Alfonso Aguiló, “Forzar la realidad”, Hacer Familia nº 288, 1.II.2018

Brno, 1965. Arrojada en el rincón de un jardín, abandonada y olvidada, yace una estatua. Representa a un hombre maduro, vestido con el hábito agustino monacal. Ese hombre es Gregor Mendel. Hace años que las autoridades del mundo soviético lo consideran anticomunista y contrario a los intereses del proletariado.

La historia de ese hombre y esa estatua comienza un siglo antes, en 1865, en ese mismo lugar. Gregor Mendel pasea por el jardín del monasterio observando las plantas de Pisum sativum, unos guisantes que él cultiva y con los que lleva años experimentando. Ya ha presentado ante la Sociedad de Ciencias Naturales de Brno sus resultados. Ha empleado mucho tiempo en esa investigación, escogiendo cepas puras, haciendo cruzamientos y observando cómo funciona la herencia genética. De aquellos cálculos, Mendel ha deducido las famosas tres leyes que algún día llevarán su nombre y serán la primera piedra de la genética moderna.

Pero un modesto fraile de Brno no era digno de abrirse camino entre la élite científica mundial, y sus experimentos y sus conclusiones fueron condenadas al olvido. Mendel murió en 1884 siendo un desconocido. En el año 1900, los científicos Hugo de Vries, Carl Correns y Eric von Tschermak “redescubrieron” esas leyes y, buscando entre la bibliografía publicada, encontraron el olvidado artículo de Mendel. Fueron unos caballeros y admitieron la prioridad del difunto monje, que fue rescatado así del anonimato. En 1910, y gracias a la donación voluntaria de biólogos de todo el mundo, se erigió en la abadía de Brno una estatua en su honor.

Pero aquello duró poco. Llegaron los tiempos de la revolución rusa. Un ingeniero agrónomo ucraniano llamado Trofim Lysenko había obtenido cierto renombre y estaba “revolucionando” la biología. Durante la crisis agrícola de la década de 1930, Lysenko prometió mayores, más rápidos y menos costosos aumentos en el rendimiento de los cultivos. Para Lysenko, el darwinismo y la genética eran “ciencia burguesa” que había que erradicar, construyendo una nueva biología acorde con los principios del proletariado. Lysenko sabía moverse en el ambiente del politburó, y tenía el apoyo de Stalin. En 1940 se hizo con la presidencia del Instituto de Genética de la Academia de Ciencias de la URSS, y de la poderosa Academia de Ciencias Agrícolas, destituyendo a su antecesor, al que se le exigió retractarse de sus ideas afines a Darwin y Mendel, y fue deportado a Siberia.

Gracias a una larga serie de depuraciones, logró que en la Unión Soviética y los países de su entorno se impidiera la enseñanza o la investigación de cualquiera que siguiese las tesis de Darwin o Mendel. Y se ordenó, como es natural, la retirada y destrucción de la estatua de Mendel de la ciudad checa de Brno. Afortunadamente, quitaron la estatua, pero no la destruyeron sino que quedó abandonada en un rincón del jardín de la vieja abadía.

Los resultados para la ciencia soviética son fáciles de imaginar. Mientras que los avances en química o física fueron a la par con occidente, la biología quedó en un callejón sin salida y los resultados agrícolas fueron desastrosos. Lysenko perdió poder con la muerte de Stalin, pero sobre todo con la desaparición política de Khrushchev en 1964. Las mentiras de Lysenko eran ya insostenibles y fue destituido. Pero su nombre quedó grabado a fuego en la historia de las imposiciones ideológicas a la ciencia.

Ya en 1965, con motivo del primer centenario de la publicación del trabajo de Mendel, su memoria fue restablecida oficialmente, la estatua fue recuperada de su abandono y se inauguró un museo en su honor, el Mendelovo muzeum – Muzeum Genetiky.

La cambiante suerte de la reputación científica de Mendel en el espacio de un siglo resulta muy ilustrativa. Hoy nos asombra cómo han podido suceder esas cosas. Pero me temo que dentro de unas décadas mirarán nuestro tiempo quizá con mejor perspectiva y no dejarán de descubrir con asombro numerosas contradicciones sobre las que la corrección política e ideológica impone un manto de silencio y sobre las que hoy no se puede hablar. Los intereses se imponen con frecuencia sobre los principios, en diversos ámbitos de nuestra sociedad, y fuerzan la realidad de las cosas, y retuercen las evidencias empíricas. Es normal, ha sucedido siempre, es consecuencia de la fragilidad humana, pero quienes saben reconocerlo y procuran no quedar demasiado envueltos en todo ello, tienen una claridad de mente que todos deberíamos buscar.

 

Alfonso Aguiló, índice artículos “El carácter”