Alfonso Aguiló, “Educar en la fe”, Revista Palabra, nº 468, IV.2003

Un testimonio de vida

La educación de la fe no es mera enseñanza, sino transmisión de un mensaje de vida. En todas las familias cristianas se sabe, por experiencia, qué buenos resultados da la coherencia de una iniciación a la fe en el calor del hogar. El niño aprende así a colocar a Dios entre sus primeros y más fundamentales afectos. Aprende a rezar, siguiendo el ejemplo de sus padres, que logran así transmitir a su hijo una fe profunda, que prende con facilidad en él cuando la contempla hecha vida sincera en sus padres.

Los niños tienen necesidad de aprender y de ver que sus padres se aman, que respetan a Dios, que saben explicar las primeras verdades de la fe, que saben exponer el contenido de la fe cristiana en la perseverancia de una vida de todos los días construida según el Evangelio. Ese testimonio es fundamental. La palabra de Dios es eficaz en sí misma, pero adquiere una fuerza mucho mayor cuando se encarna en la persona que la anuncia, y eso vale de manera particular para los niños, que apenas distinguen entre la verdad anunciada y la vida de quien la anuncia. Como ha escrito Juan Pablo II, “para el niño apenas hay distinción entre la madre que reza y la oración; más aún, la oración tiene valor especial porque reza la madre”.

Por eso lo primero es demostrar, con el modo de hablar de lo sobrenatural, que la fe es fuente de alegría, de dicha y de entusiasmo. Sería muy negativo tener un aire hastiado y desagradable cuando se habla de Dios. La actitud al recitar unas oraciones, el modo de hacer la señal de la cruz, el respeto y recogimiento al acercarse a comulgar, son detalles que tienen más influencia sobre los hijos que los más encendidos discursos. Se educa en la fe a los hijos en todo momento, no sólo cuando se habla de ello.

Educar en la fe no es dar sabias lecciones teóricas. No son clases magistrales. Mejor, es como una clase práctica que empieza cuando el chico o la chica aún no sabe casi andar, y que no termina nunca. Por ejemplo, si un hijo viera que sus padres van a lo tuyo, le será difícil incorporar ideas tan relacionadas con las exigencias de la fe como son la preocupación por los demás, el sacrificio y la renuncia en favor de otros, la misericordia o el sentido de la generosidad.

O si ve que sus padres con frecuencia no cumplen lo que prometen, o les ve recurrir –siempre acaban dándose cuenta– a la mentira o la media verdad para salir al paso de algún problema, luego será difícil que preste atención a sus encendidos discursos sobre las excelencias de la sinceridad, de la veracidad, o de dar la cara como un hombre.

El chico o la chica han de ver que a sus padres les preocupa realmente el dolor ajeno, que muestran con su vida lo connatural que debe resultar a toda persona vivir volcada hacia los demás, que les explican la fealdad de la simulación y de la mentira, o cualquiera de las otras ideas cristianas que quieran transmitirles.

Hay todo un estilo cristiano de ver las cosas y de interpretar los acontecimientos de la vida, y los hijos han de respirarlo en casa. Lo captarán, por ejemplo, viendo el modo en que se acepta una contrariedad. O al advertir cómo se reacciona ante un vecino cargante o inoportuno. O viendo cómo papá o mamá ceden en sus preferencias, o siguen trabajando aunque estén cansados.

Y así el chico se irá empapando de ideas de fondo que tejerán todo un vigoroso entramado de virtudes cristianas. Aprenderá a respetar la verdad, a mantener la palabra dada, a no encerrarse en su egoísmo, a ser sensible a la injusticia o al dolor ajeno, a templar su carácter, etc. Siempre surgen multitud de ocasiones de hacer una consideración sobrenatural sencilla, sin excesiva afectación ni excesiva frecuencia. Se trata de que el niño vea cómo la fe se traduce en obras concretas y que no son formalidades exteriores vacías e inconexas.

En la casa se ha de hablar de Dios, y de nuestro deseo de agradarle, y de evitar las ocasiones de ofenderle, y del premio que recibiremos en esta vida y en la eterna. Y todo ello con toda naturalidad, sin afectación y sin simplezas. Por eso, si se comete el error de presentar la fe como una vivencia tonta e insípida, separada de la realidad de la vida, lo que se logra es dejar vacío el corazón de los chicos y privarles de toda esa fuerza y esa guía moral tan necesaria en el camino de su vida. Porque una fe profunda y bien arraigada será siempre un recio soporte para toda persona en momentos de crisis. Algo que a lo largo de su vida le permitirá mantenerse firme aun en los instantes de mayor dolor o amargura.

No ser pesados

No es necesario hablarles constantemente de Dios. Si hay fe, los hijos irán creciendo en ese ambiente y comprenderán bien las realidades sobrenaturales. Y eso es lo importante: que el hogar esté vivo y que los padres hablen de Dios a los chicos con su propia vida.

La instrucción religiosa ha de discurrir por caminos positivos. No se puede querer resolver los pequeños problemas domésticos diciendo al chico: “te va a castigar Dios”, o “te irás al infierno”, o “eso que has hecho es un pecado gravísimo”, porque por esas trastadas infantiles no se va la gente al infierno. Hay que hablarles del pecado, pero sin atosigarles con la falsa y tonta idea de que todo es pecado.

Tampoco se puede poner el demonio a la altura de las brujas, duendes o fantasmas. El infierno es una realidad seria que, sin dramatismos tontos, los hijos deben conocer. Y lo mismo sucede con el Cielo, que a veces los chicos –cuando no se les explica bien– pueden asimilar a algo estático y aburrido. Algunos padres identifican tanto la bondad con la quietud, que con su continuo “estate quieto, sé bueno” sólo logran aburrir soberanamente a sus hijos –que, afortunadamente, están llenos de vitalidad– y crearles ideas equivocadas. El “estate quieto, sé bueno”, me contaban en una ocasión, cansaba tanto a aquel muchacho, que terminó por preguntar: “Mamá, ¿y en el Cielo…, también tendremos que ser buenos?”.

Es preciso hablarles de Dios de un modo grato y atractivo, no reiterativo y tedioso. No se puede usar de Dios según cualquier pequeño interés. No se puede invocar el nombre de Dios para que el niño se tome la sopa o para que baje a hacer un recado. La realidad de Dios es algo que conviene hacerle descubrir y querer, no un instrumento con el que golpearle en la cabeza. Actuar así llevaría a deformar su conciencia y sembrar de sal el fértil campo de su fe infantil.

No se trata de atosigarle con lecciones profundas e incesantes. La mente del niño se ha comparado al cuello de una botella. Si se intenta meter gran cantidad de líquido en poco tiempo, se desborda y se derrama. En cambio, gota a gota, despacio, pero con constancia, se consigue mucho más.

Práctica de la fe en la familia

No es fácil dar recomendaciones fijas sobre qué prácticas cristianas convienen a cada edad. Depende mucho de cada familia, del ambiente en que viven y del Es bueno que las devociones sean pocas, pero serias y constantes. Quizá esas tres Avemarías de rodillas junto a la cama, antes de acostarse. Aquella otra oración de ofrecimiento del día a Dios, al despertar. Bendecir la mesa. Acudir a Misa. Quizá rezar el Rosario en familia, y si son demasiado pequeños sólo un misterio, y en las fiestas de la Virgen algo más. O retomar aquellas viejas devociones del mes de Mayo, la novena a la Inmaculada, el escapulario del Carmen… No muchas, pero bien vividas.

Las familias cristianas no deben olvidar que los padres son los primeros educadores en la fe y que, por tanto, es necesaria una catequesis familiar en la que, con una cierta periodicidad –semanal, por ejemplo–, los padres vayan cumpliendo con esa obligación, que no deben abandonar en manos únicamente del colegio o la parroquia.

Cuando el problema está en los padres

Algunos padres, cuando piensan en sus problemas con la educación de sus hijos y oyen hablar de Dios, o les hacen alguna consideración sobrenatural, cambian de sintonía y desconectan por completo. Reaccionan como si dijeran: “Vamos a ser prácticos, por favor. No me vengas ahora con sermones como si yo fuera un infeliz en busca de resignación. Quiero soluciones”.

Quizá no comprenden lo que es el alma. Que el hombre no es un simple animal extraordinariamente desarrollado en el que educar es simplemente encauzar unos impulsos. Que tiene un alma espiritual e inmortal que el educador no puede ni debe ignorar.

Hay que saber cómo actúa el alma. A lo mejor esas personas entienden muchísimo sobre cómo funciona el cuerpo, y qué conviene a su salud, y cómo prevenir o curar una enfermedad, o lo que sea, pero saben poco sobre la salud de su alma, siendo como son sus enfermedades mucho más dolorosas. No se puede olvidar que la raíz de muchos problemas está en el alma. La raíz de muchos de los problemas de un hijo está en su alma. La raíz de muchos de nuestros problemas está en nuestra alma.

Muchas veces, cuando la gente nota un vacío grande, y se pregunta qué le falta a su vida, lo que le falta es la rectitud de la fe, el acatamiento de Dios. Ese reconocimiento es lo que hace que la vida esté construida en sabiduría y libertad.

“No veo a Dios por ninguna parte”, dicen. O “mi fe se muere”, o “mi fe ha muerto…”. Y quizá su fe sigue latente, ahogada por costumbres insanas o claudicaciones inconfesables. La fe es algo personalísimo de lo que no se puede prescindir, y en ella actúa la iniciativa de Dios. Y aunque la iniciativa sea de Dios, nuestra respuesta es decisiva. Y a veces, el griterío de nuestro mundo interior hace muy difícil oír esa voz, o nuestra falta de fortaleza y de generosidad hace que no queramos o no podamos responder. Son tinieblas muchas veces voluntarias, a las que quizá no se quiere poner remedio porque una conducta interesada ahoga la voz de Dios.

El problema de fe proviene otras veces del desequilibrio en la formación. No es difícil encontrarse cristianos que son brillantes en su profesión, incluso cultos, muy leídos y muy viajados, con grandes experiencias quizá, pero absolutamente ignorantes en lo referente a su fe. Hombres o mujeres que abandonaron el estudio de los fundamentos de sus creencias con el final de sus estudios primarios o con las primeras crisis de la adolescencia, y que conservan una imagen de la teología que bien podría servir para un cuento de hadas, cuando la teología es sin duda la ciencia sobre la que más se ha hablado, escrito, investigado y debatido a lo largo de los siglos. Les falta estudio de su propia fe, que es equilibrio en su formación.

Esa ignorancia es un formidable enemigo de la fe, puesto que la fe en cualquier cosa exige siempre un suficiente conocimiento previo. Y esa fe débil bien puede tener su causa en haber recibido una formación religiosa poco afortunada o impartida por personas que no han sabido mostrar su grandeza. Por eso hemos es preciso ser consecuentes y dedicar el tiempo que sea preciso para tener un conocimiento de nuestra fe adecuado a nuestro nivel cultural e intelectual. De esta forma, la experiencia de tantos siglos en la vida de tantas personas nos ayudará a vivir esas exigencias y a superar las dificultades que se nos presenten, que quizá no sean tan nuevas.

Es cierto que hay muchos que creen poco, o que no practican, pero sí quieren que sus hijos reciban una buena formación cristiana, pues el valor de la formación moral cristiana es algo bastante reconocido, afortunadamente. Esa preocupación de esos padres es loable y positiva. Pero los padres que quieren que sus hijos crean, y, sin embargo, ellos mismos no practican, suelen fracasar. Si no tienen la fe como parte esencial de su vida, o si luego desmienten sus palabras con los hechos, es difícil que las cosas salgan bien.

Sin embargo, para muchos otros padres ha sido precisamente la preocupación por educar correctamente a sus hijos y darles un buen ejemplo, lo que les ha llevado por un camino de mayor cercanía a Dios y más profundo conocimiento de la fe, que ha venido a facilitar su propia coherencia y, en cierta manera, su conversión.

En solitario es difícil

Educar en la fe a los hijos es toda una ciencia. Se necesitan conocimientos precisos y esfuerzo para adquirirlos. La buena voluntad no basta.

Para empezar, educar hoy es diferente a como nos educaron a nosotros: basarse sólo en nuestra experiencia, hoy, no es suficiente.

Es verdad que se trata de una ciencia que no se adquiere sólo a base de letra impresa. La educación es un proceso continuo de formación, en el que la mayoría de las cosas se aprenden como fruto de la experiencia personal. Sin embargo, sería un error prescindir de toda la sabiduría que hay plasmada en tantos libros, o del enriquecimiento mutuo que producen las conversaciones con personas sensatas y experimentadas. Sería esperar milagros que vinieran a suplir nuestra dejadez.

Algo parecido podría decirse sobre el colegio, que juega un papel fundamental en la educación, puesto que es donde los hijos pasan casi todo el día y donde tienen la mayor parte de sus relaciones. Por eso es tan importante escoger bien dónde estudian, aunque suponga un sacrificio económico o un mayor tiempo de transporte. Sería una pena que una despreocupación en este punto echara a perder en las horas escolares lo que con tanto esfuerzo va aprendiendo en el hogar.

Y no sólo al decidir a qué colegio va, sino también a la hora de asumir el protagonismo que a los padres corresponde en la vida escolar. Por ejemplo, preocuparse de acudir a las reuniones para padres que allí se celebran, o visitar al tutor o a los profesores cuando sea preciso, aunque nos falte tiempo. Todo eso supone seguramente un sacrificio, pequeño o grande, pero merece la pena. Se verá siempre compensado por lo valioso del intercambio de impresiones sobre el chico. Así, la mayoría de los problemas podrán resolverse antes de que lleguen realmente a serlo.

También importa mucho el tiempo libre. Porque unos padres pueden estar sacrificándote para pagar un buen colegio, y poniendo un gran esfuerzo para mejorar el ambiente familiar, y luego perderse todo por los amigos que hace durante su tiempo libre. Por ejemplo, hay que pensar en estos temas al decidir sobre el lugar donde pasar el verano o el fin de semana. Quizá no sea el sitio más adecuado aquel lugar de dudoso ambiente moral –por mucho que digas que a tu hijo apenas le afectará–, o donde los chicos que hay de su edad no parece que le convengan demasiado. Hay que hacer lo posible para que se relacione con chicos que sean de familias sanas y tengan costumbres y modos de divertirse sanos. Por eso muchos padres se ponen de acuerdo para promover iniciativas donde sus hijos aprendan a pasarlo bien de forma sana, aprendan cosas útiles, hagan amigos en un ambiente favorable y reciban una ayuda en su formación.

La vocación de los hijos

La vocación es un don divino completamente inmerecido para cualquier persona; y para los padres cristianos, el hecho de que Dios llame a sus hijos supone una muestra de un especial afecto por parte de Dios. Cuando Dios llama a un hijo para que se entregue plenamente a su servicio (en cualquiera de sus formas: en el sacerdocio, en la vida religiosa, en la entrega plena en medio del mundo, etc.), debe considerarse como un verdadero privilegio: “Los padres deben acoger y respetar con alegría y acción de gracias el llamamiento del Señor a uno de sus hijos” (Catecismo Iglesia Católica, n. 2233).

Por eso quienes han entendido la vocación misionera de la Iglesia se esfuerzan por crear en sus hogares un clima en el que pueda germinar la llamada a una entrega total a Dios: “La familia debe formar a los hijos para la vida, de manera que cada uno cumpla con plenitud su cometido, de acuerdo con la vocación recibida de Dios. Efectivamente, la familia que está abierta a los valores trascendentes, que sirve a los hermanos con alegría, que cumple con generosa fidelidad sus obligaciones y es consciente de su participación en el misterio de la Cruz gloriosa de Cristo, se convierte en el primero y mejor semillero de vocaciones a la vida consagrada al Reino de Dios” (Juan Pablo II, Familiaris Consortio, n. 53).

El Espíritu Santo suscita vocaciones para la Iglesia habitualmente en el seno de las familias cristianas. Se sirve de ese afán bueno de esos padres cristianos, que aspiran a salvar miles de almas gracias al apostolado de sus hijos, muchas veces en lugares adonde ellos habían soñado llegar. Será un motivo particular de gozo para esos padres ver cómo la nueva evangelización que necesita el mundo es fruto de esa respuesta generosa —de los padres y de los hijos—, que hace realidad la nueva evangelización, hace a la Iglesia estar presente en nuevos países, revitaliza la vida cristiana en muchos ambientes, etc.

Muchos padres de familia se lamentan de la falta de recursos morales en la sociedad y de la carencia de ideales grandes en la vida de tantos chicos jóvenes. Pero la solución a tantos males como aquejan al mundo está, en gran medida, en la mano de esas familias: si se esfuerzan con verdadero afán misionero y apostólico en dar a sus hijos una buena educación cristiana, y procuran ensanchar su corazón con las obras de misericordia, creando en torno a sí un ambiente de sobriedad y de trabajo, entonces sembrarán en su alma ideales de santidad, y surgirán así quienes regeneren la sociedad de todos esos males.

Dios tiene sus tiempos, y hay ideales que si no prenden en la primera juventud, se pierden para siempre. Es algo que sucede en el noviazgo, en la entrega a Dios y en muchos otros ámbitos. Hay proyectos que sólo pueden emprenderse en la juventud. Es entonces cuando suelen surgir los grandes ideales de entrega, los deseos de ayudar a otros con la propia vida, de mejorar el mundo, de cambiarlo. Por eso, cuando una persona joven se plantea grandes ideales de santidad y de apostolado, las familias verdaderamente cristianas lo reciben con un orgullo santo.

Esa decisión es un acto de libertad que germina en el seno de una educación cristiana. La familia cristiana se convierte así, gracias a la respuesta generosa de los padres, en una verdadera Iglesia doméstica, donde el Espíritu Santo suscita todo tipo de carismas y santifica así a toda la Iglesia.

Además, cuando una persona percibe la llamada de Dios, está discerniendo el sentido de su propia existencia. Con la llamada, se descubren los planes que Dios tiene para cada uno: para los hijos y para los padres. La felicidad, de los padres y de los hijos, depende del cumplimiento de los planes de Dios, que nunca encadenan, sino que potencian al hombre, lo desarrollan, lo dignifican, ensanchan su libertad, lo hacen feliz.