Alfonso Aguiló, “El abuelo y el nieto”, Hacer Familia nº 233-234, 1.VII.2013

El abuelo se había hecho muy viejo. Sus piernas flaqueaban, veía y oía cada vez peor, babeaba y tenía serias dificultades para tragar.

A su hijo y a su nuera, esto les desagradaba cada día más. En una ocasión —prosigue la escena de aquel cuento de los Hermanos Grimm—, cuando le servían la cena, al abuelo se le cayó el plato y se hizo añicos contra el suelo.

La mujer comenzó a quejarse de la torpeza de su suegro, diciendo que lo rompía todo, y que a partir de aquel día le darían de comer en una cubeta de plástico. El anciano suspiraba asustado, sin atreverse a decir nada.

Un rato después, vieron al hijo pequeño manipulando en el armario. Movido por la curiosidad, su padre le preguntó: “¿Qué haces, hijo?” El chico, sin levantar la cabeza, repuso: “Estoy preparando una cubeta para daros de comer a mamá y a ti cuando seáis viejos.”

El marido y su esposa se miraron y se sintieron tan avergonzados que empezaron a llorar. Pidieron perdón al abuelo, y a su hijo, y todo cambió a partir de aquel día. Su hijo pequeño les había dado una severa lección de sensibilidad y de buen corazón.

Los niños poseen unas cualidades innatas para comprender los sentimientos de los demás. También es cierto que no todos vivencian con igual intensidad la tendencia natural a sentir misericordia. No es fácil saber la razón de estas diferencias, pero muchos sostienen que los niños peor tratados en su casa suelen mostrar menor interés por el dolor de otros, y que son los padres quienes más pueden hacer en la niñez por combatir ese virus feroz de la inclemencia, esa rudeza afectiva que tiende por sí misma a repetirse y a perpetuarse.

La comprensión de las reacciones emocionales de otros resulta fundamental en la formación del sentido moral del niño y de su capacidad para asumir los valores que se transmiten con la educación. Los niños suelen valorar la bondad o maldad de una acción observando la reacción de los adultos, o de quien ha sufrido las consecuencias de esa acción. Lo aprenden de una manera sorprendentemente natural, y por eso es importante ayudarles desde pequeños a observar los sentimientos de quienes han podido ofender o perjudicar con lo que dicen, hacen, o dejan de hacer. Muchas de sus intuiciones morales están altamente vinculadas a la comprensión de los sentimientos ajenos. Un niño que se acostumbra a reconocer la aflicción de la otra persona, y que es capaz de ponerse en su lugar, está mucho mejor dispuesto para comprender la bondad o maldad de sus acciones.

Todos debemos mantener el oído atento, ser receptivos a esos guiños con los que la realidad nos sorprende y nos ayuda a no hacernos insensibles al dolor de los demás. Debemos aprender a valorar la sabiduría de las personas mayores, a percatarnos de la necesidad de compañía y afecto que sienten. Debemos aprender a no caer en la seducción de la ira, a no decir esas cosas que luego duelen durante días, que dejan a todos entristecidos y deseando que nunca hubieran sido pronunciadas aquellas palabras.

No han faltado pensadores ilustres —como Nietzsche, Engels y Marx, por ejemplo— que consideraron la misericordia como una escapatoria de los débiles. Sin embargo, se necesita mucha más fuerza para perdonar que para alimentar el rencor. Más entereza para responder con bien al mal que para contestar con la misma moneda. Más inteligencia para descubrir lo bueno que hay en otros que para empecinarse en juicios inmisericordes. Más discernimiento para estimular la bondad que hay en el hombre que para exasperar su arrogancia.

Alfonso Aguiló, índice artículos “El carácter”