Alfonso Aguiló, “El lecho de Procusto”, Hacer Familia nº 163, 1.IX.2007

Procusto era el apodo del mítico posadero de Eleusis, aquella ciudad de la antigua Grecia donde se celebraban los ritos misteriosos de las diosas Deméter y Perséfone. Era hijo de Poseidón, el dios de los mares, su estatura era gigantesca y poseía una fuerza descomunal.

Su verdadero nombre era Damastes, pero le apodaban Procusto, que significa “el estirador”, por su peculiar sistema de hacer amable la estancia a los huéspedes de su posada. Procusto les obligaba a acostarse en una cama de hierro, y a quien no se ajustaba a ella, porque su estatura era mayor que el lecho, le serraba los pies que sobresalían de la cama; y si el desdichado era de estatura más corta, entonces le estiraba las piernas hasta que se ajustaran exactamente al tamaño de aquel fatídico camastro.

Según algunas versiones de la leyenda, la cama estaba dotada de un mecanismo móvil por el que se alargaba o acortaba según el deseo del verdugo, con lo que nadie podía ajustarse exactamente a ella y, por tanto, todos eran sometidos a mutilación o descoyuntamiento.

Procusto terminó su malvada existencia de la misma manera que sus víctimas. Fue capturado por Teseo, que lo acostó en su catre de hierro y le sometió a la misma tortura que tantas veces él había aplicado.

Esta leyenda del lecho de Procusto ha quedado para siempre en la literatura y en la tradición popular para referirse a quienes pretenden acomodar siempre la realidad a la estrechez de sus intereses o a su particular visión de las cosas.

Afortunadamente, no hay muchos tan desaprensivos como ese personaje de la leyenda, pero sí hay bastantes que se le parecen en su actitud. Poseen un loable empeño por agradar a los demás, pero un empeño tan intransigente y tan peculiar, que es mejor no tener a esas personas muy cerca.

Están siempre muy seguros de lo que deben hacer, pero esa clarividencia suya es la principal causa de su obstinación en el error. Su preocupación por los demás se inscribe en un patrón que no hay forma de eludir. Son previsibles e irreductibles. Su incansable actividad suele dejar numerosos heridos a su paso. Cuando se les hace alguna objeción acerca de sus rígidos planteamientos, se molestan, y siguen adelante sin inmutarse, convencidos de estar siempre en la mejor de la opciones.

Quizá no alcanzan a entender que su generosidad es bastante egoísta. Tienen que aprender a tratar a cada uno como mejor conviene a su situación particular, no según sus propios patrones preestablecidos. Todos debemos aprender a no interpretar todo según nuestro patrón de conducta o nuestra propia psicología, sino observando y escuchando, siendo receptivos y abiertos, procurando no usar recetas ya hechas, ni soluciones prefabricadas o consejos repetitivos y manidos.

Son personas que no saben ponerse en el lugar de los demás. No se sitúan. Son los que piden sinceridad y cuando se les dice la verdad se enfadan. Los que piden que se les haga cualquier observación con toda confianza, pero cuando se les dice algo concreto no les gusta nada. Los que hablan de diversidad y de tolerancia pero llevan fatal que no se piense exactamente como ellos. Los que, si coincides inicialmente con sus ideas, varían su posición para así censurar siempre lo que hacen los demás. Los que se llenan de celos si alguien sobresale de la medida de su propia mediocridad. Los que exigen a quienes les rodean un nivel de perfección que ellos no alcanzan ni de lejos. Todo lo juzgan. Todo lo quieren cortar a su medida. Su vida está presidida por una observancia de normas, pero muy poco por el servicio a los demás. Quizá su principal problema es precisamente que se creen medida de todo, y por eso es tan ingrata su compañía.

Alfonso Aguiló, índice artículos “El carácter”