Alfonso Aguiló, “Afán de aprender”, Hacer Familia nº 34, 1.XII.1996

Como ha escrito José Antonio Marina, nunca podemos estar seguros de lo que otra persona ve. Aunque sigamos con atención su mirada, no podemos adivinar el paisaje que está viendo. Coincidimos con él en el nivel básico, por supuesto. Ambos podemos estar viendo aparentemente lo mismo, pero ignoramos el nivel donde está instalada la percepción del otro. Un mismo campo no es el mismo, por ejemplo, para la mirada de un pintor y para la de una persona que va de caza. Cada uno recibe percepciones distintas. No es sólo que vean las mismas cosas y luego las interpreten de modo diferente, sino que la percepción de cada uno es filtrada por el valor y el significado que eso tiene para él. Un ejemplo claro es el lenguaje escrito: nos cuesta mucho mirar un texto sin leerlo; si entendemos esa lengua, no vemos unos extraños garabatos, sino que la mirada inteligente se resiste a detenerse en esos signos, y va más allá: no ve, sino que lee, recibe inevitablemente una percepción elaborada, y su atención se desplaza según el significado de lo que va viendo.

Los hombres, en la vida diaria, sometemos a la realidad a un interrogatorio continuo, y de la sagacidad de nuestras preguntas dependerá el interés de sus respuestas y nuestras posibilidades de enriquecernos con ellas.

Al hombre con afán de aprender le sucede lo mismo que al niño, que cada vez es más exigente a la hora de aceptar una respuesta. El niño repite una y otra vez las mismas preguntas: ¿qué es esto?, ¿por qué es como es?, ¿qué hace?, ¿por qué hace lo que hace?, etc., pero no siempre le valen las mismas respuestas. Según unos estudios de Branderburg y Boyd, los niños entre cuatro y ocho años formulan en un diálogo normal un promedio de 33 preguntas por hora (sin duda un buen estímulo para la inteligencia familiar, y a veces casi una tortura). Además, una misma pregunta no significará lo mismo en los diversos momentos de su vida. Hay una etapa en que la pregunta ¿qué es esto? queda contestada con el nombre de la cosa. Más adelante, sin embargo, habrá que dar más explicaciones, porque el niño espera más, necesita más, y volverá a hacer las mismas preguntas, pero entonces el interrogante que ha de ser satisfecho por la respuesta será mucho más profundo.

A través de su observación, su reflexión y sus preguntas, el hombre aprende desde muy niño a mirar y entender el mundo que le rodea. Es sorprendente, por ejemplo, la habilidad con la que ya un bebé de dos meses sigue la mirada de su madre para ver lo que ella ve. Hay un claro interés, desde los primeros meses de vida, por aprender, por preguntar, por apropiarse del mundo de los otros.

Quizá por eso uno de los más eficaces empeños educativos es enseñar a preguntar, enseñar a formular posibilidades de llenar esos huecos que la naturaleza abre en el interior de las personas y que reclaman ser colmados. La insensibilidad, la incapacidad de relacionarse con lo que es un poco profundo, es una de las más amargas fuentes de infelicidad, porque niega a las personas todo asomo de verdadera singularidad, porque dilapida toda una fortuna de posibilidades que se nos presentan de continuo a cada uno. Las personas insensibles afirman que todo eso les da igual, que están bien como están, pero cuando un día despierten y lo comprendan, y vean lo que han perdido, se lamentarán con verdadero pesar.

Sería una pena que el transcurso de los años acabara con ese natural y espontáneo deseo infantil de aprender. Todo hombre debiera esforzarse en mantener de por vida ese noble y fecundo deseo de enriquecerse con las aportaciones de los demás. Un deseo que nos lleva a no conformarnos con explicaciones que hace un tiempo quizá sí nos parecían suficientes. Un deseo que nos impide perder la capacidad de maravillarnos, que nos aleja del peligro de volvernos conformistas e insensibles. Un deseo que nos impulsa a profundizar en las cosas, que exige mejorar nuestra sensibilidad, nuestra capacidad de discernimiento. A lo mejor pensamos que esa capacidad apenas puede crecer ya en nosotros, pero quizá no sea así. Podemos aprender a discernir mejor. Podemos enriquecer nuestros esquemas perceptivos. Podemos ganar en sensibilidad. Debemos.

 

Alfonso Aguiló, índice artículos “El carácter”