Alfonso Aguiló, “Reacciones inteligentes”, Hacer Familia nº 115, 1.IX.2003

Un día, el burro de un aldeano se cayó a un pozo. El pobre animal estuvo rebuznando con amargura durante horas, mientras su dueño buscaba inútilmente una solución. Pasaron un par de días, y al final, desesperado el hombre al no encontrar remedio para aquella desgracia, pensó que como el pozo estaba casi seco, y el burro era ya muy viejo, realmente no valía la pena sacarlo, sino que era mejor enterrarlo allí. Pidió a unos vecinos que vinieran a ayudarle. Cada uno agarró una pala y empezaron a echar tierra al pozo, en medio de una gran desolación. El burro advirtió enseguida lo que estaba pasando y rebuznó entonces con mayor amargura.

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Juan Manuel de Prada, “El Papa y la monja”, ABC, 15.IX.2003

Entrevistaba ayer en «Los Domingos de ABC» Álvaro Ybarra a Sor Brígida, una monja carmelita que hace veintiséis años viajó a Malawi, siguiendo el llamado de su vocación. Sor Brígida era entonces una joven que acababa de consagrars a Cristo; y entendió que el mejor modo de demostrar a su Esposo su amor incondicional consistía en entregarse sin reticencias a sus criaturas más dolientes. Hay un pasaje evangélico en el que se nos recuerda que Dios habita en el hambriento, en el sediento, en el desnudo, en el peregrino, en el preso; Sor Brígida acató esta misión inabarcable y decidió sacrificarse por amor a los hombres que sufren, que es la forma más divina de amor. Durante años, trabajó en pleno corazón de la selva, en un hospital alejado de la civilización, sin luz ni agua corriente. Luego, cuando el sida empezó a diezmar el país, se trasladó a otro hospital donde se hacinaban los enfermos desahuciados. Sin dinero ni medicinas con que hacer frente a la enfermedad, Sor Brígida se dedica desde entonces a hacer más llevadera la agonía de quienes tienen los días contados, velando sus noches que quizá nunca vean la salida del sol. Allá donde la medicina no ofrece esperanzas, Sor Brígida ofrece otra esperanza más eficaz y consoladora, que es la que proporciona saber que existe una persona a nuestra vera dispuesta a entregar hasta su último hálito por nuestra salvación. Imagino a Sor Brígida cincuentona y enjuta, trabajada por las arrugas y expoliada por el cansancio; la belleza de la juventud habrá desertado de sus facciones, pero la sostiene una gasolina espiritual que la convierte en la mujer más hermosa del mundo a los ojos de sus enfermos, cuando se acerca a su lecho y los arrulla con voz balsámica y les borra la fiebre con un beso y les tiende una mano para ayudarlos a ascender su calvario, para morir con ellos -carne de su carne-, un día tras otro.

Mientras Sor Brígida alumbra las tinieblas de la muerte en un hospital de Malawi, un viejo viejísimo recorre Eslovaquia. El polvo del camino ha cegado su voz; las muchas leguas han desgastado sus sandalias, hasta dejarlo tullido. Podría refugiar su decrepitud en la molicie de un palacio vaticano, pero entiende que la misión que le ha sido confiada exige apurar hasta las heces el cáliz del dolor, convertir sus achaques en una eucaristía que alivie y reconforte a los de quebrantado corazón. En su Polonia natal, el Papa Wojtyla saboreó las hieles de la vesania nazi y la brutalidad comunista; es un hombre curtido en el dolor, que ha visto morir a sus compatriotas inmolados en las hogueras de las ideologías represoras. Ahora, en su vejez, quiere consumirse en la propagación de un mensaje liberador; como a Sor Brígida, lo empuja una gasolina espiritual que se sobrepone a los quebrantos de la carne. Y, así, su sufrimiento cada vez más lacerante se convierte en testimonio: al tomar sobre sus hombros la cruz que lo extenúa, el Papa Wojtyla nos demuestra que existe dentro de nosotros un yacimiento de inexpugnable entereza que vence la fragilidad de nuestra envoltura mortal. La época que nos ha tocado vivir prefiere que sepultemos ese yacimiento, porque sabe que así podrá mantenernos encerrados en una cárcel de hedonismo; pero ante la visión de ese viejo viejísimo que no vacila en calcinar su vida para extender su mensaje de liberación, algo se remueve dentro de nosotros. Es como si la gasolina que sostiene en pie a Sor Brígida y empuja al Papa Wojtyla por los arrabales del atlas nos incendiase también a nosotros, invitándonos a despojarnos de las vestiduras del hombre viejo.

Nietzsche desdeñaba el cristianismo, por considerarlo una religión de débiles. No entendía que en esa debilidad sufriente reside su fuerza.

Felipe-José de Vicente Algueró, “Escuela confesional, laica, neutra…”, Cátedra Nova, n. 18, 2003

Una contribución al debate sobre la enseñanza de la religión en la escuela en EspañaEl nuevo gobierno socialista español se propone paralizar la reforma educativa aprobada por su predecesor del Partido Popular, que entre otras cosas instauraba una asignatura común de religión, con dos versiones: una confesional y otra no confesional, a elección de los alumnos. La fórmula es semejante a la que existe o se plantea en otros países, pero desde el principio fue muy combatida por algunos sectores. El catedrático de Instituto Felipe-José de Vicente Algueró examina en el siguiente artículo los argumentos empleados contra la clase de religión.

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Juan Manuel de Prada, “Europa, descaradamente mercantil”, ABC, 8.IX.2003

Me molesta escribir sobre aquellas cosas en las que no creo. Siempre he mirado con desconfianza o escepticismo esa entelequia denominada Unión Europea, que no es sino una alianza descaradamente mercantil, indiferente a cualquier signo de identidad cultural. Mi europasotismo, que quizá en sus orígenes tuviese algo de irracional, se ha abastecido de razones durante los últimos años, ante el espectáculo de desmelenada división ofrecido por los Estados miembros, tan atentos a la satisfacción del provecho propio y tan displicentes o remolones en la búsqueda del interés común. Los españoles ya pudimos comprobar durante la pintoresca crisis de Perejil el apoyo que hallaríamos en nuestros socios europeos cuando se presenten asuntos más graves. De modo que la promulgación de esa tan cacareada Constitución Europea, que nace con vocación de papel mojado, me importa un comino. Y hasta contemplo con simpatía que sus redactores se resistan a mencionar en su preámbulo las raíces cristianas que hermanan a los europeos, pues me disgusta que los mercaderes se instalen en el templo.

Dicho esto, la pretensión de configurar una identidad europea sin alusión al cristianismo resulta tan grotesca que ni siquiera merece comentario. No hace falta albergar conocimientos enciclopédicos para saber que los tres pilares sobre los que se sustenta la cultura europea son la filosofía griega, el derecho romano y la religión cristiana. Tampoco hace falta ser ninguna lumbrera para entender que la pervivencia de los dos primeros se debe a que el cristianismo decidió adoptarlos como propios. Frente a esta estrategia asimiladora se sitúa la actitud de otra religión que se extendió por las regiones profundamente romanizadas del norte de África: mientras el Islam -salvo algunas corrientes heterodoxas- se empleó con denuedo en el exterminio de la herencia grecolatina, la Europa cristiana se preocupó de mantener su vigencia. Aristóteles y Virgilio llegan hasta nosotros porque el cristianismo quiso preservarlos, imitarlos y venerarlos; Santo Tomás de Aquino o Dante no serían explicables sin esta cuidadosa conservación del legado pagano. Y a este inabarcable legado cultural, erigido sobre cimientos previos, aportó el cristianismo un nuevo código moral fundado sobre el misterio de un Dios que se hermana con el sufrimiento humano. Presentar las conquistas jurídicas y sociales que hoy rigen el funcionamiento de los Estados europeos como si el humanismo cristiano no las hubiese influido constituye un ejercicio de cinismo o ignorancia insoportable. El principal motivo de fricción del cristianismo con el Imperio Romano no fue la intromisión de una nueva divinidad (para entonces, Roma era una entelequia sin Dios que admitía un batiburrillo de cultos religiosos), sino la novedosa consideración del hombre como criatura sobre la que no podía ejercerse esclavitud, porque más allá de su condición de ciudadano estaba la condición de hijo de Dios.

En su coyunda con el poder terrenal, el cristianismo cometió muchos y abominables errores. Pero no es la repulsa de esos errores pasados lo que impulsa a los redactores de esa Constitución Europea a silenciar el legado cristiano, sino la negación presuntuosa de un acervo cultural y moral que les resulta incómodo, porque desborda la insignificancia de sus pretensiones. Una Europa extirpada del cristianismo resulta ininteligible, pero a la vez mucho más cómoda y practicable para los cambalaches de los mercaderes. Así que, mientras ellos redactan sus papelitos mojados, yo me quedo en casa leyendo «La Divina Comedia», que para mí es la verdadera Constitución Europea.