentimientos de los demás– no logran entender bien por qué los otros se molestan.
Por ejemplo, saber ajustar el tono emocional de una conversación es una habilidad extraordinariamente importante en las relaciones humanas, y muestra de un control inteligente y profundo de la propia vida emocional. Es una habilidad que algunos poseen en alto grado de modo innato (igual que otros nacen más dotados para determinados deportes, o para el ritmo musical, o para actuar en público), pero está claro que son habilidades que cualquiera puede desarrollar poco a poco, con esfuerzo, motivación y tiempo.
Las personas más dotadas para las relaciones humanas son aquéllas que observan los sentimientos de los demás, saben reconocerlos, saben preverlos y saben estimularlos positivamente.
Talento social Es la hora del recreo en la guardería y un grupo de niños está corriendo por el patio. Varios tropiezan, y uno de ellos se hace daño en una rodilla y comienza a llorar. Todos los demás siguen con sus juegos, sin prestarle atención…, excepto Roger.
Roger se detiene junto al chico que ha caído, le observa, espera a que se calme un poco, y después se agacha, frota con la mano su propia rodilla y comenta, con un tono comprensivo y conciliador: «¡vaya, yo también me he hecho daño!».
Esta escena es observada por un equipo investigador que dirigen Tomas Hatch y Howard Gardner, en una escuela norteamericana.
Al parecer, Roger tiene una extraordinaria habilidad para reconocer los sentimientos de sus compañeros de guardería y para establecer un contacto rápido y amable con ellos. Fue el único que se dio cuenta del sufrimiento de su compañero, y también fue el único que trató de consolarle, aunque sólo pudiera ofrecerle su propio dolor: un gesto que denota una habilidad especial para las relaciones humanas y que, en el caso de un preescolar, augura la presencia de un prometedor conjunto de talentos que irán floreciendo a lo largo de su vida.
Al término de su estudio sobre el comportamiento infantil en la escuela, estos investigadores propusieron una clasificación de las habilidades que reflejan el talento social de una persona:
El conjunto de esas habilidades –que, insistimos, son al tiempo innatas y adquiridas– constituye la materia prima de la inteligencia interpersonal, y es el ingrediente fundamental del encanto, del éxito social y del carisma personal.
Como ha señalado Daniel Goleman, esas personas socialmente inteligentes saben controlar la expresión de sus emociones, conectan más fácilmente con los demás, captan enseguida sus reacciones y sentimientos, y gracias a eso pueden reconducir o resolver los conflictos que aparecen siempre en cualquier interacción humana. Muchos son también líderes naturales, que saben expresar los sentimientos colectivos latentes y guiar a un grupo hacia el logro de sus objetivos. Son, en cualquier caso, el tipo de personas con quienes resulta agradable estar porque hacen siempre aportaciones constructivas y transmiten buen humor y sentido positivo.
—Pero habrá personas con gran éxito social, muy populares, pero que están insatisfechas por dentro, supongo.
Sin duda, pues las habilidades sociales no deben ser un fin en sí mismas, sino un medio para hacer el bien, a uno mismo y a los demás. Si una persona busca ese éxito en sus relaciones humanas quebrantando los valores morales o traicionando sus principios, podrá ser un experto en causar buena impresión (en expresión de Mark Snyder, será un auténtico camaleón social), pero fracasará rotundamente en su vida personal.
Algunas personas caen en ese error como consecuencia de un deseo excesivo –a veces patológico– de ser querido y apreciado por todos. Ese deseo les lleva a aparentar de continuo lo que no son, y, en esa enfermiza carrera por ganarse el afecto de los demás, caen en una especie de mercantilismo emocional. Son personas que pueden llegar a tener una imagen excelente, pero unas relaciones personales muy inestables y poco gratificantes.
Aprender a situarse Hay personas cuya torpeza en sus relaciones humanas proviene, simplemente, de haber recibido una escasa educación en todo lo referente a las normas de comportamiento social. Cuando advierten esas carencias, puede invadirles un considerable miedo a no saber manejarse con soltura o a cometer errores que les parecen extraordinariamente ridículos.
—¿Y no será que esas personas son por naturaleza más torpes para aprender las normas de buena convivencia, aunque se las hayan enseñado? Muchas veces serán las dos cosas, y se potenciarán la una a la otra. La falta innata de habilidades sociales suele generar una cierta ansiedad en quien la padece, al advertir su propia torpeza, y eso dificulta su capacidad de aprender. En cualquier caso, la única solución asequible es esforzarse por cultivar cuestiones básicas para la buena convivencia diaria. Por ejemplo, aprender a:
Se trata de reconocer los mensajes emocionales que emiten los demás, y también de acertar en los que emitimos nosotros. Ambas sensibilidades suelen estar muy relacionadas, y ambas son muy importantes. A veces, por ejemplo, una simple expresión facial inoportuna o desafortunada, o un comentario o un tono de voz que se interprete de forma negativa, pueden hacer que los demás reaccionen de forma distinta a lo que esperábamos, y nos sentiremos frustrados ante esos efectos indeseados de nuestro comportamiento. Por eso resulta decisivo aprender a situarse en relación a cada persona, sabiendo que cada uno puede tener una forma de ser muy distinta a la nuestra.
No basta con tratar a los demás como queremos que nos traten a nosotros, hay que tratarles como querríamos que nos trataran si fuéramos como ellos.
Un ejemplo es lo que sucede con la idiosincrasia de cada país o región, o con el estilo propio de cada ambiente social o tipo de personas. Hay modos de decir o de tratarse que en un lugar pueden resultar muy normales, pero en otros resultan chocantes. En unos ambientes, por ejemplo, es habitual tratarse enseguida con mucha confianza, pero en otros lo normal es ir más despacio; y lo que en unos sitios puede ser una muestra de franqueza, en otros puede parecer agresivo o provocador.
También hay que tener presente que la gente de determinados ambientes o lugares suele ser más sensible, y tratarse entre sí con mucha delicadeza, empleando un tono más apacible, y diciéndose las cosas de modo menos directo. Si alguien ajeno no actúa así, aparecerá ante ellos como una persona seca y cortante. En cambio, en otras circunstancias, esa actitud resultaría extraña, o podría interpretarse incluso como de falta de confianza o de carácter.
Es de vital importancia hacerse cargo de cómo es y cómo está quien tenemos delante.
Necesidad de ser aceptado El miedo a no ser aceptado es uno de los principales factores que retraen a un niño a la hora de aproximarse a un grupo de compañeros de clase que están enfrascados en un juego. Se trata de una inquietud que produce un cierto grado de ansiedad, que habitualmente potencia la falta de habilidades sociales del chico y aumenta el riesgo de que actúe con torpeza cuando se acerque al grupo –si finalmente se atreve– e intente incorporarse a él aparentando una total naturalidad.
Es ése un momento crítico, en el que la falta de soltura y de habilidad social puede hacerse patente con toda su crudeza. Como apunta Daniel Goleman, resulta ilustrativo y al tiempo doloroso ver cómo un niño da vueltas en torno a un grupo de compañeros que están jugando y que no le permiten participar. Además, los niños pequeños suelen ser cruelmente sinceros en los juicios que llevan implícitos tales rechazos.
La ansiedad que siente el niño rechazado, o que teme ser rechazado, no es muy distinta de la que experimenta el adolescente que se encuentra aislado en medio de una conversación de un grupo de amigos, y no sabe bien cómo o cuándo intervenir. O la de quien está en una fiesta, o en una discoteca, pero quizá sufre una profunda soledad, pese a estar rodeado de quienes parecen ser sus amigos íntimos. O la que siente un adulto en una comida o una reunión en la que no logra situarse y entablar una conversación fluida con nadie.
Volviendo a nuestro ejemplo, si observamos cómo actúa un niño que sabe manejarse bien, veremos que quizá el recién llegado comienza analizando durante un tiempo qué es lo que ocurre, antes de poner en marcha una estrategia de aproximación. Su éxito depende de su capacidad para comprender el marco de referencia del grupo y saber qué cosas serán aceptadas y cuáles estarían fuera de lugar.
Un error muy habitual en los niños más torpes –igual que sucede con los mayores– es que pretenden tomar protagonismo demasiado pronto: enseguida dan sus opiniones o muestran su desacuerdo, cuando aún no han sido suficientemente aceptados por el grupo, y entonces son rechazados o ignorados.
En otros casos, el problema es que se enfadan cuando pierden, o se jactan y humillan a los demás cuando ganan, y con esa actitud se ganan igualmente el rechazo de los demás.
Los que son más hábiles, en cambio, observan antes al grupo, para comprender bien lo que está ocurriendo, y luego hacen algo para facilitar su aceptación, y esperan a que se confirme esa aceptación antes de dar sus opiniones o proponer un plan. Si quieren expresar sus ideas o sus preferencias, procuran que los demás expresen antes las suyas: así, al tantear y tener en cuenta los deseos de los demás, les resulta más fácil no perder la conexión con ellos.
Esas personas procuran comportarse de modo amistoso y simpático; saben encontrar soluciones alternativas en los momentos de conflicto (en vez de pelearse o automarginarse); se esfuerzan por mostrarse abiertos y comunicativos; escuchan y observan a los otros para averiguar cómo se sienten; saben decir algo agradable cuando los demás hacen algo bien; brindan con facilidad su colaboración y su ayuda; etc.
En cambio, quienes tienen menos discernimiento emocional no saben cómo deben actuar para que se les considere una compañía agradable y los demás estén a gusto con ellos. Y el niño que fracasa en sus relaciones sociales –en el aula o en otros ámbitos– sufre de una manera que a muchos adultos les resulta difícil comprender (o recordar).
Pero la cuestión clave, además, no es ese sufrimiento infantil (o al menos no es sólo eso), sino el riesgo de que esa frustración reduzca seriamente sus posibilidades futuras en cuanto a las relaciones humanas y condicione negativamente el desarrollo de su estilo sentimental. En el crisol de las amistades infantiles y en el bullicio del juego es donde se forjan las primeras habilidades emocionales que van definiendo el propio estilo sentimental.
Todo lo que la educación pueda hacer para fomentar el talento social de los niños resultará de indudable trascendencia de cara a su futuro.
Como afirma el psicoanalista Harry Stack Sullivan, el primer trato con los mejores amigos del mismo sexo es lo que mejor enseña en la infancia a navegar con soltura en el mundo de las relaciones humanas, a dirimir nuestras diferencias y a compartir nuestros sentimientos más profundos. Los niños que son o se sienten rechazados disponen de muchas menos ocasiones para entablar amistades en los años escolares, y pierden así una oportunidad crucial para su desarrollo emocional. En este sentido, tener amigos –aunque al principio sólo sea uno e incluso aunque esa amistad no sea muy sólida–, puede suponer para esos chicos un punto de inflexión en su educación sentimental. Una razón más para que los padres faciliten a sus hijos la posibilidad de hacer buenos amigos en ambientes adecuados.